Epílogo

La Subcomisión Investigadora del Senado tenía su sala de audiencias en el tercer piso del nuevo edificio de oficinas del Senado, y el lunes trece de noviembre, a las catorce horas, el corredor de este tercer piso era una colmena. Los técnicos de televisión parecían estar en todas partes, los senadores se estaban congregando y el público estiraba el cuello para no perder detalle.

El salón de audiencias era amplio, con puertas de metal y cuero, y cielo raso muy alto. Sobre una plataforma se veía una mesa curva con once sillas. Había también mesas para los testigos, los ayudantes y la prensa, entre la mesa curva y los asientos de los espectadores, que eran unos cien. La pared estaba decorada con candelabros de bronce, y los candelabros decorados con reflectores de televisión. Gruesos cables eléctricos cruzaban el suelo de mármol taraceado, y los técnicos ajustaban y orientaban tres cámaras montadas sobre plataformas móviles.

A las catorce y treinta casi todos los asientos estaban ocupados. Sólo se permitía el ingreso en el salón a los dichosos poseedores de entradas. Entre esos privilegiados figuraba un juez del Tribunal Supremo, quince senadores, un grupo de importantes dirigentes del partido del Estado natal de Gorman, unos pocos miembros de otras comisiones y un selecto grupo de influyentes columnistas, cuyo apoyo podía significar mucho. Por fin, entre los presentes, figuraban también míster Peter Congdon y señora, tan recién casados que el primer umbral que cruzaban como marido y mujer había sido el del salón 3302, en el tercer piso del nuevo edificio de oficinas del Senado.

A las catorce y cuarenta y cinco, estaban ocupados todos los asientos de los espectadores, la prensa se estaba colocando en la mesa más próxima al público y cuatro miembros del comité jugueteaban con papeles y con los micrófonos situados en la gran mesa curva. Cuatro policías uniformados, con revólveres en la cintura, estaban apostados en el interior del salón, y otros permanecían fuera, patrullando los largos corredores.

Cinco minutos antes de la hora entró el senador Gorman en persona. Lo hizo por una puerta interior que se abría detrás de la mesa y sobre la cual pendía el escudo en bronce de los Estados Unidos.

Para entonces ya estaban ocupadas las diez sillas restantes y él se situó en la del centro. Tenía un aspecto eficiente y confiado cuando sus ojos rasgados recorrieron el salón como saetas, evaluando el público, el ambiente, el estado de ánimo de la prensa. Saludó con una inclinación de cabeza a varios conocidos, pero no sonrió.

Cuando estuvo en pie ante su silla, los otros miembros del comité se pusieron en pie y fueron imitados por el público. La mesa de la prensa se mostró más remisa, pero terminó por seguir el ejemplo.

Gorman golpeó con un mazo y todos se sentaron. Controló a los cameramen y mantuvo una breve conferencia en voz baja con el director de TV. El programa había sido anunciado para las quince, de modo que sólo quedaban unos pocos minutos para probar los equipos y hacer salir a la testigo y tomarle juramento a fin de que la audiencia televisiva de todo el país encontrara la situación a punto de estallar, en el instante en que terminara la serie de anuncios.

– Traiga a la testigo -dijo el senador dirigiéndose al oficial de orden.

El oficial de orden obedeció, y Rosa Scarlatti apareció por la puerta interior, del brazo del fiscal de la comisión, Charles Weidemann. Dos policías la precedían y otro marchaba detrás. Ella y el fiscal se sentaron en una mesita situada sobre la plataforma, dentro de la curva de la mesa grande. Tenía la espalda vuelta al público y estaba frente a Gorman y a dos metros de las cámaras de TV. Llevaba un sobrio vestido negro lo suficientemente ajustado como para hacer resaltar sus curvas y hacer verosímil su papel de mantenida de Bono, pero lo bastante discreto como para crear la ilusión de que, en realidad, no era ese tipo de mujer.

Weidemann le murmuró algo al oído, y ella se puso en pie. El fiscal le tomó juramento. Rosa se volvió a sentar y el productor del programa señaló a Gorman con un dedo. Sobre la cámara que le apuntaba al rostro se había encendido una luz roja. El show había comenzado.

– Esta tarde -dijo Gorman, actuando como si ignorara que sesenta y cinco millones de norteamericanos escuchaban sus palabras- nuestra testigo es miss Rosa Scarlatti, de Italia, quien ha accedido gentilmente a presentarse ante este comité y a revelarnos ciertas informaciones sobre la mafia.

Gorman hizo una pausa y hojeó sus papeles para dar tiempo a las cámaras a enfocar el rostro de Rosa. Luego, en el instante preciso, volvió a hablar.

– He prevenido al pueblo. He llamado a la conspiración de la mafia, la conspiración del mal. Es la conspiración más vasta y diabólica que el mundo haya conocido. Escucharán ahora un informe sobre algunos de los crímenes que esta siniestra organización perpetra contra la civilización. Lo oirán de labios de alguien que ha asistido a sus criminales reuniones y que conoce a estos hombres en toda su monstruosa maldad.

Se volvió a la testigo y el fervor desapareció de su voz. Ahora era el considerado fiscal, manejando a una tierna testigo.

– Miss Scarlatti, ¿quiere decir a esta comisión exactamente dónde vivía en Italia?

– Vivía en una gran villa, a unas treinta millas al norte de Roma.

– ¿Y conoció a un hombre llamado Joseph Buonoveneto, más conocido por el apodo de Joe Bono?

Rosa hizo un gesto afirmativo.

– Sí.

– ¿Lo conoció bien?

– Sí.

– ¿La visitaba con frecuencia en su villa?

Rosa frunció el ceño. Luego movió la cabeza en gesto negativo.

– No. La mayor parte del tiempo él está en la América. Pero viene a Italia. Pero cuando viene a la Italia, entonces viene a verme a mí.

– ¿Y con qué frecuencia lo hacía?

Ella se encogió de hombros e hizo un gesto vago.

– Eh, tre o cuatro vece al año.

– ¿Y por cuánto tiempo se quedaba?

– Oh, depende. Tre, cuatro, cinco día. Una semana. Sale en negocio y vuelve. Usté sabe, ¿no?

Gorman se permitió una expresión de moderado interés.

– ¡Ahá! Negocios. ¿Sabe en qué negocios intervenía?

– Sí. En lo de la mafia.

– ¿Y eso qué significa?

Ella le miró insegura.

– ¿Eh?

– ¿Qué es la mafia?

– Oh -Rosa hizo otro de sus gestos vagos-. Es como una pandilla. Una pandilla mala. Asaltan, roban, matan. Y todo para la pandilla. E una pandilla muy mala.

Gorman asintió con la cabeza y esperó el efecto de las palabras antes de proseguir.

– ¿Alguna vez llevó Joe Bono a alguien a la villa?

Rosa asintió.

– Mucha vece.

– ¿Puede decirnos los nombres de la gente -que visitaba a Joe Bono en su villa?

– Seguro.

La mujer empezó a contar con los dedos y recitó una lista de quince nombres de individuos identificados como miembros destacados de la mafia, en el curso de las investigaciones.

Gorman miró a su alrededor. Aquello tenía que impresionar a los sesenta y cinco millones de telespectadores que no se habían interesado antes por la conspiración de la mafia.

– ¿Y conoció a esa gente? -preguntó a Rosa.

– Sí.

– ¿Sabía quiénes eran?

– ¿Usté quiere decir si sabía lo nombre? Ya se lo dije.

– Quiero decir si sabía cuál era su ocupación.

– Sí. Estaban en la mafia.

– ¿Cómo lo sabe?

– Joe me lo ha dicho.

– Quiero decir, ¿de qué otra manera lo supo?

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero saber si alguna vez les oyó hablar de sus negocios.

– ¡Ah, sí! Seguro. Todo el tiempo.

– ¿Todo el tiempo?

– A eso iban la mayoría de la vece. Se encontraban en mi villa. Siempre hablaban de negocio, de juego, de mujeres que le pagaban. ¿Cómo se dice? De prostitución.

– ¿Y de drogas?

– Oh, sí. Y todo el tiempo de la droga, también.

– ¿Su villa era una especie de lugar de reunión?

– Justo. Era como… el cuartel mayor. Cuando Joe estaba en la Italia, cuando había negocio en la Italia, todo se encontraban ahí. Todo iban a mi villa. Tenían la reunione ahí. Hacían lo plañe.

– ¿Y alguna vez oyó de qué trataban esos planes?

– Sí, seguro. Todo el tiempo. Me siento en el cuarto con ello. Me siento con Joe. O despué él me cuenta. Me dice lo que planean. Joe me lo dice. Todo me dicen todo.

– Eso es muy interesante, miss Scarlatti. Es bien sabido que los jefes de la mafia son gente muy discreta… pero ¿hablaban con usted? ¿No sólo Joe? ¿Los otros también?

– Justo. Estarán con la boca cerrada en otra parte, pero conmigo no. Le gusta hablar delante de Rosa. Le gusta presumir.

– ¿Como, por ejemplo?

– Como Midge Rennie. Me ha dicho que robó tre millone de dolare del tesoro de la mafia y despué le echó la culpa a Peanuts Piccolo, que era suyo enemigo e lo hizo matare. Y ni siquiera Joe Bono sabía que Midge había robado ese dinero, así que él no se lo podía haber dicho si estaba aquí donde estoy yo.

Hubo un grato estremecimiento en la sala, pero Gorman se cuidó de no sonreír.

– ¿Algo más?

Rosa estaba entrando en calor.

– Eh, un montón de cosa -dijo-. Como, por ejemplo, Mike Valdi. Me ha dicho una vez que él ha matado a sei gente. El solo los ha matado.

Por supuesto Gorman le había extraído ya en privado toda esa información de la testigo y ahora la estaba haciendo repetir para consumo del público. Que el público la devorara… y la mafia también. Aquellos nombres eran dos de los más importantes.

Uno de los otros senadores pareció también muy impresionado.

– ¿Valdi lo admitió en su presencia?

– Justo.

– ¿Cuándo fue eso?

– Cuando él estaba en mi villa.

– Me refiero a la fecha.

– ¡Ah, seguro! El diecinueve de marzo de mil novecento sesenta y cinco. La última semana de marzo. Joe estaba todo el mes allá.

– ¿De mil novecientos sesenta y cinco?

– Justo.

Gorman prosiguió.

– ¿De modo que les gustaba contarle cosas y hablaban de drogas, de prostitución y de juego? Pues bien, ahora le pediré que nos diga lo que sabe acerca de la organización de esas operaciones,. Quién está detrás de eso, qué amplitud tienen esas operaciones, cuánto dinero hay en juego y, sobre todo, los nombres de la gente que ocupa los diversos puestos.

Otro senador interrumpió.

– Un minuto, por favor -dijo-. Me gustaría interrogar a la testigo sobre… cómo les gustaba presumir… Creo que ésa fue la expresión que usó miss Scarlatti, ¿no?

Gorman intervino con su risita y algo de tos.

– George, creo que es evidente. Basta con mirar a la testigo para comprender que es el tipo de mujer ante la cual los hombres presumen.

– No pongo en duda eso. Todo lo contrario. Sólo quiero señalar que cuando alguien presume en presencia de una mujer, es para impresionarla. Y, en el esfuerzo por impresionar, un hombre puede exagerar. Me pregunto si miss Scarlatti ha podido verificar la exactitud de esas declaraciones hechas en su presencia.

– Todo es cierto -dijo Rosa bruscamente-. Sé lo que es cierto y lo que no.

– No dudo de que lo sepa, pero, ¿cómo podemos saberlo nosotros?

Se volvió a los demás miembros de la comisión.

– Comprendo muy bien que alguien alardee con sus hazañas… Pero ¡qué Mike Valdi alardee de haber matado a seis personas…! Me pregunto por qué le dijo cosas así. Quizá sea anticuado, pero me pregunto si un hombre recurre realmente a esas cosas para impresionar a una mujer.

– Bueno, no pretendo arrestar a Valdi sobre la base de una denuncia como ésta, pero…

– ¿E para qué hablo si non van a arrestare a alguien? -exclamó Rosa.

– Estamos reuniendo material en contra de ellos, Rosa. Eso es lo que está haciendo por nosotros: nos está ayudando a reunir material. Esperamos poder iniciar una acción contra algunos de los miembros después de haber oído lo que nos tiene que decir.

El senador llamado George dijo:

– Tenemos que comprobar las cosas que nos dice.

– No sé qué quiere decir todo eso -replicó Rosa-; pero si cree que no sé bastante de todo ello como para hacerlo ejecutar, está listo. Ni siquiera he empezado. Le puedo decir cosa que no le he dicho ni a él -añadió, señalando a Gorman-. Cosa sensacionale, ¿eh?

– ¿Cómo qué? -preguntó el senador.

Rosa miró a su alrededor con fuego en los ojos. Les iba a demostrar lo que era bueno.

– Como asaltare al Vaticano e raptare al Papa -dijo con aire triunfal.

Por un largo momento reinó un silencio mortal en el salón de audiencias. Once senadores la miraron con la boca abierta, y la más abierta de todas era la de Robert Gerald Gorman.

El senador que le había formulado la pregunta fue el primero en recuperarse.

– ¿Quiere repetir eso?

– Lo que le he dicho. Hablaban de asaltare el Vaticano e de raptare al Papa e pedir veinte millone de dolare por el rescate. Veinte millone de dolare. ¿E grande o no e grande? ¿Eh? ¿No lo va a arrestare por eso? ¿Eh?

Gorman se había recuperado, pero parecía descompuesto.

– Creo que es mejor que hagamos un descanso, George.

Pero George no quería saber nada.

– ¡Qué descanso ni qué diablos! -gruñó malhumorado.

Tomó una fotografía de veinte por veinticinco que tenía entre los papeles.

– Enséñele esto a la señora -ordenó, y Weidemann saltó para complacerle.

– Y bien -dijo el senador cuando Rosa tuvo la fotografía frente a ella-. ¿Quiere decirnos quién es?

Rosa estaba muy pálida, ahora. Sus manos habían comenzado a temblar y la fotografía vibraba violentamente.

– Me parece… me parece…

Miró al senador con aire desolado.

– No estoy segura. Lo mío ojo. No son bueno.

– ¿Le parece que es Mike Valdi?

Los ojos que no eran buenos vieron un rayo de esperanza y se aferraron a él.

– Sí. Ahora recuerdo. ¡Este es Mike Valdi!

– ¡Qué va a ser Mike Valdi! -rugió el senador.

– Describa a Mike Valdi -exigió otro-. ¿Cómo es Mike Valdi?

Rosa parecía a punto de desmayarse. Weidemann dijo:

– Señores, quizá sea mejor que yo interrogue a la testigo.

Gorman hacía señas desesperadas al productor de TV para que interrumpiera la transmisión, y el productor respondió enfocándole.

El senador que había preguntado en primer lugar sobre Valdi se puso en pie con un grueso tomo abierto en las manos y leyó parte de un acta. Un abogado llamado White había declarado ante la comisión investigadora que el veintisiete de marzo de mil novecientos sesenta y cinco Mike Valdi había volado de California a Nueva York para asistir a una reunión de veinticuatro presuntos jefes de la mafia, en la casa de campo de Midge Rennie, cerca de Phelps.

Weidemann levantó la voz sobre el pandemónium que era aquel salón y dijo a la mujer:

– Esta comisión podrá hacer una acción legal por perjurio contra usted si no responde lealmente a mis preguntas. ¿Alguna vez vio a Mike Valdi?

Ella no se movió y permaneció con la vista clavada sobre la mesa, como en estado comatoso.

Weidemann se acercó más y preguntó en voz más alta:

– ¿Alguna vez vio a Mike Valdi? Responda a la pregunta.

Ella tragó saliva; se había hundido y encogido en su asiento. Luego movió la cabeza en gesto negativo.

– Que conste en el acta que la testigo ha respondido en forma negativa -dijo Weidemann al taquígrafo, y se volvió nuevamente a Rosa-. ¿Conoció a algún amigo o socio de Joe Bono?

Ella volvió a negar con la cabeza.

– Que conste la negativa en el acta. Todo lo que ha declarado ante esta comisión es, mentira, ¿no es así?

Rosa asintió y murmuró un «sí».

– Joe Bono nunca le dijo nada, nunca le presentó a nadie. No sabe nada de la mafia y nunca supo nada. ¿No es así?

– Sí -murmuró ella.

– ¿Por qué vino aquí a mentir?

Ella levantó la vista con expresión desesperada.

– No tenía dinero. Joe no me ha dejado nada. Lo hice por el dinero.

Gorman, de pie, golpeaba salvajemente con el mazo.

– Así es como trabaja la mafia -chillaba, en medio del estrépito-. Esto les muestra la corrupción que engendra la mafia. Esta investigación proseguirá. Esta investigación no se detendrá. Dominaremos al mal… a ese terrible mal…

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