Sábado 15.30-15.50 horas

Transcurrió media hora antes de que un joven ostentosamente eficiente, de pelo lustroso, rasgos delicados y lentes sin montura se abriera paso hasta el centro del salón y levantara una mano que agitaba un fajo de hojas.

– ¡Atención, señores, por favor! El senador está dispuesto a recibirles. ¿Quieren hacer el favor de pasar al otro salón?

El joven encabezó la marcha y se inició un éxodo general. Se establecieron algunas corrientes en contra, cuando algunos periodistas aislados emprendieron un ataque final a las reservas de bebidas que aún quedaban; pero la gran mayoría siguió disciplinadamente las instrucciones. El senador Robert Gerald Gorman no era el más notable de los miembros del senado, pero a través de la actividad de su subcomisión investigadora de la mafia se había ido ganando un lugar lo bastante prominente como para que la prensa estuviera dispuesta a seguir sus pasos.- Gorman tenía fervientes partidarios y encarnizados opositores. No se podía adoptar una posición neutral respecto a él. Provocaba sentimientos violentos… y ese tipo de reacción, compartida por periodistas y público, le hacían noticia. Y cuando alguien que era noticia estaba dispuesto a hablar, la prensa se disponía rápidamente a escucharle.

Peter avanzó con la corriente central, y el secretario de rostro fino les señaló, con gesto impaciente y arrogante, la sala que estaba al otro lado del hall, cuyas puertas estaban ahora abiertas.

La habitación era similar, pero más larga que la de las celebradas mesas de bebidas y sandwichs. Allí también se habían retirado los muebles; pero, además, se habían instalado sillas plegables en hileras que iban desde una pequeña mesa ubicada en una cabecera del salón hasta las ventanas que se abrían en el otro extremo.

Detrás de la mesa había una puerta que daba a dependencias interiores de la casa y por ella entró el senador, con una carpeta bajo el brazo, cuando las hileras de sillas estaban casi íntegramente ocupadas. Debía tener alrededor de cuarenta y cinco años. Mostraba una calvicie incipiente y su pelo negro, ya plateado en las sienes, tendría que haber sido recortado, por lo menos, una semana antes en la nuca y en tomo de las orejas. Su estatura aproximada era de un metro ochenta y tenía barriga, aunque no era gordo. Era un hombre vigoroso y, a pesar de estar bien afeitado, se advertía la sombra de una barba cerrada. Sus ojos eran rasgados y, cuando sonreía, las pupilas quedaban ocultas. Su risa era una especie de tosecilla falsa e insegura; pero muy pocas veces se la oía. Pocas veces bromeaba y, si lo hacía, no era precisamente ante la prensa. El senador Robert Gorman no se daba mucho a los periodistas. Nunca había sido muy amable con ellos y, después de descubrir la conspiración de la mafia, habían adoptado una actitud más distante aún. Se mantenía en un plano aparte, un profeta al estilo Casandra, que prevenía, pero no era escuchado.

Estaba llegando a la mitad de su segundo período senatorial y hasta hacía poco había sido un desconocido para el gran público. Ahora, sin embargo -aun cuando no lograra crear en torno de su persona la expectación que creaban las figuras de primera línea-, era casi tan conocido como éstas. Presidía la subcomisión del senado que, bajo su égida, había emprendido una investigación sobre las actividades de la mafia. Ahora hablaba desde un nivel superior y la arrogancia de su tono había ascendido en igual medida. Ahora ordenaba en lugar de rogar; comunicaba en lugar de informar. Ahora era la antimafia personificada y su vida estaba consagrada a la destrucción de aquella organización delictiva.

Para sus enemigos era un notorio oportunista y un peligro potencial para el país. Para sus seguidores, su actitud combativa contra el mal lo convertía, por definición, en un defensor de la virtud, el santo patrono de su país. Para la prensa era una noticia jugosa.

Los asientos se ocuparon con bastante rapidez para tratarse de periodistas, los seres humanos más irreverentes que existen; pero muchos prefirieron permanecer de pie, contra las paredes, o sentarse en los antepechos de las ventanas. Peter se situó cerca de la gran puerta de entrada y oyó que un periodista le susurraba a otro;

– Apostaría que eligió este momento para hacernos perder el partido de fútbol.

Los reporteros prepararon sus libretas, lápices y plumas. El senador Gorman, mientras tanto, los ignoró y se dedicó a ordenar sus papeles y a cruzar algunas observaciones con el ayudante que estaba instalando un grabador.

Luego, cuando todos los visitantes se acomodaron y cuando se creó el debido clima de expectativa, el senador -haciendo alarde de un notable sentido de la oportunidad- levantó la vista y consideró la situación. Su joven secretario, que aún conservaba el fajo de hojas impresas, estaba de pie, en el vano de la puerta, con piernas abiertas, en la actitud de un miembro de la SS, aunque sin uniforme.

Gorman abarcó toda la escena de una ojeada. Se inclinó hacia delante, apoyó la punta de los dedos sobre la mesa y dirigió a su público una mirada firme. Una vez más mostró su agudo sentido de la oportunidad: habló en el preciso instante en que la expectación había alcanzado su grado máximo.

– En este país y en este mundo -comenzó con voz sonora- hay una maligna conspiración. Sus tentáculos sutiles surgen de las tenebrosas regiones del pecado y la subversión y buscan dañar las zonas luminosas de la verdad y del honor. Su influencia corruptora se pone de manifiesto en todos los órdenes de la vida moderna, al punto de que ni las cámaras del Congreso están a salvo de ellas. No necesito nombrar esa organización. Ustedes la conocen. Degrada y despoja. Cuando no puede corromper, amenaza; y cuando no puede presionar con la amenaza, mata.

La mirada del senador se posó, por una fracción de segundo, en los papeles que tenía sobre la mesa, y luego volvió a recorrer las filas de periodistas.

– ¿Y qué puede hacerse contra esa conspiración? ¿Cuál es el arma más temida por la mafia? Lo que más teme la mafia es que se arroje luz sobre sus actividades. Lo que más teme la mafia es que se den nombres. Teme al dedo acusador. A eso es a lo que teme la mafia. A este comité. Eso es lo que teme la mafia. La publicidad, la luz, que nuestro comité arroja sobre la mafia y sus tenebrosas maquinaciones. Eso es lo que la organización teme. Por eso se aproximan temblorosos a nosotros, se acercan ocultos tras sus bien cotizados abogados, ocultos tras la honesta intención del Artículo Quinto de las Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos. Por eso nos envían notas amenazadoras a los miembros del comité. Porque temen que los dejemos al descubierto. Y por eso mataron a Joe Bono.

»Bien -prosiguió con tono casi indiferente-. Creyeron que al matar a Joe Bono nos dejaban sin testigo dispuesto a revelar los secretos de la mafia.

El senador hizo una pausa, cuando volvió a hablar lo hizo en tono pomposo.

– Pero la investigación continúa. Las amenazas no nos detendrán. El asesinato no nos intimida. Perseguiremos al dragón. Mataremos al dragón. Expondremos sus maquinaciones a los ojos del mundo. Y cuando hablo de exponer esas maquinaciones, es porque documentaremos el caso, piedra sobre piedra, paso por paso, nombre por nombre. Creyeron que Joe Bono era nuestro único testigo. Están equivocados. Están muy, muy equivocados.

Se detuvo para dar tiempo a que una débil ola de agitación recorriera la concurrencia. Cuando lo consideró oportuno, la detuvo y prosiguió:

– Joe Bono no es la única persona del mundo que puede señalar ese sucio estigma en el rostro de la humanidad. No es el único testigo capaz de dar nombres, fechas, lugares. La mafia creyó haber ganado al matar a Joe Bono. Pues bien, la mafia temblará esta noche y de ahora en adelante. Porque tenemos otro testigo. Y cuando ese testigo declare, la mafia se estremecerá hasta sus cimientos.

Gorman se detuvo y paseó una mirada sombría sobre sus oyentes; pero había una chispa de placer en sus ojos. Había logrado impresionar a los periodistas. Los había impresionado realmente… Y en ese instante avanzó el secretario. Entregó a Peter uno de los papeles que tenía en la mano y comenzó a recorrer las filas repartiendo las hojas entre los asistentes. Peter echó una ojeada al breve texto y comprobó que era una versión casi literal de la declaración que acababan de escuchar de labios del senador.

Hubo un breve silencio en la sala y luego habló un periodista:

– ¿Puede darnos el nombre del testigo, senador?

Gorman esbozó apenas una sonrisa. Eso era lo que le gustaba: una prensa ansiosa que imploraba migajas. No había vuelto a vivir un instante así desde la muerte de Bono.

– Por nada del mundo -respondió-. Es ultrasecreto.

– ¿El hombre en cuestión es miembro de la mafia? -preguntó otro.

Gorman se permitió una de sus características risitas con algo de tos contenida.

– ¿Acaso dije que se trataba de un hombre?

– ¿Así que es una mujer?

– ¿Acaso dije que se trataba de una mujer?

– Senador -intervino otro-, ¿está usted tratando de decirnos que el sexo también es ultrasecreto?

Gorman sonrió ante la pregunta y pareció ablandarse un poco.

– Pienso que el sexo del testigo no tiene por qué entrar en discusión. Pero si tanto les interesa, les revelaré un pequeño secreto. Se trata de una testigo.

Una ola de agitación volvió a recorrer la sala. Se abrieron libretas, se corrieron sillas, se oyeron cuchicheos. La revelación del sexo del testigo era, por lo menos, tan excitante como la noticia de su existencia.

– ¿Sabe la mafia que esa mujer está dispuesta a hablar?

Gorman emitió otra risita.

– Si la mafia no lo sabía, ahora lo sabe.

– ¿Debemos suponer que la mafia ya lo sabe? -preguntó una voz seria-. Teniendo en cuenta lo que ocurrió con Bono, senador, ¿es lógico suponer que usted no daría publicidad a este hecho si la mafia no supiera ya que el testigo existe?

Gorman esbozó una sonrisa.

– Pienso que sí, que es lógico suponer eso.

– ¿Sabe la mafia quién es el testigo? -preguntó alguien desde el fondo del salón.

La sonrisa de Gorman se -hizo casi malévola.

– Espero que no.

– ¿Es la esposa de alguno de los miembros de la mafia?

– Lo único que puedo decirles es que se trata de una mujer.

– ¿Es la esposa de Bono?

– Me amparo en el Artículo Quinto de las Enmiendas.

Todos rieron, y en la voz que formuló la próxima pregunta había rastros de hilaridad:

– ¿Está dispuesto a afirmar que no se trata de la esposa de Bono?

Gorman también reía cuando respondió:

– No estoy dispuesto a decir nada más sobre el asunto.

– ¿Podemos publicar que usted afirmó, senador, que la mafia conoce la existencia de un testigo y que sabe que se trata de una mujer?

– No. No pueden decir que haya afirmado nada de eso. La mafia no me hace confidencias sobre lo que sabe y lo que no sabe.

Hubo más risas, pero fue una reacción superficial. Las preguntas y respuestas eran muy serias.

– Usted está bastante seguro de que ellos saben que tiene una testigo, ¿no es verdad?

– No tengo nada que responder a eso.

– Senador, usted dijo antes que ellos sabían.

– Acabo de decirles que no soy adivino. La mafia no me dice nada, y yo no le digo nada a la mafia. Pero afirmo, en cambio (y la mafia puede hacer lo que quiera con ese dato), que tengo un testigo capaz de mover los cimientos de toda la organización y que ese testigo es una mujer. Quién es ella, dónde está y cuándo va a aparecer son cosas de las que ustedes no se enterarán y de las que la mafia no se enterará hasta que yo presente a mi testigo.

Se formularon más preguntas, pero sólo fueron triquiñuelas y lazos para arrancar más información al senador. Pero Gorman era un experto en esas lides y no se dejó enredar. Había dado a los periodistas la información que quería darles y lo que siguió fue un juego. Todos sabían que ese juego terminaría en un empate, pero todos se divertían practicándolo.

Aquélla no era la especialidad de Peter Congdon, de modo que la reunión perdió interés para él. Se deslizó fuera del salón y se dirigió a la habitación en que se habían servido las bebidas; pero ya no estaban allí ni los bowls de punch, ni las botellas, ni los vasos, ni los hors d’oeuvres. Hasta las mesas habían sido retiradas.

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