Miércoles 16.45-19.30 horas

Giuseppe estaba tras el mostrador remendando un zapato cuando Peter y Karen regresaron. No pareció alterarle el cambio de planes.

– ¿Por qué descontento? -dijo-. Es una demora pequeña. Una hora y media, ¿no? Y sin duda tiene razón. Hay mucho que hacer.

– De todas maneras, no me gusta.

Giuseppe se encogió de hombros.

– De modo que los traen aquí. Y cierro a las siete y media. Está bien. Dejaré abierto. No habrá problemas.

– Espero que no.

Le dejaron y se encaminaron nuevamente a la Via Pré.

– ¿Qué es lo que le preocupa? No entiendo -dijo Karen.

– Tuve que firmar esos cheques del viajero con mi verdadero nombre.

– ¿Y cree que la mafia nos va a descubrir por ese lado?

– Es un riesgo calculado. No me quedaban muchas alternativas. Pero desde el instante en que firmé esos cheques la situación cambió.

– Estoy segura de que no ha tenido nada que ver. Como dijo ese hombre, hay mucho que hacer.

– Es probable; pero me voy a sentir mejor después de las siete y media.

– ¿Y qué haremos entretanto?

– Buscar el medio para salir de Génova. Si hay aeropuerto, nos enteraremos de los horarios. Si no, veremos los trenes.

Había aeropuerto. Karen se enteró a través de un taxista que tenía su vehículo estacionado en el extremo de la Via Pré y los llevó hasta allí. Era un campo amplio, que se internaba en el mar, de modo que tres de sus lados daban al Mediterráneo. El edificio de la terminal era una estructura provisional, larga y de una sola planta, constituida por paneles de cristal y chapas de material de construcción de colores variados. Era un lugar de proporciones modestas y atmósfera íntima, en donde el aullido de las turbohélices Viscount dificultaba la conversación, aun con las ventanas cerradas.

Cuando Peter y Karen llegaron eran las diecisiete y quince, y todo lo que quedaba del sol era un tenue borde rosado sobre una nube alta. El cielo tenía una coloración blanquecina, pero en la tierra las sombras se iban haciendo más pronunciadas. Más allá del cerco que separaba el campo de aterrizaje del borde del mar, se veían brillar las luces de las grúas y los cargueros anclados a la distancia. Las colinas próximas a la ciudad estaban en sombras, salpicadas de luces, y más allá asomaban las ondulaciones marfileñas de la montaña.

Peter y Karen sacaron billetes para Niza. Había un avión el día siguiente a las nueve, que se detendría casi tres horas en Milán y llegaría a Niza a las trece quince. El empleado preparó los billetes y confirmó las reservas de asiento hasta Milán. Sin embargo, no había confirmación para la segunda etapa del vuelo y se ofreció a comunicar el resultado por teléfono al hotel de Peter.

– Salvo que prefieran esperar -añadió.

Peter dijo que esperarían. Pagó los billetes, los guardó en un bolsillo interior, bajo la cartuchera, y se sintió un poco mejor. Se sentiría mejor aun cuando llegara la confirmación y cuando tuviera los pasaportes falsos que exhibiría en Milán, pero la cosa no iba tan mal. En aquel momento Niza parecía la tierra prometida.

Comieron en el bar, mientras esperaban, porque los restaurantes no abrían hasta las diecinueve.

– Cuando el empleado mencionó el hotel me detuve a pensar que ese avión sale a las nueve de la mañana y que tendremos los pasaportes a las diecinueve y treinta -dijo Karen-. ¿Qué haremos durante las trece horas y treinta minutos que median entre una cosa y otra?

– Las pasaré durmiendo.

– ¿Y dónde piensa dormir?

– En un hotel. Seremos el señor y la señora Charles Greer. Tendremos nuestros flamantes pasaportes y conseguiremos una habitación sin el menor inconveniente.

– Dos habitaciones, míster Greer. Hágase a la idea de que soy su cuñada.

Peter rió.

– ¿Para qué cree que hice hacer los pasaportes a nombre del señor y la señora Greer? Precisamente para que no tuviéramos que tomar más de una habitación.

– Pues le tengo que comunicar una novedad. Las habitaciones van a ser dos.

Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Si piensa que en este viaje usted va a dormir en una habitación y yo en otra, señora Greer, es que no ha captado la naturaleza de mi misión. Tengo que entregarla sana y salva en manos del senador Gorman, ¿lo recuerda? De modo que sólo pienso perderla de vista cuando entre en la toilette, y aun entonces estaré esperándola en la puerta.

– ¿Y qué pasa si no admito que un hombre desconocido duerma en mi habitación?

– Quéjese a Gorman cuando llegue a Washington. Lo único que puedo decirle es que el viejo Brandt no me permitiría hacer otra cosa.

– Pero el viejo Brandt no va a ser mi compañero de cuarto. Mi compañero de cuarto será el joven Congdon.

– Quien protegerá el precioso pellejo de miss Halley con su vida.

– Se está repitiendo. Ya había hecho esa declaración antes, ¿recuerda?

– Escuche: si cree que…

– No. Usted no. Cómo va a pensar en un ser despreciable como yo. Ya lo ha dicho. Lo único que piensa es en azotarme en una plaza pública. Pero también conozco esa cantinela. Conozco a esos gazmoños, melindrosos, paganos de su rectitud, que miran a una mujer caída con desprecio y con horror… Somerset Maugham los ha retratado muy bien a los moralistas. Los clasificó en su colección de insectos cuando escribió Lluvia.

Peter se ruborizó. Estaba poniendo el dedo en la llaga. No era que tuviera proyectos respecto a ella, pero, diablos, ni podía dejar de advertir su presencia. Y también advertía las miradas que le dirigían dondequiera que aparecía… no sólo cuando coqueteaba, como con los policías de Florencia, sino también cuando se movía entre el gentío de la Via Pré, sin prestar atención a nadie. Y había paladeado las miradas de envidia que le dirigían por ser su acompañante. Y quizá meterse en la cama con ella equivaldría a recibir el beso de la muerte, pero ¿acaso no se le había cruzado la idea? No lo haría, no lo haría por todo el oro del mundo; pero, diablos, ¿no había logrado que la deseara como no había deseado a ninguna mujer después de Stephanie?

– Piense lo que quiera, pero sepa que no la tocaría ni con guantes de amianto. Aunque me lo rogara -replicó cortante.

– ¿Rogárselo? ¿Después de Joe Bono? -le espetó ella.


La confirmación llegó a las dieciocho y treinta, y Peter y Karen dieron las gracias al empleado y salieron a buscar un medio de transporte que les llevara a la ciudad. Quince minutos más tarde llegó un taxi con pasajeros y en él regresaron al hotel Colombia. Cuando comenzaron a descender la pendiente que llevaba a la Via Pré eran las diecinueve, y Karen dijo:

– Llegaremos temprano.

– Así es. En citas como éstas es forzoso.

La Via Pré estaba colmada de transeúntes, de ruidos, de luces y movimiento. La feria estaba en pleno apogeo. Se abrieron paso a través de la multitud y doblaron por Vico Tacconi. Aquél era un mundo diferente. La calleja estaba silenciosa, desierta y apenas iluminada. Cuando llegaron a la tienda del remendón, la hallaron oscura. La puerta de entrada estaba cerrada con llave.

Peter miró vivamente a su alrededor. En la carnicería de enfrente, dos hombres troceaban una res. En el solar, entre los escombros, había dos automóviles aparcados. No se veía a nadie en la escalinata que conducía a la Via Balbi. Nada parecía anormal. Sin embargo, todas las tiendas de la zona estaban abiertas de par en par, salvo la del agente de Brandt en Génova.

Peter golpeó la puerta con los nudillos y espió a través de los paneles de cristal. Detrás de la cortina de harpillera asomaba una débil claridad. La cortina se movió, la luz de detrás se apagó, y se encendió la de la tienda. Un hombre se acercó 9 la puerta y miró a través del vidrio. No era Giuseppe, era un hombre joven de rasgos agradables, cabello cuidadosamente peinado y ropa oscura de buen corte. Abrió la puerta y les miró, primero a Peter y luego a Karen. Después volvió a mirar a Peter-. Cuando habló, lo hizo en inglés:

– ¿Sí?

– Quiero ver a Giuseppe.

– No está.

El hombre dejó la puerta abierta y retrocedió hasta el extremo del mostrador.

– Tuvo que salir. Yo estoy en su lugar.

Los músculos de la mandíbula de Peter se pusieron tensos.

– ¿Dónde está?

El joven hizo un gesto de ignorancia.

– No sé. Sólo sé que me pidió que le esperara a usted.

Esbozó una sonrisa y preguntó:

– ¿Míster Congdon?

Peter le miró fijamente, y la sonrisa del hombre se amplió.

– Es por el pasaporte, ¿no? El me pidió que le ayudara.

Los ojos de Peter recorrieron rápidamente la calleja. No había nadie. Cerró la puerta y se colocó delante de Karen.

– ¿Qué hay del pasaporte?

– Giuseppe dijo que usted esperaba un pasaporte -dijo el hombre con tono paciente-. ¿No es así, míster Congdon?

Peter se aproximó un paso. Era varios centímetros más alto que el joven y le clavó una mirada intensa.

– ¿Quién es usted?

– Un amigo de Giuseppe. El hijo de un vecino. El me pidió que le ayudara. Me dijo que usted vendría a buscar los pasaportes. Uno para usted y otro para la señora.

– ¿Dónde están los pasaportes?

– En otro sitio. Les llevaré.

Comenzó a avanzar desde el extremo del mostrador y su mano se extendió hacia el codo de Peter. Pero su mano no halló el codo de Peter. En cambio la mano de Peter le cogió por la solapa y le detuvo.

– Los pasaportes tenían que venir aquí.

– No.

El hombre no cambió de actitud ni intentó desprenderse.

– Giuseppe dijo que no se haría así. Ha ocurrido algo. No podrán mandarlos. Usted tendrá que retirarlos. Conozco el sitio.

– ¿Qué sitio? ¿Dónde?

– A pocas millas de aquí. Tengo automóvil. Está fuera. Les llevaré.

Peter sacudió al hombre siempre agarrándole por la solapa.

– ¿Dónde está Giuseppe?

– Ya le dije que no me informó. Me llamó y me rogó que le ayudara. Dijo…

Peter apartó al joven a un lado y se dirigió hacia la cortina. El hombre se interpuso de un salto.

– Por favor. No entre. Tenemos que darnos prisa. ¡Los pasaportes!

Peter le aferró con ambas manos y le apartó a un lado. Entró a la trastienda y encendió la luz. La cama estaba en desorden, pero todo lo demás estaba en su lugar. La habitación estaba vacía… aunque no del todo. Contra la pared lateral, junto a la puerta del bino, yacía Giuseppe. Estaba muerto. Sus ojos sin luz miraban el techo y su boca estaba abierta. De su pecho sobresalía el mango de un largo y fino puñal y la sangre había formado una pequeña mancha circular en torno al corte que el estilete había hecho en su camisa. Giuseppe había remendado el último zapato, había comido la última pobre comida, había vivido su último sórdido día en aquel miserable cuartucho. El cuerpo estaba caliente aún, pero ya no pertenecía a Giuseppe.

Peter se volvió y empuñó el revólver, pero ya era tarde. El muchacho moreno entraba en la habitación sujetando a Karen con una mano y empuñando una automática con la otra. Peter se detuvo. Estaba enfrentándose a la muerte y lo sabía; pero por encima del temor sentía furia. Furia contra aquel muchacho por lo que le había hecho a Giuseppe; furia contra sí mismo por haber visto la trampa y haber caído en ella a pesar de todo; era una furia ciega contra su impotencia y su fracaso.

– Canalla.

Lanzó la palabra al rostro del hombre, como un salivazo.

– Se negó a delatarles. Se negó a colaborar. De modo que morirán aquí. Usted y esta chica.

El joven no pudo seguir adelante. Karen, que hasta ese instante se había debatido con aparente futilidad, experimentó una repentina transformación. Su mano libre salió como disparada y aferró el arma. El tiro pasó lejos del hombro de Peter y fue a dar a un rincón del cielo raso. Al mismo tiempo, giró sobre sí misma y golpeó al hombre en pleno rostro con la cabeza, mientras su rodilla se levantaba haciendo impacto contra la ingle del muchacho. No logró hacerlo caer, pero le hizo perder el equilibrio y quedó libre de su mano. El la golpeó en la cara y la apartó a un lado, al mismo tiempo que conseguía librar su mano derecha. Sangraba por la nariz y por la boca y estaba aturdido, pero había obtenido lo que quería: una ocasión para disparar sobre Peter.

Pero no llegó a apretar el gatillo. El arma de Peter le estaba apuntando. Una bala de calibre 38 le golpeó en el pecho y le lanzó contra el vano de la puerta. El hombre se aferró a las cortinas. La automática cayó de su mano y él se desplomó en la tienda girando lentamente de manera que sus pies se enredaron y cayó de lado y luego rodó hasta quedar boca arriba, con la cabeza junto a la silla destinada a los clientes.

Por un instante, ni Peter ni Karen se movieron. Ambos miraron fijamente el par de bien calzados pies, los calcetines de seda y los pantalones escrupulosamente planchados que asomaban bajo la cortina. Luego Karen se sentó lentamente en la cama, meneando la cabeza.

– ¿Se siente bien? -preguntó Peter.

Ella hizo un gesto de asentimiento, pero estaba pálida y asustada. Un ángulo de su boca estaba hinchado y sangrante. Era el resultado del golpe del muchacho. Dirigió a Peter una sonrisa amarga.

– Tengo un ataque de temblor.

– Gracias por salvarme la vida.

– Sí -replicó con una risita-. Hacemos un buen equipo.

Peter se acercó a la puerta y apagó la luz de la tienda. Habría deseado echar el cerrojo a la puerta de delante, pero no se atrevía. La gente ya se agolpaba en la calleja, se oían voces inquisitivas. Apagó también la luz de la trastienda y la oscuridad se hizo completa. Espió por una rendija de la cortina en dirección a la puerta de la tienda y esperó. Las voces de fuera habían subido de tono y se distinguía la silueta de algunas cabezas que trataban de ver a través de los vidrios.

– ¿Peter?

– ¿Sí?

– ¿Pueden entrar?

– Pueden; pero por lo visto no quieren.

– Ya sé. Les oigo. No saben qué fue ese ruido, pero no se atreven a entrar.

– Ojalá todos sean cobardes.

El somier de la cama crujió y Peter oyó que Karen se le aproximaba.

– ¿Qué piensa hacer?

– Voy a desear con toda mi alma que nadie asome la cabeza. Después, cuando todo se tranquilice, saldremos por detrás.

Estaba muy cerca, su cuerpo casi rozaba el suyo.

– ¿No le importa si me quedo a su lado? No me gusta la oscuridad.

¿Quedarse a su lado? Podía hacer lo que se le antojara. Podía ser mantenida de la mafia entera; podía vender a su madre como esclava, podía engañar, mentir, robar o matar. Le había salvado la vida y valía oro.

– Por supuesto -dijo, intensamente consciente del contacto de su cuerpo.

– No quisiera molestarlo, pero dos muertos… y en la oscuridad…

– Ssh.

Peter acababa de oír un ruido en la puerta. El picaporte estaba girando. Apartó a Karen a un lado y se asomó sobre las piernas del muchacho para espiar entre el marco y la cortina.

La puerta se abrió lentamente y apareció la figura de un hombre que esperó y trató de escuchar, mientras los demás aguardaban fuera. El hombre avanzó un paso con cautela. La silueta de su cabeza giró a derecha e izquierda. Luego se detuvo y la llama de su encendedor le iluminó el rostro. Era el rostro de aquel hombre delgado de ojos vacíos, que había viajado en el avión a Roma y que se había agazapado en la escalera de Florencia.

Había llegado junto al mostrador y se agachó, mirando con atención. Lo primero que vio fue el rostro del hombre muerto. Se quedó tan inmóvil como el cadáver, y por un instante sólo se movió la llama del encendedor. Luego su mirada se apartó del muerto y se dirigió a la cortina y a la rendija oscura por donde espiaba Peter. Las pupilas se movieron en otras direcciones, pero la cabeza permaneció inmóvil. Su mano izquierda se apoyó en el mostrador lenta y silenciosamente dio un pequeño paso atrás y luego otro. Retrocedió así hasta el vano de la puerta, apagó la llama del encendedor y salió cerrando cuidadosamente la puerta hasta que se oyó el suave clic del pestillo.

Desde fuera llegaron voces, pero el hombre no respondió. Peter tomó a Karen del brazo.

– Es el tipo de la mafia -susurró-. Cree que todavía podemos estar dentro. Más vale que salgamos rápidamente por detrás.

Buscó el camino entre las sillas y tanteó la pared lateral. Su pie chocó contra una de las piernas de Giuseppe.

Abrió la puerta y atisbo la calleja del fondo. No se veía a nadie. Era un pasaje estrecho, de menos de un metro de ancho, cerrado a la izquierda por un muro. A la derecha desembocaba en el solar en que se levantaban las ruinas y los montones de escombros.

Peter, con el revólver preparado, se ciñó contra la pared y avanzó hacia la desembocadura del pasaje. Karen se movía detrás de él, apoyando una mano en su brazo. Desde el lugar en que estaban podían ver la totalidad del solar, los automóviles estacionados, las tiendas al otro lado de la calleja, los edificios que se levantaban más allá del solar y todo el Vico Tacconi, desde la tienda de Giuseppe hasta la escalinata de piedra del extremo.

Tres de los curiosos regresaban a las tiendas y uno de los carniceros había vuelto a su tarea. Pero aquella gente no le interesaba a Peter. Su atención se había concentrado en la escalinata, donde dos hombres conversaban con animación.

Uno de ellos era el individuo flaco. Por primera vez Peter lo veía hacer gestos vivos. El otro era un tipo grande, con un clavel en la solapa.

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