Domingo 9.30-11.35 horas

El domingo amaneció nublado y deprimente, y Peter Congdon durmió hasta tarde. Pidió que le sirvieran el desayuno en la habitación y que le llevaran todos los diarios dominicales de Washington. Después quitó el cartel de «No moleste» de su puerta, descolgó la camisa y los calcetines, que había lavado la noche anterior, lavó los calzoncillos con que había dormido y se dio una ducha. Brandt sostenía que un agente de viaje no debía ir cargado y que nadie necesitaba más de dos mudas de ropa, una puesta y otra en la maleta. Hasta había una hoja mimeografiada que se entregaba a los agentes que emprendían un viaje por razones de trabajo; allí se enumeraban los artículos que debían llevarse y los horarios de lavado de ropa, para tener siempre una apariencia pulcra. Peter había hecho una bola con la hoja y la había arrojado a la papelera. Brandt podía enseñarle a ser detective, pero no le iba a enseñar a ser limpio.

Se afeitó después de ducharse, colgó sus calzoncillos en el grifo de la bañera, y se secó y se puso la ropa, con excepción de la chaqueta. La chaqueta permanecía colgada en el armario, con la cartuchera y el revólver. El desayuno, junto con los diarios, apareció a las diez y media, cuando se estaba anudando la corbata. Se instaló, entonces, con su lectura, sus tostadas y su café.

Gorman había vuelto a primera plana, como él mismo predijera. El anuncio de que contaba con otro testigo otorgaba mayor crédito a su comisión investigadora y lo convertía en noticia. Con todo, los titulares que le habían dedicado no eran grandes. Ningún editor concedía a una investigación del Senado sobre actividades de la mafia la misma importancia que a la situación en Vietnam, los aumentos de impuestos o las demostraciones antibélicas. Tampoco se dejaban persuadir por Gorman de que la mafia estaba detrás de todo aquello.

Teniendo en cuenta todo eso, los esfuerzos de Gorman por filtrarse en la primera plana resultaban absurdos. Era un enano entre gigantes. Sin embargo, Gorman había llegado a la primera página, pensó Peter. Pocos meses atrás era un personaje desconocido. Era verdad que aún no podía competir con los grandes nombres de la política; aún no había alcanzado ese plano. Pero tenía algo de despiadado en su personalidad, que surgía más a las claras al observarlo de cerca, y que podía convertirle en algo temible si había puesto sus ojos en la Casa Blanca. Por supuesto, no para las elecciones del próximo año. Los grandes nombres ya estaban sobre el tapete y la batalla por la presidencia se libraría entre ellos. Pero, ¿y las elecciones siguientes? ¿Qué ocurriría dentro de cinco años? ¿Cuánto avanzaría Gorman en su camino, sobre todo si su nueva testigo le proporcionaba las bases? Otros políticos habían sido promovidos por una circunstancia favorable. No había por qué descartar a Gorman.

¿Quién iba a pensar cinco años antes que John F. Kennedy iba entrar en escena? ¿Cómo había entrado Warren Harding en la Casa Blanca? ¿No se podía haber predicho que eran quienes menos condiciones reunían para lograr el cargo? ¿Y el actual titular y posible aspirante al segundo período? ¿Había tenido, acaso, un primer período si JFK no lo hubiera utilizado para promover su propia campaña? ¿Y quién se hubiera imaginado, un año antes de que ocurriera, que Truman iba a llegar donde llegó? Quizá sucediera lo mismo con Gorman… siempre que él, que Peter Congdon, trajera a la testigo sana y salva a Estados Unidos…

Peter terminó de beber su café, de pie ante la ventana. Hacia la derecha se veía la estación; a la izquierda, el Capitolio; tierra, césped y árboles al frente, y un ligero tránsito dominical en las calles visibles. Era un tranquilo domingo de noviembre en la capital de Estados Unidos, pero podría haber sido una ciudad cualquiera del territorio estadounidense a juzgar por las apariencias. La gente parecía preocupada por sus propios problemas, descansando en su día libre, interesada por sus asuntos familiares.

El, Peter Congdon, ese hombre que atisbaba a través de los visillos de su habitación en un pequeño hotel, pronto participaría en una aventura que figuraría entre los grandes titulares. Quizá esa aventura hasta afectara las vidas de la gente que conducía aquellos automóviles. Si Peter fracasaba en su misión, la estrella política de Gorman se extinguiría.

Y si Peter Congdon triunfaba, se convertiría en un fabricante de reyes.

Pero los conductores prestaban atención a los demás automóviles y no miraban a la ventana, ni sabían quién estaba tras los visillos. Nadie más que Brandt sabía que él estaba allí; ni la mafia, ni siquiera el senador.



Peter vació su taza y la dejó sobre la mesa. Ya que le tocaba en suerte ser el promotor de una carrera, hubiera preferido que esa carrera no fuera la de Gorman. Pero a él no le tocaba elegir. Gorman era el verdadero promotor. Peter Congdon no era más que un instrumento, como lo había sido en su momento un detective llamado Clive. Y si Peter terminaba siendo un cadáver, Gorman contrataría otro detective. Sacrificaría todas las vidas que fueran necesarias para conseguir a aquella chica. No era misión de Peter detenerse a meditar por qué; lo que tenía que hacer era ponerse el abrigo, averiguar cómo andaban los planes para «conseguir a la chica» y recibir órdenes. Se calzó la cartuchera y el revólver, la chaqueta, el abrigo y el sombrero, salió de la habitación y cerró con llave la puerta.

Hizo la llamada desde una de las cabinas de la estación y la hizo con cierta vacilación. Peter creía ser un tipo con dotes de mando, un líder nato, capaz de manejar a su propio jefe, utilizando sus maneras caballerescas.

Pero no podía eludir la sensación de que Gorman lo había manejado la noche anterior; de que Gorman era como un toro, que tenía un objetivo ante los ojos y le importaba un bledo las reglas de conducta, lo correcto o lo lícito. En el métier de Gorman, Gorman dictaba las reglas y las reglas eran para su uso.

Un criado atendió el teléfono; el senador no tenía esposa, ni familia. Luego apareció Gorman en la línea. Su voz tenía una nota insana.

– ¿Desmond? Pero ¿quién se ha creído que es?

El alarido hizo parpadear a Peter.

– ¿Dónde mierda se ha metido?

– ¿Metido? -Peter se esforzó por mantener su voz tranquila y con un leve matiz de rebeldía.

– ¿Dónde ha estado, carajo? He estado tratando de dar con usted desde las nueve de la mañana.

– Senador, habíamos convenido en que lo mejor sería que yo lo llamara -replicó Peter en tono cortante.

– Usted lo dijo. Yo no accedí en absoluto. Si cree que voy a permanecer sentado esperando a que suene el teléfono, mientras tengo un montón de cosas que hacer, está muy equivocado. ¿Quién diablos cree que está manejando este asunto…? ¿Acaso usted?

– Lo lamento, senador, pero mi organización tiene ciertas reglas en materia de secreto, cuando se trata de un asunto de esta naturaleza, y yo tengo que…

– Aquí soy yo quien paga las cuentas y yo seré quien cree las reglas. Quiero una respuesta. ¿Dónde diablos ha estado?

– Desayunando.

– No me diga eso. Le mandé buscar en todos los restaurantes del hotel.-

– ¿Me mandó buscar? ¿Qué clase de secreto…?

– Así es, le mandé llamar. Cuando le busque, quiero que aparezca al instante. Le dije que permaneciera en su habitación. Ahora dígame por qué no contestó cuando le mandé llamar, y no me diga que se olvidó del nombre bajo el que se registró.

– No, señor, pero no dudo que comprenderá que no podía contestar a una llamada en público, dadas las circunstancias.

La respuesta de Peter detuvo a Gorman por una fracción de segundo.

– ¿Quiere decir que oyó que le estaba llamando y no hizo caso? -preguntó con tono incrédulo.

– Senador, ya se lo he dicho. Nosotros tenemos nuestras reglas en materia de secreto. Si tiene dudas, estoy seguro de que mi jefe le sabrá explicar.

– Hablaré del asunto con su jefe. Y sabré si sus reglas en materia de secreto incluyen el incumplimiento del deber.

– ¿Incumplimiento del deber?

– El no estar disponible en una emergencia.

Peter tragó saliva. Mientras hiciera bien su trabajo, Brandt lo respaldaría. Pero, ¿y si el cliente tuviera razón y el detective estuviera equivocado…? Bueno, uno no podía pensar en cosas así, estando Brandt de por medio. Peter no estaba muy seguro de la versión que Gorman daría a Brandt.

– ¿Cuál es la emergencia, senador? -preguntó lentamente.

– La emergencia es usted… y su paradero. Le llamo y de pronto no está y nadie sabe dónde ha ido. Y los reporteros me han estado llamando, y yo tenía la cabeza en otra parte, preocupado con lo que podía haberle sucedido. Temía que la mafia hubiera dado con usted. He estado aquí devanándome los sesos, pensando en qué nos podíamos haber equivocado, en cómo habían dado con usted y por dónde se estaban filtrando mis secretos. Casi me he vuelto loco. ¡Y usted estaba desayunando tranquilamente e ignoraba mis llamadas!

Peter encendió un cigarrillo y trató de tomar las cosas con calma.

– Quédese tranquilo, senador -dijo-. El grupo que menciona no sabe nada de mí. Por supuesto, salvo que haya interceptado esta comunicación. Pero como yo soy quien hizo la llamada y estoy hablando desde un teléfono público, podemos suponer que no están escuchando; de todas maneras no olvidemos que mi nombre es Roger Desmond.

– Y más vale que también recuerde algo, míster Peter Congdon. Su nombre será el que yo disponga y cuando yo lo disponga. Yo soy el que da las órdenes, no usted. De modo que suprima ese tonillo zumbón. Ahora le diré por qué le llamaba. Ya tengo sus billetes. Partirá mañana por la tarde del National Airport a las diecisiete treinta y cinco, en el vuelo setecientos de TWA. ¿Entendido?

Peter extrajo su libreta y tomó nota.

– Sí, señor.

– Transbordará en Nueva York al vuelo ciento catorce de Pan American, que parte a las dieciocho treinta para Roma. Llegará a Roma a las doce y diez, hora de Roma. Mediodía, no medianoche. En pleno día de trabajo. ¿Entiende?

– Sí.

– Hay una parada de una hora en París, pero es inevitable. No hay una buena conexión desde Washington con los vuelos directos.

– Está bien. Iré en el vuelo que diga.

– Salga del hotel mañana a las quince treinta. No pague nada. Simplemente diga en la mesa de recepción que se va y entregue la llave. Espere fuera bajo la marquesina. Mi coche le recogerá a las quince y cuarenta y cinco. En el trayecto al aeropuerto le entregaré las instrucciones finales.

– Discúlpeme, senador -intervino Peter-, pero habíamos convenido en que el irme a despedir al aeropuerto sería una maniobra muy torpe, ¿lo recuerda?

– Recuerdo que a usted le pareció torpe. Yo he decidido que no lo es. No lo será mientras yo me encargue de controlar la situación.

– Lo lamento, senador; pero no podrá hacerse así.

– ¿Qué ha dicho? -la voz de Gorman parecía extraordinariamente tranquila.

Peter conservó un tono cortés, pero a la vez muy firme.

– Dije que lo lamento, pero no podrá hacerse así. No puede acompañarme al aeropuerto.

La voz de Gorman seguía siendo tranquila, pero ya comenzaba a dejar traslucir su furia.

– Pero dígame, hijo de puta: ¿sabe con quién está hablando? Usted no me va a dar órdenes. A mí no me da órdenes nadie, incluyendo al presidente de los Estados Unidos. Yo le he contratado para que haga un trabajo. Le pago para que haga un trabajo, y cuando pago, ordeno.

– Lamento estar en desacuerdo, senador; pero no me paga a mí. A mí me paga el jefe de la organización para la cual trabajo, y él es quien me da las órdenes. Y me ordenó en forma específica que no fuera- con usted al aeropuerto. Si consigue que cambie sus directivas, tendré mucho gusto en complacerle…

– Tengo que entregarle papeles… -chilló ahora Gorman, con voz aguda.

– El sugiere un mensajero.

– ¿El sugiere? ¿Él ordena? Métaselo en su cabeza, Congdon: Robert Gerald Gorman es el presidente de esta comisión, no Charles Foster Brandt. El hará lo que yo le ordene, y sus agentes harán lo que yo quiera. Yo soy quien conoce la mafia, no Brandt. Soy yo quien le dice que esto tiene que ser secreto. No es usted quien me lo dice a mí. Y yo soy quien decide hasta qué punto es secreto y cómo vamos a hacer para mantener el secreto.

Yo soy quien conoce el asunto. Yo soy quien dirige la comisión. Yo determino cómo se ha de gastar el dinero, cuál ha de ser nuestro programa y cómo lo cumpliremos. No es usted quien me lo va a decir. Y tampoco su míster Brandt. ¿Entendido, Congdon?

Peter se esmeró en mantener su voz perfectamente controlada. Gorman no era el primer cliente difícil con que se enfrentaba, aunque prometía convertirse en el más difícil.

– No estoy tratando de darle órdenes, senador. Me limité a sugerirle una cosa. Mi jefe aprecia este asunto en toda su gravedad y tiene mucha experiencia en estas lides. Si considera que un mensajero…

– No me importa lo que él piense, ni lo que piense usted, ni nadie en su organización. ¡Y maldita sea si todos ustedes son tan estúpidos como para pensar que voy a confiar documentos ultrasecretos a un intermediario…! Yo, en persona, le daré los papeles que tengo que darle. ¡En persona, me oye! ¡En esta operación no se cometerán errores porque yo mismo la dirigiré! Yo soy el único a quien ellos no pueden comprar ni amenazar, y yo, personalmente, me aseguraré de que la persona a quien corresponde reciba los papeles que le corresponden. Ellos serían capaces de asesinar por esos papeles, Congdon. Harían cualquier cosa por esos papeles. Yo no los largaré de mi mano hasta que no estén en las suyas, Congdon. Eso es todo lo que tengo que decir. ¿Entendido?

– Sí, señor. Pero míster Brandt no me dejará ir al aeropuerto con usted. Quizá si usted le llama…

– No tengo tiempo para llamarle. ¡Cara- jo, por qué tendré que lidiar siempre con incompetentes! Está bien, no iremos juntos al aeropuerto. Nos encontraremos en otra parte. Pero no en el hotel. No quiero que nos vean juntos en el hotel.

A Peter no le gustaba aquello, pero no le veía otra salida. Si Gorman no estaba dispuesto a aceptar intermediarios, tendrían que encontrarse. Hasta Brandt lo comprendería. Si Peter se negaba, Gorman se quejaría ante el «viejo» y Peter las vería negras, por comportarse como un obstruccionista.

– No. El hotel sería un pésimo lugar.

– Lo mejor sería algún bar. Pero no el «Carroll Arms» o el «Nick and Dottie’s» ni el del «Emerson». Me conocen demasiado bien allí. Tenemos que elegir algún lugar apartado, lejos de mis oficinas.

El senador pensó unos instantes y dijo:

– ¿Conoce el «Case’s Bar» en la calle H, Suroeste?

– «Case’s» -repitió Peter, y tomó nota-. ¿Cuál es la dirección?

– No sé, pero está justo antes de llegar a la avenida Maine, sobre la acera norte.

Peter tomó nota.

– ¿Lo conocen ahí? -preguntó.

– Sólo he estado un par de veces y hace mucho tiempo. Nadie me reconocerá.

– Está bien. Supongo que es seguro.

– Si digo que es seguro, más vale que me crea. «Case’s Bar». Mañana a las quince cuarenta y cinco. Y recuerde, calle H, Suroeste, no Noroeste.

– Está bien.

– Y no permita que le sigan.

Peter hizo una mueca.

– Procuraré que no lo hagan -dijo cortésmente.

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