Miércoles 21.45-22.35 horas

Karen escupía agua cuando Peter emergió a su lado, pero no protestó.

– Métase acá -le susurró y la guió hacia la angosta brecha que quedaba entre la pared de hormigón del muelle y la curva del casco del lanchón.

Esperaron, moviendo los pies en el agua y buscando algún saliente o algún boquete abierto por el agua en el cemento para sostenerse mejor. Estaban fuera del alcance de su vista y podían mantenerse a flote, pero no podían cambiar la temperatura del agua. Sentían frío, un frío que se iba acentuando minuto a minuto.

Al comienzo no llegaron a ellos más que sonidos distantes: el pitido y el jadeo del tren, el rumor del tránsito en la Via Gramsci, el zumbido de los automóviles que pasaban por la sopraelevata. Luego se oyó ruido de pisadas sobre las piedras, justamente sobre sus cabezas. Una voz dijo algo, casi en sus oídos, y otra voz, un poco más distante, respondió. Alguien saltó a la cubierta del lanchón, cruzó hasta la otra banda y volvió a hablar. Luego llegaron otras voces desde el extremo opuesto del edificio. Los hombres avanzaban con cautela, seguros de que la presa estaba acorralada.

Registraron pilar por pilar, portal por portal, y las voces se hicieron más altas, más frecuentes, más quejosas. Los cazadores estaban desconcertados. Los fugitivos no estaban allí. Pero ¿dónde podían haber ido? No podían haber llegado a las barcas… estaban inmóviles, nadie las había tocado. Tampoco se los veía en el agua. Los rayos de las linternas se reflejaron sobre el manso oleaje.

La búsqueda se prolongó quince minutos y luego las voces apesadumbradas e irritadas se alejaron. Un motor se puso en marcha, se oyó el ruido de portezuelas que se cerraban y el ruido del motor se perdió en la distancia.

– Gracias a Dios -dijo Karen-. Estoy congelada. Salgamos de aquí.

– Todavía no.

– Se fueron.

– Puede ser una treta.

– Déjese de bromas, Congdon. Los he oído. Dijeron que debíamos habernos ido al trasatlántico o a la estación marítima.

– Por supuesto. Lo dijeron para que nos sintiéramos seguros.

– Pero, caramba, oí cómo lo decían. No era una treta. Están desorientados. No podían saber que estábamos escuchando.

– De todos modos esperaremos… porque puede ser una trampa. Y la forma de eludir las trampas es aguantando lo inaguantable, resistiendo lo irresistible.

– Como en la tienda del remendón.

– Exactamente. Como en la tienda del remendón.

– ¡Y lo hicimos sin necesidad! Me obligó a permanecer una hora y media con los pelos de punta junto a dos cadáveres. Me parecía oírlos respirar, moverse. Por un momento creí que me desmayaría. Y ahora quiere que me muera congelada, sádico de mierda. No le haré caso. No le haré caso.

– La oí decir que nunca me traería problemas.

Karen apretó los dientes.

– Hijo de puta. Usted me dice eso.

– Soy responsable de su vida. ¿No puede convencerse? No intente persuadirme de que la deje correr riesgos.

– ¿Responsable de mi vida? No sólo se muere de un disparo. También se puede morir de neumonía, por ejemplo.

– Siga enfadada. La furia le dará calor.

La joven se volvió en la oscuridad y soportó el frío en silencio tres minutos más. Luego susurró:

– Peter, por favor. No aguanto. No podré mantenerme más a flote.

Los dientes le castañeteaban.

Peter, que tenía una resistencia espartana para esas cosas, también estaba aterido.

– Está bien -concedió-, pero muévase con cuidado. No sé si nuestras armas funcionan ahora.

– ¡Ay, gracias a Dios! ¿Adónde vamos? ¿Cómo vamos a salir de aquí?

Peter emergió detrás del lanchón, no vio a nadie que vigilara sobre sus cabezas y siguió nadando junto al paredón. Cuando Karen le siguió, hizo un gesto en dirección a la barca más próxima. Era una embarcación de siete metros de eslora, con una pequeña cabina y una alta timonera, que tenía la forma y el tamaño de una cabina telefónica.

– ¿Ve esa barca roja, tan pintoresca?

– ¿Vamos a subir? -preguntó ella nadando con movimientos rígidos junto a él.

– Subiremos a bordo y nos ocultaremos allí.

Nadaron sin hacer ruido en el agua oscura hasta llegar a la barca. Karen se agarró a la popa; pero fue todo lo que pudo hacer. Sus dedos apenas se doblaron para aferrarse y ya no le quedaban fuerzas. El propio Peter tuvo que hacer un gran esfuerzo para izarse sobre la lona que protegía el sector de popa y la entrada a la timonera. Tomó las manos de Karen, se afirmó y entre los dos lograron que franqueara la borda. Se tendió sobre la lona, tiritando, exhausta.

Peter sacó su cortaplumas y cortó parte de los cabos que mantenían la lona en su sitio. Levantó un ángulo y entraron. En la oscuridad interior buscaron a tientas el camino hasta la pequeña y absurda timonera. Sin embargo, no había posibilidad de hacerse a la mar. No sólo faltaba la llave de arranque, sino que la rueda del timón estaba sujeta con cadena y candado.

Bajo el timón encontraron una puerta de entrada a la cabina. Estaba abierta. Descendieron dos escalones y encontraron un fregadero y una cocina a estribor, y una mesa de navegación con estantes para las cartas a babor. A proa había dos camastros, y sobre los camastros unas gastadas mantas.

– Mantas -dijo Peter, señalándoselas a Karen.

No podían navegar, pero podían entrar en calor.

La joven pasó a su lado y se acercó al camastro de estribor. Peter se dirigió al otro y ambos comenzaron a trabajar en silencio. Trataban de quitarse las ropas empapadas, con unos dedos congelados, que apenas les obedecían. Peter creyó que moriría de frío antes de quitarse la ropa y quedarse en calzoncillos, para envolverse en las dos mantas plegadas sobre el camastro. Aun así, envuelto en las mantas, tardaría mucho tiempo en entrar en calor. Karen seguía luchando en la oscuridad. Sus dientes castañeteaban.

– ¿Tiene algún problema? -preguntó Peter.

– Sí.

– ¿Quiere ayuda?

– No se acerque.

– Estaba tratando de ser útil.

– Útil -repitió con tono acre-. Trata de ser útil y me mantiene sumergida en agua helada hasta que el frío me impide flotar.

– El agua no estaba tan fría.

– Parecía hielo. Y si hubiera estado menos fría, me habría mantenido sumergida durante más tiempo.

– Ya le dije por qué lo hacía.

– Ya sé lo que me dijo. También sé cuáles son sus verdaderas razones para hacerlo.

– Lo hice para protegerla.

Se oyó el ruido de un montón de trapo empapado que caía al suelo, junto al camastro de Karen, y la joven siguió hablando, sin dejar de tiritar.

– ¿Para protegerme? ¿A eso le llama protección? No hago más que correr desde esta mañana a las cinco. Corro y corro. Siempre me dice que nos hemos salvado, pero ellos siempre nos están pisando los talones. Les permite que le arrebaten la clave. Después les da la pista con sus cheques de viaje. ¿Y para qué? Porque lo que es pasaportes… no vamos a conseguir. Nuestro avión sale para Niza mañana por la mañana y nosotros no estaremos a bordo.



Se envolvió en las mantas.

– Estoy cansada y hambrienta y helada. No tengo ropa. No sé cómo vamos a salir de aquí. ¡Y me dice que me está protegiendo! ¡Dios mío, qué ocurriría si no me protegiera!

– Sé lo que ocurriría -replicó Peter, herido en su orgullo-: estaría muerta.

– Preferiría estar muerta.

– No diga disparates. La sacaré de aquí.

– ¿Cómo?

– No importa cómo; pero la sacaré.

– Claro que me sacará. ¿Qué planes tiene? ¿Permanecer aquí hasta que hayamos entrado en calor y luego vestirnos otra vez con la ropa mojada y cruzar a nado hasta el trasatlántico y viajar como polizones? Esa es una de sus típicas ocurrencias de sádico.

– No estoy tratando de torturarla.

– Sí. No le gusta lo que soy y está tratando de castigarme por mis pecados. Peter Congdon es Dios y Karen Halley fango, y Dios ha condenado a la impura Karen a un pequeño infierno particular. La va a marcar para toda la vida, para que aprenda.

– Está hablando como una demente. No la estoy enjuiciando, ni siquiera pienso en usted. Tengo una misión que cumplir y la estoy cumpliendo, eso es todo. No me importa un bledo quién es usted o qué es usted. Usted para mí es una tarea.

– ¡Qué voy a ser una tarea!-siseó ella con furia-. Soy la muchacha que quiere azotar en una plaza pública. ¿Recuerda? ¡Y eso es lo que está tratando de hacer!

– No se haga ilusiones. Dije que la azotaría si fuera mi hermana. A usted no. Ni a usted ni a ninguna como usted. Usted no es mi hermana, de modo que no tiene por qué aplicarse mis palabras. ¿Que yo quiero castigarla? ¿Me voy a tomar todo este trabajo para castigarla? ¡No me haga reír!

– ¡Es que es para reírse! Y también son para reírse sus excusas para mantenerme sumergida en el agua helada o encerrada en una habitación oscura con dos cadáveres. ¿Y los hombres que ha matado? Eso también es muy divertido, ¿no? Y con qué inteligencia elude a la mafia. Eso es lo más gracioso de todo. Estoy ansiosa porque llegue el día de mañana. Mañana va a ser la culminación de esta diversión. Mañana moriremos.

– Claro. Constituimos un excelente equipo. ¿No es eso lo que aseguró?-replicó Peter-. Es una lástima que me haya salvado la vida. Piense todos los disgustos que se habría economizado.

No respondió. La cabina quedó en silencio. Peter miró su reloj de pulsera. Eran las veintidós treinta y cinco. Un día largo y amargo. Estaba entrando en calor y eso lo consolaba un poco. Ahora movía mejor los dedos. Se arrancó los restos de bigote, buscó el revólver en la oscuridad y lo sacó de la cartuchera. Tendría que haberlo remojado en aceite o por lo menos en agua dulce. A falta de esos elementos hizo lo único que podía hacer, lo desarmó y secó a fondo todas las piezas. Luego lo volvió a armar.

Cuando hubo terminado se tendió, con el revólver en la mano, y se quedó dormido.

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