Jueves 6.15-16.15 horas

Peter despertó cuando aún no había aclarado. Le despertó un rumor de voces próximas y un ligero bamboleo de la barca. Se oyó un golpe, como si alguien hubiera saltado a bordo; luego otro más. La barca comenzó a moverse. Se oyeron pasos y sonidos sobre el techo de la cabina y a través de los pequeños ojos de buey desfilaron las bordas de otras embarcaciones.

– ¿Peter?

Era Karen y estaba asustada.

Él estaba boca abajo, mirando la entrada de la cabina. Sostenía suavemente su revólver y no parecía tenso. Los sonidos no eran inesperados aunque se habían anticipado un poco a sus cálculos. Eran las seis y cuarto.

– ¿Sí? -respondió, también en un susurro.

– Estamos atrapados. ¿Qué haremos?

Peter revisó con cuidado el revólver. Parecía marchar bien.

– Nos quedaremos quietos -dijo.

– Se darán cuenta de que estamos aquí -insistió Karen-. Cortó las cuerdas.

– No importa. Nos llevarán a dar un paseo en barco. Usted se lo dirá.

Se produjo una conmoción en la popa. Habían descubierto los cables cortados y la lona levantada. Los dos hombres hablaban casi simultáneamente y parecían discutir.

– ¿Qué ocurre? -susurró Peter.

– Piensan que hay alguien dentro. Uno quiere cerciorarse, el otro quiere llamar a la policía. Pero han soltado la amarra de proa y no pueden volver al muelle sin levantar la lona y entrar.

– Que es precisamente lo que queremos.

Hubo protestas y argumentos y alguien desató los restantes cabos de la lona. Por fin levantaron una parte y en la oscuridad menos profunda de la brecha, Peter distinguió la silueta agazapada de un hombre joven y bien formado, que trataba de espiar hacia dentro. El hombre dijo algo y, con ayuda de su compañero, corrió un poco más la lona y terminó por quitarla de la entrada de la timonera, dejándola caer en la cubierta de popa. Ahora se veía también al otro hombre en la tenue claridad exterior; era enjuto y canoso. Los dos hombres comenzaron a plegar la lona, pero con actitud cauta y nerviosa, sin perder de vista la negra abertura que llevaba a la cabina.

Peter, apuntando a los hombres con su revólver, se puso de pie y dejó a un lado las mantas. Sólo tenía puestos los calzoncillos, húmedos aún, y el aire del amanecer era gélido. Pero no prestó atención al clima.

– ¿Cómo se dice «arriba las manos» en italiano? -susurró.

– Mani in alto.

Peter repitió tres veces la frase en voz muy baja.

Los dos hombres terminaron de doblar la lona y vacilaron. ¿Qué hacer: tratar de guardar la lona en el pañol, lo cual significaba descubrir de una vez por todas si había alguien a bordo, o dejar la lona sobre cubierta y salir a alta mar sin investigar?

Hubieron más discusiones y, por fin, comenzaron a arrastrar la lona hacia la abertura. El más joven iba adelante.

– Mani in alto.

Los dos hombres se detuvieron en momentánea parálisis.

– Mani in alto! -repitió Peter, acercándose a la abertura, para que vieran el arma.

Los hombres miraron como hipnotizados al hombre semidesnudo y el revólver desnudo y levantaron lentamente las manos.

– Pregúnteles quiénes son -ordenó Peter a Karen.

Karen, que se había aproximado tanto a él que podía sentir el roce de sus mantas en la espalda, preguntó:

– Chi siete? Como vi chiamate?

Por un instante los hombres parecieron más perplejos aún al oír el sonido de una voz femenina en la oscuridad. Se miraron entre sí y observaron a Peter con mayor atención.

Umberto -dijo el más joven y se señaló-. Mi chiamo Umberto. Questo e mío padre. Luí si chiama Luigi -añadió, señalando al otro.

– El más joven es Umberto, el mayor Luigi, su padre -tradujo Karen.

– Pregúnteles si quieren ganar cien mil liras.

– ¿Cien mil liras?

– Sí. Pregúnteselo.

Quest’uomo vi paghera centomila lire se fate quel che vi dice -les dijo Karen.

Los dos hombres, con las manos aún en alto, se miraron durante un rato. Ambos empezaron a hablar a la vez, pero el más joven cedió la palabra al mayor.

– Luigi quiere saber qué les exige -tradujo Karen.

– Que nos lleve a la costa francesa.

– ¿Que nos haga pasar la frontera?

– Eso es.

La muchacha se lo explicó e informó que padre e hijo ponían en duda que aquel hombre sin ropas tuviera cien mil liras encima.

– Dígales que están mojadas, pero que las tengo.

Ella se lo transmitió y los hombres pidieron ver el dinero.

– Dígales que saquen este trasto del puerto o me voy a enfadar y voy a disparar sobre alguno -dijo Peter irritado.

Karen les habló en tono severo y los hombres protestaron, pero se dispusieron a obedecer. El más viejo preguntó a través de Karen por las cien mil liras, y Peter le hizo saber que, si cooperaban, podían contar con esa suma. Pero que si ponían inconveniente no la verían, y en cualquier caso, tendrían que llevarlos a Francia.

Protestaron aduciendo que no tenían cartas de navegación, y Peter les hizo decir que lo harían sin cartas. Adujeron que el tanque de combustible estaba casi vacío, pero -cuando Peter les exigió que se lo mostraran- recordaron que lo habían llenado la tarde anterior.

Mientras tanto, gruñendo y con aire desconfiado, recogieron el ancla de popa y pusieron el motor en marcha. El joven se hizo cargo del timón e hizo virar la barca para salir del puerto. En la oscuridad, el trasatlántico Augustus se destacaba como una blanca silueta fantasmal. Era un barco de lujo, un barco confortable; pero, por el momento, Peter estaba satisfecho con aquella antigua pero fuerte barca que los llevaba mar adentro, envueltos en olor a aceite y a mar.


Cuando el sol salió, las montañas vecinas a Génova se habían perdido tras el horizonte y la barca se mecía sobre un blando oleaje a una velocidad constante de doce nudos. Umberto, el hijo, iba al timón. Era moreno, de cabello ensortijado, con ojos centelleantes, un aro de oro en la oreja izquierda, bigote, dientes muy blancos y un despreocupado aire de gitano. Hacía rato que había dejado de protestar contra aquel abuso de una barca cuya función era transportar artículos para el hogar, que ellos vendían en las pequeñas ciudades de la costa. Ahora parecía disfrutar del viaje por el viaje mismo, sin pensar en la recompensa prometida. Si tenía que trabajar a punta de revólver, más valía tratar de sacar el mejor partido de la situación.

El viejo era diferente. Era delgado y sarmentoso, con un rostro magro y atezado y pelo gris muy corto. No usaba aros, ni bigote; tampoco tenía aquella actitud despreocupada del hijo. Si alguna vez había sonreído, debía de haber sido en su infancia, antes de que los trabajos y vicisitudes de la vida adulta acabaran con su alegría. Su mirada era esquiva, parecía desconfiar de todo. No creía en la recompensa de cien mil liras ni en la fortaleza de su barca ni en el valor de la vida. Era el eterno pesimista y se mantenía a distancia de Peter, apoyándose en la barandilla de popa o moviéndose sobre la cubierta delantera, donde Peter no podía verlo.

Peter se relajó un poco cuando la luz del sol le permitió cerciorarse de que continuaban avanzando en línea paralela a la costa, que se encontraba casi en los límites de la visibilidad. Ahora estaban lo bastante lejos como para moverse en un universo propio, tres hombres y una muchacha a bordo de una pequeña barca rumbo al Sudoeste.

Cuando el sol comenzó a calentar, dejó a Karen envuelta en sus mantas y se instaló sobre el techo de la cabina. Allí extendió sus pertenencias para que se secaran y pidió a los hombres una lata de aceite de motor para lavar sus revólveres.

Umberto estaba muy intrigado por los artículos que Peter extendía. Entre ellos figuraba la ropa interior de la desconocida, lo que indicaba que debía estar en la cabina sin nada encima. Era una posibilidad fascinante, pero Umberto no se atrevió a verificarla, atemorizado por la vigilancia de Peter.

Cuando la mayoría de las prendas femeninas se secaron, Peter las llevó a la cabina y retomó su puesto de vigilancia. Ella se vistió y se acicaló todo lo que pudo. Luego salió, vestida pero descalza. El pasaporte y los papeles, ya secos, estaban nuevamente en el bolso, que aún conservaba humedad. El vestido, con su profundo escote, estaba estropeado, pero aun así se podía vestir. Y cuando Karen asomó, peinada y con los labios recién pintados, Umberto se echó a un lado y contempló con admiración a aquella gloriosa criatura. En su afán por ayudarla, olvidó el timón y la barca dio un bandazo que casi los tira por la borda a ambos, uno en brazos del otro. El muchacho estabilizó la embarcación y se deshizo en disculpas. Ella parecía tan deslumbrada como él. Mientras tanto, los otros dos testigos parecían mucho menos embelesados por el romántico encuentro. En la popa el anciano carraspeaba y escupía con la mayor sonoridad posible. Peter fruncía el ceño disgustado mientras lavaba las piezas de su automática en el aceite de motor.

Pero si aquel encuentro lo había enfermado, lo que siguió fue mucho peor. El interés de Karen por aquel jovenzuelo presumido y arrogante era nauseabundo… Ignoraba totalmente a Peter, y el vestido, encogido por el remojón, la hacía aparecer más sexy aún que cuando estaba nuevo.

Karen y Umberto eran la lapa y la roca, encerrados en la pequeña timonera. Ella aprendía a timonear, él prestaba más atención a la curva de sus pechos que a las indicaciones del compás.

Había comida a bordo -una canasta de pan, queso y vino- bajo los asientos de popa, y media hora después de la aparición de Karen en cubierta, Luigi sacó a relucir las viandas. Padre e hijo se alternaban en la tarea de piloto. El anciano comía mientras Umberto proseguía con sus lecciones de navegación. Después Luigi se hizo cargo del timón y los jóvenes comieron juntos riendo y charlando, muy cerca uno del otro.

Sólo cuando terminaron Karen recordó a Peter. Bordeó la cabina y se detuvo junto a él, que seguía sentado en el mismo lugar, calzando un resorte en la automática recién aceitada y armada.

– ¿Quiere comer algo?

Peter arrojó la lata de aceite por la borda.

– Un pedazo de queso no me vendría mal.

– ¿Se lo traigo?

– Sí.

Ella se encogió de hombros y se volvió.

– Y averigüe si tienen prismáticos o algo así -añadió él.

Había unos binóculos debajo de otro de los asientos, y Karen se los llevó junto con un trozo de queso y una botella de vino casi vacía. Umberto la acompañaba, pasándole un brazo por la cintura para que no perdiera el equilibrio. Ella le dirigió una mirada agradecida, al volverse.

Peter comió a solas y estudió la distante línea costera a través de los prismáticos. No tenía una idea clara de la distancia que había de Génova a la frontera, ni sabía cuánto habían avanzado. Trató de guiarse por las ciudades litorales que iban dejando atrás.

Eran cerca de las catorce cuando su vigilancia tuvo recompensa. Aquella preciosa bahía sobre la cual asomaba un palacio, aquellas mansiones engarzadas en la montaña del fondo, tenían que ser de Mónaco. De ahora en adelante podían exhibir sus pasaportes en cualquier puerto sin temor al arresto. Italia había quedado atrás.

Pensó en llamar a Karen para mostrarle el regocijante espectáculo, pero ella y Umberto estaban al timón de la embarcación. Ella tenía las manos apoyadas en la rueda del timón, él en la cintura de ella. La mejilla del muchacho se apoyaba contra los cabellos de ella. Que se fuera al diablo.

Dejaron Mónaco atrás y la línea de la costa se desvió hacia el Oeste. Karen ya llevaba el timón sola y cortaba las olas con la proa. El anciano estaba dentro y Umberto controlaba los tanques de combustible. Peter señaló la costa y gritó:

– Entre ahí. Siga aquel rumbo.

Karen asintió con la cabeza y giró el timón. Umberto se unió a ella y se enteró de lo que Peter pretendía.

Se acercaron, y un punto de la costa fue creciendo gradualmente. Era verde y exuberante. Aquí y allá, los techos de lujosas residencias asomaban entre los árboles. A la derecha, a unas pocas millas de distancia, se veían los desnudos acantilados de la costa meridional de Francia, las laderas salpicadas de arbustos achaparrados, las manchas de vegetación verde-grisáceo. Las carreteras trazaban líneas zigzagueantes en la montaña y los arcos de un alto puente se tendían a través de un abismo. Las viviendas se amontonaban sobre la costa, pero se iban haciendo más esporádicas sobre la ladera. Más atrás parecían arrojadas al azar entre las montañas y valles del fondo.

El sol descendía por la izquierda, pero el agua estaba azul y calma y no había nubes en el cielo. Eran cerca de las dieciséis y la barca hacía rumbo hacia un edificio blanco y circular, con grandes ventanales, que se levantaba sobre una loma. A través de los binóculos, Peter localizó el faro. Dirigió a Karen y a Umberto en esa dirección y quince minutos después entraban por la estrecha boca de un pequeño puerto circular, atestado de barcos.

Era un puerto tranquilo, con poca actividad. Los barcos más grandes se alineaban, borda a borda, de proa a los espigones; los pequeños se amontonaban en las aguas bajas, próximas a la playa. Los surtidores de nafta, las grúas y el sector de servicios generales estaban a la derecha, sobre una lengua de tierra, y las únicas personas visibles eran dos hombres que remendaban las redes. No había sonido de sirenas ni de silbatos. Nadie prestó atención a la roja y vetusta barca genovesa que cruzaba la entrada en la dársena bajo la dirección de Peter y atracaba en el muelle, cerca de los escalones que conducían a la plataforma del faro.

Peter saltó a tierra con un cabo y lo ató a un grueso pilar de hierro, que lo mantuvo apartado de un velero negro de quince metros de eslora, amarrado a continuación de una serie de grandes cruceros blancos. Karen, mientras tanto, entregó a Umberto las cien mil liras de Peter y él las aceptó, todo sonrisas.

La ayudó a bajar a tierra y dio a entender a Peter su eterna gratitud.

Peter arrojó el cabo sobre la cubierta, el viejo puso marcha atrás y el barco retrocedió. Karen, con su bolso y su abrigo aún húmedos en un brazo, despidió con gesto tierno a Umberto y le envió un beso. Peter apartó los ojos.

– Me pregunto, dónde diablos estamos -dijo con irritación.

Ella apartó la vista de Umberto y señaló en dirección a una pequeña oficina que se levantaba al otro lado de la dársena, detrás de los surtidores.

– Allí hay un cartel que dice International Sporting Club de Saint Jean Cap Ferrat -anunció-. ¿Le dice algo eso?

Peter miró, pero el cartel estaba demasiado lejos.

– ¿Quién se lo dijo?

Ella se encogió de hombros.

– Lo leí con ayuda de los prismáticos, mientras hacían la maniobra para atracar. Quise asegurarme de que no estábamos todavía en Italia.

– Gracias por su voto de confianza. ¿Habla francés?

– No. ¿Y usted?

– Lo estudié dos años en la escuela secundaria.

– Yo también, pero eso no significa nada.

– Significa que usted tiene estudios secundarios -comentó Peter y la tomó de un brazo-. Si es capaz de olvidarse de su amiguito el navegante, ayúdeme a buscar a alguien que sepa suficiente inglés como para decirnos dónde está el aeropuerto más próximo.

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