Sábado 2.35-4.45 horas

Peter recurrió a su encendedor para inspeccionar el lugar. Estaban en el hall de entrada de una de las suites. A la derecha había un baño y delante una habitación amplia con una gran cama de bronce. Una simple colcha de algodón cubría el colchón y las almohadas. En un rincón había un pequeño escritorio y delante de la ventana, una mesa. El mobiliario incluía también un armario y varias sillas:

Probó el interruptor de la luz, pero no había corriente. No había nada. Nada de nada. Se sentía débil, cansado y enfermo. Junto a él, Karen sollozaba. No la había creído capaz de llorar.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó con voz ronca.

– Lloro por ti. Por lo que te han hecho.

El encendedor se estaba calentando y lo cerró, avanzó a tientas a través de las tinieblas y se dirigió a la ventana. Abrió las hojas y levantó las persianas. La luna brillaba aún sobre los techos e iluminó la habitación. Peter comprobó que la ventana daba al patio interior del hotel y todas las demás tenían las persianas echadas.

Al volverse se tambaleó y Karen corrió a sostenerlo.

– ¡Ay, Peter!-gimió la joven-. Te han herido.

Él la rodeó con los brazos.

– Sólo son moraduras -murmuró-. Estoy bien.

– Acuéstate, por favor.

– En seguida.

Tomó una de las sillas, la llevó al hall y la calzó bajo el picaporte. Luego entró en el baño y abrió un grifo, pero tampoco había agua.

Volvió a salir y se sentó pesadamente en el borde de la cama. Karen se subió a la cama, se arrodilló junto a él y atrajo su cabeza contra su pecho. Le besó el pelo y apretó su mejilla contra la de él.

– ¿Qué nos harán?

– Supongo que nos matarán.

La muchacha se deslizó hasta quedar sentada junto a él y se cubrió la cara con las manos.

– Y todo ha sido por mi culpa. Estoy tan arrepentida.

– Ha sido culpa de Gorman.

– No, es culpa mía. Los dejé robar mi pasaporte. Soy la culpable. Si no hubiera ocurrido eso, estaríamos en Washington ahora. Con Gorman o sin Gorman.

– No te culpes. No podías saber que se iba a aprovechar así de ti.

– Eso es lo peor de todo -gimió Karen-, Coqueteé con ese muchacho para darte celos.

Y ahora te van a matar.

Él la miró, a la luz de la luna.

– ¿Celos? ¿De qué estás hablando?

– De ti. De mí. Tú me odiabas. Me despreciabas por lo que aparentaba ser. Dijiste que querrías azotarme. Desnuda en la plaza pública. Eso dijiste. ¿Tienes idea de lo que me heriste? Fue como si lo hubieras hecho. Ninguna mujer resiste que la miren con tanto desprecio. Me dolió y me enfureció porque no podía decirte la verdad. Porque no podía decirte que no era la clase de mujer que suponías. Tenía que simular lo que no era. Y sabía que una vez que me entregaras al senador, todo habría terminado. Me dejarías para siempre, convencido de que había sido la amante de un gángster, y no quería ser eso para ti. Y te odiaba porque tenía que ser eso y nada más que eso a tus ojos. Entonces decidí que no quería decirte la verdad. Sentía que te gustaba a pesar de tu desprecio y decidí explotar eso. Mi único objetivo era hacerte decir «Te quiero». Quería obligarte a declarar tu amor a una mujer a la que habrías querido azotar en la plaza pública, a una mujer a la que tú tomabas por amante de Joe Bono, por una coqueta descarada, por una ramera barata. Debí haber colaborado contigo y trabajé contra ti. Estabas tratando de salvarme la vida y sólo intentaba enamorarte. El senador me contrató para una tarea y no la cumplí. Hice algo que no tenía por qué hacer y provoqué el desastre. Debía haber permanecido sentada junto a ti en aquella barca, con el bolso sobre la falda. En lugar de hacerlo, coqueteé con Umberto, lo provoqué, y él y su padre me robaron. Y ahora seré la responsable de tu muerte. De la mía también, pero me la merezco. Tú, en cambio, no.

Se enjugó una lágrima e hizo un gesto de desolación.

– ¡Qué estúpida, qué estúpida he sido!

– Y estuve a punto de decirlo -murmuró Peter.

Karen lo miró.

– ¿A punto de decir qué?

– A punto de decir «Te quiero», como querías… creyendo lo que querías que creyera.

– ¿Cuándo?

– En la casa de DeChapelles. Fue cuando descubrí que los lóbulos de tus orejas no estaban perforados.

Ella se cubrió la cara con las manos.

– ¡Oh, Peter! -exclamó-. Debería sentirme feliz y soy tan desgraciada. No me lo merecía. Soy peor de lo que fingía ser.

– Pero no te lo dije entonces, así que te lo diré ahora.

Karen se acercó, se apoyó sobre una rodilla y le puso los dedos sobre la boca.

– No -susurró y le besó la punta de la nariz y los ojos-. Te quiero. Yo puedo decirlo, pero tú no. No puede ser, no debe ser.

– ¿Qué importa si puede ser o si debe ser?

– Está bien, mi amor. Dilo. Di lo una vez para que pueda oírlo. Ni siquiera es necesario que lo sientas.

– Te quiero tanto, que ese amor me duele. Y te lo digo muy en serio.

Ella le echó los brazos al cuello y lo miró a los ojos. Señaló con la cabeza la puerta de entrada.

– ¿Pueden entrar?

– No, salvo que la derriben con hachas contra incendio.

De rodillas sobre la cama, le superaba en altura. Le sonrió desde arriba y se acercó más.

– Qué bien. Porque hasta entonces vas a ser amado como nadie te ha amado jamás. Como nadie ha sido amado jamás.

Fue mucho rato después, tendidos uno junto al otro, cuando le recordó:

– ¿Qué dijiste en realidad aquella vez?

– ¿Cuándo?

– Cuando te dije que hablaras en danés y lo hiciste.

Karen rió.

– No era danés, era noruego. Dije «vete al infierno». Literalmente «arrástrate hasta el infierno».

– Me merecía algo peor.

– Es un insulto atroz. De lo más ofensivo que se puede decir en noruego. No tienen palabrotas como las nuestras.

– Si tú eres un caso ilustrador, eso no les impide desarrollar las actividades que algunas de esas palabras describen.

– Con halagos sólo conseguirás otra dosis de lo mismo.

– Considérate halagada.

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