Sábado 9.35-12.25 horas

El vuelo de Aire Inter a París se hizo en un Caravelle de Air France y se desarrolló casi en su totalidad entre capas de nubes o en medio de la bruma. Sólo al iniciar el descenso -después de haberse repartido los caramelos- lograron distinguir el suelo, entre parches de nubes. Luego se sucedieron rápidamente vistazos del Sena, unas cuantas aldeas, una catedral y el aterrizaje en Orly tuvo lugar a las once y cinco.



Karen y Peter subieron a un taxi en la terminal y el conductor, después de buscar la Rué Chanoinesse en una guía de calles, se puso en marcha por la autopista a un promedio de cien kilómetros por hora. Atravesaron.una región llana, con un horizonte de edificios de apartamentos, luego descendieron una pendiente que los conducía a la ciudad y al tránsito.

Tomaron por el Boulevard Raspail, pasaron por detrás del Palais du Luxembourg, doblaron a la izquierda hacia St. Michel y cruzaron el puente hacia la lie de la Cité. El conductor iba deprisa a pesar de los automóviles y de los trabajos de construcción, esos dos venenos de la prosperidad.

El tránsito en Europa era como el de Nueva York en las horas de más actividad, y las obras en construcción provocaban embotellamientos en todas las ciudades que Peter había visto. Se abrieron paso a través de uno de esos embotellamientos, en la Quai du March Neuf, y comprobaron que la Place du Parvis, frente a la catedral de Notre Dame, tenía una excavación de cuatro metros de profundidad.

Avanzaron en fila de a uno entre dos filas de automóviles estacionados, doblaron pasando ante la fachada de la catedral, con su tizne de siglos. Luego doblaron otra vez y bordearon uno de sus lados, igualmente carbonizado por el tiempo, hasta una estrecha calle que partía hacia la izquierda. Era la calle que buscaban y el número estaba un poco más adelante, en una curva. El número treinta, blanco sobre azul, figuraba sobre un arco que se abría hacia un patio empedrado. El patio daba al extremo de la calle y a un lado de la catedral.

Pagaron y despidieron al conductor, cruzaron el arco y se encontraron rodeados de edificios de apartamentos, de tres a cinco pisos de altura, unidos entre sí. Había dos entradas: una correspondía a las habitaciones de planta baja del concierge y la otra a la escalera que conducía a las demás viviendas. Patio de por medio pero a la misma altura del arco de entrada, había un pasaje cubierto que desembocaba en un patio interior. Allí había más edificios unidos entre sí, una puerta, un garaje y unos cuantos coches estacionados. No había señales de conmoción ni de policía, pero aquél era sin duda alguna el número treinta en el que debía de estar alojada Rosa Scarlatti.

Peter buscó primero placas con nombres o una lista de inquilinos, pero no había. No había nombres por ninguna parte. Llamó a la puerta del concierge, pero nadie respondió. Una mujer entró a través del arco, llevando una pequeña bolsa de compras, y Peter le preguntó:

– ¿Scarlatti?

E indicó las viviendas con un amplio movimiento de la mano.

– Connais pas -murmuró la mujer y siguió andando.

Comenzó a llamar a diferentes puertas, y sólo en el tercer descansillo una mujer les indicó -según Karen y Peter pudieron entender con gran esfuerzo-, que no había nadie de ese nombre en aquel edificio, y que probaran en el patio interior.

Cruzaron el pasaje cubierto, luego el patio interior, entraron por la puerta y comenzaron a tocar timbres. En la planta baja un anciano asintió al oír el nombre y señaló el piso de arriba. Acompañó el gesto con un discurso que ellos no entendieron, pero sonrieron y dijeron Merci unas cuantas veces. Después subieron los estrechos escalones de madera que conducían al descansillo, situado en el otro extremo, y luego ascendían en dirección contraria hasta el piso siguiente.

Peter golpeó dos veces a la puerta que encontraron, sin que hubiera respuesta. Sin embargo, ciertos ruiditos indicaban la presencia de alguien en el interior. Káren se acercó.

– ¿Signorina Scarlatti? -preguntó-. Noi siamo Congdon e Karen Halley. Ci manda il senatore Gorman per portali in America.

Del interior una voz preguntó:

– ¿Cómo se llama el suo hermano?

Karen miró a Peter y luego a la puerta.

– ¿Cómo?

– ¿Tiene un hermano? Dígame su nombre.

– William Clive. ¿Es eso lo que quería saber?

– Eso es lo que quería saber.

La llave giró y Rosa Scarlatti abrió la puerta.

Medía alrededor de un metro sesenta y cinco, tenía pelo negro, naturalmente ondulado, y un tosco rostro de campesina, que se habría visto muy favorecido por la presencia de aquellos ojos enormes, de no ser por la expresión demasiado astuta que había en ellos. Quizá sus curvas hubieran sido más firmes en tiempos de su relación con Joe Bono, pero no debió de haber sido nunca muy esbelta. Ahora se la veía regordeta y envejecida y había líneas duras en su rostro. Su voz tenía una nota ligeramente ronca y sus gestos la arrogancia de una mezquina tiranuela.

– Los vi desde la ventana -dijo mirándolos de arriba abajo-. Y he pensato «esto son».

Se encogió de hombros.

– No me molestaría en preguntare por el suo hermano, pero el senatore… Ha dicho de preguntare. Tiene paura a la mafia. Tiene mucha paura.

Karen y Peter entraron en el estrecho hall.

– Tiene mucha razón en temerla -dijo Peter cerrando la puerta y echándole el cerrojo-. ¿Dónde está la policía?

– No la he llamato. Non le tengo paura a la mafia come el senatore. Además la mafia non sabe do ve estoy.

– Ya saben dónde está. Por eso debería haber llamado a la policía.

Ella volvió a emitir aquel sonido despectivo.

– Non los temo. Cerdos. Son cerdos. Mataron al mío Joe. ¿Saben que mataron al mío Joe?

– Sí.

– Cerdos.

– Quiero usar su teléfono. ¿Tiene la maleta lista? Partiremos para Estados Unidos en cuanto podamos obtener asientos en un avión.

– Estoy contenta de iré a la América.

– El senador estará contento de tenerla a usted. ¿Dónde está el teléfono?

Rosa le llevó a un escritorio adyacente. El teléfono estaba sobre una maltrecha mesa. Peter llamó al aeropuerto de Orly y encontró lo que necesitaban. Era el vuelo diario a Washington de las dieciséis treinta. Reservó tres billetes.

La mesa estaba en el centro de la habitación y Peter hablaba en pie junto a la ventana, mirando el garaje, los automóviles estacionados, los demás apartamentos y el pasaje cubierto que conducía al otro patio. Y de pronto se encontró mirando a un hombre que acababa de entrar por el pasaje y miraba hacia arriba. Era un francés que usaba gorra y un largo echarpe alrededor del cuello. Era alguien que Peter jamás había visto antes y no tenía nada de sospechoso. Lo único que atrajo su atención fue que, al recorrer las ventanas con la mirada, el hombre vio a Peter, mientras Peter le miraba, y entonces vaciló, miró todas las demás ventanas de aquella fachada del edificio, se volvió con un aire excesivamente despreocupado y desapareció de su vista.

Peter colgó el teléfono y no mencionó al hombre. En cambio dijo a Rosa:

– Espero que tenga algo de dinero, porque no tengo suficiente para pagar los pasajes de todos.

La suspicaz mirada de Rosa se hizo dura.

– Non pagare con el mió dinero.

– No sería más que un préstamo.

Ella le clavó su mirada astuta.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Hasta que la dejemos en manos del senador Gorman.

– ¿Qué interés me pagará?

Peter estuvo a punto de reírse.

– Eso lo tendrá que discutir con el senador.

– Non lo voy a discutiré con el senatore. Que me compre el mío billete.

– Lo hará. Lo que ocurre es que no tengo dinero a mano en este momento.

– Que envíe el dinero.

Peter levantó los ojos al techo con exasperación.

– No tenemos tiempo. El avión sale a las dieciséis y treinta.

– Esperaremos otro avión.

– Y la mafia nos estará esperando a nosotros.

Ella rió con risa áspera.

– Usted también tiene paura a la mafia, ¿eh? Como el senatore. ¡Puff!

Castañeteó los dedos.

– No son nada. Nunca me van a encontrare. Non saben niente.

Hizo un gesto en dirección al teléfono.

– Haga arreglo.

– ¿Qué clase de arreglo?

– Viajaremos en avión de mañana. Esperaremos a que el senatore haga oferta de dinero.

– Escuche, miss Scarlatti -dijo Peter-. La mafia ya ha dado con su pista. Acabo de ver a uno de ellos aquí abajo, hace un instante.

Peter señaló al patio. Rosa se acercó a la ventana y miró ceñuda el patio desierto.

– Nadie está.

– Se fue.

La mujer dirigió una mirada de desprecio a Peter.

– ¿Cree que me va a hacer venir la paura con sólo decirme que cada gente que ve es la mafia? Ma no. Non me asusto ni me pongo nerviosa.

Se señaló la cabeza.

– Tengo puesto el mío gorro de pensare. Además tengo que preparare el mío equipaje.

– ¿Equipaje?

– ¡Eh! ¡Claro! Hay que transportare muchas cosas. El senatore dijo que me daría tiempo. Ahora llama e non me da tiempo. Él tiene culpa, non yo.

La mujer salió de la habitación, recorrió el hall y dobló por un pasillo. A la izquierda había dos puertas que daban a dos salitas. Las dos salas tenían ventanas sobre la Quai Aux Fleurs y el Sena. El corredor doblaba luego hacia el fondo de la casa, hacia una cocina, con una estrecha ventana que daba al patio interior. A la derecha de la cocina había un baño, instalado junto a la puerta corrediza de un dormitorio.

La señorita Scarlatti siguió el corredor con paso decidido, corrió la puerta, subió un escalón y entró en el dormitorio. No era una habitación amplia y apenas si había un espacio para moverse entre la gran cama con dosel y un amontonamiento de muebles cubiertos de chucherías. Sobre la cama había una maleta, y un cajón de la cómoda estaba abierto; eso era todo lo que había hecho la dueña de la casa en materia de preparativos para el viaje.

Karen y Peter se introdujeron detrás de ella en el dormitorio y casi se colmó su capacidad de indignación.

– ¿Ven? -dijo la mujer mostrando la legión de fotografías, souvenirs y artículos sin sentido que se exhibían-. Todo esto va. Hay que llamar a la empresa de mudanza. Ellos tienen que ponerlo en caja y caja.

– Miss Scarlatti -dijo Peter-. No tenemos tiempo.

– Y todo lo mueble.

Se abrió paso entre los dos visitantes, se escurrió al corredor y regresó a la primera de las dos salas. Gran parte del moblaje eran trastos cubiertos con tapizados y almohadones que mejoraban su aspecto, pero había piezas de cierto valor. Había una serie de artículos orientales: biombos chinos, mesas de laca, cofrecitos taraceados, cajas de madera de teca y nácar, pinturas japonesas, sahumerios y sedas. La señorita Scarlatti estaba resuelta a que todo eso la acompañara a Estados Unidos; y no sólo aquello, sino también los trastos viejos. Si hubiera pensado que los aparatos sanitarios y la cocina podían trasladarse, no habría vacilado en incluirlos en su lista de cosas indispensables.

– Muy bien -dijo Peter-, Cuando lleguemos, le dice al senador que quiere que le trasladen el apartamento íntegro.

No le prestó atención.

– Y ahora la otra habitación -dijo.

Peter la retuvo de un brazo al llegar al vano de la puerta.

– Ya sé, ya sé. Pero ahora veamos el dormitorio y lo que tiene allí. Después nos preocuparemos de lo demás; pero va a necesitar un abrigo…

La mujer regresó al dormitorio y los tres volvieron a amontonarse allí.

– Non me voy hasta que la cosa estén acomodadas -anunció ella-. El senatore me ha dicho que la cosa también van.

En el patio había ahora dos hombres, junto al garaje cercano al pasaje. En el pasaje cubierto otro hombre hablaba con una mujer. Ambos miraban la ventana de Rosa. Peter tomó a Rosa de un brazo y la llevó hasta un lugar desde el que podía espiar sin mover las cortinas.

– ¿Conoce a esa gente que está ahí abajo?

Rosa frunció los ojos. Luego sacó unas gafas del bolsillo de su bata y se las puso. Se acercó más y corrió un poco la cortina. La mujer y el hombre señalaban ahora directamente su ventana.

– Es la concierge -dijo Rosa.

– ¿Quién está con ella? ¿Y quiénes son los dos hombres que están en el garaje? Uno de ellos está dentro, de modo que no puede verle.

– No lo conozco. Y tampoco me gusta su aspecto.

– ¿Qué puede estarle diciendo la concier ge sobre este apartamento?

– Non sé -dijo Rosa y retrocedió rápida mente-. La concierge non debe andaré diciendo cosa a la gente. Por eso la gente non tiene el nombre en la puerta y por eso el concierge tiene que estar siempre en la casa ¡La gente tiene que estar protegida!

Karen se acercó a la ventana para ver mejor.

– Parecen franceses -dijo.

Peter asintió con la cabeza.

– Asesinos locales, supongo. Con excepción del que está en el garaje… Ahí sale. Ese parece italiano.

Rosa se inclinó de nuevo sobre la ventana y miró a través de sus gafas. De pronto lanzó un chillido y retrocedió.

– ¡Lo conozco! ¡Lo he visto! ¡Guiaba el automóvil de Joe!

– Supongo que quieren asegurarse de que esta vez han dado con la mujer que buscan -comentó Peter.

Rosa lanzó un prolongado gemido y retrocedió hasta quedar contra la pared. Estaba pálida y tenía la cara empapada en sudor. En sus manos había aparecido un rosario, pero no podía mover los dedos.

– E la mafia, e la mafia -gimoteó-. Me matarán. Me matarán.

Comenzó a hablar en italiano mirando a Karen y a Peter, con ojos desorbitados por el miedo.

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