Miércoles 20.40-21.45 horas

– Peter. ¿Dónde está? ¿Peter?

– Aquí. No me he movido.

– ¿Oyó?

– ¿Si oí qué?

– Está vivo.

– ¿Quién? ¿Qué?

– Giuseppe. Lo oigo. Lo oigo respirar.

– Basta, Karen. Está muerto.

– No. Lo oí moverse. Está tratando de arrastrarse.

– Cállese. Es su imaginación.

– ¡Ay, Peter, Peter, déjeme salir de aquí!

– Aguante veinte minutos más.

– Ahora mismo, Peter, por favor.

– A las nueve.

– ¡Usted es un sádico! Le odio. ¡Le odio!

– Karen, tengo que protegerla. Tengo que hacer lo que me parece mejor y no puedo permitir que nadie me persuada de otra cosa.

– No me importa que la mafia esté fuera. Que me maten. No me importa. Pero no soporto más estar aquí con estos cadáveres. Todo el tiempo me parece que se están moviendo. Todo el tiempo creo que se van a poner en pie.

– Están muertos. No se pueden mover. Nunca más volverán a moverse.

– Le odio.

En el preciso instante en que las agujas

del reloj marcaron las nueve, Peter se incorporó.

– Está bien -susurró-. El plazo se cumplió.

Karen había permanecido en silencio durante diez minutos, después de sus reiterados gimoteos y súplicas.

– ¿De veras?-dijo ahora con tono acre-. Por fin. Nunca se lo perdonaré, míster Peter Congdon. Nunca olvidaré esto y jamás le perdonaré.

– ¿Qué quiere que haga? ¿Qué me ponga a llorar? Tengo una misión y la cumplo. Todo lo que le pido es que trate de no traerme más complicaciones.

– No se preocupe, míster Congdon. No le complicaré la vida. Hágase cuenta de que no existo.

Peter no respondió. Apartó la cortina y cruzó en silencio la tienda, en dirección a la puerta. Al salir de la oscuridad de la trastienda, la calleja de enfrente le pareció brillantemente iluminada a través del cristal. Karen le siguió y esperó un poco más atrás, mientras él atisbaba todos los ángulos de la calleja, a través del cristal.

Abrió la puerta con el revólver preparado y se deslizó fuera. La calle estaba desierta. Guardó el arma e hizo una seña a Karen para que saliera, luego la tomó del brazo y la arrastró con paso vivo hacia la Via Pré, en donde se apresuró a doblar la esquina. Habían salido de la trampa.

La Via Pré tenía ahora un aspecto diferente y más siniestro. Las tiendas habían cerrado y los comerciantes se habían retirado, pero los bares permanecían abiertos. También funcionaban los cafés y las pizzerías. La gente que recorría aquel gris empedrado era distinta a esta hora. Las únicas mujeres que se veían eran jóvenes y con figura provocativa. Estaban solas, de pie en los portales, y charlaban entre sí, mientras esperaban. Los vendedores ambulantes también habían cambiado. Ahora eran individuos de rostro duro y voz áspera, o jovencitos esbeltos. Ofrecían cigarrillos, transistores, máquinas de afeitar eléctricas y otros artículos difíciles de obtener. Los exhibían en grandes cajas de cartón, dentro de grandes canastas anaranjadas.

Peter se detuvo y fumó un cigarrillo en un portal, mientras miraba a su alrededor. Karen, con los labios apretados, permitió que le encendiera otro y esperó a su lado en silencio. Al otro extremo de la calle un hombre arengaba a otros veinte, mientras extendía unas cartas sobre una manta y hacía que alguien extrajera un número de una bolsa de papel. Peter no conocía el juego, pero preveía el desenlace.

Junto a él, Karen fumaba impaciente. Por fin rompió el silencio.

– Y bien, míster Congdon. ¿Tiene planes para el futuro? ¿O quiere que- nos quedemos aquí llenándonos los pulmones de impurezas?

– Lo he estado meditando -dijo Peter-, En primer lugar completaremos esta etapa de las impurezas.

– ¿Y cuál es el paso siguiente?

– Hemos pagado doscientos cincuenta dólares por unos pasaportes. Iremos a ver a ese hombre y conseguiremos los pasaportes.

– No los tendrá.

– ¿Qué se apuesta a que si le ponemos un revólver en la sien nos consigue unos?

– ¿Y sus amigos? Esos dos tipos. ¿Cree que dejarán de buscarnos?

Peter se encogió de hombros.

– Me han visto sin bigote y a usted sólo la conocen a través de una fotografía en la que aparecía rubia. Puede ser que el fotógrafo no les haya transmitido nuestra descripción y sólo les haya dicho que nos encontrarían en la tienda de Giuseppe. No tiene idea de lo distintos que parecemos; sobre todo a los ojos de gente que apenas nos conoce.

– Supongo que podemos caminar junto a ellos sin que nos reconozcan.

– Apostaría a que es así. Sobre todo si les hace ojitos.

Ella dejó caer el cigarrillo, lo pisó y murmuró:

– Desgraciado.

Tres soldados de uniforme caqui pasaron junto a ellos, y uno se detuvo y dijo algo a Karen. Ella respondió riendo, hizo un gesto negativo y señaló a Peter. Después le sonrió y le hizo una inclinación de cabeza, y el soldado se alejó conforme.

– ¿Qué diablos quería?

– Se quería acostar conmigo. Creyó que estaba trabajando. Le dije que primero tenía que acostarme con usted, pero que era tan inepto que me iba a ocupar media noche. Me vendrá a buscar a las doce.

Quizá estuviera mintiendo, pero era probable que hubiera dado esa respuesta. Era indudable que con ese vestido, que asomaba bajo el abrigo abierto, podía pasar por cualquiera de las chicas que esperaban de pie en los portales… aunque infinitamente más atractiva que las demás, infinitamente más sexy. La tomó del brazo.

– Vamos antes de que olvide en qué andamos.

– Vamos.

Recorrieron la Via Pré hasta el extremo y cruzaron el arco para entrar en la Via del Campo. Allí había menos público, era más andrajoso y más peligroso. Al llegar al tramo final de la calle se habían acabado- los vendedores, las prostitutas y casi había desaparecido la gente. Peter avanzaba con decisión, llevando a Karen del brazo. Eran una pareja más que pasaba por allí, preocupados por sus propios asuntos; pero Peter observaba a los rezagados que iban dejando atrás, el cojo, el jovencito de pelo ensortijado y pantalones demasiado ajustados que echó una mirada furtiva, antes de salir de un callejón; el hombre caído en un portal.

La ventana que se abría sobre la peluquería, cerca del cartel Fotografía, tenía las persianas cerradas y la escalera estaba oscura.

– No creo que esté -susurró Karen.

– Si no está esperaremos.

Peter se acercó a la puerta, hizo girar el pomo y empujó. La puerta se abrió sobre las tinieblas de la escalera. Dentro reinaba un silencio de muerte, y Peter se quedó paralizado en el vano, con una mano aún en el pomo y la otra apoyada en el marco. Luego retrocedió rápidamente, volvió a cerrar la puerta y aplastó a Karen contra la vidriera de la peluquería.

– Es una trampa.

– ¿Una trampa?

– Nadie puede dejar la puerta abierta en un lugar como éste. Y sin luz. Están ahí dentro esperándonos.

– ¿Quiénes?

– Esos dos hombres. Y sus amigos. Nos han perdido y confían en que vengamos a buscar los pasaportes.

La aferró de un brazo.

– Venga. Salgamos de este agujero infecto.

Echaron a andar con paso vivo y, de pronto, el hombre que estaba tirado en el portal se puso en pie y les bloqueó el camino. Se tambaleaba como un borracho y barbotaba algo. Quizá pidiera una lira para una copa; pero era mucho más alto que Peter y sus pies estaban demasiado bien plantados, estaba demasiado en el camino y sus brazos se parecían demasiado a los de un pulpo.

Peter le aplicó un uppercut de izquierda en el estómago y un cross de derecha en la mandíbula. El hombre cayó, pero no se alejó y comenzó a gritar cuando Peter arrastró a Karen calle abajo.

Peter echó a correr arrastrando a la muchacha de la mano, y sacó la automática del cinturón. De la Fotografía habían salido dos hombres a toda carrera y el hombrón borracho les señalaba desde el suelo. Los hombres estaban armados, pero vieron la automática de Peter y se mantuvieron a distancia.

Peter empujó a Karen y la obligó a correr delante de él, escudándola con su cuerpo, y no apartó la vista del enemigo obligando así a los dos hombres a conservarse a distancia. Los perseguidores avanzaron pegados a las paredes. Habían ocultado los revólveres en el bolsillo, pero no permitían que la pareja aumentara la distancia que los separaba.

Karen corría y corría, jadeando, enganchándose los tacones en las piedras, pero forzada a seguir por el acicate que significaba la presencia de Peter a sus espaldas. Llegaron al final de la Via del Campo y a la intersección con la Via Gramsci, y las piernas de la chica comenzaron a vacilar.

– Peter…

– A la Via Pré -indicó él-. Siga corriendo.

– No puedo. Nos perseguirán hasta que caiga.

– No. En la Via Pré no podrán.

Cruzaron y comenzaron a correr por la Via Pré. Los hombres les siguieron.



– No puedo correr más -jadeó Karen.

– Acérquese a la pared. Camine.

Ella se aproximó a los portales y miró hacia atrás atemorizada.

– Tranquilícese -le dijo Peter-. No se acercarán como para ponerse a tiro.

Karen siguió andando, a la carrera cuando podía, al paso cuando no daba más de sí. Cuando había gente, disminuía la marcha y se sentía más segura. Peter había guardado ahora la automática en el cinturón y marchaba tres o cuatro pasos detrás de ella. Ahora que no había armas a la vista, los perseguidores habían vuelto al centro de la calzada. Mantenían la distancia, pero se movían con más audacia.

Se mantuvieron así, a distancia prudencial, sin arriesgarse. Habían acorralado a la presa y les bastaba con cansarla.

Peter tenía otras ideas.

– Los taxis -murmuró al oído de Karen, mientras se agachaban para perderse detrás de algún grupo de transeúntes reunidos en torno de las canastas anaranjadas de los vendedores ambulantes-. En el extremo de la calle. Subiremos a un taxi.

Karen asintió con la cabeza, sin hablar. Necesitaba todo su aliento para seguir andando.

La Via Pré era larga -casi interminable-, y a Karen le pareció que transcurría una eternidad hasta que pasaron junto a la rampa vecina al hotel y comenzaron a descender la pendiente hasta el estacionamiento de taxis. La gente había quedado atrás y los perseguidores habían vuelto a sacar las armas y comenzaban a acortar la distancia. Peter también tenía la automática en la mano, pero los individuos morenos no parecían intimidados ahora. Estaban dispuestos a ponerse a tiro.

Casi estaban al alcance del arma de Peter cuando éste y Karen llegaron al final de la pendiente y a la esquina del último edificio. En el estacionamiento vecino a la Via Gramsci había dos taxis estacionados. Los conductores charlaban despreocupados.

– Suba al más próximo -murmuró Peter e hizo un movimiento tendente a desorientar a los perseguidores-. Suba y agáchese.

– ¿Y usted?

– Los mantendré a raya hasta que podamos salir.

Los hombres no se dejaron engañar. Se abrieron hacia ambos lados de la calle, aprovechando las sombras y acortaron la distancia.

– Corra -dijo Peter, y le dejó sacar ventaja.

Luego dobló la esquina y se lanzó tras ella. A sus espaldas oyó el ruido de pies que bajaban la pendiente a toda carrera.

Dieron la vuelta a la esquina con toda precaución, con sus revólveres preparados; pero Peter y Karen estaban detrás del taxi más próximo, en el refugio que separaba el estacionamiento del rugiente tránsito de la avenida. Los hombres se detuvieron y Peter dijo a Karen:.

– Diga al conductor que nos saque de aquí lo antes posible.

Ella jadeaba y trataba de abrir la portezuela, manteniéndose agachada. Pero no tuvo oportunidad de decir nada al conductor, los taxistas habían visto las armas y corrían en busca de refugio.

Peter miró a su alrededor para decidir el próximo paso y entonces descubrió el sedán. Aún estaba lejos, apenas asomaba por la última curva de la Via Gramsci. Su tamaño tampoco llamaba la atención. Lo curioso era su marcha excesivamente lenta, la forma en que se mantenía sobre el lado de la calzada, la forma en que frenaba en la desembocadura de cada callejuela que llegaba de la Via Pré, mientras el resto de los vehículos pasaban como exhalaciones. No era de sorprender que los otros dos individuos se hubieran contentado con permitir que Peter corriera hacia allí. Era una emboscada.

Tenía que actuar de prisa. Al otro lado de la Via Gramsci, bajo la sopraelevata -la carretera elevada que cruza Génova-, un cerco de gruesa tela metálica separaba la estrecha acera de un barranco que descendía unos seis metros hasta las vías del tren. Más allá de las vías se encontraban los depósitos, los estacionamientos y las instalaciones del Porto Vecchio. No había más salida que una abertura en el cerco, desde donde descendían unos escalones hasta una plataforma que cruzaba las vías y desembocaba en una escalinata iluminada que llevaba a la zona de los depósitos.

Peter no se detuvo a pensar. Tomó a Karen del brazo y señaló.

– ¡Corra hacia allí cuando diga «ya»! ¡Corra como loca…! ¡YA!

La arrastró a través de la calzada, aprovechando un claro en el tránsito y corrieron hacia la escalera.

Atrás, los dos pistoleros corrían hacia los taxis y preparaban sus armas, pero se interpuso un autobús. Peter y Karen habían llegado a la otra acera y, sorteando a un marinero, se dirigían a la abertura.

El sedán aceleró, se detuvo junto a los pistoleros, y del asiento trasero saltó un hombre. El automóvil se abrió paso entre el tránsito y enfiló hacia una rampa que descendía al nivel de los muelles. Los tres hombres que habían quedado en la avenida corrieron detrás de los fugitivos.

La escalinata era amplia y larga y terminaba en una ancha calle, en la que había unos veinte vehículos estacionados. Peter, que bajaba a saltos la escalera detrás de Karen, había pasado el descansillo cuando los tres hombres llegaron a lo alto de la escalinata. Había desenfundado la automática y los pistoleros retrocedieron al ver el arma. Volvieron a asomarse a la escalera, esta vez echados de bruces en el suelo; pero Peter y Karen ya estaban detrás del primer automóvil estacionado.

Al ver que desaparecían, los hombres se incorporaron e iniciaron el descenso. Peter apuntó la automática y disparó. Su intención había sido dar al hombre de en medio; pero no era su revólver y la bala pasó a un centímetro de la mandíbula del individuo. Aquello les detuvo. Los dos de los extremos corrieron hacia arriba, el del medio se agachó.

Peter aprovechó la confusión. Tomó a Karen de la mano y la arrastró detrás del siguiente automóvil y luego del siguiente. Avanzaba hacia el extremo del depósito. Era lo que Brandt llamaba «maniobra de cucaracha». Según él, la cucaracha es tan difícil de cazar porque corren detrás de un objeto, no para ocultarse -como lo hacen los ratones- sino para ocultar su trayecto y así mantener en secreto el siguiente refugio y el siguiente y el siguiente. La orden de Brandt en materia de huidas era: «Cuando se pongan a cubierto ¡muévanse!»

En la esquina del otro depósito, un sereno salió de una garita para investigar la causa de la explosión. Peter avanzó hacia el siguiente automóvil. En lo alto de la escalinata, uno de los pistoleros hacía señas al sedán. Reclamaba ayuda.

Más allá de los depósitos había un amplio estacionamiento para camiones y trenes, que terminaba en el enorme edificio de mercancías y en la Stazione Marítima. Después de aquellos edificios estaba el mar. Peter arrastró a Karen dos automóviles más, para alejarse de la escalera, pero los escondites se les estaban terminando.

Se oyó el pitido de un tren y una pequeña locomotora avanzó a través del espacio abierto, arrastrando unas veinte vagonetas de cuatro ruedas, en el preciso instante en que el sedán aparecía en dirección opuesta. El automóvil se desvió y dobló por la calle que separaba los dos depósitos. Pasó a toda velocidad junto al escondite de Peter y Karen y se detuvo al pie de la escalinata donde estaban los primeros automóviles. Hombres armados descendieron del lado de la escalera, se parapetaron detrás del sedán y buscaron el blanco.

Peter condujo a Karen detrás del último automóvil y le señaló la esquina del depósito, que estaba a unos quince o veinte metros de allí.

– Corra agachada -le susurró-. Vamos.

Se agacharon y corrieron juntos. Pero la buena suerte no les duró. Estaban llegando cuando un hombre que vigilaba desde lo alto de la escalinata gritó.

Lograron ponerse a cubierto y Peter arrastró a Karen a toda velocidad hasta colocarse detrás de la última vagoneta del tren. Corrieron a la par, parapetados por ella. Corrían todo lo que podían pero el tren iba tomando velocidad. En aquel momento pasó cerca un camión-cisterna, que arrastraba un remolque-cisterna y se dirigía hacia el edificio de mercancías. Se ocultaron tras él. Peter procuró que Karen se colgara del remolque, pero la muchacha no logró agarrarse bien y cayó. Peter la levantó, pero habían quedado ya sin resguardo. Estaban solos en terreno abierto, y el grito de alarma proveniente de la escalera fue inmediato.

Pero la «maniobra de cucaracha» había dado resultado. Los perseguidores se habían desorganizado. El más próximo estaba cien metros atrás; el sedán cien metros más lejos aún y avanzando en dirección equivocada.

Pero la presa había quedado a la vista y los cazadores volverían a concentrarse. El primer hombre echó a correr en dirección a ellos, otro gritó y el distante sedán giró con un chirrido de neumáticos.

Peter y Karen alcanzaron el edificio de mercancías, dieron la vuelta a la esquina y corrieron bordeando la fachada, pero no pudieron llegar más allá. El enorme edificio sobresalía sobre una vía férrea y estaba abierto a ambos lados. Los portones de carga estaban cerrados y los grandes pilares que sostenían el voladizo descendían en la misma línea que los bloques de hormigón del muelle, perdiéndose bajo el nivel del agua, dos metros y medio más abajo.

La Stazione Marítima estaba a unos cincuenta metros de allí, a la derecha, con el trasatlántico Augustus amarrado al muelle. Pero estaba demasiado iluminado y la distancia era demasiado grande para que Karen y Peter pudieran escapar sin ser vistos. Cerca del lugar en que se habían detenido había dos barcas, sujetas con un ancla de popa y un cabo de proa; pero no había tiempo de acercarse. También había un lanchón amarrado contra el muelle, pero su cubierta plana, a nivel de tierra firme, no ofrecía el menor reparo. En cuanto a los portales y pilares, sólo brindaban a la pareja un refugio temporal. Era cuestión de instantes y los pistoleros aparecerían por ambos lados del edificio y los obligarían a salir.

Peter arrastró a Karen hasta uno de los pilares, cerca de la proa del lanchón.

– ¿Sabe nadar?

– Sí.

Sin más explicaciones le dio un empellón, enfundó la automática y se arrojó tras ella.

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