Sábado 24.00-1.00 horas

El propio senador Robert Gerald Gorman sirvió las copas: whisky con poca agua para Peter, bourbon con mucha agua para Karen. Estaban en el estudio del primer piso de Kalorama Road 2250, Noroeste. Peter había estado en aquella misma habitación siete días antes, pero le parecía que habían transcurrido miles de años. Era la medianoche del sábado, hora de Washington. En París debían de ser las seis de la mañana del domingo. Eso significaba que Karen y Peter llevaban demasiadas horas levantados. Si se sumaba a eso el alivio de que Rosa había sido entregada sana y salva al senador en el aeropuerto Dulles y conducida a un destino secreto, bajo fuerte custodia, no era raro que la joven pareja se cayera de sueño. La misión se había cumplido con tanto éxito que en el aeropuerto no se habían podido observar ni rastros de la mafia. Su grupo dirigente no sabía aún que la testigo estaba a buen recaudo.

– Magnífico, absolutamente magnífico -celebró el senador, entregándoles los vasos y brindando con los visitantes-. Las sesiones se iniciarán el lunes y, por supuesto, ustedes serán mis huéspedes hasta entonces. Además estarán en primera fila cuando miss Scarlatti declare.

Gorman no podía ocultar su alegría. La investigación era ahora un tema candente. Había anunciado la llegada de la testigo secreta y había prometido presentarla en la primera sesión de su comité. La prensa de todo el país se interesaba por el asunto. Las sesiones se transmitirían por televisión el lunes por la tarde, y Gorman estaba seguro de contar con una audiencia mayor que la que Joe McCarthy atrajo en su proceso contra el Ejército. (En realidad no porque el interés fuera mayor, sino porque ahora había más aparatos de televisión.) Pero, fuera por lo que fuera, Gorman tenía asegurada una difusión mayor de lo que ningún senador había alcanzado hasta entonces en una sala de audiencias. Era un lanzamiento de alcance nacional y hacia algún alto cargo público. Y todo se lo debía a aquel hombre y a aquella mujer allí presentes. Si llegaba a ser presidente -y en aquel momento la posibilidad no le parecía nada remota- podría decir que un joven desconocido, llamado Peter Congdon, y una chica muy bonita, pero igualmente desconocida, llamada Karen Halley, le habían llevado al cargo. Y en aquel momento estaba agradecido. Por supuesto, cuando la rueda de los años girara hasta alcanzar ese acontecimiento, estaría más dispuesto a atribuir su elección a la abnegación de su naturaleza amante del bien público y a la perspicacia de un electorado esclarecido. Pero, por el momento, podía relamerse y paladear el futuro y necesitaba a alguien para compartir la fiesta.

Peter murmuró algo ininteligible y bebió un sorbo de su vaso. Si había algo que podía llegar a descomponerle era el contemplar a una mujer -que le parecía repulsiva- cumpliendo una misión tan poco grata como la de dar momentánea notoriedad a un maligno grupo de caníbales parasitarios, que se alimentaban con los de su especie, y una reputación más duradera al presidente de la comisión investigadora, un individuo falso y tan caníbal como ellos. Lo que amargaba a Peter era haber sido el instrumento de todo aquello y no haber tenido más alternativa que serlo. El senador podía haber estado dispuesto a sacrificar la vida de Karen y la del propio Peter; pero éste no era capaz de condenar a Rosa al mismo destino.

Gorman interpretó el murmullo de Peter como aceptación y siguió charlando. Peter tomó una mano de Karen. Por lo menos estaba Karen. Perdonaba al senador el haberlo enviado detrás de un señuelo, porque el señuelo había sido Karen. Durante ocho horas, mientras Rosa permanecía sentada junto a la ventanilla mirando al Atlántico, él y Karen se habían estado mirando a los ojos, cogidos de la mano. Era como si antes nunca hubieran estado enamorados. Y nunca lo habían estado… nunca así. Era como si se hubieran conocido desde siempre y el hablar de casarse en cuanto encontraran un juez a su alcance les parecía tan natural como si lo hubieran estado planeando desde la infancia y lo hubieran estado deseando desde la pubertad.

Gorman concluyó su cháchara y levantó la copa:

– Por Rosa Scarlatti -dijo.

Sus invitados levantaron también los vasos y Peter pronunció un áspero «Salud».

Gorman finalizó su bourbon puro. Ya llevaba consumidas varias copas. Pero ¿quién iba a contar los tragos en una noche como ésa? Miró a sus huéspedes, la postura agobiada del detective, su aire casi indiferente. Congdon era un hombre fatigado. Le habían acosado, le habían golpeado, le habían obligado a permanecer alerta, sin dormir, hasta llevarle al borde del colapso. Era una desconsideración retenerle más. Y la muchacha… Ella estaba más fresca, pero era indudable que también necesitaba descanso. Gorman, por su parte, no lamentaba quedarse a solas para pensar y permanecer un rato despierto, consumiendo unas cuantas copas más de bourbon y saboreando sus presentimientos de gloria.

– Olvidaba que, aunque estén en Washington, viven según los horarios de París. Sus habitaciones están preparadas. Están al otro lado del hall. La suya es la de la izquierda, miss Halley. La suya, la de la derecha, Congdon. Les dejo para que descansen.

Pasó junto a ellos en dirección a la puerta y se volvió.

– Casi se me olvidaba, Congdon. Su jefe quiere hablarle. Me encargó que lo hiciera en cuanto llegara. Dijo que no importaba la hora. Puede usar este teléfono.

Peter hizo un esfuerzo para ponerse en pie.

– Gracias -dijo, y se las arregló para añadir un «buenas noches».

El senador salió, cerrando la puerta. Peter bebió un sorbo y señaló con el vaso.

– Esto es civilización -dijo-. Este hijo de puta quería que muriéramos para cubrirle de gloria. Le cubrimos de gloria sin morir, y el resultado es que nos da de beber en su estudio y nos regala entradas de primera fila para su coronación. Ya que no hemos muerto por él, podemos aclamarlo.

Karen se mostró filosófica o menos resentida. Había estado más cerca de la muerte de lo que había previsto; pero al partir era una mujer solitaria, amargada por la muerte de su hermano, y regresaba con una vida nueva, con amor y futuro matrimonio y la realización de sus anhelos más profundos.

– Podemos sentarnos y mirar -dijo-. No hay por qué aclamarle.

Peter descolgó el teléfono y dijo a Karen:

– Quizá Brandt nos compense de todo lo que hemos pasado. Me tiene que estar reconocido por el trabajo que he hecho.

Karen se retiró a su habitación, mientras Peter pedía la comunicación. Unos minutos después, Brandt estaba en la línea; su voz era alerta y cortante.

– ¿De modo que completó la tarea? ¿La chica? ¿Está bien?

– Sí, señor; muy bien. Por lo menos cuando se la entregué al senador, a cambio de un recibo debidamente firmado. Ahora el problema es de él.

– ¿Algún incidente en el vuelo de regreso?

– No, señor. Hubo algunos antes. ¿Le cablegrafió DeSaulnier?

– Recibí el informe. Bastante palabrería. ¿Por qué me mandó esa novela por cable, en lugar de enviármela por correo o de informarme personalmente el lunes? ¿Cree que los cables son gratuitos?

Peter sabía muy bien lo caros que eran, pero simuló la mejor de las intenciones.

– Sólo quería que supiera lo antes posible que la mujer estaba a salvo. Es más, la mafia no sabrá que Gorman la tiene hasta que se entere por los diarios.

La voz de Brandt se hizo ácida.

– ¿Y qué quiere? ¿Qué le haga una reverencia?

Peter se desinfló un poco.

– No, señor. ¿Por qué?

– Parece bastante complacido consigo mismo.

– Bueno, hemos cumplido la misión.

– Si hubiera creído que no iba a hacerlo, rio le habría enviado.

– Claro, pero, como habrá advertido a través del informe, encontramos unas cuantas dificultades.

– Son varias las cosas que he advertido a través de ese largo informe cablegrafiado. Advertí que tuvo muchas dificultades, pero también advertí que esas dificultades fueron provocadas por usted mismo.

– ¿Por mí?

Peter estaba cansado y quería que le admiraran, no que le atormentaran.

– ¿Fue culpa mía que la mafia diera con mi pista? ¿Fue culpa mía que me enviaran en busca de una chica que no era la testigo?

– No me interesa en busca de quién le mandó el cliente. Tampoco me interesan sus sospechas respecto a cómo la mafia dio con su pista. Tampoco me importa la forma en que maneja este asunto el senador Gorman. Pero sí me interesa la forma en que usted lo ha llevado. Y si su informe es tan exacto como hace suponer su longitud y los detalles que incluye, no merece precisamente una medalla por su actuación. Así que suprima esa nota presumida de su voz. ¡Esta ha sido la misión más chapucera y peor llevada en la que un agente mío haya intervenido en los últimos cinco años!

– ¡Una misión chapucera y mal llevada!-explotó Peter-. Fue por culpa del senador por lo que la mafia dio con mi pista. Por culpa suya se enteraron de quién era el contacto en Roma…

La voz de Brandt se hizo más cortante aún.

– Le he dicho que no lo culpo de que la mafia haya dado con su pista. No soy idiota. Pero si la mafia continuó sobre su pista, ¡eso sí fue culpa suya! Si a un agente le asaltan en su propia habitación, considero que el trabajo está mal llevado. ¿Cómo se enteraron dónde estaba su habitación? Y a causa de eso dieron con la clave que les llevó a la chica, y la única manera de salvarla fue haciendo uso de armas de fuego.

– Pero la salvé, ¿no?

– Un buen agente no habría tenido necesidad de salvarla. Un buen agente habría comenzado por no exponerla al peligro. Y por si eso fuera poco, permite que otro agente sea capturado por la policía. Eso fue realmente abominable. No quiero decirles las dificultades que he tenido para limpiar los resultados de su divertido tiroteo… para liberar a Del Strabo y no tener que entregarle a usted a la policía italiana. Por si le interesa: ha estado a punto de provocar un incidente internacional.

– Pero es que no1 tuve más re…

– No me interrumpa. No he terminado. De modo que usted y la chica salieron de Florencia, rumbo a Génova…

– Y eludimos a la policía y a la mafia.

– ¡Ah, sí! ¡Qué maravilla! Pero la siguiente noticia es que están otra vez sobre su pista y han matado a mi agente en Génova. ¿En este caso también le va a echar la culpa al senador o fue usted quien se descubrió esta vez?

– Tuve que firmar esos cheques de viaje para conseguir los pasaportes…

– Muy inteligente su razonamiento, ¿no? Le costó la vida a un hombre. Pero supongo que considera que eso es llevar bien un asunto, ¿eh?

– No.



– Me alegro de eso, por lo menos. De modo que huye a Niza, para poder traer a la muchacha, pero a ella le roban el pasaporte. Supongo que le echará la culpa a ella de que haya sucedido eso.

– No, fue culpa mía.

– Así es, fue culpa suya. Bonito guardaespaldas. ¡Suerte que sólo querían el pasaporte y no la vida de esa muchacha!

– Está bien, está bien -dijo Peter, a la defensiva-. Quizá haya cometido algunos errores…

– ¿Algunos? No sé de nadie que pueda cometer más. Habría que mandarle al colegio.

– Un momento, míster Brandt. Está pasando por alto un hecho que compensa todo lo que hice de malo… con excepción de lo de Giuseppe.

– ¿Ah, sí? ¿Podría decirme cuál es ese hecho, si no le molesta?

– Salvé a Rosa Scarlatti.

– ¿Cómo dice?-preguntó Brandt con supremo desprecio-. ¿Quiere repetirme eso?

– Digo que salvé a Rosa Scarlatti. Si no hubiera sido por mí, estaría muerta.

– Diga mejor que si no hubiera sido por Paul DeSaulnier estaría muerta, ¿no le parece? Usted no la salvó; la puso en peligro.

– ¿Que la puse en peligro? ¿Que yo la puse en peligro?

– Vamos. No lo escogí para esta misión porque le crea muy inteligente, pero, por favor, demuestre por lo menos un mínimo de criterio. Cuando la mafia dijo que sabía dónde estaba la verdadera amante, ¿no se detuvo a pensar cómo lo sabía?

– ¿Cómo diablos iba a saber cómo lo sabían?

– Sabía que habían dado con la otra chica, ¿no? A través de usted. ¿No es así? ¿Y por qué les perseguían? Porque creían que era la mujer que ellos buscaban, ¿no es así? Mientras tanto la verdadera amante permanecía oculta, ¿no? De modo que, ¿cómo cree que la mafia pudo enterarse de su paradero?

– No lo sé y, ¿qué importa? Lo único importante es que conocían su paradero.

Brandt suspiró.

– No tengo más elementos de juicio que ese informe suyo, pero dice lo suficiente como para que hasta yo me dé cuenta de algo obvio. Piense un poco. ¿Por qué diablos cree que esos mafiosos le dijeron que sabían dónde estaba la verdadera mujer?

– No me lo dijeron. El hombre que estaba detrás del biombo se lo dijo a los otros.

– En su presencia. Y bien, ¿por qué lo dijo delante de usted?

– Porque creyeron que ya no importaba.

– Piense bien, Congdon. A veces el número de motivos es más de uno. Lo dijo delante de usted por una de estas dos razones: porque quería qué lo oyera o, como usted dice, porque no le importaba su presencia. ¿Y por qué no le importaba? Porque usted no podría hacer nada. ¿Por qué? Porque estaría muerto. ¿De acuerdo?

– Sí. Así es.

– Pero no le mataron, ¿no? Le dejaron con vida.

– Trataron de matarnos. Nos dejaron encerrados en un hotel desierto…

– Por favor, Congdon, por favor. ¿Cree realmente que esa gente sea tan descuidada como para dejarlo con semejante información en su poder y confiar su muerte al azar…? ¿No era mucho más simple asegurarse metiéndole una bala en la cabeza? El hombre del biombo no sólo evita que le sigan golpeando mientras usted aún está en condiciones de moverse, sino que lo mete en un cuarto con dinero en el bolsillo, el pasaporte y todas las herramientas de su oficio a mano. ¿Cómo salió de esa habitación, Congdon? ¿Cómo se las arregló?

– Desatornillé la cerradura -dijo Peter con acritud.

– Con el cortaplumas que no le quitaron. Deben de haberse querido asegurar de que no tendría problemas para escapar.

– Escúcheme, el hecho de que me escapara no significa que ellos hayan querido que lo hiciera.

– ¿Cree realmente que se habría escapado si no hubieran querido? Considero que la mafia es lo bastante inteligente como para saber que los agentes de Brandt están preparados para salir de una habitación cerrada aunque no tengan la llave. Pero Congdon, ¿espera que crea que con seis horas de ventaja no pudieron llegar antes que usted al lugar donde se ocultaba la amante de Bono? Le estaban siguiendo, pedazo de idiota. Apostaría a que no se dio la vuelta ni una sola vez para cerciorarse de que no le estaban siguiendo en ese viaje.

– Pero escuche, míster Brandt…

– Vamos, vamos, Congdon. Es tan obvio. Todos los detalles de su informe lo dicen claramente. Antes de matar a miss Halley quieren asegurarse de que es la mujer que buscan, de modo que se la presentan a uno de los jefes, que puede identificarla como amante de Bono. Y cuando descubren que no es la amante de Bono, quedan tan a oscuras respecto al paradero de la otra mujer como usted mismo. ¿Cómo pueden dar con ella, entonces? Diciéndole a usted que saben dónde está, encerrándole en una habitación de la cual hasta un niño podría salir, sin quitarle los documentos ni el dinero para facilitarle más aún las cosas. Luego lo siguen y comprueban que hace exactamente lo que ellos deseaban que hiciera… Le dice al senador lo que ellos le habían dicho. Y el senador hace exactamente lo que ellos deseaban que hiciera… Le envía junto a la mujer para protegerla. Y así la encontraron. Y si mi contacto en París no hubiera estado disponible, usted, miss Scarlatti y miss Halley estarían ahora en la morgue de París.

– Sí, señor -dijo Peter con amargura.

– De modo que recuerde todo esto la próxima vez que se le ocurra pensar que es un buen detective. Muy bien, ¿ha terminado con todo ahí? ¿Puedo verle fresco y bien dispuesto el lunes a primera hora?

Aquella idea era menos atractiva aún que la de asistir a la sesión de Gorman.

– No sé, señor. El senador cree que puedo serle útil…

Peter vaciló y cambió de argumento. Dijo que el senador prefería que permaneciera con él hasta el lunes. No quería oírle decir que el senador debía estar loco para creer que semejante detective podía ser útil para algo.

– Está bien -aceptó Brandt-. Entonces le espero el martes.

– Sí, señor.

Cuando Peter colgó, Karen entró en la habitación, envuelta en un negligée. Le vio la cara y preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido?

– El viejo… -dijo Peter con amargura-. Me ha dejado hecho un estropajo. Dice que me he portado como un idiota en todo este asunto.

– No es verdad. Estuviste maravilloso.

– Le conozco a ese hijo de puta. Te echa en cara todos los errores para que no te atrevas a pedirle una bonificación. Además se estaba desquitando por haberle hecho pagar un cable tan largo. Pero lo malo es que el muy hijo de puta tiene razón! Ese hijo de puta siempre tiene razón.

Karen le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Olía bien y su contacto era más grato aún que su aroma.

– Puso el dedo en la llaga, ¿no?

– Es capaz de destruir la autoestimación de cualquier hombre.

– Ven conmigo. Yo soy capaz de tonificarla.

Peter la abrazó.

– Quería arrastrarme al trabajo el mismo lunes. Pero que se vaya al diablo. Creo que podemos aprovechar la hospitalidad del senador hasta que arreglemos las cosas con una discreta boda y quizá hasta una luna de miel. Sólo entonces volveré para ver si realmente cree tener mejores detectives en su maldita agencia.

Ella asintió con la cabeza y luego levantó el rostro.

– Yo también soy detective -dijo-. ¿Sabes lo que descubrí? Hay una puerta que comunica nuestros dormitorios. Por supuesto está con llave y la llave está en mi lado. El senador no sabe que eso no cambia las cosas, porque soy tan incontrolada como tú.

Le miró con ojos inquisitivos.



– Quizá más incontrolada -añadió.

– No digas eso. Sólo que he tenido un día muy largo y muy duro.

– Un día muy largo. ¿Te das cuenta de que hace casi veinticuatro horas que no nos acostamos juntos?

Él sonrió cuando sus pensamientos comenzaron a volar en la dirección que ella seguía. La besó.

– Además fue en suelo francés. Bajo los auspicios de De Gaulle. Tendríamos que averiguar qué ocurre bajo los auspicios de Lyndon Johnson.

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