Lunes 16.50-20.25 horas

Peter no volvió a ver el automóvil negro. No les alcanzó y tampoco esperaba en el aeropuerto. Guardó el revólver cuando el taxi describió una curva frente al edificio y dejó de apuntar al conductor cuando éste detuvo la marcha.

– Muchacho -le dijo-: tengo tu nombre, tu dirección y tu número. Si hay más complicaciones te buscaré. Ahora te diré lo que vas a hacer. Vas a embragar y te vas a alejar y no vas a volver por aquí. ¡Vamos! Y mientras te alejas, puedes ir inventando una historia para contarles a tus amigos.

El conductor no discutió. Embragó y arrancó como un automóvil de carreras. Peter había ganado el primer round', pero eso no significaba que hubiera ganado la pelea.

Se presentó en el mostrador de la TWA, pidió una taza de café y un hot-dog en la cafetería de la terraza y pasó el resto del tiempo observando desde las cristaleras el gentío que se movía en la planta baja. No había podido ver bien el cuarteto del automóvil, pero ellos tampoco le habían podido ver bien a él. Por eso se dedicó a observar a la gente que miraba a su alrededor como buscando a alguien. No pudo localizar a ningún sospechoso.

El avión era un DC-9, al que se subía por una rampa cubierta. La clase turística, en la que Peter viajaba, estaba casi completa, y cuando el aparato despegó no había asientos desocupados en su fila. El hombre sentado junto a él tenía un aspecto perfectamente inocente, pero Peter no sacó el sobre del bolsillo y dedicó su atención al panorama nocturno de Washington desde el aire: el techo de vidrio del Lincoln Memorial, el resplandor naranja del monumento a Washington y del Capitolio, la densa y multicolor sábana de luces que se perdía en el horizonte; una trémula y danzante variedad de matices, dibujos y luminosidades que se desplazó lentamente por espacio de varios minutos, mientras el piloto mantuvo el aparato a 4.500 pies y voló bordeando la ciudad.

Luego comenzaron a aparecer parches de sombra, las luces se fueron haciendo más dispersas y la ciudad quedó atrás, mientras Peter se preguntaba cuándo volvería a verla. O si volvería a verla.

Tenía que ser el taxista, decidió. Había seguido a Gorman, y el automóvil negro con los cuatro hombres había estado preparado, a la espera de su llamada. ¿Y el hombre de la zamarra que entró en el bar? ¿Alguien le habría deslizado un billete de cinco dólares para que se cerciorara de lo que el senador estaba haciendo allí? ¿O se había limitado a seguir a la única persona decentemente vestida, aparte del senador?

Pero el verdadero culpable era Gorman. El, el experto en mafia, tan arrogantemente seguro de que no lo seguirían si no quería. Además había hecho otro cálculo equivocado. Había pensado que la mafia no se acercaría a Peter hasta que hubiera encontrado a la muchacha. ¡Para eso no necesitaban de su persona! Les bastaba con los papeles. Contando con los papeles, cualquiera podía hacerse pasar por Peter Congdon ante el tipo de la embajada y ante la muchacha escondida. El juego había comenzado en el instante en que Gorman le había pasado el sobre por debajo de la mesa, y era el paradero de Peter, no el de la muchacha, el que les interesaba por el momento.

Pero si la mafia lo estaba siguiendo, no se puso en evidencia en el aeropuerto Kennedy. Peter fue en autobús desde el campo de la TWA hasta la Pan American Airways y no encontró mafiosos en su camino. Nadie le dirigió siquiera una mirada insistente.

En la terminal de Pan Am siguió la misma táctica que en Washington. Se presentó en el mostrador de recepción, obtuvo los datos de su vuelo (asiento 6A; lugar de reunión: puerta 8, a partir de las veinte), y pasó los tres cuartos de hora restantes en la cafetería del primer piso, sentado junto a las cristaleras, bebiendo su café, fumando y observando la actividad que se desplegaba abajo.

Aquí tampoco ocurrió nada especial. Nadie pareció hacer averiguaciones fuera de lo común, nadie se destacó como algo digno de observación, ningún desconocido se dedicó a observar los rostros. Era una de tantas noches de otoño en la terminal aérea: el moderado movimiento de pasajeros de un período fuera de temporada, las llegadas y salidas en avión, que tan habituales se habían hecho durante la década de los sesenta.

Peter bajó poco antes de las ocho. Estaba desconcertado. No era posible que hubiera desorientado a sus perseguidores con tanta facilidad. No podían haber dado crédito a su casual alusión a San Francisco; máxime si se tenía en cuenta que el Dulles Airport era el punto de partida habitual para la costa occidental. No, la mafia tendría que haberle seguido, y le preocupaba el hecho de que pareciera que no lo habían hecho. Le preocupaba que las cosas resultaran en apariencia tan simples.

La puerta 8 estaba al final de un gran corredor con paredes de cristal; un joven y una jovial azafata controlaban a los pasajeros, a medida que éstos iban desfilando junto al mostrador portátil. Tres personas se despedían de su familia cerca de la puerta, y unos niños pequeños contemplaban como hipnotizados el gigantesco Boeing 707, estacionado a escasa distancia.

Peter presentó sus papeles y subió a la sección delantera del avión, por una rampa cubierta.

El 707 era más grande que el DC-9 y en el compartimento correspondiente a la clase turística había tres asientos en fila a cada lado del pasillo.

Encontró el suyo: a la izquierda junto a la ventanilla, detrás del ala, la sexta fila a partir del fondo. En el compartimento sólo había otros dos pasajeros y sus asientos estaban muy lejos del suyo. Una azafata que recorría el pasillo le sonrió y él respondió a la sonrisa. ¿Y si, después de todo, el asunto fuera una falsa alarma? ¿No sería gracioso?

Afuera el tiempo ya no era el de Washington. Estaba nublado y frío y había empezado a llover. Peter echó una mirada por la ventanilla, graduó el asiento y sacó por primera vez el sobre del bolsillo.

El sobre era voluminoso y la solapa estaba bien pegada. Peter lo rasgó sin ceremonias. Dentro había otro sobre sellado, con su nombre, un lápiz, varias hojas de papel blanco y una página con un largo mensaje escrito a máquina:


PRMXN TBOUZ BVFCW SGBSY LKTZD CTTLZ HQSSY JLFIL JMQIN VXLSU JTCSD UQHDW KUHFE IHSUD EZ1IY GADWR CVUEK AYRRT HLBPR FNIYO KKQKKT FPTZT ATOFD SPAMV QGFTO ABFTO ABFNK TJLIS OHTRU SZNLE KLDOF KWYMU OHNSS RYTYO BBXBN SAGMU XDUCS OFRLW SLCUW CZNXB NTMLX LJWTU DGUDO AOYDX FNKEI GAMOB KJAKY IEGMO AWLZJ BEBGS ACTCX ADXTQ TEGZM LBUFR KMEDZ KQDAT QZMRI ENQV BJCUS CIFCL BOCUQ TQSLU BHTYA IOHOO JMGTB OBDXZ WRCXU EJHOY MLKTQ EZ1AN LCULZ PBYYV HSWCI JPVWP IWNLG NGCUL PIWEU VFUJC USCIF CLWWJ WUIOC OEDGY VKDXQ NTCAJ MQDBU HMISI VOZGG OGAB NKTJF HJCDW SIJUG ANEPQ HEOAH UVCOI EVKIT WDJDH FGOJV FSOPH ETJPS JMMZ.


Peter echó una ojeada sombría a la desalentadora extensión del mensaje. Gorman debería tomar lecciones con Brandt, quien -a pesar de la triquiñuela empleada para evitar repeticiones- insistía en que los mensajes cifrados debían ser lo más breves que admitiera la naturaleza de la información y que, en lo posible, no se repitiera en ellos ninguna palabra. Una simple ojeada bastaba para descubrir la repetición de secuencias KKQK seguidas por T, BBXB seguidas por N, WWJW con U y GGOGA. Uno podía adivinar que las KQK y las BXB y el resto eran palabras de tres letras precedidas y seguidas por X y que, en la clave, uno encontraría K y T, B y N, W y U, y F y A con cuatro espacios de separación. Eso no significaba, por supuesto, que se pudiera descifrar el mensaje, pero cuanto más largo y más repetitivo fuera, mayores oportunidades se estaban brindando a los interesados para que descubrieran el código. En cualquier caso le costaría un dolor de cabeza descifrarlo.

Dejó el mensaje sobre el maletín y abrió el sobre sellado. Dentro, en una hoja de papel con el membrete oficial de Gorman, se leía: «Señores, éste es el mensaje que deben comparar», seguido de la firma.

Peter guardó la hoja en el sobre tamaño oficio, recogió el mensaje y extrajo la clave del bolsillo. No había más remedio que descifrar el poco inteligente mensaje de Gorman y más le valía comenzar sin dilaciones.

Había anotado «INMEDIA» cuando apareció en su fila un tipo alto y robusto, que vestía pantalones oscuros, chaqueta gris a cuadros y camisa de seda amarilla, sin corbata. El recién llegado arrojó el abrigo sobre la rejilla portaequipajes y se sentó en el asiento exterior, junto al maletín de Peter. Tenía pelo rizado y entrecano, brillantes ojos oscuros y su prominente quijada estaba sombreada por un tinte azul-grisáceo, que hablaba de una barba renegrida. La solapa de su chaqueta lucía un clavel rojo. Parecía un cincuentón en buen estado físico.

– Siempre subiendo y bajando de aviones -dijo, y dedicó a Peter una sonrisa que dejó al descubierto un diente ennegrecido-. ¿Va a París o a Roma?

Ya habían entrado bastantes pasajeros en la clase turística, pero más de la mitad de los asientos permanecían desocupados y Peter tuvo la certeza de que el hombre se había sentado en un sitio que no le correspondía. No sabía cómo lo habían descubierto, pero estaba seguro de que el enemigo había vuelto al combate. Iba a comenzar el segundo round.

– A Roma -replicó Peter con tono áspero y frío, destinado a frenar cualquier intento de aproximación. Se volvió un poco hacia su rincón, para que el recién llegado no pudiera ver los papeles que tenía en la mano. ¿Una falsa alarma? En realidad nunca había llegado a creer que lo fuera.

Siguió descifrando el mensaje, sin dejar de vigilar de reojo el maletín y los pies del hombre. «TE» fueron las dos letras siguientes. Ya eran casi las veinte y veinticinco y era lógico suponer que todos los pasajeros estaban a bordo. Viajarían en un avión casi vacío. No eran más de veinte las personas distribuidas entre más de cien asientos que tenía la clase turística.

– Qué bonito maletín -dijo el hombre del diente negro-. Sí, señor, es uno de los maletines más bonitos que he visto en mi vida. ¿Lo compró en Nueva York?

– En Macy’s -respondió Peter sin levantar la vista.

– ¿En serio? ¿Sabe que me gustaría tener uno como éste? ¿Cuánto le costó?

– Un dólar noventa y ocho.

– ¿Sée?-el hombre lanzó una risita-. Me parece que me está tomando el pelo. Esto no puede haber costado un dólar con noventa y ocho centavos. Entiendo de cuero y sé distinguir la buena confección. Pero ¡mire, si hasta tiene un cierre de combinación! ¡Vaya novedad! Por lo visto lleva papeles muy importantes en ese maletín. ¿No?

– ¡Hágame el favor! -exclamó Peter ásperamente.

– Está bien. No fue mi intención molestarlo. Estaba tratando de mostrarme amable. Vamos a pasar un largo rato juntos. ¿Por qué no se quita la chaqueta? Yo se la colocaré sobre la rejilla.

Peter ignoró el ofrecimiento, pero comprendió muy bien qué perseguía. El hombre suponía que había un revólver bajo la chaqueta y estaba tanteando el terreno. Peter podía aparentar ignorancia respecto a aquel individuo, pero el hombre sabía que él estaba fingiendo. Era una confrontación, y aquel tipo buscaba los puntos débiles para delimitar sus posibles ventajas. Peter suponía que no le había seguido desde Washington; sin duda le habían avisado por teléfono a Nueva York que el alias «Desmond» había sido descubierto. Y aunque la Pan American no proporciona las listas de pasajeros, bastaba con hacerse pasar por «Desmond» para conseguir la información. Y ahora un hombre se ponía al descubierto y ponía al descubierto sus intenciones con el fin de probar a Peter. ¿Y cuántos más habría en el avión, que se mantenían en la sombra hasta conocer los resultados?

– ¿Qué está haciendo? ¿Una especie de acertijo o algo así?

Ahora el del diente negro se asomaba por encima del asiento que los separaba, tratando de espiar el trabajo de Peter. Había que agarrar el toro por los cuernos.

– Muchacho -le dijo-, si mete una vez más su nariz en mis asuntos se la voy a aplastar.

El rostro del hombre se hizo duro, y su voz, áspera y desagradable.

– Si cree que es lo bastante hombre para hacerlo, inténtelo; pero reserve primero su ataúd. Porque ahí va a terminar.

No se movió del asiento; sus ojos renegridos lanzaban destellos de amenaza y desafío.

Peter miró hacia el pasillo.

– Señorita -dijo a la azafata que se aproximaba-, ¿es éste el asiento que le corresponde a este hombre?

La muchacha se detuvo.

– ¿Me permite su billete, señor?

El del clavel le entregó el billete.

– Se ha equivocado, señor -dijo ella, después de controlar los datos-. La primera clase está más delante.

El del clavel le sonrió.

– Creo que me he desorientado -dijo.

Se levantó con esfuerzo del asiento, se volvió y retiró el abrigo del portaequipajes. Sus ojos se encontraron con los de Peter, y la mirada que había en ellos era asesina. Luego se volvió, avanzó por el pasillo y cruzó la puerta.

Загрузка...