Jueves16.20-17.05 horas

– ¿Qué ocurre? -preguntó Peter al ver que Karen cojeaba.

– Los zapatos. Tienen que haber encogido o algo así. Para empezar, no eran míos. En esta ciudad tiene que haber un sitio donde se puedan comprar zapatos.

– Está mal de la cabeza -fue la respuesta de Peter.

Karen se detuvo en seco. Ahora bordeaba la parte posterior de la dársena, en donde las aguas bajas dejaban ver el pedregal del fondo.

Delante y hacia la izquierda los cerros se elevaban abruptamente y las residencias estaban dispersas. Detrás el hotel La Voile d’Or asomaba sobre el puerto. Umberto y Luigi dirigían su barca hacia los surtidores de Total y Shell.

Saludaron con la mano y Karen les respondió con un gesto entusiasta y agradecido.

– ¿Qué quiere decir con eso de que estoy mal de la cabeza? -preguntó.

– ¿Cómo cree que' nos vamos a detener a comprar zapatos? Tenemos que salir de aquí lo antes posible.

– ¿Salir de aquí lo antes posible? Tengo que conseguir ropa.

– Gorman le va a comprar un baúl lleno de ropa cuando llegue a Washington.

– Necesito ropa ahora.

Lanzó los zapatos al aire con fuerza.

– No voy a seguir usando estos zapatos. No voy a seguir adelante con esta ropa. Míreme. Un vestido que parece un estropajo, cubierta de sal, el pelo teñido con limpia calzado…

Arrojó el abrigo sobre la barandilla de hierro que bordeaba la acera.

– Y un abrigo húmedo y apelmazado. Que se pudra ahí.

Se puso en jarras y se enfrentó a Peter.

– Míreme. ¿Cree que puedo andar con esta facha?

– Míreme. Yo pienso seguir así.

– No es una mujer.

– No, soy un hombre que ha asumido la responsabilidad de llevar a una mujer sana y salva a Estados Unidos, y no estoy dispuesto a preocuparme por el aspecto que tenga ella o por el que tenga yo durante el viaje.

– Es otra sesión de tortura, ¿no? Como la de la trastienda mortuoria y la del agua helada. Ahora me va a hacer viajar en avión descalza y con un vestido…

– Póngase el abrigo.

– No quiero ese abrigo. Está mojado. Pescaré una pulmonía si me lo pongo. Lo único que quiero es un abrigo nuevo. Algo barato que me cubra este vestido y sandalias o algo así para calzarme. ¿Le parece exagerado?

– Sí, mientras no sepa los horarios de aviones y la distancia a que se encuentra el aeropuerto más próximo. Han puesto precio a su cabeza y el hecho de que hayamos cruzado la frontera no significa que hayamos escapado.

– Es verdad. Me olvido de eso, ¿no? Debería recordar cómo nos localizaron antes por su culpa. Y luego dice ser tan hábil para eludir a la gente. Corramos al aeropuerto. Lleguemos lo antes posible. Seguramente la mafia está ya sobre nuestras huellas.

– Es una cuestión de lógica, señora mía. Lo primero es lo primero. En primer lugar nos enteraremos de los horarios de vuelos. Luego, si queda tiempo, nos ocuparemos de la ropa.

– Deje de hablar y busquemos ese avión que tanto anhela, antes de que la mafia nos pesque.

Siguieron andando y el camino se bifurcó. Por un lado seguía bordeando la ensenada y conducía hacia los surtidores de nafta, por el otro ascendía la ladera, en dirección a una carretera. En este último ramal había un cartel indicador que decía «Nice-Monaco» y la pareja ascendió la calle flanqueada por tiendas.

Al final había una parada de autobús, un pequeño parque, desde el cual se divisaba el puerto y un automóvil con un cartel que decía taxi libre en el parabrisas. Peter y Karen subieron al automóvil y pidieron al conductor que los llevara al aeropuerto de Niza.

La carretera estaba excavada en la montaña y bordeaba el mar en todo su trayecto, salvo cuando atravesaba alguna ciudad. Luego apareció el puerto de Niza, con un largo espigón que se extendía hasta el faro de entrada. La carretera descendía rápidamente hacia la ciudad, y cuando el espigón volvió a aparecer estaba ya a nivel de sus ojos.



Cruzaron el centro de la ciudad. Los dos miraban por la ventanilla, sin hacer comentarios. La ruta llevaba por la Promenade des Anglais, a lo largo de la pedregosa playa, bañada por las rompientes color turquesa del Mediterráneo. El sol estaba casi sobre el horizonte, rodeado por un brumoso nimbo dorado y un jet surgió de aquella claridad y voló paralelo a la costa.

El sol había descendido más y era una esfera roja a punto de desaparecer, cuando el taxi dejó la carretera principal, descendió un tramo y se detuvo ante la marquesina de vidrio azul de la terminal aérea. Peter cambió sus liras en el mostrador que decía Caisse-Cash, para pagar al conductor, y condujo a Karen a la ventanilla de Pan Am, para preguntar acerca de los vuelos a Estados Unidos.

El empleado, un rubio con acento inglés, los observó mientras se acercaban. Había visto hippies en su vida… ¡pero esta pareja! Karen avanzó con la cabeza alta, mirándolo a los ojos, y abrió las ruinas de su bolso en busca de maquillaje. El empleado miró la profunda V de su escote y luego informó a Peter que había un vuelo a las diez y treinta y cinco del día siguiente, con escalas en Barcelona y Lisboa, con destino a Nueva York. Se apresuró a añadir que el precio era de 281,40 dólares por persona.

A Peter no le preocupaban los precios. Le preocupaba el tiempo.

– Quiero partir antes. ¿Qué me dice de las demás líneas?

– Air France tiene un vuelo a París a las veintidós cinco. Veré si hay combinaciones.

El empleado entró en la oficina para averiguar los horarios, y Peter encendió un cigarrillo. A su lado Karen emitió un ronco sonido animal que lo obligó a volverse. La muchacha revolvía el bolso con desesperación creciente. Comenzó a vaciarlo sobre el mostrador. Sacó hasta el revólver. Luego arrancó el forro. Estaba blanca.

Peter recogió rápidamente el revólver y se lo metió en el bolsillo.

– Por el amor de Dios, ¿qué está haciendo?

– ¡Mi pasaporte! ¡No está! ¡Mi pasaporte y mi cartera!

– No me diga que los dejó…

– No. No. Los guardé en el bolso después que usted los secó. Guardé todo en el bolso. Estoy segura.

– Lindos amigos son los suyos. Sus camaradas Umberto y Luigi.

– Pero ellos no pueden… En ningún momento dejé el bolso. Yo… ¡Ay, Dios mío! Cuando tomé el timón.

– Claro -dijo Peter en tono acre-. El buen mozo la toma de la mano y el viejo la despoja.

– ¡Ay, Dios mío! No pueden haber hecho eso. ¿Por qué no me robaron el revólver, también?

– Porque se habría dado cuenta, por la pérdida de peso en el bolso. El revólver no les interesaba. No pensaban dispararnos.

– Pero, ¿por qué? Éramos… Eran…

Se llevó las manos a la cara.

– Mi cartera… Si lo que querían era robarme. Pero ¿por qué el pasaporte?

– Para que no pueda alejarse de aquí. Sabían quién era. Es evidente. Se ha corrido la voz de que nos habían visto por última vez en los muelles. Así que, ¿quiénes íbamos a ser? Y recuerde que la recompensa es en dólares, no en liras. Apostaría que no sólo estaban cargando nafta cuando los dejamos. Apostaría que estaban haciendo una llamada telefónica.

El empleado regresó hojeando el libro de horarios.

– Olvídese del asunto -le dijo Peter-, Hemos perdido un pasaporte.

– ¿El pasaporte? ¡Oh, cuánto lo lamento!

– ¿Dónde está el consulado de Estados Unidos en esta ciudad?

El hombre sacó una guía telefónica. No sabía si aquella extraña pareja decía o no la verdad, pero actuó como si les creyera.

– Temo que cierren a las diecisiete -dijo consultando el reloj-, y ya son las diecisiete. Pero puedo llamar para confirmarlo, si ustedes quieren.

– Sí, por favor.

Hizo la llamada desde la oficina y fue breve. Colgó el teléfono y regresó.

– Cierran a las diecisiete y treinta -dijo-. Han tenido suerte. Van a llegar justo. Les avisé que iban para allá. Rué Docteur Barety número tres. Un momento.

Anotó la dirección en un papel y se lo entregó a Peter.

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