Sábado 8.40-8.50 horas

Tuvieron tiempo de sobra y, cuando sonó el teléfono, junto a la cama ahora desordenada, Peter y Karen estaban bajo la ducha, enjabonándose mutuamente. Peter salió secándose las manos, extendió la toalla para sentarse y descolgó. La telefonista anunció que comunicaba y entonces se oyó una voz irritada y fatigada que decía:

– Pero ¡maldito sea, Congdon! ¿Sabe que son las dos y cuarenta de la madrugada?

Peter se sentía muy animado.



– ¿De veras? -dijo-. Aquí son las ocho y cuarenta.

– Bueno, ¿qué quiere?

– En primer lugar agradecerle el pasaporte, senador, y anunciarle la fecha y hora de nuestro regreso.

– ¡Ah! ¿Recibió el pasaporte?

– Ya lo tenemos y hemos reseñado billetes para el avión que sale a las diez y treinta de Niza y llega al aeropuerto Kennedy a las dieciséis y quince, hora de Nueva York.

– Muy bien -gruñó Gorman.

– ¿Tomó nota, senador? Parece estar somnoliento y no quiero que lo olvide.

Karen salió del baño y se detuvo junto a Peter para escuchar, mientras se secaba lentamente con una toalla.

– Sí. Dieciséis y quince -gruñó el senador-, No me olvidaré.

Peter guiñó un ojo a Karen.

– Así me gusta, senador, porque recuerde que esperamos verle en el aeropuerto.

– Está bien, está bien.

– No parece muy contento, senador.

– No había necesidad de despertarme para esto, Congdon. Pudo haber enviado un cable.

– Oh, lo lamento. Creí que querría enterarse lo antes posible.

– Hasta ahora ha tenido suerte, pero corre el riesgo de que la mafia escuche mis conversaciones telefónicas. Un cable es más seguro.

– No tiene importancia. Ya no tenemos por qué temer a la mafia. Precisamente quería decirle eso. Hemos aclarado todo con ellos.

La voz de Gorman reveló que estaba más alerta, ahora.

– ¿Qué ha aclarado con ellos? ¿Qué es lo que aclaró y con quién? ¿Ha visto a la gente de la mafia?

– Sí. Los vi.

En la voz de Gorman ya no había rastros de sueño.

– Quiero saber de qué diablos me está hablando. ¿Qué ocurrió?

– Vimos a la mafia y me dijeron que la muchacha que custodiaba era una impostora. Dicen que no ha sido amante de Joe Bono.

– ¿Dijeron eso?

– Eso dijeron. Era la primera vez que la veían de cerca, ¿entiende…? La primera vez, que alguien que realmente conoció a la mantenida de Bono intervenía en el caso. Y el tipo le echó una ojeada y dijo que no era, de modo que tiene que ser la otra mujer.

Gorman recogió la pelota.

– ¿Qué otra mujer?

– No sé.

– ¡Vamos, Congdon! Eso es vital. ¿Qué dijeron, exactamente?

– Él dijo que había dos chicas en danza y que la cuestión era establecer cuál de ellas era la verdadera amante. Y dijo que usted había organizado tan hábilmente las cosas que los había inducido a creer que Karen era la verdadera testigo. Pero han descubierto que no lo es. De modo que se han lanzado tras la otra.

– ¿Y cómo lo saben? -exclamó Gorman alarmado.

– No tengo la menor idea, pero pensé que debía saberlo para que pudiera prevenir a quien la está protegiendo.

– ¡Ay, santo Dios! -chilló Gorman-. ¿Cuándo ocurrió eso?

– Hace unas seis horas.

– ¿Seis horas?

La voz del senador se había transformado en un alarido furioso e histérico y cubrió a Peter de insultos soeces.

– ¡Seis horas! ¿Y qué ha estado haciendo? ¿Por qué no me ha llamado?

– Porque ellos no me dejaron. ¿Qué cree…? ¿Qué me dijeron «vamos a perseguir a la otra mujer» y luego me soltaron? Nos encerraron en una habitación y nos dejaron solos para que nos pudriéramos, y si no nos hubiéramos arreglado para escapar de allí nunca se habría enterado de lo que la mafia planea.

– ¡Santo Dibs! Seis horas -balbuceó el senador-. Es el fin. Estamos perdidos. Es el fin. Estamos perdidos. Estamos perdidos. Congdon, escúcheme. Quizá no sea demasiado tarde. Congdon, ¿me oye?

– Sí, lo oigo.

– Quizá no sea demasiado tarde. ¿Está seguro de que son seis horas?

– Todo lo que le puedo decir es que nos encerraron a las tres de la mañana. Supongo que se lanzaron a la caza de la otra chica inmediatamente. No podría asegurarlo.

– Quizá haya todavía una oportunidad. Quizá no hayan dado con ella. Congdon, escuche. Sálvela. Tiene que salvarla.

– ¿Salvarla? ¿Se refiere a la amante de Bono?

– A la verdadera amante. ¿No entiende? Están sobre su pista. Sólo usted puede salvarla.

– Yo no puedo salvarla. Quien la esté cuidando…

– Nadie la está cuidando. Eso es lo malo. Como Karen. Está sola. Está escondida esperando. Congdon, la van a matar. No conoce a la mafia. La matarán. Tiene que hacer algo. En estos momentos la vida de una mujer está en juego.

– ¡Qué quiere que haga, por amor de Dios! Me llevan seis horas de ventaja. Llámela y, si no la han encontrado aún, dígale que se esconda.

– Sí, pero no puedo… No puedo perderle la pista. Tengo que saber dónde está. Tiene que saber dónde ir.

– ¿Yo?

– Tiene que ir donde está. Tiene que protegerla y traerla aquí. No se preocupe por la otra. Tiene que salvar a ésta. Tiene toda la información sobre la mafia. No podemos permitir que den con ella. Tiene que buscarla y traerla. Le diré que le espere.

– Senador, me llevan seis horas de ventaja…

– No importa. Existe una posibilidad. Está en París y, si han ido en automóvil, no pueden haber llegado aún. Podemos salvarla todavía. La policía. Ella puede llamar a la policía. Le diré que llame a la policía para que la proteja hasta que usted llegue. Después usted se hará cargo de su protección. Daremos con ella, Congdon. La salvaremos.

– Escuche, senador. Yo ya tengo que proteger a una chica. Ha pasado las de Caín; la llevaré ahí antes de que sea demasiado tarde. No trate de retenerme más tiempo aquí. Ya he permanecido demasiado tiempo.

– Ella lo ayudará. Karen es detective. Sabe yudo. Es una excelente tiradora. Ella… ella le va a ayudar. Llámela, quiero hablar con ella.

– Ah, no. Ya la ha engañado bastante.

– Congdon, desentiéndase de ella. Piense en la otra mujer. Su seguridad es vital para el bien del país. Y la vida de esa mujer está en sus manos. ¡Si no le interesa la vida de esa chica, por lo menos le importará su país! ¿Qué ocurre, hombre? ¿Está resentido porque le he hecho arriesgar la vida por un señuelo? Le compensaré. Le pagaré una bonificación de diez mil dólares al contado si puede traerla.

– Arregle eso con míster Brandt. Él se encargará del aspecto financiero de…

– No estoy hablando de Brandt, estoy hablando de usted. Brandt no tiene por qué enterarse de esto.

– Me encargaría de informarle. Tenemos nuestros reglamentos. Está bien, veré qué puedo hacer; pero no lo haré por una recompensa ni por hacerle un favor, sino estrictamente porque podría salvar una vida. Pero más vale que me diga la verdad.

– Por mi honor de senador, es la pura verdad.

– Está bien. Déme los datos. Nombre, dirección, santo y seña, etcétera.

– El nombre es Rosa Scarlatti. La dirección, treinta Rué Chanoinesse, París, y es el cuarto distrito o división o cómo diablos le llamen allí.

Peter tomó nota en una hoja de papel con membrete del hotel.

– O.K. -dijo cuándo se hubo asegurado de que su anotación era correcta-. ¿Algún santo y seña o identificación?

– No porque no planeaba establecer contacto con ella todavía. Sólo le diré que le espere.

– Está bien, senador. Veré lo que puedo hacer.

– No vea. Haga. Quiero que esa mujer llegue sana y salva. Y hablaré inmediatamente con su jefe de este asunto.

El senador colgó y Peter susurró unas cuantas palabrotas por el teléfono antes de colgar.

– Si este hijo de puta llega algún día a la presidencia, es porque la democracia no es un sistema de gobierno sano.

– Deduzco que quiere enviarnos en busca de la verdadera amante.

– Quiere enviarme a mí. Quiere que tú te embarques en ese avión de las diez y treinta y cinco, rumbo a Nueva York.

Karen meneó la cabeza.

– «Donde estés, amor mío, allí estaré» -citó.

– Karen, escucha…

– «Dondequiera que estés, dondequiera que vayas».

– Puede ser peligroso…

– No sé por qué voy a dejar de compartir el peligro contigo.

Peter suspiró.

– ¿Qué puedo decirte?

– ¿Por qué no me dices «Bien venida a bordo»? ¿Dónde está la mujer?

– En París.

Llamó al aeropuerto para cambiar los billetes. A las nueve treinta y cinco había un vuelo de Air Inter a París. Había sitio, pero los pasajeros ya estaban allí. Sí, podían cambiar los billetes y reservar dos asientos, pero no podían retrasar el avión.

Peter rogó al empleado que le reservara los asientos y que no se preocupara. Llegarían a tiempo. Y llegaron. Y con cuatro minutos de anticipación.

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