Martes 16.10-18.15 horas

Eran las dieciséis y diez cuando el enorme aparato tocó la pista en el aeropuerto de Fiumicino. El mal tiempo les había hecho perder cuatro horas. Para Peter habían sido cuatro horas de irritante vigilia. No era el temor a los dos hombres del compartimento de primera clase lo que le perturbaba. Los factores conocidos no le atemorizaban. Lo que le incomodaba era el cambio de planes y los nervios que preceden al encuentro, cuando se espera sentado a que suene el silbato. Por supuesto, cuanto más se esforzaba por dormir, menos lo lograba. Sólo sintió el peso de la fatiga cuando atravesaron la capa de nubes y cuando vio aproximarse la cinta negra de una autostrada, una vía férrea y las simpáticas casas de campo de la campiña romana. Dormitaba cuando las ruedas tocaron la pista y apenas advirtió el carreteo en dirección al edificio de la terminal.

Luego llegó el triste instante de desembarcar y Peter hizo un esfuerzo por despabilarse. El silbato había sonado y comenzaba el partido. Trató de olvidar la fatiga y la somnolencia y recogió sus cosas.

La clase turística descendió por la puerta posterior. Subieron a un autobús azul y blanco, que les esperaba al pie de la escalerilla. Eran veinticinco pasajeros, incluyendo a Peter; pero el señor Clavel y su acompañante no estaban entre ellos. La primera clase recibía un trato especial.

Al llegar a la terminal, ascendieron una rampa y entraron en la Oficina de Control de Pasaportes, situada en el primer piso. Peter esperó su turno y entregó la tarjeta que había llenado en el avión y su pasaporte, que nunca había sido sellado. Tanto el pasaporte como el certificado de vacuna antivariólica tenían menos de dos semanas de antigüedad.

El hombre del mostrador estudió la ficha y hojeó el pasaporte. No preguntó a Peter qué llevaba en el maletín ni lo interrogó sobre el revólver que guardaba en una cartuchera bajo el brazo. Ni siquiera selló el pasaporte. Se limitó a devolvérselo y a señalar en dirección a la zona en que se entregaba el equipaje.

Peter se sorprendió ante el escaso número de personas presentes en el lugar. Sólo estaban allí los pasajeros de clase turística del 707. Por más que miró no pudo encontrar los rostros de sus dos enemigos. Aquí pasaba tan inadvertido como en los aeropuertos de Washington y Nueva York y eso le produjo una sensación de amenaza oculta. Sabía que era vigilado, pero no sabía por quién o por quiénes. Al no descubrir el menor signo, pensó que quizá le hubieran vigilado con la misma eficiente discreción en los otros aeropuertos.

Y bien, que vigilen, decidió mientras buscaba una cabina telefónica y un sitio para cambiar dinero. Que la mafia fuera todo lo discreta que quisiera. Ahora podía jugar a su estilo. De ahora en adelante no seguirían al senador Gorman. Ahora tendrían que seguir a alguien que conocía el juego.

Los teléfonos estaban en las columnas que flanqueaban la salida y el lugar para cambiar dinero, en una caseta fuera del edificio. Peter cambió cheques de viaje por valor de 40 dólares, por los que recibió 24.500 liras. Luego regresó a donde estaba el recepcionista que hablaba inglés y le preguntó cómo se llegaba a Roma.

Todos los teléfonos estaban libres, de modo que eligió el último porque allí tenía la espalda más cubierta y podía observar a la gente que salía del edificio. Colocó una moneda en la ranura y marcó, pero su primera llamada no fue al número de la embajada norteamericana, que le indicara Gorman. Era un número de siete cifras y correspondía a una tienda de artículos de cuero de la Via Liguria, muy próxima a la Via Veneto. La voz de mujer que atendió el teléfono pronunció unas palabras incomprensibles; Peter supuso que había dado el nombre de la tienda.

– Vittorio Del Strabo, por favor -dijo Peter.

Hubo otras cuantas palabras en italiano y la mujer dejó el teléfono. Un instante después se oyó una voz masculina.

– Pronto.

– ¿Es usted Vittorio Del Strabo?

– Sí. Soy yo.

– La Agencia Brandt tiene una red muy amplia -dijo Peter.

– Y recoge muchos peces -respondió el otro hombre-. ¿Es usted míster Congdon?

– Así es.

– Todo está arreglado, míster Congdon. He reservado una habitación a su nombre en una pensione… la San Giovanni, en la Via Emilia. El precio es moderado, pero el ambiente es agradable.

Peter repitió el nombre, pero no lo anotó.

– Muy bien. Gracias. ¿Hay algo más?

– Míster Brandt no dijo nada en especial. Sólo que tenía que estar dispuesto a ayudarle si lo necesitaba. Si tiene algún problema, llámeme a cualquier hora del día o de la noche. ¿Tiene mi número particular?

– Dirección y teléfono de su casa y de su tienda.

– Si no estoy, quien atienda el teléfono sabrá dónde encontrarme.

– Gracias. Espero no tener que llamarlo.

– Yo también lo espero. Confío que pueda cumplir sin complicaciones su cometido.

Peter colgó y volvió a controlar el ambiente. Nadie parecía prestarle atención. Unas pocas personas recogían las últimas maletas, los mozos se empeñaban en ser útiles, los altavoces rompían periódicamente el silencio con sonidos ininteligibles en cualquier idioma. Todo era tan normal que parecía un espectáculo preparado. Marcó el número de la embajada. Una voz de hombre contestó:

– Recepcionista Breslin. Pronto.

– Herndon Tolliver, por favor.

El recepcionista Breslin repitió el nombre y dijo:

– Un minuto.

Peter esperó y se tapó el oído libre mientras un confuso mensaje de los altavoces resonaba cavernosamente en el gran vestíbulo.

– Diga, habla Meisel -dijo una voz al otro lado del teléfono.

Peter preguntó por Tolliver, y Meisel dijo:

– No está.

Era lo que Peter temía.

– ¿Cuándo regresará?

– Mañana por la mañana. Hoy ya no volverá.

Peter maldijo en su interior al tiempo y a los empleados del Departamento de listado que se retiraban temprano.

– ¿Dónde fue? ¿Dónde puedo dar con él?

– Lo ignoro. Tenía que asistir a una conferencia sobre temas económicos, pero no sé dónde. Tampoco sé qué hará después.

– Esperaba mi llamada. ¿No dijo nada al respecto?

– Lo lamento, no mencionó ninguna llamada. Sólo se despidió hasta mañana.

Peter estaba cansado y se había vuelto irritable. Trató de mantener su voz serena.

– ¿Podría intentar dar con él en su domicilio? ¿Me puede dar su dirección y teléfono?

– Sí, por supuesto. Via Cimarosa, 15. Teléfono… a ver si encuentro el número.

Hubo un silencio y luego Meisel pronunció seis dígitos, como si los estuviera leyendo en una ficha.

– Pero no creo que lo encuentre hasta tarde. Creo que habló de un cocktail.

– ¿Dónde? ¿En casa de quién? ¿No lo sabe?

– No, señor. Lo ignoro -respondió Meisel lacónico, con voz ligeramente aburrida-. Pero si es importante le ruego que me dé su nombre y su número; trataré de dar con él para que le llame.

Peter hizo una mueca. No le gustaba la idea de dar a conocer su paradero a alguien que no fuera el contacto de Brandt, pero había que ganar tiempo. Si podía dar con Tolliver esa misma noche, metería a la muchacha en un avión al día siguiente. Podía completar la tarea antes de que la mafia se enterara de que la había comenzado.

– Está bien -dijo, y dio a Meisel su nombre, anunciándole que esperaría la llamada en la pensión San Giovanni.

– Estaré allí dentro de una hora. Desde entonces me encontrará en cualquier momento. Si pasara antes por aquí pídale que espere mi llamada. Le llamaré en cuanto llegue a la pensión San Giovanni.

– Muy bien. Se lo diré.

Todo seguía siendo normal cuando Peter terminó con sus llamadas. Nadie le miraba, nadie se había detenido en las proximidades. Aquella normalidad debía serenar a Peter; pero, lejos de eso, le excitaba. Las cosas no eran lo que parecían. Era imposible.

Fuera ya de la cabina, respiró hondo y miró a su alrededor. Aún había luz, pero las sombras habían comenzado a filtrarse. Para llegar a la ciudad tenía taxis o un autobús a medio llenar. Bastaba una experiencia con taxistas mafiosos. Prefirió el autobús y se sentó atrás. Allí observó a los pocos que habían subido antes que él y estudió a los que subieron después, hasta que el autobús se puso en marcha. Recorrieron la larga calle de salida del aeropuerto y tomaron la carretera que conducía a Roma.

La noche había caído cuando el vehículo se internó en los suburbios de la ciudad. Ahora llovía. Recorrieron calles atestadas de automóviles, minúsculos Nuova 500, los pequeños 600 y los 124, un poco más grandes. Bloqueaban las aceras, estacionados en apretada línea; inundaban las calzadas, moviéndose junto con el autobús. Se detenían y arrancaban con las luces de los semáforos, y en los espacios libres correteaban como ratones, al son de sus musicales bocinas. Peter los observaba, pero ninguno de ellos parecía perseguir un propósito siniestro. Estudió a sus compañeros de viaje, pero todos ellos miraban por la ventanilla.

Pasaron junto a unas ruinas oscuras, mojadas por la lluvia, que se levantaban sobre una loma cubierta de césped. Luego llegaron al Coliseo, brillantemente iluminado, lo bordearon un trecho y se apartaron para subir una cuesta. Era el primer vistazo que echaba Peter a aquellas imponentes ruinas después de siete años; era la primera vez que las veía de noche, pero no se volvió a mirar los muros bañados de luz que quedaban a sus espaldas.

La lluvia había amainado hasta transformarse en una blanca llovizna, cuando el autobús se detuvo en las oficinas de la compañía de aviación, próximas a la estación ferroviaria. No eran aún las dieciocho y Peter volvió a llamar al 4674. El recepcionista Breslin estaba aún en su puesto, pero Herndon Tolliver no había vuelto.

Compró un plano de la ciudad y localizó los lugares que le interesaban. El resultado no le hizo muy feliz. La Via Liguria, donde estaba la tienda de artículos de cuero, la Via Emilia, donde estaba la pensión San Giovanni, la Via Ludovisi, donde estaba el Savoy Albergo, y la Via Vittorio Veneto, donde estaba la embajada, eran las cuatro calles que encuadraban una pequeña manzana, y todos esos puntos estaban a pocos pasos unos de otros. Y bien, haría lo que pudiera.

Salió y tomó un taxi verde y negro; pero esta vez se aseguró de que era él quien escogía el taxi y no el taxi a él.

– Savoy Albergo -dijo al conductor, y siguió el recorrido en el plano.

El conductor le llevó bien.

Cuando bajó frente al hotel vio que un Simca rojo, en el que viajaban dos muchachos, aparcaba en doble fila unos veinte metros más atrás. Peter había estado buscando el automóvil que le seguía. Era ése. Era el momento de librarse de él y de los hombres que lo conducían.

Ascendió los escalones de piedra y atravesó las puertas de cristal del hotel. Cruzó el vestíbulo y, como había hecho en el Shoreham, salió por la puerta a otra calle. Caminó una manzana más, controlando la gente y los automóviles; luego regresó a la Via Emilia y entró en la pensión San Giovanni a las dieciocho y quince para ocupar su habitación.

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