Miércoles 5.50-7.50 horas

Vittorio se adelantó para indicarles el camino. Salieron de la calleja, junto a un cine- teatro, y se internaron en otra que corría junto a uno de los lados del Palazzo Vecchio. Vittorio los hizo cruzar a la acera del palacio, para eludir un café lleno de obreros que charlaban y reían en torno de una copa antes de iniciar la jornada. Más adelante, a la entrada de la Piazza della Signoria, los enfrentaba la Loggia dei Lanzi. Sus fantasmales estatuas semejaban una reunión de jóvenes gigantes en un porch exterior.

Cuando llegaron a la plaza, se mantuvieron cerca de la escalinata de la Loggia dei

Lanzi y apresuraron' el paso para cruzar la callejuela que la separaba de los restaurantes al aire libre. Allí, Vittorio se detuvo y tocó un brazo a Peter.

– Mire para atrás -le dijo.

Peter se volvió y su mano se deslizó al interior de su chaqueta. Pero no había policías, ni automóviles o motocicletas que se aproximaran. Sólo estaba la silenciosa torre del viejo palacio, negra, contra un cielo casi negro. Venus y Júpiter brillaban encima de ella. Por debajo de la torre, donde la fachada estaba iluminada, las grandes estatuas brillaban con una claridad pálida, que contrastaba con la ambarina luz de los focos callejeros.

En ese instante aparecieron dos motocicletas por la calleja vecina al palacio y cruzaron la plaza, alejándose del trío.

– ¿Se refería a ellos? -preguntó Peter.

– No, no -protestó Vittorio-. Al palacio. Esa maravillosa torre.

Meneó la cabeza.

– Si no fuera por mí, habría cruzado la plaza sin mirarla. ¡No me diga que se quería ir de Florencia sin ver el Palazzo Vecchio!

Peter le miró fijamente.

– Pero dígame, ¿es una especie de guía de turismo? ¿Sabe para qué estamos aquí?

Vittorio rió y prosiguió la marcha por la calleja.

– Sólo un poco de alimento para el alma. Temo por su alma, amigo Peter.

– Y yo temo por la seguridad de la chica. No quiero hacer turismo, quiero ocultarla.

– No se preocupe. Estamos llegando.

Vittorio entró en una calleja un poco más ancha, dobló unos pocos pasos a la izquierda y luego a la derecha, bordeando el Palazzo dei Uffizi, en dirección al río. Volvió a doblar por otra estrecha callejuela. Esta era más breve, corría en diagonal y de cuando en cuando la cruzaban arcos de poca altura. Pasaron junto a las miasmas de un mingito- rio abierto y Vittorio les hizo arrimarse a la pared.

– Allí delante está el Ponte Vecchio -murmuró-. Puede haber bastante tránsito.

No acababa de pronunciar estas palabras cuando un auto-patrulla verde y negro con un deslumbrante faro azul cruzó la intersección de aquella calleja con la Lungarno Generale Diaz, bordeando el río en dirección a la Via dei Saponai.

– ¿Ven? La policía de Florencia es muy activa.

Llegaron a la calle, cruzaron el paseo que se extendía sobre el margen del río y se acercaron al Ponte Vecchio. Un automóvil los alcanzó y el conductor se volvió para mirar a liaren.

– Tiene buen gusto -comentó Vittorio, y los condujo a través de la bocacalle hacia la Lungarno Acciaioli, que corría junto al río hasta el próximo puente. La calle estaba cerrada por reparaciones y sólo había un estrecho sendero para peatones.

– Ven -dijo Vittorio con orgullo-. Aquí no hay peligro de que nos alcance ningún auto-patrulla. ¿No es una buena idea?

– Muy buena. ¿Dónde vive la chica?

– Por aquí seguido, al final de esta calle.



Eran las seis de la mañana cuando llegaron al apartamento. El cielo era todavía una abigarrada combinación de parches negros y nubes en variados matices, pero río arriba, más allá del Ponte Vecchio, una franja comenzaba a aclarar bajo las nubes. El día estaba asomando.

El edificio de apartamentos se hallaba próximo a la esquina más distante y una de las hojas de la gran puerta de entrada estaba apuntalada. Vittorio les hizo subir dos tramos de una amplia escalera de piedra que doblaba en un ángulo de 180 grados en cada descansillo. Al llegar al segundo piso extrajo una llave del bolsillo y explicó, un poco avergonzado:

– Es una gran amiga.

Entraron en una sala de estar pequeña, pero lujosamente amueblada, y Vittorio encendió las luces y echó la llave a la puerta de la calle.

– Ahora les ruego que me disculpen un instante -dijo-. Explicaré nuestra presencia a la dueña de la casa.

Desapareció a través de una puerta, y Peter quedó a solas con Karen.

Ella se acercó a las ventanas, las abrió y empujó las persianas. Desde allí se veía el Arno, pero en ese momento era sólo un río negro sobre el que brillaban algunas luces aisladas de los edificios de la margen opuesta.

Peter la observó. Por primera vez podía estudiar a la mujer que debía llevar a su país. Realmente no era una mantenida del montón. Era una mantenida súper-especial, con un atractivo de todos los diablos. Era lo que se llama una mujer súper-sexy. Lo más atractivo de ella era su manera animal de moverse. Y la forma en que miraba con el rabillo del ojo. Y su cara y su cuerpo. Parecía hecha para acarrear dificultades.

Y a todo eso se sumaba la frialdad con que era capaz de mirar cómo se golpeaba y mataba a los tipos de la mafia, la sangre fría con que había empuñado la pistola y aquel negocio tan cerebral que había hecho con Gorman. No cabía duda: aquella mujer era una fuente de problemas. Él había imaginado una esclava, una mujer que se había vendido a Bono por una villa sobre el Tíber y una descansada vida de lujo a cambio de unas entregas que abonaba en cuotas cuando Bono decidía ir a cobrar. Ahora ya no estaba tan seguro. Quizá el esclavo hubiera sido Bono. Quizá ella hubiera sido la seductora y Bono el seducido, el que luchaba por conservar su favor, por tenerla satisfecha, por reservarla sólo para él. Y le había arrancado confidencias. Debía de haber trazado los cimientos de su futuro desde el comienzo, recogiendo material de extorsión, no para cuando Bono fuera asesinado… sino para cuando Bono intentara dejarla. Era una preciosa chica, no cabía duda; pero a juicio de Peter, ése era el peor error que podía cometer un hombre.

De cualquier manera el dolor de cabeza era para Gorman, no para él. Que el senador se preocupara por ella. La misión de Peter consistía en entregarla sana y salva. Por eso dejó de lado sus pensamientos y se encaminó a una mesa redonda, sobre la que había una gran lámpara, y comenzó a revisar los papeles que había extraído de los bolsillos del muerto. El botín no era importante. Había sólo tres cartas, una cartera y un llavero.

Karen se aproximó, curiosa.

– ¿Qué consiguió?

Sin una palabra. Peter le entregó las tres cartas. Él se concentró en la cartera. Había una tarjeta que identificaba al hombre como Antonio Marchesi, doce billetes de 10.000 liras y cuatro de 1.000 liras. Además había una fotografía tamaño carnet de Karen, la clave que Peter había inventado en el estudio de Gorman y una hoja plegada, tamaño carta, con el mensaje de Gorman. Bajo los grupos de cinco letras habían escrito laboriosamente a lápiz:


El nombre de la muchacha es karen halley la encontrará en Florencia en via dei saponai dieciséis primer piso departamento de la derecha no tiene teléfono vaya a verla inmediatamente dé su verdadero nombre y diga himno de batalla de la república como santo y seña la foto adjunta le permitirá identificarla ella habla inglés saque billetes en el primer avión disponible telegrafíeme comunicando hora y lugar de llegada en clave y lo esperaré con la necesaria protección la mafia ha ofrecido cien mil dólares por la cabeza de esa mujer buena suerte r. g. gorman.


Karen comenzó a leer la nota por encima del hombro de Peter, y él se la alargó.

– ¿Qué decían las cartas? -preguntó.

– Son de su familia, en Sicilia. Preguntan por qué no les escribe.

– ¿Y por qué no les escribe?

– No sé. ¿Quiere que se las lea?

– No si no dicen nada sobre usted.

– No, no dicen nada.

La chica leyó el resto del mensaje de Gorman y dijo:

– De modo que así me encontraron. ¿Cómo se apoderaron de esto?

– Se lo arrebataron al tipo a quien Gorman se lo envió.

– ¿Cómo?

– Lo golpearon, por supuesto. Debería saberlo. ¿No es el método de rutina?

Ella se ruborizó.

– Quise decir: ¿cómo se enteraron de que era el depositario?

– Parece ser que Gorman le consiguió el puesto.

– ¡Ah! ¿Y también le agarraron a usted y le hirieron? Lo digo por su cabeza. Fue obra de ellos, ¿no?

– Se estaban divirtiendo un poco. Ya sabe cómo son. Pero creo que, de ahora en adelante, van a querer mi pellejo.

Vittorio cerró suavemente una puerta y regresó a la sala de estar.

– La signorina saldrá en seguida. Está un poco sorprendida por esta intromisión, pero nada resentida.

Estudió a Karen con mirada apreciativa.

– Sí, y creo que tendrá algo para que usted se vista, miss Halley. Creo que son de la misma talla.

Ella le dirigió una sonrisa encantadora y le dijo:

– Siento mucho haberle tratado así antes.

– Se estaba poniendo desagradable -admitió Vittorio-. Pero la mafia nos salvó.

Peter quiso ver lo que Del Strabo había sacado de los bolsillos del hombre desmayado y Vittorio descargó su botín sobre la mesa. Este incluía un revólver, la caja de cartuchos de Peter, el talonario de cheques de viaje de Peter, por valor de unos 900 dólares, y dinero suelto… 112.500 liras, en billetes y en monedas. No había cartera ni tarjeta de identificación.

– Todo un botín para un rato de trabajo -comentó Vittorio-, ¿Está seguro de que Brandt no me querría como agente activo? Nunca he pasado una noche más divertida.

– Brandt no le tomaría. Quiere que sus agentes cumplan sus tareas con gusto, pero no que se deleiten con ellas. Además en pleno juego de escondite se detiene a contemplar el paisaje.

Vittorio rió.

– ¿Y por qué no? Cuando uno viaja por la vida puede sentarse al lado de la ventanilla.

En ese instante apareció la amiga de Vittorio. Era una chica morena, atractiva y de aspecto inteligente. Vestía una negligée color durazno y chinelas de tacón alto. Parecía recién peinada y maquillada. Vittorio la presentó en italiano como María Botticelli e informó a Peter que no hablaba inglés y que trabajaba en el Palazzo Pitti, en la restauración de los manuscritos dañados por la inundación.

– A pesar de ser muy… digamos… cabalmente femenina, es una experta en encuadernación y en conservación de… ¿cómo se llaman? ¿Manuscritos ilustrados?

La voz de Vittorio se hizo más entusiasta.

– Además es una excelente cocinera y le encantará prepararnos un desayuno.

El desayuno no impuso muchas exigencias a la cocinera. María Botticelli sólo utilizó la cocina para preparar el café, hervir la leche y calentar unos croissants. El resto consistió en unos panecillos duros, mantequilla dulce y un frasco de mermelada.

Como Peter y María estaban totalmente imposibilitados para comunicarse y, por lo demás, había poco que decir, colocaron una radio a transistores sobre la mesa. Primero escucharon música, luego noticias. El programa informativo sólo era un murmullo de fondo para Peter, pero mientras se servía el segundo café, advirtió que sus compañeros habían dejado de comer y escuchaban. Karen tenía una expresión solemne; Vittorio, atenta. María los observaba desconcertada.

El tono de la voz del locutor cambió, y Vittorio se relajó un poco y sonrió.

– Bueno, creo que la cosa está que arde, si ésa es la expresión adecuada. Y veo que nuestro líder está desorientado.

Dedicó una sonrisa a las muchachas y prosiguió, dirigiéndose a Peter;

– Parece ser que han encontrado un cadáver y un hombre gravemente herido en un apartamento de la Via dei Saponai. El apartamento estaba vacío, pero los vecinos han declarado que lo alquilaba una tal Karen Halley. Otros supuestos «testigos» dicen que hay un norteamericano, un tal Peter Congdon, mezclado en el asunto. La policía tiene una descripción de la pareja. La policía tiene mucho interés en hablar con ellos.

Del Strabo extendió una mano y palmeó el hombro de Peter.

– Amigo mío: ahora es famoso.

– Y no le ha dicho lo de la recompensa -apuntó Karen.

– ¡Ah, sí! Tienen tanto interés en dar con usted que ofrecen una recompensa de trescientas mil liras. Eso, en moneda norteamericana, equivale a unos quinientos dólares.

– Eso, en cualquier moneda, son pamplinas -gruñó Peter en tono despectivo.

– Pero es más de lo que ofrecen por mí -dijo Vittorio-. Ni siquiera me han mencionado.

– Es porque el tipo flaco que estaba en el descansillo ni siquiera sabe que usted estaba allí. Sólo me vio a mí.

– Ahora tienen a la policía de su lado -dijo Karen-. ¿Cómo vamos a salir de aquí?

Vittorio se encogió de hombros.

– Cuando María se vaya a trabajar, iré a recoger mi automóvil. No va a ser tan difícil.

– Pero ¿cómo saldremos del país? ¿Cómo vamos a presentar nuestros pasaportes?

A Peter eso no le preocupaba mucho.

– Vittorio nos conseguirá documentos falsos. Seremos señor y señora Robert Gorman o algo así. ¿Qué tal es la descripción que han dado?

– Más o menos buena de la chica -informó Vittorio-, muy buena de usted. Quizá los otros inquilinos no hayan conocido muy bien a miss Halley, pero es evidente que el flaco de quien hablaba le conoce muy bien.

María los observaba con atención, pero las palabras no le decían nada. Vittorio comenzó a hablarle en italiano, y Karen escuchó. A través de los gestos de Vittorio, Peter comprendió que le estaba explicando cómo habían entrado y salido del dormitorio de miss Halley, cómo habían golpeado y matado gente. Los ojos de María se agrandaron y comenzó a hablar a gran velocidad.

– Tiene miedo de que la policía venga -tradujo Karen-. Tiene miedo de que la arresten.

Vittorio apoyó una mano sobre el hombro de María y le habló en tono tranquilizador.

– Está turbada. No sabía que yo era tan viril. Le he asegurado que nos iremos de aquí lo antes posible, y le he pedido que equipe a miss Halley con algunas ropas.

La tarea de equipar a miss Halley se realizó mientras Vittorio y Peter fumaban. Peter un cigarrillo y Vittorio un cigarro largo y muy fino. Karen reapareció luciendo un vestido estampado en tonos claros, muy ajustado y escotado. El tipo de ropa que Vittorio compraba a María para que restaurara manuscritos.

María también se había vestido y parecía más serena. Distante, casi cortés, con Karen y Peter; respetuosa, pero no tierna, con Vittorio. Su actitud había cambiado con las noticias y procuraba ser hospitalaria, sin ayudar demasiado a unos delincuentes buscados por la policía.

Peter advirtió el cambio y comprendió las razones. Mientras las mujeres se vestían había señalado el dormitorio y había preguntado a Vittorio:

– ¿Hasta qué punto estamos seguros aquí?

– No hablará -se había apresurado a asegurar Vittorio, pero luego había añadido-: Saldré con ella y regresaré con el automóvil. Creo que tenemos que salir de Florencia.

Vittorio y María partieron a las siete cuarenta y cinco. Habitualmente ella salía una

hora más tarde, pero la situación se había hecho muy incómoda en el apartamento y no había por qué prolongarla. Hubo despedidas y agradecimientos, y María deseó buena suerte a Karen y procuró ser sincera. Vittorio, el único cuyo buen talante se resistía a doblegarse, dijo alegremente:

– No se muevan hasta que regrese. Dentro de quince minutos, media hora a lo sumo, estaremos en camino de Roma.

– ¿Y si hay barricadas? -preguntó Karen.

Vittorio rió.

– Eso es fácil, ¿no? Usted se parecerá a miss Halley, pero yo no me parezco a míster Congdon. De modo que usted viajará conmigo y el amigo Peter lo hará en el portaequipajes.

Tocó a Peter con el dedo.

– ¡Una idea bárbara! ¿Eh?

– Tengo una idea mejor -propuso Peter, con sequedad-: seré guía y ustedes serán turistas. De esa manera podrá dedicarse a contemplar el paisaje.

Vittorio celebró la ocurrencia con una sonora carcajada, y descendió las escaleras riendo aún. Peter echó los cerrojos a la puerta y se reunió con Karen junto a la ventana. Por fin había amanecido en Florencia. Hacía media hora que el sol había asomado y lanzaba sus rayos oblicuos sobre la sólida falange de edificios que asomaban sobre la ribera sur del Amo.

El Ponte Vecchio estaba en sombras, el Ponte San Trinità iluminado y sobre su triple arco se movía una permanente corriente de automóviles, camiones y motocicletas. El río estaba bajo y sus perezosas aguas tenían un color pardo oscuro, muy poco atractivo.

En un montículo de césped, sobre la orilla próxima a ellos, había dos cisnes dormidos.

Vittorio y María aparecieron en la calzada y doblaron hacia la izquierda, en dirección al Ponte Vecchio. Las barandillas que limitaban el paso de peatones en el área de reparaciones los obligó a caminar uno detrás de otro.

Vittorio se volvió hacia la ventana alegremente y saludó con la mano. Había trabajado todo el día y conducido toda la noche; había trepado por inestables escaleras de mano, había peleado contra asesinos de la mafia y había escapado a la policía; sin embargo estaba fresco e impecable, ansioso por enfrentarse a las próximas veinticuatro horas. Peter deseó interiormente que Del Strabo se conservara así.

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