Miércoles 10.05-14.30 horas

Cuando el tren comenzó a salir lenta y silenciosamente de la estación, había paz en el compartimento. La madre tenía a la niña de dos años en el regazo y le mostraba las figuras de una revista llamada Tempo. La mayor de las niñas, sentada junto a ellas, echaba de tanto en tanto una ojeada a las ilustraciones. Karen leía una de las revistas que su rendido policía le había ayudado a elegir. Como todo el material de lectura estaba en italiano a Peter no le quedó otro remedio que mirar por la ventanilla, viendo cómo se deslizaban los vagones estacionados en las vías muertas, los bloques de las afueras de Florencia y, finalmente, los campos.

El vagón se mecía suavemente y el único sonido era el zumbido de las ruedas, que de tanto en tanto se convertía en suave traqueteo, cuando pasaban sobre algún empalme. Era sedante y reconfortante y Peter estaba exhausto. Se arrellanó en la seguridad de su asiento y se dejó deslizar por la pendiente del sueño. Se movió una vez, cuando Karen extrajo los billetes de la cartera, pero ése fue su último recuerdo.


Despertó renovado, pero también con la sensación de que algo no andaba bien. Las luces del vagón estaban encendidas y fuera todo era tinieblas. Las ventanillas sólo mostraban el reflejo del compartimento. Se irguió bruscamente; ahora estaba alerta. Todo era serenidad a su alrededor. La señora del asiento del rincón se había dormido y, junto a él, Karen mostraba un aspecto diferente. Le estaba contando un cuento a la niña de cuatro años, que parecía absolutamente entregada a ella. La más pequeña dormía en sus brazos.

Peter consultó el reloj. Era la una y media. Se lo acercó al oído. La una y media. Pero ¿la una y media de qué? ¿Cuánto había dormido? ¿Cuánto llevaban viajando? De pronto ni siquiera supo qué día era.

Pero, de repente, el tren se hundió en la brillante luz del mediodía. Acababan de salir de un túnel y ahora cruzaban un valle muy verde, bajo un cielo seminublado. Pasaron muy cerca de un cementerio, una pequeña y apretada colección de lápidas, que descendía la ladera rodeada por un muro. Peter observó el paisaje, procurando orientarse. Se acercaban a una ciudad. Comenzaban a aparecer edificios y las laderas estaban cultivadas en terrazas. El tren disminuyó la marcha.

– ¿Dónde estamos? -preguntó, interrumpiendo a Karen en su relato.

– No sé -respondió ella volviéndose-. Alguna pequeña ciudad de la costa. ¿Quiere un sandwich?

– ¿Un sandwich?

Karen extrajo de su bolso un sandwich prolijamente envuelto.

– ¿Dónde lo compró?

– En Pisa.

– ¿En Pisa?

– Mientras dormía -explicó con tono paciente-. Lo compré en un carrito que recorría el andén.

– ¿Bajó del tren? No debió hacerlo.

– Y usted no debió haberme dejado hacerlo, ¿no? Podrían haberme raptado y ni siquiera se habría enterado.

Peter ya lo había pensado y estaba bastante contrito.

– Cómaselo -dijo y se volvió-. Yo ya me comí uno. Además beba vino. Coma.

Y sin decir más le dejó el sandwich sobre las rodillas y prosiguió con su historia.

El tren se detuvo y hubo movimiento de pasajeros, pero aún no habían llegado a Génova. Un guarda gritó desde la plataforma:

– ¡Sestri Levante!

Peter se comió el sandwich en pensativo silencio y observó a Karen. Le había vuelto la espalda y la deslumbrada niña ocupaba toda su atención.

El tren dejó la ciudad atrás, siguiendo la costa, y entró en otro túnel. El atravesarlo duró un minuto. Peter dedicó ese tiempo a observar el reflejo en la ventanilla y lo poco que distinguía de Karen y de la niñita que tenía en brazos. Había visto a Karen Halley, la chiquilla aterrorizada, femenina y vulnerable cuando creyó que la mataría. Había visto a Karen Halley, con voz gélida, empuñando un revólver y dispuesta a matar. Había visto a Karen Halley, coqueta, provocando con sus ojos y con su cuerpo las miradas y el deseo de cuantos hombres se le cruzaban. Ahora era Karen la Madonna, acunando a un niño como si la maternidad fuera el único fin de su existencia. Y en todos los casos, fuera la chiquilla aterrada, la diosa sin corazón, la hechicera sirena o la madre devota, uno tenía la sensación de estar viendo a la verdadera Karen. Sin embargo, la verdadera Karen estaba más hondo aún. La verdadera Karen Halley era la mantenida de un jerarca de la mafia, una mujer que vivía de ese dinero mal ganado, que recibía a los cómplices de su amante, que compartía sus secretos y entregaba su cuerpo a un delincuente. Y ahora que la corriente había cambiado, estaba dispuesta a exponer los secretos de la mafia, de su amante y los suyos propios a cambio de dinero contante y sonante, de una dudosa protección y de la garantía que representaba la ciudadanía norteamericana.

Para Peter aquella mujer resultaba perturbadora. ¡Eran tantas las facetas contradictorias que mostraba! Pero lo que más lo perturbaba era la insistencia con que ella ocupaba su pensamiento. Esa mujer era una misión. Era alguien a quien debía embarcar a bordo del primer avión disponible y dejarla sana y salva en manos de Gorman. «No pienses en ella, no hay razón para hacerlo», se decía.

Salieron del túnel y bordearon una larga playa de arena gris, piedras grises y alguna que otra cabaña desierta. Al otro lado de las vías aparecían residencias particulares salpicadas por la suave ladera. Cruzaron un puente sobre un pequeño río y se detuvieron en una ciudad llamada Chavari. De allí en adelante, por espacio de cincuenta minutos, el viaje fue una sucesión de túneles, cortos y largos, breves vistas de un Mediterráneo gris y gélido, que se extendía bajo un cielo nublado, con algunas grietas de claridad.

Las paradas eran tan frecuentes como las de un tren suburbano. Por el número de adolescentes con libros bajo el brazo, que subían y bajaban, parecía tratarse de un autobús escolar. Daba la sensación de ser un tren utilizado para esos fines.

La madre de las dos niñitas se despertó y dirigió una sonrisa a Karen. Hubo un intercambio de frases y Karen entregó a las niñas a la madre. Se estaba organizando la partida.

Peter salió al corredor y encendió un cigarrillo. Karen le siguió un instante después, como él había previsto. Ya no estaba en Florencia y no le gustaba quedarse sola. Aceptó un cigarrillo y miró a su alrededor.

– ¿Cree que hemos escapado? -preguntó, sólo por decir algo.

Peter exhaló una nube de humo.

– Hemos eludido a ciertos miembros de la mafia -dijo’-; pero no hemos escapado de la mafia. No podemos haberla eludido. Recuerde que han ofrecido cien mil dólares por su cabeza. Eso les asegura muchos ojos y oídos en muchas partes.

– Sí -admitió con un hilo de voz-. Supongo que sí.

Salieron de un último túnel y entraron en una verdadera ciudad. Ahora iban por vías elevadas. Alguien abrió una puerta en un compartimento vecino y sacó una maleta.

– No se preocupe -la animó Peter-. Saldremos adelante. Bastará con que los despistemos una vez, para que no nos vuelvan a ver el pelo. Tengo muchos recursos.

Karen hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero no parecía convencida. El tren iba perdiendo velocidad y comenzaba a aparecer el andén de la Stazione Brignole. Peter dio un respingo. Conocía muchos trucos, ¿no? Una de las reglas de Brandt para eludir a los perseguidores era: «Cambie de medio de transporte antes de llegar a destino». Y no lo había hecho. Había sacado billetes para Génova y estaba llegando a Génova. Debió haber sacado billete para Turín o debió haber bajado del tren en Nervi o Recco, o aun en Portofino, y hacer el resto del trayecto en un automóvil de alquiler.

Regresaron al compartimento para recoger el equipaje y Peter entreabrió una de las ventanillas para asomarse. En el andén sólo había un puñado de personas y ninguna de ellas uniformada. Por lo menos no había policía dispuesta a cerrar los vagones y registrarlos.

Y hasta parecía que la mafia tampoco estaba a la vista.

No había sido hábil, pero quizá había tenido suerte.

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