Viernes 22.20-23.15 horas

Todos los ancianos huéspedes se habían retirado a sus habitaciones y Peter no tuvo problemas para sacar furtivamente a Karen del hotel por la salida de servicio. Luego regresó a despertar al viejo conserje nocturno y a pedirle un taxi.

El viaje a Antibes duró menos de media hora y las instrucciones fueron fáciles de seguir porque era una ciudad demasiado pequeña como para perderse. Atravesaron el centro, descendieron por un parque y tomaron por la carretera de la costa, pasando junto al hotel Royale, que estaba cerrado, en proceso de «modernización». Se alejaron de la costa por el Boulevard de Cap. La intersección a la que Gorman se había referido estaba bien señalizada. La flecha «Cap d’Antibes» señalaba a la izquierda, la de «Cannes» y «Juanles-Pins» hacia delante. Doblaron. Era un camino de doble dirección, no muy ancho, que corría entre muros y setos vivos, residencias de tamaño variable… Mientras más se internaban, tanto más importantes eran.

La residencia de DeChapelles tenía el número treinta y siete en un poste de la verja. Una breve entrada para automóviles les condujo hasta una gran casa de dos pisos y un mirador que asomaba sobre el ángulo izquierdo de la edificación. La entrada principal estaba más allá de la torre; pero las puertas de cristal del fondo daban sobre un porche, y las de la plana alta sobre balcones corridos.

El taxi se detuvo ante la amplia y bien iluminada escalinata de piedra, que conducía a la entrada principal, sobre la fachada izquierda de la villa. Antes de que Karen y Peter tuvieran tiempo de descender, se abrieron las grandes puertas dobles que remataban la escalinata y apareció un hombre canoso, de poco más de cincuenta años. Vestía pantalones impecablemente cortados y planchados, un turtleneck de flexible lana blanca y una chaqueta de satén color vino. Tenía algo del brillo y el encanto de Vittorio Del Strabo, pero los años le habían obligado a hacer concesiones a una cintura con tendencia a engrosar y su paso era menos vivo que el del italiano. Con todo, entre los corsés y el esprit de vie, apenas si se percibían los estragos de la vida.

Descendió los escalones, mientras Peter pagaba al conductor, pasó el vaso de whisky de la mano derecha a la izquierda y extendió la diestra a Peter.

– Usted es…

Esperó que Peter le diera el nombre. Después, cuando Peter dio el nombre que esperaba, le estrechó la mano con mayor cordialidad aún.

– Et Mademoiselle Halley, non?

Dijo muchas otras cosas en francés, con el oído atento a las respuestas, para ver hasta qué punto ella le entendía. No tardó en advertir que, dijera lo que dijera, ella no le entendería. Satisfecho con el resultado, condujo a la pareja por la escalinata y a través de la puerta, como si fueran miembros de la realeza que habían condescendido a visitarlo. El senador Gorman podía haber mentido en otras cosas, pero parecía estar en lo cierto respecto a su amistad con Pierre DeChapelles.

DeChapelles, con un brazo enlazado en el de Peter y el otro en el de Karen, los condujo a un suntuoso living-room cuyas ventanas se abrían en ese momento sobre las tinieblas, pero que en las horas de sol debían mostrar barcos en un horizonte muy lejano.

La habitación no estaba vacía. En una mesa de juego próxima a las ventanas dos personas jugaban a las cartas. Una de ellas era una hermosa mujer de unos treinta y cinco años, que vestía traje largo y llevaba el renegrido pelo recogido en un chignon. Su compañero de juego era un hombre canoso, de unos setenta años, agobiado, delgado y traslúcido. A su lado había un gran vaso de brandy con soda, del que bebía constantemente.

DeChapelles hizo las presentaciones. Explicó que los jugadores de chaquete eran el conde y la condesa Benedetto di Gravura, unos amigos muy queridos, y que Karen y Peter eran amigos de un importantísimo funcionario estadounidense, con quien había trabado relación cuando estaba en el gabinete de De Gaulle. Los señores le visitaban por cuestiones de negocios, de modo que rogaba a la condesa y al conde que les disculparan por unos instantes.

DeChapelles tiró de un cordón y condujo a Karen y a Peter a un grupo de sofá y sillones que rodeaban una mesa baja. El criado se presentó y DeChapelles les ofreció algo de beber.

Peter confesó que prefería un sandwich.

– ¿No han comido?

– Entonces de ninguna manera un sandwich. ¿Una sopa? Luego una omelette. Y quizá pechuga de pollo, acompañada con un Sauternes. ¿Eh?

– No, muchas gracias. Personalmente me bastaría con un sandwich. No queremos molestarle mucho y tenemos que regresar.

– ¿Regresar adonde?

– Niza.

– No a esta hora. No puedo creer que tengan algo que hacer a medianoche en Niza. Pueden volver mañana. Mientras tanto son mis huéspedes.

Trataron de protestar, pero DeChapelles no admitió argumentos. Peter y Karen se quedarían a pasar la noche en su casa. Dio una serie de órdenes en un francés velocísimo que hablaba con perfección y mostraba un largo hábito en recibir huéspedes esperados e inesperados.

El criado se retiró y DeChapelles charló sobre generalidades. Había tiempo de sobra para los asuntos más serios. El conde y la condesa terminaron su juego y hablaban entre sí en un idioma totalmente desconocido para Karen y Peter. El conde trató de ponerse de pie, pero el brandy con soda había hecho su efecto. Perdió el equilibrio y cayó de rodillas, volcando la mesa. La condesa lo miró con desagrado, pero lo tomó del brazo y trató de ayudarlo, mientras le hablaba con dulce tono persuasivo en la misma extraña lengua. DeChapelles saltó para ayudar a la señora y entre los dos pusieron al conde en pie, bien sujeto por ambos lados. El conde, con la cabeza caída hacia delante, murmuraba algo -ahora en francés- y ellos le contestaban en francés. DeChapelles dijo algo a la mujer, llamándola Julia, y se cruzó una mirada furtiva. El dueño de casa palmeó afectuosamente al bamboleante conde en el hombro, le despidió con un cordial «Bon soir, Benedetto» y observó a la condesa, mientras ayudaba a su marido a retirarse.

– El conde no se siente muy bien esta noche -explicó, al regresar al sofá-. El viaje en avión a Cannes fue bastante movido.

Abrió una caja que había sobre la mesa y les ofreció cigarrillos, luego les dio fuego con un pesado encendedor de mesa.

El criado entró llevando una bandeja con dos copas de pinaud para los invitados. Luego comenzó a colocar cubiertos sobre la mesita.

– No me parece bien que nos quedemos -dijo Peter-. Tiene huéspedes…

– Siempre tengo huéspedes. Muchos huéspedes. Diez, doce.

– Pero es que no hemos traído nada… ropa de dormir:…

DeChapelles rió.



– ¿Y eso qué tiene que ver? Tengo de sobra. Soy soltero, pero me gusta estar rodeado de gente… de modo que recibo mucho. Mi vocación es ser anfitrión. Pero para ser un buen anfitrión uno tiene que estar preparado. La casa está bien equipada para lo que haga falta.

Peter se llevó a los labios el apéritif, que era dulce y delicioso.

– El senador Gorman me ha dicho que nos resolverá ciertos problemas -dijo.

DeChapelles se encogió de hombros.

– Digamos, más bien, que les voy a entregar algo que solucionará sus problemas. Yo, personalmente, no resuelvo ningún problema… Soy un simple mensajero.

Introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo un pequeño sobre de papel manila, con su nombre y la dirección de su empresa comercial en París. Dentro había un sobre más pequeño a nombre de Congdon, y el dueño de la casa se lo pasó.

Peter lo abrió y extrajo quinientos dólares en moneda norteamericana y un flamante pasaporte a nombre de Karen Halley, idéntico al que había perdido. Peter se lo dio y ella lo guardó en su bolso y lo apretó con fuerza.

– Créame que se lo agradezco mucho -dijo a DeChapelles.

– No me lo agradezca a mí, agradézcaselo a su amigo Robert Gorman. Todo lo que sé es que anoche, cuando llegué a mi casa… a mi apartamento de París… el criado me dijo que me esperaba una llamada de Estados Unidos. Era Robert. Me preguntó qué planes tenía. Si pensaba venir a Antibes a pasar el fin de semana. Le dije que sí. Me pidió entonces que entregara un importante sobre a míster Peter Congdon y a miss Karen Halley si venían a retirarlo. Le dije que sería un placer. Tengo entendido que aprovechó los servicios de algún correo del Departamento de Estado. Sea como sea, la persona que lo entregó llevaba una cartera diplomática unida a la muñeca por una cadena. Una cosa imponente. Supongo que esto tiene relación con esa investigación que está llevando a cabo. No quiso hacer comentarios, pero sigo sus hazañas a través de la prensa y tengo que deducir que cualquier cosa vinculada con Robert en estos días tiene que estar vinculada con la mafia. Es más, aunque admito que es un tiro a ciegas, sospecho que miss Halley es la misteriosa testigo que ha prometido sacar a relucir y que míster Congdon es una especie de escolta.

– Lo lamento, pero por ética profesional no puedo hablar del asunto -intervino Peter-. Espero que lo comprenda.

– Comprendo perfectamente. Pero Robert me dijo algo más. Deben regresar a Estados Unidos lo antes posible. Me ha pedido que haga todo lo que pueda para ayudarles a… abreviar las cosas. ¿Estoy en lo cierto sí creo que quieren regresar inmediatamente a Estados Unidos?

Peter admitió que era así.

– ¿Ha reservado los billetes?

– No. Aún no.

– Mañana por la mañana sale un avión de Niza con destino a Nueva York. ¿Quieren que les consiga billetes?

Podía ocurrir que la mafia estuviera vigilando el aeropuerto de Niza, de modo que Peter decidió consultar otras posibilidades.

– ¿Qué me dice de Cannes? -preguntó-. ¿A qué distancia está?

– Un poco más cerca de Niza, pero el aeropuerto no sirve. Es pequeño y sólo se usa para vuelos locales. Los que se hacen a lo largo de la costa.


– Pero usted voló hasta Cannes desde París.

– Fue en un avión privado, un aparato de la compañía.

Sonrió a Peter.

– Parece que no le gusta Niza, ¿eh? ¿Preferiría volar desde otro aeropuerto?

– Si fuera posible, sí.

– ¿Le parece bien París como punto de partida de un vuelo a Estados Unidos? Si no quiere ir a Niza, puedo llevarlo a París en vuelo desde Cannes.

– ¿Cuándo podría ser?

– Cuando quiera. Mañana por la mañana, si así lo desea. El avión está ahí, ¿no? Sólo espera que lo pilote.

– Sería espléndido, pero me parece un abuso.

– Será un servicio. Una de las pocas cosas que los franceses podemos hacer por los norteamericanos. No hemos sabido agradecer lo que el pueblo de Estados Unidos ha hecho por Francia. Quizá me aproxime más a la verdad si digo que quienes ocupan posiciones influyentes han preferido morder la mano que nos alimentó y nos sostuvo. De Gaulle no goza de popularidad aquí. Le vemos pocas cosas buenas. Ha permanecido demasiado tiempo en el gobierno, si es que alguna vez debió llegar a ocuparlo.

El criado entró llevando la sopa y DeChapelles se levantó para telefonear al copiloto y ordenarle que preparara el avión.

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