Sábado 1.15-2.35 horas

Les arrancaron del automóvil y les registraron bruscamente. El objeto del registro eran las armas, pero los jóvenes italianos que se encargaban de Peter descubrieron los 500 dólares de Gorman en su cartera y se apropiaron de eso y de la automática y el revólver. A Karen le quitaron treinta y dos, pero nada más.

La calle estaba oscura, no había más luz que los faros del Saab y del automóvil que había aparecido por detrás, y Peter no pudo calcular cuántos hombres había allí. Parecían unos seis y hablaban en italiano.

En el automóvil de detrás se cerró una portezuela y una voz impartió órdenes. Los hombres obedecieron y apartaron el Saab, dejándolo contra la cerca de piedra e hicieron girar al automóvil que bloqueaba el camino. Otra voz, que surgía de detrás de los faros, murmuró en inglés:

– ¿Para qué les haces salir del automóvil? ¿Por qué no los dejas dentro? Podríamos empujarlo a un lado.

La voz dura que había impartido las órdenes respondió en inglés:

– Porque no les queremos dejar aquí.

Los dos se adelantaron y la luz de los faros los iluminó. El que se había quejado era el tipo flaco, con aspecto de tuberculoso, y el que mandaba era el del diente negro y el clavel. Peter no se sorprendió.

El señor Clavel no demostró regocijo por la situación de Peter. No habló con Karen y ni siquiera dio muestras de advertir su presencia.

Sólo le preocupaba librarse del Saab. Señaló y dio más órdenes en italiano. El flaco sí miró a los prisioneros; pero su actitud era clínica, como la de un científico a punto de aplicar una inyección a un conejito de Indias. Cuando el Saab estuvo estacionado, hizo un gesto.

– Vuelvan a meterse en el coche -dijo dirigiéndose a Karen y a Peter.

Peter trató de hacerse oír.

– Escuche, sé qué piensan de todo esto…

El hombre del clavel le ignoró y se volvió al flaco.

– ¿Qué quieres que hagan?

– Que se vuelvan a meter en el automóvil. Es el mejor sitio. No les vas a dejar tirados en la calle, ¿no?

– Esa mujer no es la que cree… -insistió Peter.

El del clavel le ignoró de nuevo.

– Aquí no -dijo a su amigo-. No haremos nada aquí.

El flaco dijo fríamente:

– Aquí y ahora, en el automóvil.

El grandote se señaló.

– Soy Vico Barbarelli y Vico Barbarelli da las órdenes. Y digo que no les vamos a matar aquí.

– ¿Se te ocurre un sitio mejor?

– Te olvidas de algo.

– No me olvido de nada. Lo paso por alto.

– No es prudente.

Los labios del flaco se crisparon.

– ¿Quieres estropearlo? Hazlo a tu gusto. ¿Quieres que la tarea se cumpla? Yo la haré.

– Pero parte de la tarea…

– Te digo que no andes con rodeos. ¿Los quieren muertos? Pues les mataremos. Aquí mismo. En este instante. Tenemos que asegurarnos.

– Pero la orden…

– La orden es agarrar a esa muchacha. Es la única orden que cuenta. La orden es encargarse de que ella no abra la boca. Y hay una manera de mantenerla cerrada. Una sola manera. De modo que no pierdas tiempo. Déjala vivir un minuto extra y en un minuto innecesario puede suceder algo que lo destruya todo. A uno le dicen cuál es el objetivo, decide la mejor forma de alcanzarlo y se olvida de todo lo demás. Tú sabes cuál es el objetivo, así que no me vengas a hablar de órdenes.

Barbarelli frunció el ceño.

– No necesito que me des lecciones. Tú decides tus cosas a tu manera. Yo decido mis cosas a mi manera. Y ésta es cosa mía. He recibido órdenes y te las paso.

El flaco hizo una mueca desagradable y escupió.

– Está bien -gruñó-. Como digas. Pero renuncio. Si algo sale mal a partir de ahora, tú serás el único culpable.



– Nada saldrá mal. Te lo aseguro.

El del clavel se apartó del flaco y se acercó a Peter.

– Bueno, Congdon. Haremos un viaje -dijo, señalando el automóvil-. Usted y la chica se sientan detrás.

Dio unas órdenes en italiano y unos hombres les hicieron avanzar.

El automóvil era un Cadillac norteamericano, con transportines. Barbarelli se sentó delante, con el conductor; Peter y Karen en el asiento de atrás y dos hombres armados en los transportines. El flaco y los dos hombres subieron al segundo sedán.

Regresaron a través de Antibes y tomaron la carretera de Niza. Los capturadores viajaban en silencio. Barbarelli era el único que hablaba inglés y Peter trató de interesarle en la verdadera identidad de Karen.

– Ya sé para qué la quieren -le dijo seriamente-. Pero se equivocan de mujer. Ella no fue amante de Joe Bono.

– Cállese.

– Es una sustituía. Es una treta del senador Gorman para engañarles.

Barbarelli dijo algo en italiano y el hombre más próximo a Peter le golpeó en la boca con el cañón del revólver. El golpe le atolondró e hizo que la sangre manara con fuerza de sus labios.

Karen lanzó un gemido y apoyó la cabeza contra el pecho de Peter.

– No hables más -le dijo con ternura-. Por favor no hables más.

Entraron en Niza por la Avenue des Anglais y doblaron hacia la izquierda por la entrada de servicio del hotel Ritz. El gran edificio, de siete pisos, estaba cerrado, y todas las ventanas, incluso las de sus redondeados ángulos y las de sus tejados casi verticales, tenían las persianas echadas.

Los automóviles se detuvieron en un callejón estrecho y desierto, juntó a una puerta que ostentaba el letrero «Ritz Bar». Todos bajaron y Barbarelli abrió la puerta con una llave. Entraron. Barbarelli atrancó la puerta y guió al grupo a través de habitaciones con olor a humedad, iluminando su paso con una linterna. Otros hombres tenían también linternas y sus haces de luz se reflejaron en el brillo del mostrador, iluminaron las pilas de mesas y sillas arrimadas a la pared, el hall alfombrado, en donde se abrían arcadas hacia un espaciosa salón de baile con columnas y una cristalera que daba a la gran terraza sobre el mar.

Fermatevi! -dijo Barbarelli y el grupo se detuvo.

Karen y Peter fueron empujados contra una pared, iluminados por las linternas, y Barbarelli cruzó el hall y entró por una amplia puerta en una habitación interior.

Siguieron cinco minutos de silenciosa tensión y Peter apretó la mano de Karen, para darle ánimo. Hubiera deseado transmitirle esperanzas también, pero Gorman había cumplido su cometido a la perfección. El senador obtenía lo que quería. Su señuelo había sido apresado… ¿Y quién iba a creer que era un señuelo? Ella y su escolta serían asesinados y sus cadáveres -con toda seguridad- permanecerían ocultos por mucho tiempo… Peter comprendía que ésas eran las intenciones de Barbarelli; no quería dejarles junto a un camino, con la consiguiente publicidad. Peter y Karen desaparecerían y nadie se enteraría nunca. Gorman sí lo sabría. Cuando no tuviera más noticias de ellos, después de su desaparición de la casa de DeChapelles, sabría lo que les había ocurrido y haría venir tran- quitamente a la verdadera testigo, y después, un día, habría grandes titulares y Gorman posaría ante las cámaras y la testigo denunciaría a gente como Barbarelli y quizá alguien -a lo mejor el propio Barbarelli- fuera a la cárcel. Y tal vez, dentro de cuatro años y medio, en alguna convención, el nombre de Robert Gerald Gorman figurara como candidato a la presidencia de Estados Unidos de Norteamérica.

Sólo Karen Halley y Peter Congdon sabrían cómo se había gestado esa candidatura. Pero Karen Halley y Peter Congdon habrían sido pasto de los gusanos y sólo quedarían sus huesos para recordar al senador el precio de su ambición.

Barbarelli reapareció en el vano de la puerta e hizo un gesto imperioso. Los hombres empujaron a Karen y a Peter a través del salón y les hicieron entrar en lo que había sido un club nocturno. Aquí también las mesas y las sillas habían sido apiladas contra las paredes y estaban cubiertas con sábanas. En un extremo había un tablado, sobre el que se habían dispuesto dos biombos.

Karen y Peter fueron arrastrados a través de la pista de baile y quedaron al pie de la plataforma. Las luces de las linternas concentraron sus focos sobre ellos.

Por fin una voz grave que salía de detrás de los biombos dijo:

– Vuélvase.

Peter comenzó a obedecer, pero la voz le interrumpió.

– Usted no. La chica.

Karen se volvió lentamente y giró trescientos sesenta grados.

– Otra vez -ordenó la voz.

Ella repitió el giro. '

– Esta no es la mujer -dijo la voz.

Barbarelli dio un paso hacia delante. Por primera vez había dejado de ser el arrogante dueño de la situación.

– Pero no puede ser.

– No me diga lo que puede ser y lo que no puede ser -le espetó la voz-. He dicho que no es la chica.

– Pero, pero… signore, es la chica que vino a buscar. No cabe la menor duda. ¡La fotografía era de ella! Es la fotografía que envió el senador.

– Es un estúpido, Barbarelli.

Barbarelli se volvió furioso sobre Peter.

– Así que es eso, una treta -dijo y, volviéndose a quien se ocultaba tras los biombos, añadió-: Ya sabremos quién es.

Rugió una orden y dos hombres aferraron a Peter por los brazos. Barbarelli lanzó un juramento y asestó un golpe violento sobre Peter.

– Conque me engañaste -rugió-. Ahora me dirás dónde está.

– No sé de qué habla -musitó Peter.

Barbarelli le asestó un golpe, como un martillazo, sobre un lado de la cabeza y las rodillas de Peter se doblaron.

– ¿Dónde está la chica, hijo de puta?

Karen se lanzó sobre él y le sujetó los brazos.

– No, no -gritó-. No le pegue. No sabe nada.

Barbarelli la empujó y un hombre la sujetó. Barbarelli propinó dos salvajes golpes a Peter. Había concentrado en ellos todo su odio y su frustración.

– ¡Basta! -chilló Karen.

La cabeza de Peter pendía como la de un borracho.

– ¿Quién es? -gritó Barbarelli con creciente furia y descargó otro golpe sobre un lado de la cabeza de Peter.

El detective cayó de rodillas a pesar de los esfuerzos de los dos hombres por mantenerle en pie.

– ¿Quién es?

– No lo sé -dijo débilmente Peter, casi inconsciente.

Barbarelli le asestó un puntapié en las costillas que le arrojó al suelo con un gemido.

Karen se debatía en los brazos de otros dos hombres y clamaba a Barbarelli que se detuviera.

– No sabe nada. No sabe nada. El senador no nos dijo nada.

Barbarelli la ignoraba. Su furia iba en aumento.

– Dímelo -rugía aferrando a Peter y enderezándolo hasta dejarlo casi sentado.

– Dímelo -repitió aplicándole un revés.

– No lo sé -murmuró Peter.

– Dímelo -ordenó Barbarelli casi gritando.



Volvió a golpear un lado de la cara de Peter y Peter cayó al suelo y allí quedó.

– ¡Oh, Peter, Peter! -sollozaba Karen.

– Levántenle -gritó Barbarelli a los dos guardianes, pero los hombres no entendían el inglés y no se movieron.

– Levántenle -gritó de nuevo el hombrón y descargó un golpe sobre el más próximo, que estuvo a punto de caer.

– ¡Basta, Barbarelli! -dijo cortante la voz de detrás de los biombos.

El hombrón se volvió. Jadeaba y su cara estaba perlada de sudor.

– ¡Le haré hablar! -dijo, sin aliento-. No se preocupe. Le haré hablar.

– Eres un estúpido, Barbarelli -dijo la voz-. No sabe nada. Hasta un idiota como tú debería darse cuenta de eso. El y la chica sólo son peones en todo este asunto.

– Saben algo. Tienen que saber algo. Déjeme que les trabaje un poco más.

Se volvió hacia donde los dos hombres habían puesto en pie al detective groggy.

– ¿Vas a hablar?

– Basta -repitió la voz, cortante-. Te he dejado divertirte, pero no tenemos tiempo. Tenemos que darnos prisa si queremos agarrar a la verdadera.

– ¿De modo que sabe quién es?

– Sí. Sé quién es. No soy un estúpido como tú, Barbarelli. Admito que el senador es inteligente. Hay dos chicas, Barbarelli. Había que saber cuál era la impostora y cuál era la verdadera. Creí saberlo, pero el senador es muy astuto y me hizo seguir la pista falsa. Pero ya hemos descubierto el error y tenemos que buscar a la otra.

– ¿Sabe dónde está?

– Sé dónde está.

La voz adoptó un tono distante, como si hubiera dado por terminada una audiencia.

– Saquen a esos dos de aquí y ténganles fuera -ordenó.

Barbarelli impartió órdenes, esta vez en italiano, y los guardianes les llevaron otra vez al gran hall. Karen marchaba por sus propios medios, Peter tuvo que ser prácticamente arrastrado. En el hall permaneció apoyado contra una pared, en estado de semi-inconsciencia, mientras Karen le sostenía llorando bajito contra su pecho.

Transcurridos unos instantes uno de los otros hombres salió, transmitió unas órdenes y abrió la marcha, iluminando el camino con la linterna. Los otros avanzaron detrás de él, conduciendo a la pareja. Llegaron a la escalera principal que ascendía desde el hall y subieron guiados por la luz de las linternas. Llegaron al primer piso, luego al segundo y siguieron así hasta llegar casi al último. El que les dirigía cruzó entonces el oscuro hall e introdujo una llave en una de las puertas. Empujaron a Peter y Karen al interior sin decir una palabra. La puerta se cerró tras de ellos, se oyó girar la llave en la cerradura y los pasos se alejaron.

Загрузка...