Sábado 17.35-18.35 horas

El Shoreham era un hotel de lujo; pero realmente de lujo. En el vestíbulo destacaba una fuente con 'diferentes juegos de agua y luces variantes. La mesa de recepción era una elegante semielipse situada a la izquierda del salón y el recepcionista anotó «306D» en la ficha que Peter llenó con el nombre de Desmond y una dirección falsa. Luego escribió «Senador Gorman» al pie de la ficha, y preguntó:

– ¿Trae equipaje, míster Desmond?

– Llegará más tarde.

Peter miró a su alrededor mientras el empleado buscaba la llave; pero ninguno de los presentes parecía prestarle atención. Dos hombres leían la cartelera de actividades en la ciudad de Washington; pero la mayoría, empleados y huéspedes, estaba en movimiento. Entraban, salían, cruzaban el vestíbulo, pasaban junto a la fuente.

Un botones recogió la llave y condujo a Peter, a través del hall, hacia las puertas de espejo del ascensor. Una muchacha de color los llevó al tercer piso. El ascensor se abrió sobre un hall del que irradiaban cuatro amplios corredores. Recorrieron el más largo, señalado con la letra D, que conectaba con un hall similar y con otra serie de corredores en el lado opuesto del edificio.


La habitación 306D estaba un poco más allá de la mitad del corredor y tenía una decoración en azul y blanco. Azules eran las paredes; blancas las pantallas de las lámparas, las cortinas y las colchas de las camas gemelas. Peter entregó cincuenta centavos al botones por haberle llevado la llave, y cerró la puerta, como si se dispusiera a pasar la noche. Luego extrajo una libreta y anotó la propina y los setenta y cinco centavos del taxi. Pensó un instante e incluyó el dólar con cinco que había pagado por el viaje en taxi hasta la casa del senador. Míster Brandt no pagaba viáticos por nada que no figurara por escrito, y no era raro que cuestionara alguno de los gastos por innecesario o por excesivo. Pero se lo imaginó levantando una ceja ante una propina de cincuenta centavos dada a un muchacho que no había hecho otra cosa que subir y bajar en ascensor, andar no más de cien metros y meter una llave en la cerradura. Pero míster Brandt no había estado nunca en ese hotel en particular. Peter dudaba de que allí alguien conociera el aspecto de una moneda de valor inferior al medio dólar.

Guardó la libreta, se acercó a la cama más próxima y probó el colchón. Suave como la espuma. Con un suspiro, arrojó la llave sobre la colcha, cruzó el pequeño hall, entreabrió la puerta y miró hacia fuera. No había nadie a la vista.

Salió, entonces, al corredor, cerró la puerta, regresó al hall del ascensor, abrió una puerta que daba a la escalera de servicio y descendió hasta la planta baja. Allí tampoco le vio nadie, y Peter siguió por un corredor lateral que desembocaba en el bar, por cuya puerta salió a una entrada para automóviles que conducía a la calle.

No se acercó a los taxis estacionados allí y salió a la calle. Comenzó a desandar su camino. Anduvo por Calvert Street hasta Connecticut, allí dobló y cruzó el largo y alto puente desde el cual se veían, como a vuelo de pájaro, el Rock Creek y el tránsito del parque. Los automóviles pasaban como una exhalación junto a él, que era el único peatón.

Al llegar al otro lado del puente encontró un taxi cuyos pasajeros descendían frente al Windsor Hotel. Subió y ordenó al conductor que le llevara a la Union Station. Se echó hacia atrás en su asiento, pero ya no era la postura cómoda, descansada, de presidente de compañía, con que había viajado en el primer taxi. Ya no estaba en esa etapa.

Al llegar a la estación, lo primero que hizo fue retirar su maletín. Era uno de esos maletines pequeños y chatos en que los ejecutivos se llevan trabajo a casa. Peter también llevaba en él sus elementos de trabajo; pero esos elementos eran de una naturaleza muy distinta. Había una camisa de secado rápido, como la que llevaba puesta, unos calzoncillos, un par de calcetines de nylon, un estuche que contenía cepillo de dientes, jabón, máquina de afeitar, brocha y desodorante, una libreta negra, unos cuantos sobres especiales dirigidos a Brandt, que podían despacharse sin franqueo desde cualquier lugar del mundo (o, por lo menos, desde aquellos lugares en los que Brandt tenía influencia), un bolígrafo de repuesto y dos lápices. En otro estuche, de diseño muy funcional, había un frasco de polvo para obtener impresiones digitales, un pequeño pincel y una lupa. En un ángulo, sostenida por un broche, había una caja de balas calibre 38, para el revólver chato que Peter llevaba bajo la axila. El maletín era de cuero, con herrajes de bronce… Un diseño de Brandt, para los agentes de Brandt. A diferencia de los habituales maletines de ese tipo, se abría ajustando las diminutas esferas de un cierre por combinación.

Provisto de su maletín, Peter se dirigió a una de las cabinas telefónicas del gran hall central y pidió comunicación con Filadelfia. Fumó medio cigarrillo, mientras esperaba que le pusieran con el «viejo» y observó a dos personas sentadas en el bar próximo. Luego sintió en su oído el sonido cortante de aquella voz tan familiar.

– ¡Diga! ¿Congdon?

– Sí, míster Brandt.

– ¿Le dio las instrucciones el cliente?

– Las instrucciones y una habitación… en el Shoreham Hotel.

– ¿Y qué hizo usted?

– Llené la ficha correspondiente, entré en la habitación y volví a salir por otra puerta. Lo llamo desde la estación ferroviaria.

– ¿Cree que alguien lo ha seguido?

– Juraría que no. Pero eso no quiere decir nada.

– Bien dicho. Supongo que sabe con qué se va a enfrentar.

– Tengo una idea.

– Entonces no hay por qué hablar del asunto. Haga un informe y despáchelo esta misma noche. Quiero conocer los detalles.

Hubo una pausa y luego Brandt añadió:

– Use nuestro código para el informe.

El código de la agencia era el mismo tipo de combinación de letras y números que Congdon había preparado para el senador. Cada agente tenía una versión propia, que debía memorizar a fin de que nunca le encontraran la clave encima. Pero Brandt había introducido una complicación más en el código de sus agentes, para evitar que se repitieran combinaciones de letras y números. En lugar de desplazar el punto de partida un lugar en cada caso, como Peter había enseñado a Gorman, el punto de partida podía variarse de cero a nueve lugares, de acuerdo con los dígitos de la tabla de multiplicar derivada del número que acompañaba a la letra clave.

Peter lanzó un gemido. Los agentes de Brandt siempre gemían cuando se les exigía un mensaje cifrado. Ya era bastante problema redactar un informe, porque Brandt quería todos los detalles en los ficheros y en sus manos. Pero el cifrar el informe y el volverlo a descifrar para evitar errores, el recopiarlo y controlar la copia, significaban horas de trabajo extra. Mientras tanto, en la oficina, Brandt alimentaba a una computadora con aquel material y la copia descifrada en menos tiempo de lo que tardaba en leerla.



Pero Brandt no tenía piedad.

– No se lamente -gruñó-. Este asunto puede ser muy peligroso y no quiero correr el riesgo de que se filtre nada. De paso este trabajo lo mantendrá ocupado en su habitación esta noche. Si sale no va a hacer más que buscarse dificultades. Y, hablando de eso, quédese en la habitación del hotel. No se ande luciendo.

– ¿En qué hotel?

– ¿Qué pregunta es ésa? Usted sabe qué hotel. El nuestro.

Peter no gimió por segunda vez, pero recordó la preciosa habitación que había abandonado y todo aquel medio ultra elegante… Hasta pensó en la fuente del vestíbulo.

– Estaba pensando, jefe… El sen… Quiero decir el cliente… escogió un hotel que parece ser muy conveniente y nadie me ha seguido. Creo que estaría mejor allí.

– Vaya al nuestro, pedazo de idiota. ¿Para qué cree que me tomo el trabajo de organizar las cosas? Y espero que haya recomendado al cliente que no le llame.

– Se lo dije.

– Eso está bien. No lleve nada de valor encima. No cambie más cheques de. viaje de los que necesite…

Y así siguió una larga lista de «haga tal cosa» y «no haga tal otra», que era rutina en todas las misiones peligrosas. Peter no la sabía de memoria, pero la había oído más de una vez.

– Sí, mamá -respondió suavemente.

– ¡¿Qué dice?!

– Sí, míster Brandt.

– No se haga el gracioso conmigo, Congdon. Cuando le hago estas recomendaciones no estoy pensando en mi salud. Usted no es tan vivo como se cree. Ya me di cuenta de que casi se le olvidó decir «cliente». Como ve, se le escapan muchas cosas.

– No tengo su experiencia, señor -replicó Peter, con fingido respeto.

– Entonces le conviene escucharme. Quédese en su habitación. Cuando sea necesario ponerse en contacto con el cliente, hágalo desde una cabina telefónica, hasta el momento en que le tenga que entregar la mercancía, y cuando llegue ese momento, asegúrese de que la entrega se haga en propia mano. Y no olvide el recibo firmado.

Peter carraspeó.

– Tengo que ver al cliente una vez más, míster Brandt. Tiene que entregarme ciertos papeles de los que no quiere desprenderse hasta último momento…

– ¿Qué?-rugió Brandt-. ¿Para qué mierda tiene usted cerebro? En el último momentó, ¡ah! ¿Qué pretende? ¿Dejarlos en sus manos en el instante en que usted suba al avión?

– Le dije que eso era imposible. Tendrá que pensar en otra cosa.

– ¡Ah! ¿De modo que tendrá que pensar en otra cosa? ¿De dónde ha sacado usted que el cliente es quien organiza las cosas? Cuando nosotros aceptamos una tarea la hacemos a nuestra manera. Dígale que cualquiera que sea el material que quiera entregarle, se lo haga llegar por un mensajero o por correo certificado. Su idea de lo que es una novela de capa y espada no coincide con la mía, y cuando esta organización se hace cargo de un trabajo, el trabajo lo hacemos nosotros. Lo hacemos todo y lo hacemos a nuestra manera. Usted debería saberlo. Lo elegí porque creí que tenía cerebro y coraje. No me haga quedar en ridículo. Demuestre que tiene cerebro.

– Lo lamento -dijo Peter en tono sarcástico-. Creí que me había elegido porque era soltero.

– Magnífico -la voz de Brandt sonaba igualmente sarcástica-. Ojalá su proceder fuera tan ingenioso como sus respuestas. Si tiene algo más que decir inclúyalo en el informe, y no se olvide que tiene que cifrarlo. Y espero tenerlo sobre mi escritorio el lunes por la mañana.

– «Roger», cambio y corto -dijo Peter, con algo más que un dejo de amargura en su voz.

Creía ser un buen agente de Brandt. Se consideraba uno de los mejores. Había creído que al elegirlo para una misión de tanta responsabilidad como ésta, el «viejo» había confirmado su punto de vista. No le gustaba que le pusieran como un trapo, pero reconocía que el «viejo» tenía cierta razón para estar descontento. Con todo, colgó enfurruñado. Su boca era una línea dura. ¡Mensajes cifrados y el Emerson Hotel! Le había gustado la atmósfera distinguida del Shoreham Hotel y le fastidiaba no poder regodearse en ella… ni moverse un poco por la ciudad. Había unas cuantas direcciones que le habría gustado controlar. Pero era evidente que Brandt se le había anticipado. La misión iba a ser peligrosa y tenía que estar dispuesto a enfrentar los peligros; pero justamente por eso se sentía con derecho a divertirse un poco antes de que el asunto comenzara. Comer, beber y pasarlo bien… sólo que Brandt no era gourmet, ni amigo de la diversión, y cuando se trataba de trabajo, no tenía sentido del humor.

El Emerson Hotel estaba a muy pocas manzanas de la estación, en las calles 1 y D, Noroeste. Era un edificio de proporciones modestas, de ladrillos vistos, pintados de amarillo. El nombre figuraba en una placa de bronce, junto a la puerta. Peter no entró directamente. Pasó de largo y entró en un estacionamiento situado unos metros más allá. Había un kiosco de diarios y revistas. Fumó un cigarrillo detrás del kiosco, cubriendo el resplandor de la brasa con la mano, y al ver que nadie se asomaba en su busca, decidió que podía entrar sin peligro en el hotel.

El vestíbulo era pequeño, con suelo de grandes mosaicos blancos y negros. Al fondo estaba la derecha de recepción, junto a la escalera. A la derecha, subiendo unos escalones, había una salita con sillones y sillas de cuero, en tonos de azul, oliva y anaranjado. A la izquierda, descendiendo otros escalones, una arcada se abría sobre el pequeño bar. El lugar era muy agradable para quien no hubiera entrado antes al Shoreham y no tuviera que cifrar un largo informe para Brandt. Para alguien en la situación de Peter, era un ambiente claramente depresivo.

En la mesa de recepción preguntó por una reserva a nombre de Horace Pepper [3] (El nombre había sido idea de Brandt, por supuesto, no suya. El «viejo» tenía cierto sentido del humor en esas cosas, si uno era capaz de apreciar ese tipo de ocurrencias.)

El empleado consultó y dijo que sí, que había una reserva hecha. ¿Míster Pepper quería habitación individual?

– Individual… lamentablemente.

– Con baño, televisión y aire acondicionado son ocho dólares por día.

– ¿Aire acondicionado? ¿Cuánto cuesta con calefacción? -preguntó Peter, con expresión avinagrada.

El empleado lanzó una risita.

– Hay calefacción y aire acondicionado en todas las habitaciones. Televisión también. Pero podemos retirar el televisor.

– Ni se le ocurra.

Peter llenó la ficha y le dieron la habitación número 12. El reloj que colgaba tras el mostrador señalaba las dieciocho treinta y cinco, cuando el conserje tocó la campanilla para llamar al botones.

– Quiero que me sirvan la cena en la habitación -dijo Peter.

– Sí, señor. Enviaré en seguida a alguien. ¿Algo más, señor?

– Sí. Una botella de whisky.

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