C019.

A Marilee Hunter, la pedante directora del laboratorio genético del Long Beach Memorial, le encantaba escucharse mientras hablaba. Marty Roberts hacía auténticos esfuerzos para aparentar interés. Marilee era pejiguera y muy susceptible, como las bibliotecarias de las películas de los años cuarenta. Disfrutaba sacando faltas al personal del hospital. Acababa de llamar a Marty para decirle que quería verlo de inmediato.

– Corríjame si me equivoco -empezó Marilee Hunter-. La hija del señor Weller solicitó una prueba de paternidad post mortem, y el resultado indica que su padre y ella no poseen el mismo ADN. Con todo, la viuda insiste en que Weller es el padre y ha pedido más pruebas. Por eso usted va y me trae muestras de sangre y de tejidos del bazo, del hígado, del riñon y de los testículos, a pesar de que pueden estar afectados por el embalsamamiento. Es evidente que cree que se trata de un caso de quimerismo.

– Sí. A menos que se hubiera cometido algún error en la prueba original -respondió Marty-. No sabemos de dónde sacó la hija la sangre para el análisis.

– El margen de error de las pruebas de paternidad no es precisamente despreciable -dijo Marilee-. Sobre todo si quien las practica es uno de esos laboratorios que se anuncian por internet. En mi laboratorio no se cometen errores. Analizaremos todos esos tejidos, Marty… En cuanto consiga células bucales de la hija.


– Muy bien, muy bien. -Se había olvidado de eso. Necesitaban células de la hija para poder comparar el ADN-. Tal vez no quiera colaborar.

– En ese caso haremos los análisis al hijo y a la otra hija -resolvió Marilee-. Pero ya sabe que analizar todos esos tejidos llevará tiempo. Puede que tardemos semanas enteras.

– Sí, sí. Claro.

Marilee abrió la carpeta con el historial de Weller, sobre la cual aparecía estampada la palabra, FALLECIDO. Pasó rápidamente las páginas.

– Mientras tanto, no me queda más remedio que poner en duda la autopsia original.

Marty se irguió de repente.

– ¿Porqué?

– Aquí pone que practicaron un análisis de tóxicos que resultó negativo.

– Siempre comprobamos los tóxicos en un accidente de tráfico. Es lo habitual.

– Mmm -musitó Hunter, frunciendo los labios-. Pues hemos repetido los análisis en el laboratorio, y esta vez el resultado no ha sido negativo.

– ¿Ah, sí? -dijo Marty, tratando de controlar la voz.

«¿Qué cono está diciendo?», se dijo.

– Resulta muy difícil practicar un análisis de tóxicos a un cadáver después de que haya sido embalsamado; con todo, tenemos suficiente experiencia. La conclusión es que el fallecido señor Weller muestra elevados niveles intracelulares de calcio y magnesio…

«¡Dios!», pensó Marty.

– … además de un aumento significativo de la etanol deshidrogenasa en el hígado, lo cual implica niveles elevados de alcohol en sangre en el momento del accidente…

Marty gruñó para sus adentros. ¿Quién habría hecho el análisis de tóxicos original? ¿Lo habría encargado el imbécil de Raza a una empresa externa? ¿O lo había dicho pero no lo había hecho?


– …y encima hemos encontrado restos de ácido etacrínico -dijo Marilee.

– ¿Acido etacrínico? -Marty negaba con la cabeza-. Eso no tiene ningún sentido. Es un diurético que se toma por vía oral.

– Así es.

– El tipo tenía cuarenta y seis años. El cuerpo quedó en muy mal estado, pero aun así es evidente que estaba en perfecta forma física, como si practicara culturismo o algo así. Los culturistas toman ese tipo de sustancias. Es posible que ese sea el motivo.

– Da por hecho que el hombre sabía que la tomaba -repuso Hunter-. Es posible que no lo supiera.

– ¿Cree que alguien lo envenenó? -preguntó Marty.

La mujer se encogió de hombros.

– Los efectos tóxicos incluyen el shock, la hipotensión y el coma. Eso podría haber contribuido a su muerte.

– No sé cómo podría determinarse algo así.

– Usted hizo la autopsia -le recordó mientras recorría el gráfico con el pulgar.

– Sí. El cuerpo de Weller mostraba numerosos daños. Traumatismo severo en la cara y el pecho, derrame pericárdico, fractura de la cadera y del fémur. El airbag no funcionó.

– Supongo que examinaron el vehículo.

Marty suspiró.

– Pregúntele a la policía. Eso no forma parte de mi trabajo.

– Tendrían que haberlo examinado.

– Mire -empezó Marty-, en el accidente solo se vio implicado un vehículo. Hay testigos. El tipo no estaba bebido ni en coma. Chocó de lleno contra un paso elevado de la autopista a más de ciento cuarenta kilómetros por hora. Casi todos los accidentes de un solo vehículo resultan ser suicidios. No me extrañaría que la propia víctima hubiera desactivado el airbag.

– Pero no examinaron el vehículo, Marty.

– No, no tenía motivos para hacerlo. El análisis de tóxicos resultó negativo y los niveles de electrolitos eran normales dados los daños y la hora de la muerte.

– No eran normales, Marty.


– Nuestros resultados fueron normales.

– Mmm… ¿Está seguro de que se hicieron los análisis?

Fue en ese momento cuando Marty Roberts empezó a dudar seriamente de Raza. El chico le había explicado que aquella noche había recibido una llamada urgente del banco de huesos. Raza quería cumplir, así que no le interesaba que el cadáver de Weller yaciera en una cámara frigorífica durante cinco o seis días mientras analizaban los niveles anormales de tóxicos.

– Tendré que comprobar que fue así -respondió Marty.

– Me parece que debemos hacerlo -opinó Marilee-. Resulta que, según los datos de que dispone el hospital, el hijo del fallecido trabaja en una empresa biotecnológica y la esposa en la consulta de un pediatra. Imagino que ambos tienen acceso a fármacos. Siendo así, no podemos estar completamente seguros de que al señor Weller no lo envenenaron.

– Cabe la posibilidad -admitió Marty-, aunque me parece poco probable.

La mujer le lanzó una mirada glacial.

– Lo averiguaré de inmediato -se apresuró a añadir Marty Roberts.

Mientras se dirigía de vuelta al laboratorio, trató de decidir qué hacer con Raza. El chico representaba una amenaza. Llegados a ese punto, Marty estaba seguro de que Raza no había pedido los análisis de tóxicos, lo cual significaba que habían falseado el informe del laboratorio. Daba igual que lo hubiera hecho el propio Raza, fotocopiando otro informe y cambiando el nombre, como que tuviera un cómplice en el laboratorio que lo hubiera falsificado por él. De hecho, era probable que hubiera ocurrido lo segundo. Santo Dios, eso quería decir que había una persona más implicada en todo aquello.

Y ahora doña tiquismiquis andaba a la caza de malhechores por culpa de los indicios de ácido etacrínico. Ácido etacrínico. Si John Weller había sido envenenado, Marty tenía que admitir que lo habían hecho de forma muy inteligente. Era evidente que el tipo presumía de cuerpo. A su edad, debía de`pasarse bastantes horas en el gimnasio. Era probable que tomara un montón de suplementos energéticos y mierdas de esas. Resultaría difícil probar que no había ingerido el diurético por voluntad propia.


Difícil, pero no imposible… Para comprar ácido etacrínico hacía falta receta médica, lo cual quería decir que tenía que haber pruebas. Podría ser que se lo hubiera dado otra persona, otro culturista, o que lo hubiera adquirido a través de una página web australiana; tardarían días enteros en comprobarlo. No pasaría mucho tiempo hasta que alguien decidiera echar otro vistazo al cadáver y descubriera que le faltaban los huesos de los brazos y de las piernas.

Mierda.

¡Maldito Raza!

Marty se imaginó a un culturista de cuarenta y seis años. Solo podía haber dos motivos para que un tipo de esa edad con familia se diera la paliza con tal de conseguir un cuerpazo: o era gay o tenía una amiguita. En cualquiera de los dos casos no follaba con su mujer. ¿Cómo debía de sentirse ella al respecto? ¿Cabreada?

Sí, probablemente. ¿Lo bastante como para envenenar al pimpante maridito? No podía descartarse. Había gente que asesinaba al cónyuge con menor motivo. De pronto, Marty se descubrió analizando el comportamiento de la señora Weller, tratando de recordar todo lo ocurrido durante la exhumación del cadáver. Lo que apareció en su mente fue una viuda hecha un mar de lágrimas, abrazada a su esbelto hijo y con la hija ejemplar apostada a su lado, sujetándole los pañuelos de papel. Una estampa conmovedora.

Sin embargo…

«En cuanto extrajeron el ataúd de la tumba, Emily Weller empezó a mostrar nerviosismo.»

De pronto, la afligida viuda quería que todo se hiciera lo más rápido posible, que ni siquiera trasladaran el cadáver al hospital, que no le extrajeran muchas muestras de tejido. La mujer que había solicitado un concienzudo análisis de ADN parecía haber cambiado súbitamente de idea.


Tal vez aún hubiera esperanzas.

Entró en su despacho y cerró la puerta. Tenía que llamar a la señora Weller, lo cual resultaba delicado. En el hospital se registraba el día y la hora en que se efectuaban todas las llamadas. Necesitaba una excusa. Se estrujó los sesos.

Claro: le hacía falta una muestra de su ADN y del de sus hijos.

Muy bien. Aunque, ¿por qué no había obtenido el ADN en el cementerio? Con un frotis del interior de la mejilla habría bastado. Le habría llevado solo un momento.

Ya tenía la respuesta: pensaba que el laboratorio de la tiquismiquis ya había obtenido la muestra de ADN por su cuenta.

Marty lo pensó bien. Repasó mentalmente la conversación.

No veía ninguna laguna. Era un motivo más que justificado para llamar.

Descolgó el auricular y marcó el número.

– Hola, señora Weller, soy el doctor Roberts, del hospital Memorial. Marty Roberts.

– Hola, doctor Roberts. -Hubo una pausa-. ¿Hay algún problema?

– No, señora Weller. Solo quería concertar una cita con usted y con sus hijos para extraerles sangre y un frotis de la mejilla. Son para la prueba de ADN.


– Ya nos lo hicieron. Se encargó la señora que trabaja en el laboratorio.

– Ah, ¿se refiere a la doctora Hunter? Lo siento, no lo sabía.

De nuevo se hizo un silencio. Al final habló Emily.

– ¿Han empezado ya con los análisis de Jack?

– Sí. Algunos los hacemos aquí y otros se hacen en el laboratorio.

– ¿Han encontrado algo? Quiero decir si el resultado es el que esperaban.

Marty sonrió mientras escuchaba. No se refería a la paternidad, estaba preocupada por que pudieran encontrar otra cosa.

– Bueno, señora Weller, la verdad es que…

¿Qué?

– La cosa se ha complicado un poco. No es nada importante.

– ¿Cuál es la complicación?

– El laboratorio genético ha encontrado una sustancia poco habitual en los tejidos del señor Weller. Es posible que sea debido a un error del laboratorio, a la contaminación.

– ¿Qué tipo de sustancia?

– Solo se lo digo porque sé que desea que su esposo descanse en paz cuanto antes.

– Sí, quiero que lo dejen tranquilo -dijo ella.

– Sentiría que se tardaran días, incluso semanas, en concluir todo esto -se congració Marty-. Podrían empezar a formularse preguntas sobre la sustancia y cómo fue a parar al organismo de su marido. Aunque sea un error del laboratorio, la cuestión es que cualquier hecho tiene que denunciarse y seguir el proceso legal, señora Weller. No tendría que haberla llamado pero… Me siento responsable. Ya le he dicho que lamentaría que todo esto tardara en concluir por culpa de una investigación forense.

– Ya lo entiendo -aseguró la señora Weller.

– Yo no me atrevo a aconsejarle que no siga las pautas legales, señora Weller, pero noté que la exhumación de su marido le causó un gran desgaste emocional.

– Sí, sí…


– Si no quiere tener que pasar por otro entierro, por no ha blar de los gastos que conllevaría, debería optar por una solución más fácil emocionalmente hablando. Además, si anda mal de dinero, le saldría mucho más barato. Podría pedir que incineraran el cadáver.

– No lo había pensado -admitió.

– Supongo que tampoco había pensado que le resultara tan traumático desenterrar a su marido.

– No, no me lo había imaginado.

– Está en su derecho de no permitir que la hagan volver a pasar por ello.

– Me parece que será lo mejor -convino ella.

«Para usted, seguro que sí», pensó Marty.

– Claro que en cuanto le comuniquen que va a efectuarse una investigación no le permitirán incinerar el cadáver. Por eso yo no puedo recomendárselo. Pero aún está a tiempo de decidirlo por sí misma, por sus propios motivos. Si lo solicita rápido, hoy o mañana, habrá sido una cuestión de mala suerte. Será una lástima, pero el cadáver habrá sido incinerado antes de que el forense ordene la investigación.

– Ya lo entiendo.

– Tengo que dejarla -dijo Marty.

– Le agradezco mucho la llamada. ¿Tiene algo más que decirme?

– No, eso es todo -dijo él-. Gracias, señora Weller.

– Gracias a usted, doctor Roberts.

Y colgaron.

Marty Roberts se recostó en la silla. Estaba satisfecho de cómo había ido la conversación telefónica, muy satisfecho.

Solo le quedaba una cosa pendiente.

– Laboratorio de la quinta planta, le atiende Jennie. -Jennie, soy el doctor Roberts, de anatomía patológica. Necesito que compruebe un resultado. -¿Es reciente, doctor Roberts?


– No, es de hace días. Un análisis de tóxicos que se encargó hace una semana. El nombre del paciente era Weller.

Marty le leyó el número del historial.

Hubo una breve pausa. Marty oyó el tintineo de las llaves.

– ¿John J. Weller? Varón, blanco, cuarenta y seis años.

– Sí.

– Realizamos un análisis completo de tóxicos a las tres y treinta y siete minutos de la madrugada del domingo 8 de mayo. Ah, y nueve pruebas más.

– ¿Conservan las muestras de sangre?

– Seguro que sí. Ahora se guarda todo.

– ¿Puede comprobarlo?

– Doctor Roberts, se guardan siempre. Se guardan incluso las tarjetas de la prueba del talón de los recién nacidos. Es una prueba a la que nos obliga la ley para detectar si el bebé tiene fenilcetonuria, pero aun así conservamos las tarjetas. Y también guardamos la sangre del cordón umbilical, y la placenta y las extirpaciones quirúrgicas. Lo guardamos todo…

– Ya lo comprendo. De todas formas, ¿le importaría mirarlo?

– Lo estoy viendo en la pantalla -respondió la chica-. La muestra congelada se encuentra en la cámara B7. Se la llevarán al almacén externo a final de mes.

– Lo siento -se disculpó Marty-. Es que es posible que haya un proceso legal. ¿Puede comprobar que la muestra se encuentra físicamente donde se supone que debe estar?

– Claro. Ahora envío a alguien, lo llamaré en cuanto lo sepa.

– Gracias, Jennie.

Colgó el teléfono y volvió a recostarse en la silla. A través de la mampara de cristal, observó a Raza limpiar uno de los tableros de acero inoxidable para la siguiente autopsia. Raza limpiaba a conciencia. Marty tenía que reconocerlo: el chico era concienzudo, prestaba atención a los detalles.

Por tanto, no se le habría pasado por alto modificar la base de datos del hospital para incluir una muestra no existente. Si no lo había hecho él mismo, se lo habría pedido a otra persona.

En ese momento sonó el teléfono.


– ¿Doctor Roberts? Soy Jennie.

– Dime, Jennie.

– Me parece que me he precipitado. La muestra de Weller consiste en treinta centímetros cúbicos de sangre venosa, congelada. Pero no se encuentra en la cámara B7, debe de estar cambiada de sitio. Ya la están buscando. Lo avisaré en cuanto la encuentren. ¿Quería algo más?

– No -respondió Marty-. Muchas gracias, Jennie.

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