C082.

Henry Kendall pensó que era lo último que necesitaban: ¡visitas! Observó con consternación cómo Lynn abrazaba a Alex Burnet y se agachaba para hacer otro tanto con el hijo de Alex, Jamie. Alex y Jamie acababan de presentarse por las buenas, sin avisar. Las mujeres charlaban animadamente, gesticulaban y parecían felices de estar juntas cuando entraron en la cocina para buscar algo que ofrecerle al Jamie de Alex. Mientras tanto, el otro Jamie y Dave estaban jugando al «Drive or Die!» con la PlayStation. El ruido de metal aplastado y neumáticos chirriantes llenaba la habitación.

Henry Kendall estaba superado por las circunstancias, así que entró en el dormitorio para organizar sus pensamientos. Acababa de regresar de la comisaría, donde habían repasado la grabación del día anterior de la cámara de seguridad instalada en el patio del colegio. La calidad de la imagen no era buena pero, dadas las circunstancias, daba las gracias porque la visión de ese crío, Billy, pateando y pegando a su hijo le había resultado tan sobrecogedora que apenas había sido capaz de mantener los ojos en la pantalla. Había tenido que apartar la mirada varias veces. Esos chicos, esa panda de skaters, tendrían que estar todos entre rejas. Con un poco de suerte, los expulsarían del colegio.

No obstante, Henry sabía que eso no se acabaría ahí. Siempre ocurría lo mismo. Hoy día, todo el mundo interponía demandas, por lo que estaba convencido de que los padres del skater pondrían un pleito para que los readmitieran a todos. Demandarían a la familia de Henry y a Jamie y Dave, y por culpa de esos pleitos estaba seguro de que se descubriría que no existía ningún síndrome de Gandalf Crikey o lo que fuera que Lynn se hubiera inventado. Estaba seguro de que todo el mundo se enteraría de que Dave en realidad era un chimpancé transgénico.

Y luego, ¿qué? Un circo mediático más allá de lo que cualquiera pudiera imaginar. Los periodistas acamparían en el jardín delantero durante semanas y los perseguirían allí adonde fueran, los grabarían con cámaras camufladas día y noche, destruirían sus vidas y para cuando los periodistas se hubieran aburrido, los beatos y los ecologistas volverían a la carga. Tacharían de impíos a Henry y su familia, de criminales, de gente peligrosa y antiamericana y de amenaza para la biosfera. Empezó a imaginar comentaristas de televisión hablando en un babel de lenguas -inglés, español, alemán, japonés- con imágenes de Dave y suyas de fondo.

Y eso solo sería el principio.

Se llevarían a Dave. Henry seguramente iría a prisión (aunque de eso no estaba tan seguro, ya que muchos científicos llevaban más de dos décadas saltándose las normas en cuanto a los experimentos genéticos y ninguno había dado con sus huesos en la cárcel, ni siquiera cuando había muertos). No obstante, era indudable que lo apartarían de la investigación. Lo echarían del laboratorio durante un año o más. ¿Cómo iba a mantener a su familia? Lynn no podía hacerlo sola y casi seguro que el negocio de ella también se iría a pique. ¿Qué ocurriría con Dave? ¿Y con su hijo? ¿Y con Tracy? ¿Y qué pasaría con su comunidad? La Jolla era bastante liberal (al menos, algunas zonas), pero era posible que la gente no fuera demasiado comprensiva con la idea de que un híbrido de humano y chimpancé acudiera al colegio con sus hijos. Era algo radicalmente nuevo, de eso no cabía duda. La gente todavía no estaba preparada para una cosa así. Los liberales no eran tan liberales.

Puede que tuvieran que mudarse. Puede que tuvieran que vender la casa y trasladarse a algún lugar remoto, como Montana. Aunque tal vez a la gente de allí les costara aún más aceptarlos.

A estas y otras ideas les daba vueltas en la cabeza, acompañadas por los chirridos y los encontronazos de los coches y las risas de su mujer y la amiga de esta en la cocina. Se sentía superado por las circunstancias. Y en medio, justo en el centro, se encontraba su profunda sensación de culpabilidad.


Una cosa estaba clara: no podía perder de vista a sus hijos, tenía que saber dónde estaban en todo momento. No podía arriesgarse a que se repitiera lo del día anterior. Lynn les había obligado a retrasar una hora la salida de casa para que entraran más tarde al colegio, de ese modo no habría incidentes con los niños de cursos superiores. El joven Cleever era una amenaza y parecía bastante improbable que lo metieran entre rejas. Seguramente se limitarían a asustarlo y a entregarlo a su padre en custodia. Henry sabía que el padre era analista de defensa de un comité asesor local, un tipo pirado por las armas que se creía muy duro, uno de esos intelectuales a quienes les gusta disparar a las cosas. Un intelectual varonil. Cualquiera sabía qué podía ocurrir.

Se volvió hacia el paquete que se había traído del laboratorio. Llevaba la etiqueta de TrackTech Industries, Chiba City, Japón. Dentro había cinco relucientes tubitos plateados de apenas tres centímetros de largo y algo menos gruesos que una pajita. Los sacó y los miró. Esas maravillas de la miniaturización llevaban incorporada tecnología GPS, así como sensores de temperatura, pulso, respiración y presión sanguínea que se activaban a través de un imán en uno de los extremos. La punta lanzó un único destello azulado y luego se apagó.

Se habían ideado para hacer un seguimiento de los primates, los monos y los babuinos del laboratorio, a los que les introducían los tubitos con un instrumento quirúrgico especial que parecía una jeringuilla extragrande. Se los colocaban debajo de la piel del cuello, por encima de la clavícula. Henry no podía hacer lo mismo con los niños, claro, así que la cuestión era: ¿dónde los colocaba? Regresó al salón, con los niños. ¿Les metía los sensores en las mochilas? No. ¿Por el cuello de la camisa? Sacudió la cabeza. Lo notarían. Entonces, ¿dónde?

El instrumento quirúrgico funcionó a la perfección. Los dispositivos entraron con suavidad en la goma del tacón de la zapatilla de deporte. Primero cogió la de Dave, luego la de Jamie y después, llevado por un impulso, salió a buscar una zapatilla del otro Jamie, del hijo de Alex.

– ¿Para qué es? -preguntó el pequeño.

– Tengo que medirla. Vuelvo enseguida.

Introdujo otro dispositivo en la tercera zapatilla.

Solo quedaban dos. Henry estuvo cavilando unos instantes y varias opciones acudieron a su mente.

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