C041.

Los primeros días de Dave en casa de los Kendall transcurrieron sorprendentemente bien. Llevaba la gorra siempre que salía, lo que ayudaba mucho a su apariencia en general. Con el cabello recortado, los vaqueros, las zapatillas deportivas y una camisa Quicksilver, tenía el mismo aspecto que cualquier otro chico de su edad. Además, aprendía rápido y coordinaba bien, por lo que escribir su nombre siguiendo las instrucciones de Lynn le resultó sencillo. Leer le costaba más.

A Dave se le daban bien los deportes de fin de semana, aunque a veces se sentía un tanto desconcertado. En un partido de la liga menor de béisbol, un golpe alto lanzó la pelota hacia el edificio de dos plantas del colegio; Dave echó a correr, escaló la pared y atrapó la bola en la ventana del segundo piso. Los niños recibieron la hazaña con una mezcla de admiración y resentimiento. No era justo; además, les habría gustado ver cómo se hacía añicos el cristal. Por otro lado, sin embargo, todo el mundo quería que Dave jugara en su equipo.

Por eso Lynn se sorprendió cuando una tarde de sábado Dave volvió a casa antes de lo previsto. Parecía triste.

– ¿Qué te pasa? -preguntó.

– Que no me quieren.

– Todos nos hemos sentido así en algún momento.

Dave sacudió la cabeza.

– Me miran.


Lynn tardó en contestar.

– No eres como los otros niños.

– Ya.

– ¿Se ríen de ti?

Dave asintió.

– A veces.

– ¿Qué hacen?

– Me tiran cosas… Y me insultan.

– ¿Qué te dicen?

Se mordió el carnoso labio.

– Niño mono. -Estaba al borde del llanto.

– Eso no está bien -se lamentó Lynn-, lo siento. -Le quitó la gorra de béisbol y le acarició la cabeza y la nuca-. Los niños pueden llegar a ser muy crueles.

– A veces duele.

Desanimado, se dio media vuelta y se quitó la camiseta. Lynn hundió los dedos en su pelo en busca de contusiones o cualquier otra lesión y sintió que Dave se relajaba, que su respiración se acompasaba y mejoraba su humor.

Más tarde cayó en la cuenta de que lo había estado acicalando, tal como suelen hacerlo los simios en su habitat -uno le da la espalda al otro mientras este le escarba en el pelo-, así que decidió hacerlo a diario para que Dave se sintiera más a gusto.

Desde la llegada de Dave, la vida de Lynn había cambiado por completo. A pesar de que el pequeño era únicamente responsabilidad de Henry, el chimpancé apenas había demostrado interés alguno en él y, en cambio, se había sentido atraído hacia ella de inmediato. Por su parte, tal vez los gestos o el aspecto de la criatura -¿los enternecedores ojos?, ¿la conducta infantil?- le había robado el corazón. Lynn había empezado a informarse sobre los chimpancés y había descubierto que las hembras suelen aparearse con diferentes machos, razón por la que ignoran cuál de ellos es el que ha engendrado su descendencia y, por consiguiente, la noción de paternidad o de padre es un concepto desconocido para estos simios, que solo tienen madre. Parecía que a Dave lo habían maltratado, que se había visto privado de los cuidados de su verdadera madre, por lo que había recibido a Lynn con gran anhelo y ella no había hecho más que responder a esa llamada. Le había resultado profundamente emotivo y por completo inesperado.

– Mamá, no es tu hijo -le había recriminado Tracy.

Tracy estaba en esa edad en que exigía toda la atención de sus padres y, por tanto, se resentía de cualquier cosa que la desviara de ella lo más mínimo.

– Ya lo sé, Trace, pero me necesita -se había justificado Lynn.

– ¡Mamá! ¡No es tu responsabilidad! -había exclamado su hija, alzando las manos al cielo en un gesto teatral.

– Lo sé.

– Vale, pues déjalo en paz.

– ¿Estoy demasiado encima de él?

– ¡Tú dirás!

– Lo siento, no me he dado cuenta.

Rodeó a su Tracy con los brazos y la estrechó contra sí.

– No me trates como si fuera un mono -le espetó Tracy, apartándola de un empujón.

Sin embargo, después de todo eran primates. Los seres humanos también eran simios, y la experiencia con Dave supuso para Lynn una incómoda toma de conciencia de cuánto compartían ambas especies: el acicalamiento, las caricias y el contacto físico como fuentes de relajación; la mirada baja al sentirse amenazado o como señal de disgusto o sumisión -Tracy con ojos entornados flirteando con sus novietes-; el contacto visual directo para intimidar o demostrar enojo; la carne de gallina como respuesta a situaciones que causan miedo o provocan enfado, los mismos músculos que erizan el pelo de un primate para fingir una mayor corpulencia ante la presencia de una amenaza; el reposo en comunidad, hechos un ovillo en una especie de nido…

Etcétera, etcétera.


Simios.

Todos eran simios.

A medida que transcurría el tiempo, la mayor diferencia parecía radicar en el pelo: Dave era peludo, los que lo rodeaban no. Según lo que había leído, la pérdida del pelo se había dado tras la separación entre seres humanos y chimpancés. La explicación tradicional solía ser que los seres humanos habían sido criaturas acuáticas durante un tiempo. Pues la mayoría de los mamíferos eran peludos y necesitaban sus abrigos naturales para mantener la temperatura interna; en cambio, los mamíferos acuáticos, como los delfines y las ballenas, lo habían perdido en aras de una mayor adaptabilidad a su medio. De ahí la teoría sobre la posible fase acuática del hombre como explicación para la pérdida del pelo. No obstante, lo que más inquietaba a Lynn era la persistente sensación de que Dave era y no era humano al mismo tiempo, e ignoraba cómo enfrentarse a ese sentimiento. Además, no le resultaba más fácil con el paso del tiempo.

EL JUICIO POR EL GEN CANAVAN PONE FIN AL CONFLICTO ÉTICO SOBRE LAS PATENTES GENÉTICAS.


La enfermedad de Canavan es una dolencia genética hereditaria y mortal, que afecta a los niños en sus primeros años de vida. En 1987, Dan Greenberg y su esposa descubrieron que su hijo de nueve meses padecía dicha enfermedad. Dado que en esa época no existía ninguna prueba para identificar el gen, los Greenberg tuvieron otro hijo, una niña, a la que también se diagnosticó la enfermedad.

Los Greenberg desearon evitarles el mismo sufrimiento a otras familias, por lo que convencieron a Reuben Matalón, genetista, para que trabajara en la busca de una prueba prenatal que identificara la enfermedad de Canavan. Los Greenberg donaron sus tejidos y los de sus hijos fallecidos, y pusieron todo su ahínco en obtener ios de otras familias repartidas por todo el mundo y afectadas por la misma enfermedad. Finalmente, en 1993 se descubrió el gen responsable de la dolencia y por fin las familias de todo el mundo dispusieron de una prueba prenatal gratuita.

Sin embargo, el doctor Matalón patentó el gen sin que los Greenberg lo supieran y empezó a exigir un desembolso generoso a todo el que deseara realizar dicha prueba. Muchas de las familias que habían contribuido con tejidos y dinero al hallazgo del gen se descubrieron incapaces de poder costearse el análisis. En 2003, los Greenberg y otras partes interesadas demandaron a Matalón y al hospital infantil de Miami aduciendo ausencia de consentimiento informado, enriquecimiento inmerecido, ocultación fraudulenta y apropiación indebida de secretos comerciales. La demanda se resolvió fuera de los juzgados y, en consecuencia, la prueba es a la sazón más asequible, aunque todavía ha de pagarse cierta cantidad al hospital infantil de Miami. La ética de los médicos y las instituciones implicadas en este caso sigue siendo tema de acalorado debate.


Psychology News.

LOS ADULTOS HAN DEJADO DE MADURAR.

Un investigador británico acusa a los profesores universitarios y científicos de formación académica de «pasmosa inmadurez»

oi piensa que los adultos que lo rodean se comportan como niños, lo más probable es que esté en lo cierto. En términos científicos se denomina «neotenia psicológica», la persistencia del comportamiento infantil en la edad adulta. Y va en aumento.

Según el doctor Bruce Charlton, psiquiatra evolutivo de Newcastle upon Tyne, los seres humanos tardan cada vez más en alcanzar la madurez mental y muchos ni siquiera llegan a esta.

Charlton cree que se trata de una consecuencia accidental de la formación académica, que se dilata hasta bien entrada la veintena. «La formación académica requiere una actitud receptiva parecida a la infantil», la cual «obstaculiza la consecución de la madurez psicológica» que por lo general ocurriría al final de la adolescencia o con veintipocos años.

Apunta que «académicos, profesores, científicos y muchos otros profesionales a menudo adolecen de una pasmosa inmadurez». Los considera «impredecibles, con prioridades partidistas y tendentes a la exageración».

Sociedades humanas anteriores a la nuestra, como la de los cazadoresrecolectores, eran más estables y, por ende, sus miembros alcanzaban la madurez antes de cumplir los veinte años. No obstante, hoy día, gracias al veloz cambio social y a la menor dependencia de la fuerza física, la madurez suele retrasarse. Asegura que indicadores como la graduación en la universidad, el matrimonio y el primer hijo anteriormente se daban a una edad establecida y sin embargo ahora pueden suceder a lo largo de un período que abarca décadas.

Por tanto, «es importante señalar que, psicológicamente hablando, entre la gente de hoy día hay personas que nunca alcanzan la madurez».

Charlton cree que podría tratarse de una reacción adaptativa. «Una flexibilidad de actitudes, comportamientos y conocimientos infantil» puede resultar útil para conducirse en la creciente inestabilidad del mundo moderno, dice, donde es más probable que la gente cambie de trabajo, tenga que adquirir nuevos conocimientos y se mude a nuevos lugares. Sin embargo, el precio que se ha de pagar a cambio es el de «la incapacidad de mantener la atención durante períodos prolongados, la búsqueda frenética de lo novedoso, los ciclos cada vez más cortos de modas arbitrarias y […] una frivolidad emocional y espiritual generalizada». Añade que la gente moderna «carece de la profundidad de carácter que parecía más común en el pasado».

Загрузка...