C075.

Perdido, conduciendo por un terreno accidentado, Stan Milgram entrecerró los ojos para leer la señal de tráfico que surgía de la oscuridad: PALOMAR MOUNTAIN 60 KM. ¿Dónde cono estaba eso? Jamás hubiera creído que California fuera tan grande. Ya había dejado atrás un par de poblaciones, pero a las tres de la mañana todo estaba cerrado, incluidas las gasolineras. Así que ahí estaba, otra vez en medio de la oscuridad y solo en varios kilómetros a la redonda.

Tendría que haberse llevado un mapa.

Stan estaba agotado, irritable, y necesitaba parar un rato para dormir, pero el maldito pajarraco empezaría a chillar en cuanto se le ocurriera detener el coche.

Gerard se había mantenido callado la última hora, pero entonces, sin razón aparente, se había puesto a imitar tonos de marcado, como si llamara a alguien.

– Para ya, Gerard -lo avisó Stan.

El loro se calló y, al menos durante un rato, Stan pudo conducir en silencio; aunque no duró mucho, claro.

– Tengo hambre -dijo Gerard.

– Los dos tenemos hambre.

– ¿Quedan patatas chips?

– Se han acabado. -Habían terminado las últimas cerca de Earp. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Una hora? ¿Dos?

– Nobody knows the trouble Fve seen -canturreó Gerard.

– No empieces -le advirtió Stan.


– Nobody knows, 'cept Jesús…

– Gerard…

Silencio.

Stan pensó que era como viajar con un niño, el pájaro tenía la tozudez y la imprevisibilidad de una criatura. Era agotador.

Dejaron las vías de un tren a la derecha.

Gerard empezó a imitar el lento avance de un tren y dejó escapar un lastimero silbido.

– Iain't seen the sunshine, since I don't know wheeen…

Stan decidió no decir nada. Agarró el volante con fuerza y se adentró en la noche. A su espalda, el cielo se iluminaba débilmente. Eso significaba que se dirigía hacia el oeste, hacia su destino. Más o menos.

Entonces, en medio del tenso silencio, Gerard empezó de nuevo:

– Señoras y caballeros, mesdames et messieurs, damen und herrén, de lo que una vez fue una inarticulada masa de tejido inanimado, voy a presentarles ahora a un culto y sofisticado hombre de ciudad. ¡Ya!

– Estás jugándotela -dijo Stan-, te lo advierto.

– It's my Ufe, don't you forget! -cantó el papagayo, desgañifándose. Fue como si todo el coche vibrara. Stan creyó que las ventanillas iban a estallar.

Hizo una mueca de dolor y agarró el volante aún más fuerte.

– Nos alegra ver aquí esta noche a muchos de nuestros amigos -continuó Gerard como si fuera un presentador.

Stan sacudió la cabeza.

– Por Dios bendito.

– Seamos felices, felices, felices, dilo conmigo. Felices, felices, felices, probadlo…

– Para -pidió Stan.

Gerard continuó como si nada.

– Felices, felices, felices, felices, oh, cariño, sí, felices, felices…

– ¡Se acabó! -gritó Stan, frenando junto al arcén. Bajó del coche y cerró la puerta del conductor de un enérgico portazo.

– No me asustas, macho -contestó Gerard.


Stan soltó un taco y abrió la puerta de detrás.

Gerard volvía a cantar.

– I've got some news foryon, andyou '11 soonfind out it's truc, and you '11 have to eat your lunch all by yourself…

– ¡Está bien, vas a salir de ahí ahora mismo, colega!

Cogió el pájaro sin miramientos. Gerard empezó a picotearlo con fiereza, pero Stan ni se inmutó y dejó a Gerard en la cuneta, en la tierra.

– It looks as though you're letting go, and ifit's real 1 don't want to…

– Ahí te quedas -gruñó Stan.

Gerard aleteó.

– No puedes hacerme esto -se quejó.

– ¿Ah, no? Pues mira.

Stan regresó junto a la puerta del conductor y la abrió.

– Quiero mi percha -protestó Gerard-, es lo mínimo que puedes…

– ¡A la mierda tu puta percha!

– Don't go away mad, it can't be so bad, don't go away…

– Adiós, Gerard.

Stan cerró de un portazo y hundió el pie en el acelerador. Se alejó a toda velocidad, procurando dejar atrás una espesa nube de polvo. Volvió la vista, pero no vio al pájaro. Lo que sí vio en cambio fueron los excrementos que había dejado en el asiento trasero. Joder, se pasaría días enteros para limpiarlo.

Sin embargo, había silencio.

Bendito silencio.

Por fin.

El viaje de Gerard había terminado.

Ahora que lo rodeaba la quietud, la fatiga acumulada acudió a su llamada y Stan empezó a adormilarse. Encendió la radio, bajó la ventanilla y sacó la cabeza para que le diera el aire, pero no hubo manera. Al final tuvo que aceptar que acabaría durmiéndose y que tenía que detenerse junto al arcén.


Ese pájaro había impedido que se durmiera, por lo que se sintió ligeramente mal por haberlo abandonado como lo había hecho junto a la carretera. En realidad era como haberlo matado porque un pájaro como ese no duraría demasiado en el desierto. Una serpiente de cascabel o un coyote no tardarían en dar cuenta de él. Lo más probable era que ya lo hubieran hecho, así que no había razón para dar marcha atrás.

Stan salió de la carretera y se detuvo en un pinar. Apagó el motor e inhaló la fragancia de los árboles. Se durmió al instante.

Gerard correteó arriba y abajo durante un rato en la oscuridad. Quería elevarse del suelo y varias veces intentó saltar a los achaparrados arbustos de artemisa que lo rodeaban; sin embargo, la planta no soportaba su peso y siempre acababa estampándose contra el suelo. Al final, medio brincando, medio volando, aterrizó sobre un enebro a un metro de altura. Se habría dormido sobre esa percha improvisada si no hubiera sido por la temperatura extremadamente baja para un ave tropical y por los aullidos de una manada de animales del desierto.

Los aullidos se aproximaban.

Gerard volvió a erizar las plumas.

Sin perder de vista la manada que se dirigía hacia él.

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