C058.

El Boeing 737 de Barton Williams frenó en la terminal privada de Hopkins, en Cleveland, Ohio, y el quejido de los motores fue reduciéndose paulatinamente. El interior del aparato estaba equipado con todo tipo de lujos. Contaba con dos dormitorios, dos baños completos con ducha y un salón para ocho comensales. Con todo, el dormitorio principal, que ocupaba un tercio de la parte posterior del aparato -con una cama de matrimonio, un cubrecama de piel y luz ambiente-, era donde Barton pasaba la mayor parte del vuelo. Solo necesitaba una azafata, pero siempre viajaba con tres. Le gustaba la compañía. Le gustaban las risas y la chachara. Le gustaba la piel joven y suave sobre el cubrecama, con la luz ambiente baja, cálida, rojiza, sensual. Y, qué diantre, a doce mil metros de altura era el único lugar donde estaba a salvo de su mujer.

Pensar en su esposa le enfriaba el entusiasmo. Miró el pajarraco encaramado en la percha del salón del avión.

– Me ha secuestrado -lo acusó el loro.

– Vuelve a repetirme tu nombre -pidió Barton.

– Riley. Doghouse Riley -contestó con voz impostada.

– No te pases de listo conmigo.

– Me llamo Gerard.

– Muy bien, Gerard. No me gusta demasiado, suena a extranjero. ¿Qué te parece Jerry? ¿Te gusta?

– No -contestó el loro-, no me gusta.


– ¿Por qué no?

– Suena bobo. Menuda bobada.

Se hizo un incómodo silencio.

– ¿De verdad? -preguntó Barton Williams con un deje amenazador en la voz. Williams sabía que no era más que un animal, pero no estaba acostumbrado a que lo llamaran bobo, y menos un pájaro; hacía muchísimos años que nadie lo trataba así. Empezó a notar que la ilusión por el regalo empezaba a remitir-. Jerry, será mejor que nos llevemos bien, porque ahora soy tu dueño.

– Las personas no tienen dueños.

– Tú no eres una persona, Jerry, tú eres un pajarraco. -Barton se acercó a la percha-. Permíteme que te explique cómo funciona esto: vas a ser un regalo para mi mujer y quiero que te comportes, quiero que seas divertido y quiero que la lisonjees, la halagues y la hagas sentirse bien. ¿Entendido?

– Eso ya lo hacen los demás -contestó Gerard, imitando la voz del piloto, quien al oírlo desde la cabina, volvió la cabeza-. Por Dios, no sabes cómo me carga a veces ese viejo pelmazo.

Barton Williams frunció el ceño.

A continuación, oyó una fiel imitación del ruido de los motores en vuelo y por encima de este, la voz de una chica, una de las azafatas:

– Jenny, ¿a quién le toca chupársela, a ti o a mí?

– Te toca a ti.

– Vale… -Suspiro de resignación.

– No te olvides de llevarle su copa. -Se abre y se cierra una puerta.

Barton Williams empezó a sonrojarse. El loro continuó:

– ¡Oh, Barton! ¡Sí, dame más! ¡Qué grande la tienes! ¡Sí, Barton! Sí, cariño. ¡Sí, machote! ¡Ah, cómo me gusta! ¡Qué grande, qué grande, aaaaaah!

Barton Williams fulminó al loro con la mirada.

– Creo que no vas a ser una adquisición bienvenida en mi hogar.

– You're the reason our kids are ugly, little darlin' -cantó Gerard.


– Se acabó -ordenó Barton, dándose la vuelta.

– ¡Oh, Barton! ¡Sí, dame más! ¡Qué grande la tienes! ¡Ah…!

Barton Williams lanzó el cubrecama sobre la jaula del loro.

– Jenny, guapa, tú tienes familia en Dayton, ¿verdad?

– Sí, señor Williams.

– ¿Crees que a alguien de tu familia le gustaría tener un pájaro parlanchín?

– Ah, bueno, la verdad es que… Sí, señor Williams, estoy segura de que les encantaría.

– Bien, bien. Te agradecería mucho que se lo regalaras hoy mismo.

– Por supuesto, señor Williams.

– Y si por alguna razón tu familia no acaba de apreciar la compañía alada, átale unos buenos pesos a las patas y tíralo al río, porque no quiero volver a verlo en la vida.

– Sí, señor Williams.

– Lo he oído -advirtió el loro.

– Me alegro -contestó Barton Williams.

Después de que la limusina del anciano hubiera desaparecido a lo lejos, Jenny se quedó en el asfalto con la jaula cubierta.

– ¿Y ahora qué hago yo con esto? Mi padre odia los pájaros, los caza.

– Llévalo a una tienda de mascotas -propuso el piloto-, o dáselo a alguien para que lo envíe a Utah o a México o a un lugar de esos.

Refreshing Paws era una exclusiva tienda de Shaker Heights en la que sobre todo vendían cachorros. El joven del mostrador era atractivo, tal vez un poco más joven que Jenny, y parecía estar en buena forma. La azafata entró llevando a Gerard en su jaula cubierta.


– ¿Tenéis loros?

– No, solo perros. -Le sonrió-. ¿Qué llevas ahí? Me llamo Stan.

En la etiqueta de identificación se leía: STAN MILGRAM.

– ¿Qué tal, Stan? Me llamo Jenny, y este es Gerard. Es un loro gris africano.

– Echémosle un vistazo. ¿Qué quieres, venderlo?

– O donarlo.

– ¿Por qué? ¿Qué le pasa?

– Al dueño no le gusta.

Jenny retiró el trapo con un gesto brusco. Gerard parpadeó y ahuecó las alas.

– Me han secuestrado -dijo.

– Eh, habla muy bien -se sorprendió Stan.

– Le gusta mucho hablar -respondió Jenny.

– Le gusta mucho hablar-repitió Gerard, imitando su voz-. Deja de tratarme con condescendencia.

Stan frunció el ceño.

– ¿Qué dice?

– Estoy rodeado de imbéciles -dijo Gerard.

– Habla sin parar -comentó Jenny, encogiéndose de hombros.

– ¿Le pasa algo?

– No, nada.

Gerard se volvió hacia Stan.

– Ya te lo he dicho -insistió, enérgico-. Me han secuestrado y ella está implicada. Es cómplice de los secuestradores.

– ¿Es robado? -quiso saber Stan.

– Robado no, secuestrado -lo corrigió Gerard.

– ¿Y ese acento? -preguntó Stan, sonriendo a Jenny.

La joven se volvió de lado, para exhibirse de perfil.

– Es francés.

– Parece británico.

– Viene de Francia, ya no sé más.

– Oh la la! -exclamó Gerard-. ¿Es que nadie me escucha?

– Cree que es una persona -dijo Jenny.


– Soy una persona, imbécil, y si quieres tirarte a este tipo, ve y tíratelo, pero no me hagas perder el tiempo mientras exhibes tus encantos delante de él.

Jenny se sonrojó. El chico desvió la mirada y luego volvió a sonreírle.

– Vaya boca que tiene -comentó Jenny, todavía ruborizada.

– ¿Dice palabrotas?

– Nunca le he oído decir tacos, no.

– Porque conozco a alguien a quien podría interesarle, siempre que no diga palabrotas.

– ¿Y quién es ese alguien?

– Una tía mía que vive en California, en Mission Viejo, en el condado de Orange. Es viuda y vive sola. Le gustan los animales y necesita compañía.

– Ah, bien, eso estaría bien.

– ¿Vas a regalarme? -se indignó Gerard-. ¡Eso es esclavismo! No soy algo que se pueda regalar.

– Tengo que acercarme hasta allí de aquí a un par de días -continuó Stan Milgram- y podría aprovechar para llevárselo. Sé que le gustará. Esto… ¿Qué haces esta noche?

– Puede que esté libre -contestó Jenny.

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