C049.

El marido de Gail Bond, Richard, asesor de inversiones, solía trabajar hasta tarde acompañando a clientes importantes, y ninguno lo era tanto como el estadounidense con el que se sentaba a la mesa en esos momentos: Barton Williams, el famoso inversor de Cleveland.

– ¿Quiere sorprender a su mujer, Barton? -preguntó Richard Bond-, porque creo que tengo lo que necesita.

Encorvado sobre la mesa, Williams lo miró sin molestarse siquiera en fingir interés. Barton Williams tenía setenta y cinco años y se parecía mucho a un sapo: rostro de mejillas caídas de grandes poros, nariz chata y carnosa y ojos saltones. Además, esa costumbre que tenía de descansar los brazos encima la mesa y posar la barbilla sobre los dedos aún lo asemejaba más a un batracio. En realidad, lo que estaba descansando era un cuello artrítico, ya que abominaba los aparatos correctores porque creía que lo hacían parecer viejo.

Por lo que a Richard Bond concernía, ya podía tumbarse encima de la mesa cuan largo era. Williams era lo bastante mayor y lo bastante rico para hacer lo que le apeteciera, y lo que siempre le apetecía y le había apetecido toda su vida eran las mujeres. A pesar de la edad y el físico, seguía manteniendo más que frecuentes relaciones sexuales a cualquier hora del día. Richard se había encargado de que varias mujeres se dejaran caer por allí al final de la velada: miembros femeninos de su personal con la excusa de ir a llevarle papeleo, viejas amigas que se acercaban a saludarlo para que se lo presentaran y otras comensales, admiradoras del gran inversor, tan emocionadas que tenían que acercarse para conocerlo.

Nada conseguiría engatusar a Barton Williams, pero al menos lo divertía; y siempre esperaba que sus socios se tomaran alguna que otra molestia por él. Cuando se vale diez mil millones de dólares, la gente se esfuerza por tenerlo a uno contento. Así funcionaba. Lo consideraba un tributo.

Con todo, si en esos momentos había algo que Barton Williams deseaba por encima de cualquier otra cosa era aplacar a su esposa, con la que llevaba casado cuarenta años. Por razones inexplicables, la sexagenaria Evelyn de repente se sentía insatisfecha con su matrimonio y deploraba las interminables escapadas de Barton, como ella las llamaba.

Un regalo ayudaría.

– Pero será mejor que sea muy bueno -le advirtió Barton-. Está acostumbrada a todo: villas en Francia, yates en Cerdeña, joyas de Winston, chefs traídos expresamente de Roma para el cumpleaños de su chucho… Ese es el problema, que ya no hay nada que pueda comprarle. Tiene sesenta años y se ha hartado.

– Le prometo que este regalo es único en el mundo -aseguró Richard-. A su mujer le gustan los animales, ¿verdad?

– Ha montado un maldito zoo en nuestra propia casa.

– ¿Y cuida aves?

– Por Dios, debe de tener cientos. El condenado jardín de invierno está lleno de pichones que no callan ni a sol ni a sombra. Los cría.

– ¿Y loros?

– De todo tipo. No habla ninguno, gracias a Dios. Nunca ha tenido mucha suerte con los loros.

– Pues su suerte está a punto de cambiar.

Barton exhaló un suspiro.

– No necesita otro maldito pajarraco.

– Este sí-repuso Richard-, no existe otro igual en el mundo entero.

– Salgo a las seis de la mañana -rezongó Barton.

– Lo estaré esperando en el avión -le aseguró Richard.

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