C035.

Henry Kendall salió del aeropuerto Dulles y se dirigió hacia el norte por la 267, al laboratorio de primates de Lambertville. Pasó casi una hora hasta que se encontró frente a la valla metálica y a la garita situada tras las dos puertas de acceso. Dentro del recinto se alzaban unos arces enormes que sumían en la penumbra el complejo edificado en la parte más interior. Lambertville era una de las instalaciones dedicadas a la investigación con primates más grande del mundo; no obstante, los National Institutes of Health no permitían que se le hiciera propaganda ni se difundiera su emplazamiento. El hecho se debía en parte a que la investigación con primates estaba muy politizada, y también a que querían preservar el centro de posibles actos de vandalismo por parte de los activistas. Henry se detuvo frente a la puerta exterior y llamó al timbre.

– Henry Kendall -se identificó, y a continuación pronunció su código de acceso. Hacía cuatro años que no aparecía por allí; sin embargo, el código seguía activado. Sacó la cabeza por la ventanilla para que la cámara captara bien su rostro.

– Gracias, doctor Kendall.

La puerta se abrió y el hombre entró y se detuvo frente a la segunda. La puerta exterior se cerró tras él. Un guardia salió a su encuentro y comprobó su documentación. Henry conservaba un vago recuerdo de aquel chico.

– No lo esperaba hoy por aquí, doctor Kendall.


Henry le tendió una tarjeta de banda magnética que permitía el acceso temporal al recinto.

– Quieren que me lleve unas cuantas cosas de mi taquilla.

– Sí, ya me lo imagino. Aquí cada vez hay más presión desde que… Ya sabe.

– Sí, ya sé. -Se refería a Bellarmino.

La puerta interior se abrió y Henry entró con el coche. Pasó junto a las oficinas de administración y se dirigió a las instalaciones propiamente dichas. Supuso que los chimpancés estarían en el edificio B, como siempre.

Abrió la puerta de acceso al edificio, colocó la banda magnética de la tarjeta en el lector de la puerta interior y, una vez dentro, recorrió el pasillo hasta la sala de control del edificio B. La sala estaba llena de pantallas que mostraban a todos los chimpancés repartidos en las dos plantas de la instalación. Había unos ochenta, de ambos sexos y distintas edades.

Allí se encontraba el ayudante de turno del veterinario, con su uniforme caqui, y también Rovak, el director de la instalación. Debían de haberle avisado desde el control de acceso. Rovak era un hombre de cincuenta años, tenía el pelo de un gris acerado y porte militar. Pero, por encima de todo, era un buen científico.

– Me preguntaba cuándo se dejaría caer por aquí -dijo Rovak, y le estrechó la mano. Parecía simpático-. ¿Ha traído la sangre?

– Sí. -Henry asintió.

– El puto Bellarmino se puso histérico -explicó Rovak-. Aún no se ha dejado caer por aquí y nos figuramos por qué.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Henry.

– Vamos a dar una vuelta -propuso Rovak.

Henry echó un vistazo al papel.

– Busco una hembra, la F 402.

– No, lo que busca es el hijo de la hembra F402 -lo rectificó Rovak-. Está por aquí.

Enfilaron por un pasillo lateral que conducía a unas pequeñas salas donde se llevaban a cabo experimentos de corta duración acerca del proceso de aprendizaje de los animales.


– ¿Lo tienen aquí?

– Por fuerza. Ya lo verá.

Penetraron en la zona de adiestramiento. A primera vista parecía la sala de juegos de una guardería: el suelo estaba cubierto por una alfombra azul y sobre esta había esparcidos juguetes de vistosos colores. Un visitante cualquiera tal vez no se habría percatado de que los juguetes estaban hechos de un plástico muy resistente, a prueba de golpes. En uno de los laterales se alineaban varias ventanas de observación. Por los altavoces sonaba música de Mozart.

– Le gusta Mozart -explicó Rovak, encogiéndose de hombros.

A continuación entraron en una sala más pequeña que se comunicaba con la anterior por un lateral. A través de la claraboya del techo penetraba un rayo de sol. En el centro de la sala había una jaula de un metro y medio por un metro y medio, en cuyo interior se encontraba sentado un joven chimpancé del tamaño aproximado de un niño de cuatro años. El animal tenía el rostro más estilizado de lo normal y la piel pálida; con todo, era obvio que se trataba de un chimpancé.

– Hola, Dave -lo saludó Rovak.

– Hola -le correspondió el chimpancé. Tenía la voz ronca. Se volvió hacia Henry-. ¿Eres mi madre? -le preguntó.

Henry Kendall era incapaz de pronunciar palabra. Movía la mandíbula pero no podía emitir ningún sonido. Rovak respondió por él.

– Sí, Dave. -Se volvió hacia Kendall-. Se llama Dave.

El chimpancé miraba a Henry en silencio, sentado en su jaula, cogiéndose con las manos los dedos de los pies.

– Ya sé que impresiona -dijo Rovak-. Imagínese cómo reaccionó la gente cuando se descubrió el pastel. Al veterinario casi le da un patatús. Nadie pensó que el animal fuera diferente hasta que ocurrió lo inesperado: el resultado de la prueba del ácido siálico fue negativo. Aun así, decidieron repetirla porque dieron por hecho que se debía a un error. Pero no había error que valiera. Y hace unos tres meses el animal empezó a hablar.

Henry exhaló un suspiro.

– Habla muy bien -reconoció Rovak-. Solo tiene algún pequeño problema con las conjugaciones verbales. Y eso que nadie le ha enseñado. De hecho, lo han mantenido apartado de todo el mundo. ¿Quiere sacarlo usted?

Kendall vaciló.

– ¿Es…? -Los chimpancés tenían a veces reacciones desagradables y agresivas. Incluso los más pequeños podían resultar peligrosos.

– Sí, tranquilo, es muy dócil. No olvide que no es un chimpancé cualquiera. -Rovak abrió la puerta de la jaula-. Sal, Dave.

Dave abandonó la jaula no muy convencido, como un hombre a quien acabaran de dejar salir de prisión. Parecía que el exterior lo asustara. Miró a Henry.

– ¿Voy a vivir contigo?

– No lo sé -respondió Henry.

– No me gusta la jaula.

El animal extendió el brazo y cogió a Henry de la mano.

– ¿Vamos a jugar?

Entraron en la sala de juegos. Dave iba delante.

– ¿Es esto lo que suele hacer? -preguntó Henry a Rovak.

– Sí. Pasa aquí una hora al día. Casi siempre es el veterinario quien juega con él, pero a veces lo acompaño yo.

Dave se acercó a las piezas de juguete y empezó a distribuirlas formando figuras. Primero las dispuso en círculo; luego, en cuadrado.

– Me alegro de que haya venido a verlo -dijo Rovak-. Lo considero muy importante.

– ¿Qué va a ocurrirle?

– ¿A usted qué le parece? Esto es completamente ilegal, Henry. ¿Qué quería? ¿Una raza superior de primates? Ya sabe que Hitler trató de cruzar a un humano con un chimpancé, y Stalin también. Podría justificarse diciendo que fueron ellos quienes abrieron el nuevo campo de investigación. Lo que pasa es que entre Hitler o Stalin y un investigador de los NIH hay una ligera diferencia. Ni hablar, amigo.

– Y ¿ qué piensa…?

– Esto es el resultado de un experimento no autorizado. Tengo que ponerle fin.

– ¿Está bromeando?

– Estamos en Washington y lo que contempla en estos momentos es dinamita pura, políticamente hablando -se justificó Rovak-. La financiación que los NIH reciben de la Administración ya no es gran cosa, pero si esto sale a la luz nos la reducirán a un 10 por ciento.

– Este animal es extraordinario -opinó Henry.

– Pero ilegal. Eso es lo que cuenta. -Rovak negó con la cabeza-. No se ponga sentimental, realizó un experimento transgénico no autorizado y las normas estatales determinan de forma explícita que a los experimentos no aprobados por el consejo de administración tiene que ponérseles fin sin excepción.

– Y por eso… Bueno…

– Le administraremos morfina por vía intravenosa, no se enterará de nada -le aseguró Rovak-. No se preocupe, nosotros nos encargaremos de todo. Cuando hayamos incinerado el cuerpo, no quedará ninguna constancia de que esto ocurrió. -Señaló a Dave con la cabeza-. ¿Por qué no juega con él un rato? Le gustará su compañía, ya está harto de nosotros.

Sentados en el suelo, jugaron a una especie de damas improvisadas con los cubos de plástico que hacían saltar por encima de los demás. Henry se fijó en algunas cosas: en las manos de Dave, del tamaño de las de un humano; en sus pies, prensiles como los de cualquier chimpancé; en sus ojos, moteados de azul; en su sonrisa, distinta de la de un humano, pero también de la de un mono.

– ¡Qué divertido! -exclamó Dave.

– Lo dices porque vas ganando.

Henry no alcanzaba a comprender las reglas del juego. De todas formas, creía que debía dejar ganar a Dave. Eso era lo que solía hacer con sus hijos.

Y en ese momento pensó: «Dave también es hijo mío».

Era incapaz de pensar con claridad y lo sabía. Actuaba por instinto. Era consciente de estar fijándose en todo cuando Dave fue devuelto a la jaula, en cómo lo encerraban con un candado de clave numérica, en cómo…

– Permítame que vuelva a estrecharle la mano -pidió Henry-. Vuelva a abrir la jaula.

– Escuche, no se lo ponga más difícil, ni a él tampoco.

– Solo quiero estrecharle la mano de nuevo.

Rovak suspiró y abrió el candado. Henry memorizó el código: 010504.

Henry le estrechó la mano a Dave y le dijo adiós.

– ¿Vendrás mañana? -le preguntó Dave.

– Mañana no sé, pero pronto -respondió Henry.

Dave se dio media vuelta y no miró a Henry mientras este salía de la sala y cerraba la puerta.

– Escuche -empezó Rovak-, tendría que estar agradecido de que no lo juzguen y lo metan en la cárcel. No cometa una estupidez. Nosotros nos ocuparemos de todo, usted siga con sus asuntos.

– Muy bien -respondió Henry-. Gracias.

Pidió permiso para quedarse en las instalaciones hasta que llegara la hora de coger el avión de vuelta. Lo acomodaron en una habitación que disponía de un ordenador para los investigadores. Pasó la tarde leyendo cosas sobre Dave y consultando todos los datos de su archivo. Lo imprimió todo. Luego se paseó por las instalaciones y fue al servicio varias veces para que los guardias se acostumbraran a verlo a través de los monitores.

Rovak se marchó a las cuatro y al salir se despidió de él. Los veterinarios y los guardias cambiaban de turno a las seis. A las cinco y media, Henry volvió a la zona de adiestramiento y fue directamente a la sala donde estaba Dave.

Abrió la jaula.


– Hola, mamá -lo saludó Dave.

– Hola, Dave. ¿Quieres venir conmigo de viaje?

– Sí -respondió Dave.

– Muy bien. Pues haz caso de todo lo que te diga.

Era habitual que los investigadores anduvieran por ahí con chimpancés domesticados, a veces iban incluso cogidos de la mano. Henry recorrió con Dave el pasillo de la zona de adiestramiento a paso normal, sin hacer caso de las cámaras de seguridad. Torcieron a la izquierda y se dirigieron por el pasillo principal hasta la puerta que comunicaba con el exterior. Henry abrió la primera puerta, hizo pasar a Dave y luego abrió la puerta exterior. Tal como esperaba, no había ninguna alarma.

Las instalaciones de Lambertville habían sido diseñadas para mantener alejados a los intrusos y para que los animales no se escaparan, pero no para evitar que los investigadores se los llevaran. A veces, por distintos motivos, los científicos tenían que sacar de allí a algún animal sin entretenerse en completar largos trámites. Gracias a eso, Henry pudo sentar a Dave en el suelo de la parte trasera de su coche y dirigirse a la salida.

Era justo la hora del cambio de turno y entraban y salían muchos coches. Henry devolvió la tarjeta magnética y el distintivo.

– Gracias, doctor Kendall -se despidió el guardia, y Henry se alejó hacia las verdes laderas del oeste de Maryland.

– ¿Que vuelves en coche? ¿Por qué? -se extrañó Lynn. -Es largo de explicar. -¿Por qué, Henry?

– No tengo más remedio que volver en coche. -Henry, te estás comportando de una forma muy extraña y lo sabes -lo avisó Lynn. -Era una cuestión moral. -¿Qué cuestión moral? -Me siento responsable.


– Responsable ¿de qué? Mierda, Henry…

– Cariño, es largo de explicar -se excusó él.

– Eso ya me lo has dicho.

– Créeme, pienso contártelo todo, de verdad -aseguró-. Pero es mejor que esperes a que llegue a casa.

– ¿Es tu madre? -preguntó Dave.

– ¿Quién está contigo en el coche? -quiso saber Lynn.

– Nadie.

– ¿Quién ha hablado? He oído una voz ronca.

– Ahora no puedo explicártelo -insistió él-. Espera a que llegue a casa y lo comprenderás todo.

– Henry…

– Tengo que dejarte, Lynn. Besos a los niños. -Y colgó.

Dave lo miraba con expresión paciente.

– ¿Era tu madre?

– No. Era otra persona.

– ¿Está enfadada?

– No, no. ¿Tienes hambre, Dave?

– Un poco.

– Muy bien, pararemos en un autoburguer. Ahora, tienes que ponerte el cinturón.

Dave lo miró perplejo. Henry se le acercó y le abrochó el cinturón de seguridad. No lo sujetaba muy bien puesto que no era mucho más alto que un niño.

– No me gusta. -Dave empezó a tirar del correaje.

– Tienes que llevarlo puesto.

– No.

– Lo siento.

– Quiero volver.

– No podemos volver, Dave.

Dave dejó de forcejear. Miró por la ventanilla.

– Está oscuro.

Henry acarició la cabeza del animal y notó su corto pelaje. Sintió cómo al hacerlo el animal se relajaba.

– No te preocupes, Dave. A partir de ahora, todo irá bien.

Henry se incorporó a la circulación y enfiló hacia el oeste.

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