C053.

Alex Burnet se apeó del taxi de un salto y corrió hacia el colegio. El corazón le dio un vuelco al ver la ambulancia.

Unos minutos antes estaba con una dienta -que no dejaba de sollozar- cuando la recepcionista la avisó de que había llamado la profesora de Jamie para informarle de algo sobre una visita al médico para su hijo. La historia era un poco confusa, pero Alex no perdió tiempo: tendió a la dienta una caja de pañuelos de papel y salió corriendo. Se metió en el primer taxi que encontró y azuzó al conductor a saltarse los semáforos en rojo.

La ambulancia estaba aparcada junto al bordillo con las puertas abiertas y un médico con bata blanca esperaba en la parte trasera. Sintió ganas de gritar. Era una sensación nueva para ella: el mundo había adoptado un tono blanco verdoso y estaba muerta de miedo. Pasó volando junto a la ambulancia y entró en el patio del colegio. La mujer que había tras el mostrador de recepción la saludó.

– ¿ En qué puedo…?

Alex sabía que la clase de Jamie se encontraba en la planta baja, junto al patio trasero, hacia donde se dirigió sin perder tiempo.

En ese momento sonó su teléfono móvil. Era la profesora de Jamie, la señorita Holloway.

– La mujer está esperando fuera de clase -la informó en voz baja-. Me ha entregado una nota con tu número de teléfono, pero me ha dado mala espina, así que he llamado al que aparecía en la ficha del colegio y…

– Bien hecho -la felicitó Alex-, ya estoy aquí.

– Está fuera.

Alex dobló la esquina y vio a una mujer vestida con traje azul esperando en la puerta de la clase. Alex se fue directamente hacia ella.

– ¿Quién cono es usted?

La mujer sonrió con calma y le tendió la mano.

– Hola, señora Burnet. Casey Rogers, siento que haya tenido que acercarse hasta aquí.

Parecía tan tranquila y serena que desarmó a Alex, quien puso los brazos en jarras y le preguntó, resollando:

– ¿Cuál es el problema, Casey?

– No hay ningún problema, señora Burnet.

– ¿Trabaja en mi oficina?

– Cielos, no. Trabajo en el consultorio del doctor Hughes. El doctor Hughes me pidió que pasara a recoger a Jamie y lo llevara para ponerle la vacuna del tétanos. No es urgente, pero hay que hacerlo. Se hizo un corte en el tobillo la semana pasada, ¿no?

– No…

– ¿ No? Vaya, pues no sé… ¿ No me diga que se han equivocado de niño? Déjeme llamar al doctor Hughes…

Sacó su móvil.

– Sí, por favor, hágalo.

Los niños las miraban a través del cristal de la puerta de clase. Alex saludó a Jamie y este le sonrió.

– Tal vez sería mejor que nos apartáramos, para no distraerlos -propuso Casey Rogers. Luego se dirigió al teléfono-. Con el doctor Hughes, por favor. Sí. Soy Casey.

Juntas, regresaron al vestíbulo del colegio. Alex vio la ambulancia a través del arco de la entrada.

– ¿La ambulancia es suya? -preguntó Alex.

– Cielos, no. No sé qué hace ahí. -Señaló el parabrisas-. Parece que el conductor está almorzando.

A través del cristal, Alex vio a un hombre fornido con una perilla negra que estaba dando cuenta de un bocadillo gigantesco. ¿Se había detenido junto al colegio solo para comer? Había algo que no le cuadraba, pero no sabía concretar de qué se trataba.

– ¿Doctor Hughes? Soy Casey. Sí, estoy con la señora Burnet y dice que su hijo Jamie no se ha hecho ningún corte en el pie.

– No tiene nada -insistió Alex.

Atravesaron el arco de la entrada y, una vez fuera, se acercaron paulatinamente a la ambulancia. El hombre fornido dejó el bocadillo en la guantera y abrió la puerta del conductor. Estaba bajando del vehículo.

– Sí, doctor Hughes, estamos saliendo del colegio -siguió Casey. Le tendió el móvil a Alex-. ¿Quiere hablar con él?

– Sí -contestó Alex.

Al acercarse el teléfono a la oreja, oyó un estridente pitido electrónico que la desorientó, por lo que soltó el móvil al tiempo que Casey Rogers la cogía por los codos y tiraba de sus brazos hacia atrás. El conductor rodeaba la ambulancia, en su dirección.

– No necesitamos al niño -aseguró el hombre-. Ella también sirve.

Solo precisó de unos segundos para encajar las piezas: la estaban secuestrando. Sin embargo, el instinto acudió a su llamada: impulsó la cabeza hacia atrás con fuerza y alcanzó a Casey en la cara, que la soltó con un grito. Sangraba por la nariz. Alex cogió a Casey por el brazo y la empujó hacia delante para lanzarla contra el hombre. El tipo la esquivó con soltura y Casey cayó al suelo, rodando y aullando de dolor.

Alex rebuscó algo en el bolsillo.

– Atrás -le avisó.

– No vamos a hacerle daño, señora Burnet -le aseguró el hombre. Le sacaba cabeza y media, si no más, y era muy musculoso. Cuando se inclinó hacia ella, Alex oprimió el capuchón y le roció la cara con pimienta-. ¡Mierda! ¡Me cago en la puta!

El hombre levantó un brazo para protegerse los ojos y le volvió la espalda. Alex sabía que sería su única oportunidad, así que lanzó una patada alta, rápida y firme y lo alcanzó en el cuello con su zapato de tacón. El hombre gritó desesperado de dolor y ella cayó al suelo de culo al perder el equilibrio. Retrocedió arrastrándose hasta que consiguió ponerse en pie otra vez. La mujer, que también se estaba enderezando sin dejar de sangrar sobre la acera, hizo caso omiso de Alex y se acercó rápidamente al hombre para auxiliarlo. El tipo estaba apoyado en la ambulancia, encorvado, agarrándose el cuello y gimiendo de dolor.

Alex oyó unas sirenas a lo lejos; así que alguien había avisado a la policía. La mujer estaba ayudando al hombre a subir a la ambulancia, al asiento del acompañante. Todo ocurría muy deprisa y Alex empezó a temer que esos dos acabarían escapándose antes de que llegara la policía. Sin embargo, poco podía hacer.

– ¡Ya te arrestaremos! -le gritó la mujer subiendo a la ambulancia.

– Que ¿qué? -preguntó Alex. Creyó que el surrealismo de la situación empezaba a hacer mella en ella-. Que vosotros ¿qué?

– ¡Volveremos, puta! -chilló la mujer, poniendo el motor en marcha-. ¡No te librarás!

El piloto rojo se iluminó con el aullido de la sirena. La mujer puso la primera.

– ¿Por qué? -replicó Alex.

Lo único que se le ocurría era que todo ese asunto había sido un lamentable error. No obstante, Vern Hughes era su médico y habían utilizado su propio nombre correctamente. Habían ido a por Jamie…

No. No se trataba de un error.

«Ya te arrestaremos.» ¿Qué podría significar eso? Dio media vuelta y entró a toda prisa en el colegio. Lo único que en esos momentos ocupaba sus pensamientos era Jamie.

Había llegado la hora del almuerzo. Los niños estaban sentados en su sitio, comiendo fruta troceada. Algunos tenían yogur. Armaban bastante jaleo. La señorita Holloway le entregó la nota que la mujer le había dado: un fax enviado desde el bufete de Alex y firmado por ella; no se trataba de una nota de la consulta del médico.

Eso significaba que la mujer del traje azul era muy astuta y que había cambiado la historia en cuestión de segundos, en cuanto la habían pillado. Le había estrechado la mano, sonriente, y había encontrado una excusa para atraerla afuera sin levantar sospechas… Incluso le había ofrecido el teléfono para que cuando ella lo aceptara…

«No necesitamos al niño. Ella servirá.»

Habían ido a secuestrar a Jamie, pero no habrían tenido ningún problema en secuestrarla a ella en su lugar. ¿Por qué? ¿A cambio de un rescate? No tenía dinero. ¿Se trataría de algún caso que estuviera llevando? Se había encargado de pleitos peligrosos en el pasado, pero en esos momentos no había ninguno pendiente.

«Ella servirá.»

O su hijo o ella.

– ¿Hay algo que el colegio o yo debiéramos saber? -preguntó la profesora.

– No, pero me llevo a Jamie a casa.

– Casi han acabado de almorzar.

Alex le indicó a Jamie con un gesto de la cabeza que se acercara. El niño lo hizo, fastidiado.

– ¿Qué pasa, mamá?

– Tenemos que irnos.

– Quiero quedarme.

Alex suspiró. Llevándole la contraria, como siempre.

– Jamie…

– Me he perdido muchas clases porque estaba enfermo, pregúntaselo a la señorita Holloway. Y todavía no he visto a mis amigos. Quiero quedarme. Y hay perritos calientes para comer.

– Lo siento. Ve a tu sitio y recoge tus cosas. Tenemos que irnos.

Dos coches de la policía y cuatro agentes inspeccionaban la acera delante del colegio.


– ¿Es usted la señora Burnet? -preguntó uno de ellos.

– Sí, soy yo.

– Una mujer nos ha llamado desde el despacho del director para informarnos de lo sucedido -se explicó el policía, señalando una ventana del edificio-. Pero aquí hay mucha sangre, señora Burnet.

– Sí, la mujer se hizo daño en la nariz al caerse.

– ¿Está usted divorciada, señora Burnet?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– Cinco años.

– Así que no es reciente.

– En absoluto.

– La relación con su ex…

– Es muy cordial.

Siguió charlando con la policía mientras Jamie esperaba impaciente. Alex tuvo la sensación de que los agentes se mostraban algo reticentes a implicarse, distantes, como si creyeran haberse topado con un asunto privado como una disputa doméstica.

– ¿Quiere presentar una denuncia?

– Lo haré, pero ahora tengo que llevarme a mi hijo a casa -contestó Alex.

– Podemos facilitarle los impresos por si quiere cumplimentarlos en casa.

– Perfecto.

Uno de los policías le entregó una tarjeta de visita y le dijo que lo llamara si necesitaba algo más. Alex le aseguró que lo haría y, a continuación, Jamie y ella se fueron a casa.

Ya en la calle, el mundo a su alrededor se le antojó completamente distinto. No existía nada más alegremente inocuo que la luz del sol en Beverly Hills y, sin embargo, Alex se sentía intimidada. Aunque ignoraba por qué o de dónde procedía dicha amenaza.

Cogió a Jamie de la mano.

– ¿Vamos andando? -preguntó, fastidiado.


– Sí, vamos a pie.

No obstante, las dudas la acosaron en cuanto Jamie lo preguntó. Vivían a pocas manzanas del colegio, pero ¿era seguro ir a casa? ¿No los estarían esperando los tipos de la ambulancia? ¿O la próxima vez se esconderían mejor?

– Queda muy lejos para ir andando -protestó Jamie, caminando con desgana-. Y hace mucho calor.

– Iremos andando y no se hable más. -Abrió el móvil y marcó el número de la oficina. Contestó Amy, su ayudante-. Escucha, quiero que repases las demandas interpuestas recientemente en el condado. Averigua si mi nombre aparece en alguna como parte demandada.

– ¿Hay algo que debiera saber? -preguntó Amy en tono jocoso, aunque con una risita nerviosa. La mala praxis de los abogados podía dar con los huesos de sus ayudantes en prisión. Últimamente se habían conocido varios casos.

– No -aseguró Alex-, pero creo que tengo unos cazarrecompensas detrás de mí.

– ¿Te has fugado estando bajo fianza?

– No, el caso es ese, que no sé qué quiere esa gente.

La ayudante le aseguró que lo comprobaría.

– Mamá, ¿qué es cazar con pesas? ¿Por qué van detrás de ti? -preguntó Jamie a su lado.

– Es lo que intento averiguar, Jamie. Creo que se trata de un error.

– ¿Quieren hacerte daño?

– No, no. No es eso.

No había razón para preocuparlo. La ayudante volvió a llamar.

– Muy bien, efectivamente te han puesto una demanda. En el Tribunal Superior, en el condado de Ventura.

Eso se encontraba a más de una hora de Los Angeles, pasado Oxnard.

– ¿Cuál es el motivo?

– La presentó BioGen Research Incorporated, de Westview Village. No puedo acceder a los detalles de la demanda por internet, pero te buscan por incomparecencia.


– ¿Cuándo tenía que haberme presentado?

– Ayer.

– ¿Se supone que recibí la citación?

– Eso parece.

– Pues es mentira -aseguró Alex.

– Pone que sí.

– ¿Hay una citación por desacato? ¿Una orden judicial de detención?

– No sale nada, pero tarda un día en aparecer toda la información, así que podría ser.

Alex cerró el teléfono de golpe.

– ¿Te van a detener?

– No, cariño, no lo van a hacer.

– Entonces, ¿puedo volver al colegio después de comer?

– Ya veremos.

Todo parecía tranquilo bajo el sol del mediodía alrededor del bloque de pisos al norte de Roxbury Park. Alex se paró en el otro extremo del parque para observar la zona con detenimiento.

– ¿A qué esperamos? -preguntó Jamie.

– Un segundo.

– Ya ha pasado.

– No, todavía no.

Alex se fijó en un hombre vestido con mono de trabajo que asomaba por uno de los lados del edificio. Parecía el encargado de la lectura de los contadores, pero a aquel tipo corpulento con peluca y una perilla negra bien cuidada ya lo había visto antes en alguna otra parte. Además, los encargados de la lectura de los contadores nunca entraban por delante, siempre lo hacían por el callejón de atrás. Alex pensó que si ese tipo era un cazarrecompensas tenía derecho a entrar en su propiedad sin aviso previo y sin una orden de detención; hasta podía tirar la puerta abajo, si quería. Tenía derecho a registrar su piso, a revolver entre sus cosas e incluso a llevarse el ordenador y rebuscar en el disco duro. Podía hacer lo que quisiera para capturar a un fugitivo. Sin embargo, ella no era…


– ¿Podemos entrar, mamá? -gimoteó Jamie-. Por favooor.

Su hijo tenía razón en una cosa: no podían quedarse allí plantados. Había un cajón de arena en medio del parque, varios niños, canguros y madres sentadas alrededor.

– Ve a jugar con la tierra.

– No quiero.

– Ve.

– Es para niños pequeños.

– Solo un rato, James.

Jamie pateó el suelo y se sentó en el borde del cajón de arena. Pegaba puntapiés a la tierra mientras Alex marcaba el número de su ayudante.

– Amy, estaba pensando en BioGen, la empresa que compró la línea celular de mi padre… No tenemos ninguna petición pendiente, ¿verdad?

– No. Todavía queda un año para que el caso llegue al Tribunal Supremo de California.

Pero entonces, ¿qué estaba pasando? ¿Qué tipo de demanda querría interponer BioGen ahora?

– Llama al ayudante del juez de Ventura y averigua de qué va todo esto.

– De acuerdo.

– ¿Sabes algo de mi padre?

– Nada por el momento.

– Bien.

En realidad no estaba bien, porque tenía el terrible presentimiento de que todo eso tenía que ver con su padre. O al menos con las células de su padre. Los cazarrecompensas iban equipados con una ambulancia y un médico en la parte trasera de esta porque querían recoger una muestra o llevar a cabo algún tipo de procedimiento quirúrgico. Agujas largas. Había visto el reflejo de la luz del sol en unas agujas largas envueltas en plástico cuando el médico de la ambulancia rebuscaba entre el material.

Entonces lo comprendió: querían extraerle sus células.

Querían sus células o las de su hijo, aunque no sabía para qué. No obstante, estaba claro que se creían con todo el derecho de hacerlo. ¿Debería llamar a la policía? Decidió que todavía no. Si hubiera una orden de detención por incomparecencia, la detendrían. ¿Qué haría entonces con Jamie? Sacudió la cabeza.

En esos momentos necesitaba tiempo para averiguar qué ocurría, tiempo para desentrañar ese embrollo. ¿Qué se suponía que debía hacer? Quería hablar con su padre, pero llevaba varios días sin responder al teléfono. Si esos tipos sabían dónde vivía, también sabrían qué tipo de coche conducía y…

– Amy, ¿qué te parecería llevarte mi coche unos días?

– ¿El BMW? Ningún problema, pero…

– Y yo me llevaré el tuyo -la atajó Alex-, pero tienes que traérmelo. Deja de hacer eso, Jamie, no levantes polvo.

– ¿Estás segura? Es un Toyota lleno de abolladuras.

– En realidad me va que ni pintado. Acércate hasta el Roxbury Park y aparca delante de un bloque de pisos blanco orientado hacia el sur con una verja de entrada de hierro forjado.

Tanto por carácter como por educación, Alex no estaba preparada para enfrentarse a la situación en la que se encontraba. Nunca había tenido que ocultarse de nada ni de nadie, acataba las normas, era funcionaría judicial y seguía las reglas del juego, no se saltaba los semáforos en ámbar, no aparcaba en las zonas reservadas y pagaba todos sus impuestos. En la firma de abogados se la tenía por una persona íntegra, aburrida. Solía decirles a los clientes que las leyes estaban hechas para cumplirlas, no para saltárselas. Y lo creía a pies juntillas.

Cinco años atrás había descubierto que su marido le ponía los cuernos y lo había echado de casa al cabo de una hora de enterarse de la verdad. Le hizo la maleta, se la dejó en el escalón de la puerta y cambió la cerradura. Cuando él regresó de su «escapada para ir a pescar», lo mandó a paseo sin siquiera abrirle. De hecho, Matt se acostaba con una de las mejores amigas de Alex -en su línea- y ella no volvió a dirigirle la palabra a esa mujer.

Nunca puso en entredicho el derecho de Jamie de ver a su padre y, de hecho, procuró que así fuera. Dejaba al niño con Matt a la hora convenida en punto, a pesar de que Matt no solía devolverlo según lo acordado. Sin embargo, Alex era de la opinión que, a la larga, el tiempo ponía a todo el mundo en su sitio. Creía que si ella cumplía con su parte, los demás acabarían haciendo lo propio tarde o temprano.

En el trabajo se la consideraba una persona idealista, poco práctica y poco realista, a lo que ella respondía que en la abogacía, realista era sinónimo de deshonesto. Se mantenía en sus trece.

Con todo, era cierto que a veces tenía la sensación de que ella misma se limitaba a casos que no ponían en entredicho sus convicciones. El propio jefe de la firma, Robert A. Koch, le había puesto palabras a esa sensación: «Alex, eres como un objetor de conciencia: dejas que sean los demás los que entren en combate, pero hay veces en que no puede evitarse el conflicto y entonces hay que tomar las armas». Koch era ex marine, como su padre, con quien compartía el orgullo de serlo y la misma franqueza y brusquedad a la hora de expresarse. Alex nunca se lo había tomado en serio, pero ahora eso había cambiado. Ignoraba qué estaba sucediendo, pero sabía que la labia no sería suficiente para sacarla del aprieto.

También sabía que nadie iba a clavarle una aguja, ni a ella ni a su hijo, y haría lo que hubiera que hacer para impedirlo.

Cualquier cosa.

Volvió a repasar mentalmente el incidente del colegio. No llevaba pistola porque nunca la había tenido, pero en esos momentos le habría gustado empuñar una. Se preguntó si los habría matado en el caso de que se hubieran atrevido a hacerle algo a su hijo.

La respuesta fue: sí, los habría matado.

Y sabía que era cierto.

Un Toyota Highlander blanco con el parachoques delantero destrozado aparcó cerca de allí. Vio a Amy al volante.

– Jamie, vamos -lo llamó.

Jamie enfiló el camino hacia su casa, pero Alex lo obligó a virar en otra dirección.


– ¿Adonde vamos?

– Vamos a hacer un viajecito.

– ¿Adonde? -No las tenía todas consigo-. No quiero viajar.

– Te compraré una PSP -dijo Alex sin pensárselo dos veces. Llevaba un año entero negándose en redondo a comprarle uno de esos juegos electrónicos, pero en esos momentos dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– ¿De verdad? ¡Gracias! -Con todo, siguió con el ceño fruncido-. Pero ¿qué juegos? Quiero el de Tony Hawk Tres y el de Shrek…

– Lo que quieras, pero sube al coche. Vamos a llevar a Amy de vuelta al trabajo.

– ¿Y luego? ¿Adonde iremos luego?

– A Legoland.

Lo primero que se le pasó por la cabeza.

– Te he traído el paquete de tu padre -le informó Amy por el camino de vuelta a la oficina-. Pensé que lo querrías.

– ¿Qué paquete?

– Llegó al despacho la semana pasada, pero no lo abriste, estabas con lo del juicio de Mick Crowley por el caso de violación. Ya sabes, ese periodista político al que le gustan los niños pequeños.

Era un pequeño paquete FedEx. Alex rasgó el sobre y vació el contenido en su regazo.

Un móvil barato de tarjeta.

Dos tarjetas prepago.

Cinco mil dólares en billetes de cien envueltos en papel de aluminio.

Una nota críptica: «En caso de necesidad. No uses las tarjetas de crédito. Apaga tu móvil. No le digas a nadie adonde vas. Coge prestado el coche de alguien. Envíame un mensaje al busca cuando estés en un motel. No te separes de Jamie».

– Qué hijo de puta -suspiró Alex.

– ¿Qué es?


– De verdad que a veces lo mataría -contestó. Era todo lo que Amy necesitaba saber-. Escucha, hoy es martes, ¿por qué no te tomas un largo fin de semana?

– Eso es lo que quiere hacer mi novio. Le gustaría ir a Pebble Beach a ver el desfile de coches antiguos.

– Qué gran idea. Llévate mi coche.

– ¿De verdad? No sé… ¿Y si le pasa algo? ¿Y si tengo un accidente o algo así?

– No te preocupes por eso -la tranquilizó Alex-, anda, llévatelo.

Amy frunció el ceño. Se hizo un largo silencio.

– ¿Jvío será peligroso?

– Qué va a ser peligroso.

– No sé en qué estás metida.

– No es nada, un caso de identificación equivocada. El lunes estará todo aclarado, te lo prometo. Tráete el coche el domingo por la noche y nos vemos el lunes en el despacho.

– ¿Estás segura?

– Totalmente.

– ¿Puede conducir mi novio? -preguntó Amy.

– Pues claro.

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