C045.

Alex Burnet se encontraba en medio del juicio más complicado de su carrera, un caso de violación en que se juzgaba la agresión sexual sufrida por un niño de dos años en Malibú. El acusado, Mick Crowley, era un joven periodista de treinta años, un columnista político afincado en Washington, que, estando de visita en casa de su cuñada, sintió el impulso irreprimible de practicar sexo anal con el hijo pequeño de esta, que todavía llevaba pañales. Crowley, acaudalado y desaprovechado licenciado de Yale, heredero de una fortuna farmacéutica, había contratado al famoso abogado de la capital Abe Ganzler («¿Dónde están las pruebas?») para su defensa.

Al final resultó que la afición de Crowley por los fetiches sexuales era ampliamente conocida en Washington, pero Ganzler -tal como tenía por costumbre- realizó una enérgica campaña en la prensa meses antes del juicio en la que se calificaba insistentemente a Alex y a la madre del niño de «fantasiosas feministas fundamentalistas» cuya «enferma y retorcida imaginación» había dado pie a todo ese asunto, a pesar de la existencia del examen médico bien documentado que se le había practicado al niño. Pese al diminuto pene de Crowley, el recto de la criatura había sufrido desgarros importantes.

Se encontraban en medio de la frenética preparación para el tercer día del juicio cuando Amy, la ayudante de Alex, le informó por el intercomunicador de que tenía a su padre al teléfono. Alex descolgó el auricular.


– Estoy bastante ocupada, papá.

– No te molestaré mucho. Me voy fuera un par de semanas.

– Muy bien, de acuerdo.

Uno de los abogados entró y descargó la última edición de los periódicos encima de la mesa. El Star publicaba imágenes del niño violado y del hospital de Malibú, y fotografías nada favorecedoras de Alex y la madre del niño entrecerrando los ojos para protegerse del sol.

– ¿Adonde vas, papá?

– Todavía no lo sé, pero necesito estar un tiempo a solas -contestó-. Puede que el móvil no funcione, así que ya te enviaré una nota cuando llegue. Y una caja con cosas… Por si las necesitas.

– Muy bien, papá, que te lo pases bien.

Iba hojeando las páginas del L. A. Times mientras hablaba con él. Hacía años que ese periódico batallaba por el derecho al acceso y publicación de toda la documentación judicial, ya fuera preliminar, privada o especulativa. Los jueces de California eran sumamente reacios a vetar el acceso a documentos en los que incluso aparecía la dirección de mujeres acosadas o los detalles anatómicos de niños que habían sido violados. Por otro lado, también había abogados que aprovechaban la política de The Times para presentar graves e infundadas alegaciones preliminares sabiendo que el diario las publicaría. Y las publicaba siempre, valiéndose del derecho a la información. Sí, estaba claro que la gente tenía que saber la profundidad exacta del desgarro que había sufrido el pobre niño…

– ¿Cómo lo llevas por ahora? -preguntó su padre.

– Bien, papá, no te preocupes.

– ¿No te estarán molestando?

– No. Estoy esperando ayuda de las organizaciones de protección al menor, pero por ahora no se pronuncian y eso es muy extraño.

– Estoy seguro de que todavía te sorprende -repuso él-. Esa rata tiene contactos políticos, ¿no? Menudo picha corta. Tengo que dejarte, Lexie.


– Adiós, papá.

Colgó el teléfono. Ese día tenían que entregarle los resultados de las pruebas de ADN, pero no habían llegado todavía. Apenas habían podido obtener muestras para realizar los análisis y le preocupaba lo que estos pudieran revelar.

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