C006.

BioGen Research Inc., estaba emplazada en un edificio con forma de cubo revestido de titanio de una zona industrial de las afueras de Westview Village, al sur de California. Majestuosamente situado sobre la concurrida autopista 101, el edificio había sido ideado por el presidente de BioGen, Rick Diehl, que insistía en llamarlo hexaedro. La construcción de aspecto imponente y tecnológicamente revolucionario no revelaba nada en absoluto de lo que sucedía en su interior, lo cual respondía con exactitud a lo que Diehl pretendía.

Además, BioGen disponía de una nave corriente de tres mil setecientos metros cuadrados en una zona industrial a tres kilómetros de distancia. Era allí donde albergaban a los animales y también donde estaban los laboratorios más peligrosos. Josh Winkler, un joven investigador con mucho futuro, cogió unos guantes de látex y una mascarilla de una estantería cercana a la puerta que conducía a la zona que alojaba a los animales. Su ayudante, Tom Weller, leía un recorte de prensa colgado en la pared.

– Vamos, Tom -dijo Josh.

– Diehl debe de estar cagado -opinó Weller señalando el artículo-. ¿Lo has leído?

Josh se volvió a mirarlo. Era un artículo del Wall Street Journal.


Los científicos consiguen aislar el gen «dominante»

¿Existe una base genética para controlar a los demás?

TOULOUSE, FRANCIA. Un equipo de biólogos franceses han conseguido aislar el gen que lleva a ciertas personas a tratar de controlar a los demás. Los genetistas del instituto bioquímico de la Universidad de Toulouse, dirigidos por el doctor Michel NarcejacBoileau, han anunciado hoy el descubrimiento en una conferencia de prensa. «El gen está asociado con el dominio social y el fuerte control ejercido sobre otras personas -ha afirmado el doctor NarcejacBoileau-. Hemos conseguido aislarlo en ases del deporte, altos ejecutivos y jefes de Estado. Creemos que todos los dictadores de la historia poseen ese gen.»

El doctor NarcejacBoileau ha explicado que mientras la forma más activa del gen origina dictadores, la forma heterocigótica, más moderada, «provoca cierta tendencia totalitaria» a decirles a los demás cómo tienen que vivir su vida, normalmente por su bien o para su seguridad.

«Las pruebas psicológicas demuestran que los individuos que poseen la forma moderada del gen perciben que los demás necesitan de su clarividencia y son incapaces de dirigir sus vidas sin su orientación. Esa forma del gen se encuentra en políticos y asesores políticos, fundamentalistas religiosos y famosos en general. El sistema de creencias tiene su expresión en un profundo sentimiento de certeza acompañado de una importante sensación de autoridad, además de un resentimiento bien alimentado hacia quienes no los escuchan.»

Al mismo tiempo, el doctor ha insistido en la necesidad de interpretar los resultados con prudencia. «Lo único que persiguen muchas de las personas que sienten el impulso de controlar a los demás es que todo el mundo sea como ellos. No son capaces de tolerar la diferencia.»

Eso explicaría el descubrimiento paradójico del equipo de científicos, según el cual los individuos que poseen la forma moderada del gen son también los que más toleran las situaciones autoritarias que conllevan normas sociales estrictas e invasivas. «Nuestro estudio demuestra que las personas que poseen el gen, además de ser autoritarias, aceptan de buen grado someterse a la autoridad. Tienen una marcada preferencia por los regímenes totalitarios.» El doctor ha señalado que esas personas son especialmente propensas a dejarse llevar por las modas de cualquier tipo y reprimen las opiniones y preferencias que el grupo no comparte.


– «Especialmente propensas a dejarse llevar por las modas…» ¿Están de broma? -preguntó Josh.


– No. Lo dicen en serio. Son técnicas de publicidad -respondió Tom Weller-. Hoy en día todo es cuestión de publicidad. Lee el resto.


Aunque el equipo de científicos franceses no ha llegado a anunciar que la forma moderada del llamado gen dominante indique una enfermedad genética (una «adicción a la pertenencia», tal como lo expresó NarcejacBoileau), sí que ha sugerido que la presión evolutiva está llevando a la raza humana a actitudes cada vez más conformistas.


– Es increíble -dijo Josh-. Esos tipos de Toulouse convocan una conferencia de prensa y el mundo entero difunde la historia del «gen dominante». ¿Han publicado algún artículo al respecto?

– No, solo han dado una conferencia de prensa. No han publicado nada, y tampoco han mencionado que fueran a hacerlo.

– ¿Y qué vendrá después? ¿El gen del esclavismo? A mí me parece una sandez -opinó Josh. Miró el reloj.

– Querrás decir que ojalá lo sea, ¿no?

– Sí, eso es lo que quiero decir. Ojalá sea una sandez. Porque lo que está claro es que, de ser cierto, interferiría con lo que BioGen está a punto de anunciar.

– ¿Crees que Diehl pospondrá el lanzamiento? -quiso saber Tom Weller.

– Puede ser. Aunque no le gusta esperar. Está impaciente desde que volvió de Las Vegas.


Josh se colocó los guantes de látex, las gafas protectoras y la mascarilla de papel. A continuación cogió el pequeño cilindro de aire comprimido de quince centímetros y lo unió al vial que contenía el retrovirus. En total, el dispositivo era del tamaño de un estuche de puros. Después, colocó en el extremo un cono de plástico diminuto y lo insertó ejerciendo presión con el dedo pulgar.

– Tráete la PDA.

Ambos atravesaron la puerta de vaivén y penetraron en la zona en la que se encontraban los animales.

El fuerte olor de las ratas, algo dulzón, les resultaba familiar. Había quinientas o seiscientas, todas bien etiquetadas y dispuestas en jaulas apiladas hasta una altura de un metro ochenta a ambos lados del pasillo que recorría la nave.

– ¿A cuáles nos toca administrar hoy la sustancia? -preguntó Tom Weller.

Josh leyó una retahila de cifras. Tom comprobó en su PDA la situación según el orden numérico. Avanzaron por el pasillo hasta dar con las jaulas que se correspondían con los números del día. Eran cinco, y en cada una había una rata. Los animales eran de pelo blanco, estaban más bien gordos y se movían con normalidad.

– Tienen buen aspecto. ¿Es ya la segunda dosis?

– Sí.

– Muy bien, chicas -dijo Josh-. Portaos bien con papá.

Abrió la primera jaula y capturó con rapidez a la rata que contenía. Sujetó al animal y con sus dedos expertos le oprimió el cuello a la vez que se apresuraba a colocar el pequeño cono de plástico sobre el hocico del animal. El aliento de este empañó el cono. Se oyó un pequeño siseo al liberarse el virus. Josh sujetó la mascarilla diez segundos durante los cuales la rata inhaló la sustancia. Luego devolvió el animal a la jaula.

– Una menos.

Tom Weller punteó con el lápiz óptico en la pantalla de la PDA. Luego se dirigió a la siguiente jaula.


El retrovirus había sido diseñado para portar un gen conocido como A C M P D 3 N 7, de la familia de los genes que controlan la aminocarboximuconato paraldehído descarboxilasa. En BioGen lo llamaban el gen de la madurez. Cuando se activaba, el A C M P D 3 N 7, parecía modificar las respuestas de la amígdala y del giro cingulado cerebrales. El resultado era una aceleración del comportamiento madurativo, por lo menos en las ratas. Las crías de sexo femenino, por ejemplo, mostraban indicios muy precoces de conducta maternal, como el hecho de que hicieran rodar los excrementos dentro de la jaula. Además, BioGen contaba con pruebas preliminares de los efectos del gen madurativo en macacos de la India.

El interés por el gen se centraba en su posible vínculo con las enfermedades neurodegenerativas. Una de las corrientes de opinión sostenía que las dolencias neurodegenerativas eran el resultado de trastornos en el desarrollo madurativo del cerebro.

Si eso resultaba ser cierto, si el A C M P D 3 N 7, estaba relacionado con la enfermedad de Alzheimer o con cualquier otra forma de demencia senil, el gen tendría un valor comercial incalculable.

Josh se había desplazado hasta la siguiente jaula y sostenía la mascarilla sobre la rata correspondiente cuando sonó el móvil. Le hizo una señal a Tom para que lo extrajera de su bolsillo.

Weller miró la pantalla.

– Es tu madre -dijo.

– Mierda -exclamó Josh-. Sigue tú con esto un momento, por favor.

– Joshua, ¿qué haces? -Estoy trabajando, mamá. -¿Puedes salir un rato? -La verdad es que no… -Es urgente.


Josh suspiró.

– ¿Qué es lo que ha hecho esta vez, mamá?

– No lo sé -dijo-. Está en la cárcel, en el centro de la ciudad.

– Bueno, le pediremos a Charles que lo saque de allí. -Charles Silverberg era el abogado de la familia.

– Ya lo está haciendo -le explicó su madre-. Aun así, Adam tiene que presentarse ante el tribunal, y alguien tiene que acompañarlo a casa cuando termine la vista.

– Pues yo no puedo. Tengo que trabajar.

– Es tu hermano, Josh.

– Sí, pero ya tiene treinta años -replicó Josh. Hacía demasiado tiempo que aquello duraba. Su hermano Adam era un ejecutivo de inversiones que había pasado por el centro de rehabilitación un montón de veces-. ¿No puede coger un taxi?

– No me parece muy sensato, dadas las circunstancias.

Josh exhaló un suspiro.

– ¿Qué ha hecho, mamá?

– Parece ser que le compró cocaína a una agente de la DEA.

– ¿Otra vez?

– Joshua, ¿piensas ir a buscarlo o no?

Se oyó un largo suspiro.

– Sí, mamá. Ahora voy.

– ¿Ahora mismo?

– Sí, mamá. Ahora mismo.

Colgó y se volvió hacia Weller.

– ¿Te parece bien que dejemos esto para más tarde?

– Claro, no te preocupes -lo tranquilizó Tom-. Tengo unos cuantos informes por redactar.

Joshua se dio media vuelta y empezó a quitarse los guantes mientras salía de la habitación. Guardó el cilindro, las gafas protectoras y la mascarilla de papel en el bolsillo de la bata, desprendió de esta el medidor de radiación y se dirigió al coche a toda prisa.


Durante el trayecto, echó un vistazo al cilindro que sobresalía de la bata, tirada de cualquier manera en el asiento del acompañante. Para cumplir el protocolo, Josh tenía que volver al laboratorio y hacer inhalar el virus a las ratas restantes antes de las cinco de la tarde. El hecho de tener un horario y la obligación de ceñirse a él eran un buen ejemplo de cuan distintos eran Josh y su hermano mayor.

Tiempo atrás, Adam había sido afortunado: atraía todas las miradas, gozaba de cualidades atléticas y de popularidad. Durante la época en que había asistido a la distinguida escuela Westfield, los éxitos se sucedían. Había sido director de la revista de la escuela, capitán del equipo de fútbol, presidente del círculo de debate y ganador de una beca de la National Merit Scholarship Corporation. Josh, en cambio, era un panfilo regordete, bajito y desgarbado. Andaba como un pato, no podía evitarlo, y los zapatos ortopédicos que su madre insistía en que llevara no resultaban de gran ayuda. Las chicas no le hacían ningún caso. Cuando se cruzaba con ellas por los pasillos, las oía reírse. Los años de instituto representaron para Josh una tortura y, en consecuencia, no obtuvo buenos resultados. Adam ingresó en Yale; Josh, en cambio, estuvo apunto de no conseguir siquiera una plaza en Emerson State.

Desde entonces, las cosas habían cambiado mucho.

Hacía un año que a Adam lo habían despedido del Deutsche Bank por culpa de la cantidad de problemas que tenía con las drogas. Mientras tanto, Josh había obtenido un puesto en Bio(jen y, aunque al principio no realizaba ningún trabajo cualificado, la compañía pronto reconoció su esfuerzo y su ingenio y lo ascendió. A la sazón, Josh poseía acciones de la compañía, y si alguno de los proyectos actuales, incluido el del gen de la madurez, resultaba ser un éxito comercial, se haría rico.

Adam, por otra parte…

Josh aparcó frente al juzgado. Adam aguardaba sentado en la escalera, con la mirada fija en el suelo. Llevaba un traje raído y sucísimo y barba de un día. Charles Silverberg se encontraba de pie a su lado, hablando por el móvil.

Josh tocó el claxon. Charles lo saludó con la mano y se dispuso a marcharse. Adam se acercó con paso alicaído y entró en el coche.

– Hola, hermanito. -Cerró la puerta de un fuerte golpe-. Gracias por venir.

– No tiene importancia.

Josh se incorporó a la circulación y miró el reloj. Aún le daba tiempo de acompañar a Adam a casa de su madre y volver al laboratorio antes de las cinco.

– ¿Te he cogido en mal momento? -preguntó Adam.

Eso era lo que más le molestaba de su hermano. No tenía bastante con complicarse él la vida, tenía que complicársela también a los demás. Al parecer, le encantaba.

– Pues para serte franco, sí.

– Lo siento.

– ¿Que lo sientes? Si lo sintieras, dejarías toda esa mierda.

– Eh, tío -protestó Adam-. ¿Yo qué cono sabía? Me tendieron una trampa, hasta Charles lo dice. Esa cabrona me tendió una trampa. Pero Charles dice que va a sacarme pronto.

– Si no consumes, no hay trampa que valga.

– ¡Vete al carajo! ¡Solo falta que me vengas con sermones!

Josh no le respondió. ¿Para qué se habría molestado en decir nada? Después de tantos años, ya sabía que no valía la pena. Nada de lo que él dijera cambiaría las cosas. Se limitó a conducir en silencio.

– Lo siento -repitió Adam por fin.

– No, no lo sientes.

– Muy bien, tienes razón -admitió. Bajó la cabeza y empezó a sollozar con aire teatral-. La he vuelto a cagar.

Pobre Adam, siempre arrepintiéndose.

Josh había presenciado situaciones como aquellas centenares de veces. Unos días Adam se mostraba agresivo; otros, se arrepentía. A veces entraba en razón y a veces lo negaba todo. La cuestión era que la prueba de tóxicos siempre resultaba positiva. Siempre.

Se encendió un piloto anaranjado en el salpicadero. Quedaba poca gasolina y Josh vio cerca una estación de servicio.


– Tengo que llenar el depósito.

– Vale, yo voy a mear.

– Tú me esperas en el coche.

– Tengo que mear, tío.

– ¡Te digo que me esperes en el coche, hostia! -Josh se detuvo junto al surtidor y bajó del vehículo-. No pienso perderte de vista.

– Me lo voy a hacer encima, tío.

– Ni se te ocurra.

– Pero…

– ¡Aguántate, Adam!

Josh insertó la tarjeta de crédito en la ranura y empezó a poner gasolina. Echó un vistazo a su hermano a través de la luna posterior, luego se volvió de nuevo hacia el indicador numérico rotatorio. El combustible estaba carísimo. Lo mejor que podía hacer era comprarse un coche que consumiera menos.

Por fin terminó y entró en el vehículo. Miró a Adam. Su hermano tenía una expresión divertida y en el interior del coche se respiraba un olorcillo peculiar.

– Adam…

¿Qué?

– ¿Qué has hecho?

– Nada.

Josh puso en marcha el vehículo. Ese olor… De pronto, captó con la mirada algo plateado. Miró abajo y vio el cilindro tirado en el suelo, junto a los pies de su hermano. Se inclinó y lo recogió. Le pareció que pesaba poco.

– Adam…

– ¡Te digo que no he hecho nada!

Josh agitó el recipiente. Estaba vacío.

– Pensaba que era óxido nitroso o algo así -admitió su hermano.

– ¡Imbécil!

– ¿Por qué? Si no he hecho nada.

– Eso es para las ratas, Adam. Acabas de inhalar un virus para las ratas.


Adam dio un respingo.

– ¿Es malo?

– Muy bueno no es.

Cuando Josh estacionó enfrente de casa de su madre, en Beverly Hills, ya había meditado y llegado a la conclusión de que Adam no corría riesgo alguno. El retrovirus estaba destinado a infectar a las ratas y, aunque también podía infectar a los humanos, la dosis había sido calculada para un sujeto de ochocientos gramos de peso. Su hermano pesaba cien veces más; por tanto, el contacto con la sustancia no tendría manifestación clínica.

– Así, ¿estoy bien? -preguntó Adam.

– Sí.

– ¿Seguro?

– Sí.

– Lo siento -se disculpó Adam, saliendo del coche-. Gracias por acompañarme. Hasta pronto, hermanito.

– Me espero a que entres -dijo Josh.

Observó a su hermano recorrer el camino que conducía a la casa y llamar a la puerta. Su madre le abrió. Adam entró y la mujer cerró la puerta.

A él nunca le hacía caso, ni siquiera lo miraba.

Josh puso en marcha el vehículo y se alejó.

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