C095.

Heniy Kendall no salía de su asombro viendo cómo Gerard ayudaba a Dave con sus deberes de matemáticas, aunque no duraría demasiado; al final tendrían que encontrarle un colegio especial. Dave había heredado la incapacidad para mantener la atención durante un período prolongado característica de los chimpancés. Cada vez le costaba más seguir el ritmo de la clase, sobre todo en lo referido a la lectura, que le suponía un suplicio. Además, sus características físicas no podían compararse a las de los demás cuando salían al patio, por lo que los otros niños no lo dejaban jugar; así que se había convertido en un surfista excelente.

Además, ahora ya se sabía todo. Había aparecido un artículo especialmente preocupante en People que decía: «La familia moderna, la que está más al día, ha dejado de ser la familia con padres del mismo sexo, la mixta o la interracial. Según Tracy Kendall, todo eso ha quedado aparcado en el siglo pasado, y ella debe de saberlo ya que la familia Kendall de La Jolla, California, es transgénica e híbrida, por lo que en su casa siempre hay mucha "animación"».

Habían llamado a Henry para que testificara ante el Congreso, lo que resultó una curiosa experiencia. Los congresistas hablaron para las cámaras durante dos horas, luego se levantaron y se fueron, aduciendo que asuntos urgentes reclamaban su presencia en otro lugar. A continuación les llegó el turno a los testigos, seis minutos cada uno, aunque sin congresista que escuchara sus observaciones. Sin embargo, posteriormente, todos los congresistas anunciaron que no tardarían en pronunciar discursos relevantes sobre el tema de la producción genética.

Henry había sido nombrado científico del año por la Sociedad para la Biología Libertaria. Jeremy Rifkin lo había tachado de «criminal de guerra». El Consejo Nacional de Iglesias lo había vilipendiado. El Papa lo había excomulgado, aunque luego se descubrió que no era católico; se habían equivocado de Henry Kendall. Los NIH habían criticado su labor, pero el sustituto de Robert Bellarmino al mando del departamento de genética era William Gladstone, una persona de mente más abierta y mucho menos pagado de sí mismo que Bellarmino. Ahora Henry no paraba de viajar dando conferencias sobre técnicas transgénicas en seminarios universitarios de todo el país.

Era objeto de gran controversia. El reverendo Billy John Harker de Tennessee lo consideraba la «encarnación de Satán». Bill Mayer, un conocido reaccionario de la izquierda, publicó un extenso y muy discutido artículo en el New York Review ofBooks que llevaba por título: «Expulsados del Edén: por qué debemos evitar los artificios transgénicos». El artículo olvidó mencionar que los animales transgénicos llevaban existiendo desde hacía dos décadas. Perros, gatos, bacterias, ratones, ovejas, ganado… Se había creado de todo. Cuando le preguntaron a uno de los científicos más antiguos de los NIH sobre el artículo, este carraspeó y contestó:

– ¿Qué es el New York Review}

Lynn Kendall gestionaba la página web TransGenic Times, en la cual se detallaba la vida de Dave, Gerard y sus hijos totalmente humanos, Jamie y Tracy.

Al cabo de un año en La Jolla, Gerard empezó a imitar el sonido del tono de marcado de un teléfono. Lo había hecho antes, pero los Kendall no habían descifrado el significado. Sabían que se trataba de los tonos de un teléfono del extranjero, pero no supieron adivinar a qué país correspondía.


– ¿De dónde vienes, Gerard? -le preguntaban.

– I can 't sleep wink anymore, ever since youfirst walked out the door. -Se había vuelto un fanático de la música country-. All y OH ever do is bring me down.

– ¿De qué país, Gerard?

Nunca respondía a eso. Hablaba algo de francés y a menudo solía adoptar un acento británico, por lo que asumieron que era europeo.

Entonces, un día, uno de los alumnos franceses de posgrado de Henry estaba comiendo en su casa y oyó los tonos de Gerard.

– Dios mío, ya sé qué está haciendo -anunció. Volvió a prestarle atención-. No marca el prefijo de la ciudad, pero… Probemos. -Sacó su propio móvil y empezó a apretar las teclas-. Hazlo otra vez, Gerard.

Gerard repitió los tonos.

– Otra vez.

– Life is a book, you've got to read it -cantó Gerard-. Life is a story and you've got to tell it…

– Conozco esa canción -aseguró el alumno de posgrado.

– ¿Cuál es? -preguntó Henry.

– Es de Eurovisión. Gerard, los tonos.

Al final, Gerard volvió a marcar los tonos. El alumno de posgrado se decidió a llamar y probó primero con París. Una mujer respondió al teléfono.

– Discúlpeme, ¿conoce un loro gris que se llama Gerard? -preguntó en francés.

La mujer se puso a chillar.

– Déjeme hablar con él -pidió-. ¿Está bien?

– Está bien.

Aguantaron el teléfono junto a la percha de Gerard para que este oyera la voz de la mujer. El loro empezó a cabecear con nerviosismo.

– ¿Así que esta es tu casa? A mi madre le encantará -exclamó Gerard.

Gail Bond llegó de visita al cabo de unos días. Se quedó una semana y luego volvió sola. Por lo visto, Gerard quería quedarse. Durante días, el loro no hizo más que cantar:

My baby used to stay out all night long,

Sbe made me cry, sbe done me wrong,

Sbe hurt my eyes open, that's no lie,

Tables turn and now her turn to cry,

Because I used to love her, but it's all over now…

En general, las cosas iban mucho mejor de lo que nadie hubiera esperado. La familia estaba muy ocupada, pero iban tirando. Solo había dos motivos de preocupación. Henry se había fijado en que a Dave le habían salido unos pelos grises alrededor del hocico, así que era posible que muriera antes de lo habitual, como la mayoría de los transgénicos.

Y un día de otoño, mientras Henry paseaba por la feria del condado con Dave de la mano, un granjero con pantalón de peto se acercó y le dijo:

– Me gustaría agenciarme uno de esos para trabajar en la granja.

Henry sintió un escalofrío.


Nota final del autor.


Al final del trabajo de documentación que realicé para este libro, llegué a las siguientes conclusiones:

1. Deben dejar de patentarse genes. Tal vez las patentes genéticas parecieran algo lógico y normal hace veinte años, pero la situación ha tomado un cariz que nadie habría podido predecir. Hoy día contamos con suficientes argumentos para poder asegurar que las patentes genéticas son innecesarias, desaconsejables y contraproducentes.

Existe una gran confusión en cuanto a las patentes genéticas. Muchos observadores vinculan la defensa de su abolición con sentires anticapitalistas y contrarios a la propiedad privada. Nada más lejos. Es lógico y normal que la industria busque un mecanismo que rentabilice la inversión productiva y que dicho mecanismo conlleve una restricción de la competencia en relación con un producto creado; sin embargo, esa protección no implica que deban patentarse los genes. Al contrario, las patentes genéticas contradicen la arraigada y tradicional protección de la propiedad intelectual.

Para empezar, los genes son hechos naturales. Igual que la gravedad, la luz del sol y las hojas de los árboles, los genes existen en la naturaleza. Los hechos naturales no pueden tener dueño. Puede ostentarse la propiedad de la prueba que permite determinar un gen o la de un fármaco que afecte a un gen, pero no el gen en sí. Las patentes genéticas violan esta norma fundamental. Evidentemente podría discutirse la definición de un hecho natural -y hay gente que cobra por ello-, pero la prueba es muy sencilla: si algo ya existía millones de años antes de la aparición del Homo sapiens en la Tierra, es un hecho natural. Intentar argumentar que un gen es una invención humana es absurdo, por tanto, conceder una patente para un gen es como conceder una patente para el hierro o el carbón.

Puesto que se trata de la patente de un hecho natural, se convierte en un monopolio ilegítimo. Por lo general, la protección de patentes permite proteger una invención, pero anima a otros a realizar sus propias versiones. Mi iPod no impide que otros fabriquen un reproductor de audio digital. Mi trampa para ratones es de madera, pero no prohibe que otras sean de titanio.

Sin embargo, no ocurre así con las patentes genéticas. La patente no contiene más que información preexistente en la naturaleza y dado que no existe invención alguna, nadie puede innovar ningún otro uso sin violar la patente en sí, de modo que el camino de la innovación acaba vedado. Si se permitiera la patente de narices entonces no podrían fabricarse gafas, pañuelos de papel, inhaladores nasales, caretas, maquillaje o perfume porque todos están relacionados en uno u otro grado con la nariz; podría utilizarse una crema autobronceadora para el cuerpo, pero no para la nariz porque cualquier alteración de esta violaría la patente nasal; podría demandarse a los chefs que no pagaran el royalty de la nariz por cocinar suculentos platos; etcétera, etcétera. Evidentemente, todos estaríamos de acuerdo en que patentar la nariz es absurdo. Si todos tenemos una, ¿cómo puede tener un solo dueño? Las patentes genéticas son absurdas por la misma razón.

No hace falta un gran derroche de imaginación para comprender que la patente monopolista obstaculiza la creación y la productividad. Si el creador de Auguste Dupin fuera el dueño de todos los detectives de ficción, jamás habríamos conocido a Sherlock Holmes, Sam Spade, Philip Marlowe, la señorita Marple, el inspector Maigret, Peter Wimsey, Hercules Poirot, Mike Hammer o J. J. Gittes, por nombrar unos cuantos. Se nos habría negado este rico patrimonio de la invención por una equivocación en la concesión de la patente. Sin embargo, es exactamente en esta misma equivocación en la que se incurre con las patentes genéticas.

Las patentes genéticas son malas políticas públicas. Disponemos de pruebas más que suficientes de que perjudican la asistencia sanitaria y obstruyen la investigación. Cuando Myriad patentó dos genes relacionados con el cáncer de mama, decidieron cobrar a tres mil dólares la prueba, aunque el coste de un análisis genético no tenga nada que ver con lo que cuesta desarrollar un fármaco. No es de extrañar que la Oficina de Patentes europea revocara dicha patente en virtud de un tecnicismo. El gobierno canadiense anunció que llevaría a cabo análisis genéticos sin pagar la patente. Hace unos años, el dueño del gen de la enfermedad de Canavan se negó a poner a disposición de todo el mundo de forma gratuita la prueba para detectar dicha enfermedad a pesar de que las familias que la habían padecido habían contribuido con tiempo, dinero y sus tejidos a la identificación de dicho gen. Ahora esas familias no pueden permitirse la prueba.

Es una vergüenza, pero ni siquiera se acerca a la más peligrosa de las consecuencias de las patentes genéticas. En su punto culminante, la investigación sobre el SARS (siglas en inglés del Síndrome Respiratorio Agudo Severo) se vio entorpecida porque los científicos desconocían quién ostentaba la titularidad del genoma puesto que se habían presentado tres solicitudes de patente simultáneas. Como resultado, la investigación sobre el SARS no fue tan efectiva como debería haber sido, algo que debería estremecer a cualquier persona sensata. Nos encontrábamos ante una enfermedad con un índice de mortalidad de un 10 por ciento, que se había extendido a dos docenas de países de todo el mundo y, aun así, la investigación científica que debía combatir la afección se vio entorpecida por causas relacionadas con las patentes genéticas.


Hoy día la hepatitis C, el VIH, la gripe hemofílica y varios genes de la diabetes tienen dueño y no debería ser así, nadie debería poseer una enfermedad.

Si se pone fin a las patentes genéticas, habrá quien ponga el grito en el cielo e intente amedrentarnos con que el mercado abandonará la investigación, las empresas irán a la bancarrota, el sistema sanitario se verá afectado y la gente morirá. No obstante, es más probable que el fin de las patentes genéticas acabe siendo liberador para todos y resulte en una oleada de nuevos productos para el público.

2. Deben establecerse unas directrices claras para el uso de los tejidos humanos. La recolección de tejido humano es cada vez más importante, así como provechosa, para la investigación médica. Existen regulaciones federales adecuadas para la gestión de los bancos de tejidos, pero los tribunales han soslayado la normativa federal. Desde siempre, los juzgados han fallado sobre cuestiones relacionadas con tejidos humanos fundamentándose en la ley de la propiedad existente. En líneas generales, consideran que una vez que el tejido abandona el cuerpo desaparecen los derechos sobre este. Según dicha argumentación, podríamos establecer una analogía entre los tejidos y, por ejemplo, la donación de un libro a una biblioteca. Sin embargo, la gente tiene un fuerte sentimiento de propiedad de sus cuerpos que un simple tecnicismo jurídico jamás conseguirá invalidar, por lo que necesitamos una nueva, clara y enérgica legislación.

¿El porqué de esa legislación? Tomemos como ejemplo una sentencia reciente sobre el caso del doctor William Catalona. Este eminente oncólogo, experto en cáncer de próstata, recopiló muestras de tejidos de sus pacientes para poder trabajar en la enfermedad. Sin embargo, cuando el señor Catalona cambió de universidad e intentó llevarse los tejidos con él, la Universidad de Washington se negó, aduciendo que los tejidos le pertenecían. El juez dio la razón a la institución aduciendo hechos tan triviales como que algunas de las publicaciones se habían impreso en papel de la universidad. Los pacientes están en estos momentos comprensiblemente indignados pues creían entregar sus tejidos a un médico en quien confiaban y no a una universidad con fines poco claros. Estaban convencidos de que entregaban sus tejidos específicamente para la investigación del cáncer de próstata, no para cualquier otro uso que a la universidad se le antojara y que así defiende.

La idea de que una vez que nos deshacemos de nuestros tejidos dejamos de tener derecho sobre ellos es absurda. Tomemos como ejemplo lo siguiente: según la ley actual, si alguien me hace una foto, conservo mis derechos sobre el uso de esa imagen para siempre. Si dentro de veinte años alguien la publica o la hace aparecer en un anuncio, sigo conservándolos. Sin embargo, si alguien me extrae tejido -parte de mi cuerpo físico- los pierdo, lo que significa que poseo más derechos sobre mi imagen que sobre los tejidos de mi organismo.

La indispensable legislación debería garantizar al paciente el control de sus tejidos, los cuales se donan con un concreto y único propósito. Si más adelante alguien desea utilizarlos con un fin diferente, debería estar obligado a solicitar una nueva autorización y a no utilizar el tejido en el caso de no obtenerla.

Esta medida satisface una necesidad emocional importante y al mismo tiempo hace hincapié en la existencia de razones jurídicas y religiosas para negarse a que dicho tejido se utilice para propósitos diferentes a los convenidos en un primer momento.

No debemos temer que este tipo de normativa entorpezca la investigación -después de todo, los Institutos Nacionales de la Salud parecen capaces de desempeñar su labor siguiendo estas directrices-, ni tampoco debemos dar por válido el argumento de que suponen una carga onerosa. Si las revistas pueden notificar a sus suscriptores que la inscripción ha caducado, las universidades pueden notificar a sus colaboradores que desean utilizar sus tejidos para fines distintos a los convenidos.


3. Deben promoverse leyes que garanticen la disponibilidad pública de la información sobre análisis genéticos. Se hace necesaria una nueva legislación si deseamos que la FDA publique los resultados adversos derivados de los experimentos relacionados con la terapia genética. Hoy día, no puede. En el pasado, algunos investigadores intentaron vetar la publicación de la muerte de pacientes arguyendo que dichas defunciones eran un secreto comercial.

La gente es cada vez más consciente de los defectos del sistema que empleamos para publicar la información médica. Los datos obtenidos en las investigaciones no se ponen a disposición de otros científicos, no se exige la revelación total de la información relacionada con los descubrimientos y la verificación independiente y fiable es anecdótica. El resultado es una población expuesta a peligros desconocidos de los que no son informados. La parcialidad en los estudios publicados se ha convertido en un chiste de mal gusto. El psiquiatra John Davis estudió los ensayos financiados por empresas farmacéuticas en directa competencia por descubrir el antipsicótico más efectivo entre cinco diferentes. Descubrió que el 90 por ciento de las veces, el fármaco fabricado por la empresa que patrocinaba (financiaba) el estudio era considerado superior a los otros. Quien pagaba el estudio tenía el mejor fármaco.

Nada nuevo. Los estudios de evaluación llevados a cabo por quien tiene un interés económico o de cualquier otro tipo en el resultado no son fiables porque son inherentemente parciales. Dichos estudios debería realizarlos un sistema de información que no permitiera los ensayos parciales y que tomara medidas para que no ocurriera. Sin embargo, la parcialidad sigue siendo muy común en la medicina, así como en ciertas áreas de la ciencia donde hay mucho dinero en juego.

El gobierno debería tomar cartas en el asunto. A largo plazo, la mala información no gana electores. A corto plazo, todo tipo de grupos desean que los hechos se interpreten a su favor y no dudan en echar mano de sus senadores, ya sean demócratas o republicanos. Esta situación continuará igual hasta que la población exija un cambio.

4. Deben evitarse las cortapisas a la investigación. Varios grupos de distinto cariz político desean poner trabas a ciertos aspectos relacionados con la investigación genética. Estoy deacuerdo en que ciertos experimentos no deberían llevarse a cabo, al menos por el momento, pero en principio me opongo a poner obstáculos a la investigación y la tecnología.

Las prohibiciones no se obedecen; no sé por qué todavía no hemos aprendido esta lección. Desde la ley seca a la guerra contra el narcotráfico, una y otra vez nos regodeamos en la fantasía de creer que podemos prohibir los comportamientos e invariablemente nos equivocamos. En una economía global, las prohibiciones adquieren otros significados: aunque la investigación se detenga en un país, esta continúa en Shangai. De modo que, ¿qué hemos conseguido?

Sí, la esperanza es lo último que se pierde y las fantasías nunca mueren: esos grupos imaginan que pueden llegar a conseguir una prohibición internacional para cierto tipo de investigación; sin embargo, por lo que yo sé, las prohibiciones internacionales jamás han surtido efecto, por lo que es bastante improbable que la investigación genética sea la primera.

5. Debe derogarse la ley BayhDole. En 1980 el Congreso decidió que los descubrimientos científicos realizados en las universidades no debían hacerse públicos en beneficio de la población. Rizando el rizo, se aprobó una ley que permitía a los investigadores de la universidad vender sus descubrimientos en beneficio propio, aun cuando esa investigación hubiera sido financiada con dinero del contribuyente.

Como resultado de esta legislación, la mayoría de los profesores universitarios están ligados o bien a compañías que han fundado ellos mismos o a otras empresas del ramo biotecnológico. Hace treinta años existía una clara diferencia conceptual entre la investigación llevada a cabo en las universidades y la realizada por la empresa privada. Hoy día esa distinción se desvanece o simplemente no existe. Hace treinta años los científicos se prestaban a debatir de manera desinteresada sobre cualquier tema que afectara a la población. Hoy día los científicos tienen intereses personales que influyen en sus opiniones.

Las instituciones académicas han cambiado de modo inesperado. La legislación BayhDole original reconocía que las universidades no eran entidades empresariales y las animaba a poner sus hallazgos a disposición de organizaciones que sí lo eran. Sin embargo, en la actualidad las universidades tratan de maximizar sus beneficios y realizan una labor cada vez más empresarial. De este modo consiguen rentabilizar sus productos cuando por fin les conceden la autorización para comercializarlos. Por ejemplo, si la universidad cree haber hallado un nuevo fármaco, llevará a cabo las pruebas de la FDA ella misma, y así sucesivamente. Por tanto, por paradójico que parezca, la ley BayhDole ha fomentado el carácter comercial de la universidad. Muchos expertos consideran que esta legislación tiene un efecto corruptivo y destructor para universidades e instituciones educativas.

Siempre se puso en duda la conveniencia de la ley BayhDole para los contribuyentes estadounidenses, quienes, gracias a su propio gobierno, se convirtieron en inversores generosos sin parangón. Los ciudadanos financian la investigación, pero cuando esta da fruto los investigadores venden los resultados en su propio beneficio institucional y personal, tras lo cual el fármaco vuelve a venderse a los contribuyentes. De esta manera, el ciudadano paga el fármaco que ayudó a financiar a un precio muy alto.

Por lo general, cuando un capitalista de riesgo invierte en investigación, espera un beneficio significativo. El contribuyente estadounidense no obtiene absolutamente nada a cambio. La legislación BayhDole presagiaba que la población recibiría a cambio una avalancha de maravillosas y fiables terapias que justificarían la estrategia inversora, pero no ha ocurrido así.


Al contrario, las desventajas superan con mucho los beneficios. El secreto comercial se ha hecho con la investigación y obstaculiza el progreso científico. Las universidades que una vez fueron reducto académico comercializan cada vez más y el reducto desaparece. Los científicos que un día se sentían llamados por una causa humanitaria se han convertido en hombres de negocios preocupados por las pérdidas y las ganancias. La vida intelectual es un concepto tan extraño como un corsé de ballena.

Hace quince años los expertos previeron lo que se avecinaba con total claridad, pero entonces nadie les prestó demasiada atención. Hoy día los problemas son evidentes. Un primer paso hacia la recuperación del equilibrio entre el mundo académico y el empresarial pasará por derogar la ley BayhDole.

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