C023.

Josh Winkler observaba a través de la ventana de su despacho el vestíbulo de BioGen. Todo estaba patas arriba. Su ayudante, Tom Weller, se había tomado la semana libre porque su padre había muerto en un accidente de coche en Long Beach. Encima ahora Weller tenía problemas con el seguro de enfermedad. Por eso él tenía que contentarse con otro ayudante que no conocía el trabajo. En el exterior, un equipo de mecánicos se encontraba arreglando las cámaras del aparcamiento. Abajo, en el mostrador de recepción, Brad Gordon charlaba de nuevo con la atractiva Lisa. Josh suspiró. ¿ Qué se había creído? ¿ Que podía hacer lo que le diera la gana, incluso ligar con la amiguita del jefe? Brad estaba muy seguro de que no lo despedirían.

Lisa tenía unos bonitos pechos.

– ¿Josh? ¿Me estás escuchando?

– Sí, mamá.

– ¿Qué te ronda por la cabeza?

– Nada, mamá.

Desde arriba divisaba la blusa de escote redondeado de Lisa, que revelaba el contorno de sus pechos firmes. Demasiado firmes, de hecho, pero eso no incomodaba a Josh. En los tiempos que corrían, la cirugía lo retocaba todo y a todos, incluidos los hombres. Hasta los veinteañeros se sometían a liftings e implantes de pene.

– ¿Qué te parece? -le preguntó su madre.

– ¿El qué? Lo siento, mamá, no sé de qué me estabas hablando.


– De los Levine, mis primos.

– No sé. ¿Dónde viven ahora?

– En Scarsdale, cariño.

En ese momento lo recordó todo. Los padres de la familia Levine gastaban demasiado.

– Mamá, eso no es legal.

– Con el hijo de Lois lo hiciste, tú lo hiciste.

– Es verdad.

Josh lo había hecho porque creía que nadie llegaría a saberlo.

– Y ahora ese chico ha dejado las drogas y está trabajando. Lo han contratado nada menos que en un banco, Josh. En un banco.

– ¿Qué hace?

– No lo sé. Me parece que está de cajero.

– Eso está muy bien, mamá.

– Está más que bien -puntualizó su madre-. Ese rociador tuyo es un gran negocio, Josh. Es el fármaco que todo el mundo está esperando. Por fin vas a ser alguien.

– Qué bonito, mamá.

– Ya sabes a qué me refiero. Ese rociador puede llegar a ser un gran producto. -La mujer hizo una pausa-. Aunque me imagino que antes de nada has de investigar qué efectos tiene en las personas mayores, ¿no?

Josh suspiró. Tenía razón.

– Sí…

– Pues pruébalo con los Levine.

– De acuerdo -accedió él-. Trataré de conseguir un bote.

– ¿Uno para cada uno?

– Sí, mamá, uno para cada uno.

Josh colgó el teléfono. Estaba planteándose qué debía hacer con exactitud acerca de la cuestión -y, de hecho, acababa de cambiar completamente de planes al respecto-, cuando oyó unas sirenas. Al cabo de un instante dos coches de policía se detuvieron frente al edificio y cuatro agentes salieron a toda prisa de los vehículos, penetraron en el edificio y avanzaron directamente hasta Brad, quien seguía apoyado en el mostrador, hablando con Lisa.


– ¿Es usted Bradley A. Gordon?

Al cabo de un momento un policía lo obligó a darse media vuelta, le colocó los brazos en la espalda y lo esposó. «¡Cono!», pensó Josh.

Brad no hacía más que gritar.

– ¿Qué narices pasa? ¡Que alguien me explique qué narices está pasando!

– Señor Gordon, queda usted detenido por asalto y violación de una menor.

– ¿Qué dice?

– Tiene derecho a guardar silencio…

– Pero ¿qué dice? -seguía gritando-. ¿Qué menor? ¡Joder! ¡Yo no conozco a ninguna menor de mierda!

El agente se lo quedó mirando fijamente.

– Vale, vale, retiro el insulto. Pero no conozco a ninguna menor.

– Me parece que sí que conoce a una menor, señor.

– ¡Se están equivocando, cono! -gritó Brad mientras los agentes lo conducían al exterior.

– Haga el favor de acompañarnos, señor.

– ¡Voy a demandarlos a todos, hijos de puta!

– Por aquí, señor -insistieron los agentes.

Y, por la puerta, salieron a plena luz del día.

Cuando se hubieron llevado a Brad, Josh observó a las demás personas apoyadas en la barandilla. La mitad del personal se encontraba allí asomado, charlando y murmurando sobre lo ocurrido. En el extremo opuesto de la galería vio a Rick Diehl, el director de la empresa.

Se había limitado a contemplar toda la escena con las manos en los bolsillos.

La verdad era que si Diehl estaba disgustado, lo disimulaba muy bien.

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