C001.

La división 48 del Tribunal Superior de Los Ángeles se encontraba en una sala revestida con paneles de madera y dominada por el gran sello del estado de California. El espacio era reducido y la decoración resultaba rancia. La alfombra roja aparecía raída y veteada de mugre. La madera que recubría el estrado estaba astillada; además faltaba un fluorescente, por lo que la tribuna del jurado quedaba más oscura que el resto de la sala. Los propios miembros del jurado vestían de manera informal, con vaqueros y camisa de manga corta. La silla del juez crujía cada vez que el honorable Davis Pike se volvía a mirar la pantalla de su ordenador portátil, lo cual ocurrió varias veces durante el día. Alex Burnet sospechaba que se dedicaba a leer emails o a comprobar el estado de sus acciones.

En general, aquel tribunal parecía un extraño lugar para litigar sobre aspectos complejos relacionados con la biotecnología. Sin embargo, eso era lo que habían estado haciendo durante las dos últimas semanas en el caso «Frank M. Burnet contra el consejo rector de la Universidad de California».

Alex, de treinta y dos años, era una abogada de éxito y una socia menor del bufete. Se sentaba en la mesa de la parte demandante, junto a los otros abogados de su padre, y en aquellos momentos observaba a este subir al estrado a testificar. Aunque le sonreía en señal de apoyo, en realidad estaba preocupadísima por cómo le iría.

Frank Burnet era un hombre fornido que no aparentaba los cincuenta y un años que tenía. De aspecto saludable, parecía muy seguro de sí mismo al prestar juramento. Alex sabía que la apariencia energica de su padre podía hacerle perder el caso. Y para colmo, la publicidad anterior a la celebración del juicio había resultado de lo más negativa. El equipo de relaciones públicas de Rick Diehl había trabajado con tesón para presentar a su padre como un hombre ingrato, un especulador rapaz y sin escrúpulos. Una persona que faltaba a su palabra y a quien solo le interesaba el dinero. Nada de eso era verdad. En realidad, lo cierto era justamente o lo contrario. No obstante, ningún periodista se había molestado en telefonear a su padre para interesarse por su versión de la historia. Ni uno solo. Detrás de Rick Diehl se apostaba Jack Watson, el famoso filántropo. Los medios de comunicación habían dado por hecho que Watson era el bueno y, por tanto, su padre era el malo. En cuanto dicha versión de la pantomima moral apareció en el New York Times, (por obra del columnista de la sección de cultura y espectáculos), todos los demás siguieron la misma línea. L. A. Times contenía un extenso artículo que se sumaba a la opinión de la edición de Nueva York y trataba de superarla en el empeño por vilipendiar a su padre. Los sensacionalistas informativos locales recordaban a diario la historia del hombre que pretendía impedir el progreso de la medicina y que se atrevía a criticar a UCLA, una institución de gran renombre, la cuna de la univerlad por excelencia. Media docena de cámaras los seguían a ella y a su padre cada vez que subían la escalera del palacio de justicia. Sus propios esfuerzos por difundir la historia se habían frustrado del todo. El asesor mediático que había contratado su padre era bastante eficiente; aun así, no podía competir con la maquinaria carísima y perfectamente engrasada de Jack Watson.

En consecuencia, los miembros del jurado eran conocedores del asunto y parte de sus entresijos ya desde antes del juicio, lo cual había conllevado mayor presión para su padre, pues a este ya no solo se le exigía que contara su historia sino también que se redimiera y contrarrestara así el perjuicio que le había causado la prensa antes incluso de subir al estrado.


El abogado de su padre se puso en pie e inició el turno de preguntas.

– Señor Burnet, vamos a remontarnos al mes de junio de hace unos ocho años. ¿A qué se dedicaba en esa época?

– Trabajaba en la construcción -contestó su padre con voz segura-. Supervisaba las soldaduras del gasoducto de Calgary.

– ¿Cuándo sospechó por primera vez que estaba enfermo?

– Cuando empecé a despertarme por las noches empapado en sudor.

– ¿Tenía fiebre?

– Creo que sí.

– ¿Acudió al médico?

– Al principio no, tardé un tiempo. Pensaba que sería la gripe o algo así. Pero no dejaba de sudar. Al cabo de un mes, empecé a sentirme muy débil. Entonces fui al médico.

– ¿Qué le dijo el doctor?

– Me diagnosticó un tumor en el abdomen, y me recomendó el mejor especialista de la costa Oeste. Me contó que formaba parte del equipo docente del UCLA Medical Center, en Los Ángeles.

– ¿De quién se trataba?

– Del doctor Michael Gross. Es ese. -Su padre señaló al acusado, que se encontraba sentado a la mesa contigua. Alex no volvió la vista. Siguió fijándola en su padre.

– Así que el doctor Gross lo visitó.

– Sí.

– ¿Efectuó un examen médico?

– Sí.

– ¿Le hizo alguna prueba en el momento?

– Sí. Me hizo un análisis de sangre y radiografías, también me hizo un TAC de cuerpo entero. Y tomó una muestra de la médula ósea para una biopsia.

– ¿Cómo le hicieron eso exactamente, señor Burnet?

– Me clavaron una aguja en el hueso de la cadera, justo aquí. La aguja me atravesó el hueso hasta la médula. Luego extrajeron una muestra y la analizaron.


– Y cuando acabó con las pruebas, ¿obtuvo un diagnóstico?

– Sí. Me dijo que tenía leucemia linfoblástica aguda.

– ¿Qué entendió usted que tenía?

– Cáncer de la médula ósea.

– ¿Le propuso el doctor algún tratamiento?

– Sí. Me recomendó una intervención quirúrgica y quimioterapia.

– ¿Le dijo cuál era el pronóstico? ¿Cuál preveía él que sería el resultado?

– No muy bueno.

– ¿Fue más específico?

– Me dijo que era probable que me quedara menos de un año de vida.

– Ante esa respuesta, ¿consultó a otro médico?

– Sí.

– Y ¿cuál fue el resultado?

– Bueno, él… confirmó el diagnóstico. -Su padre hizo una pausa y se mordió el labio; hacía esfuerzos por no emocionarse. Alex estaba sorprendida. El hombre era un tipo duro y normalmente se mostraba impasible. Se sintió preocupada por él, aunque sabía que esa reacción emocional podía ayudarle a ganar el caso-. Me asusté mucho, mucho -confesó su padre-. Todos me decían… que no me quedaba mucho tiempo de vida. -Bajó la cabeza.

En la sala del tribunal se hizo un silencio sepulcral.

– Señor Burnet, ¿quiere un vaso de agua?

– No, estoy bien. -Alzó la cabeza y se pasó la mano por la frente.

– Por favor, continúe cuando pueda.

– Pedí una tercera opinión. Todo el mundo me dijo que el doctor Gross era el mejor especialista en la enfermedad.

– Así, inició el tratamiento con el doctor Gross.

– Sí, eso hice.

Su padre parecía haber recobrado la serenidad. Alex se recostó en la silla y respiró hondo. La declaración prosiguió sin dificultades a partir de ese punto. Su padre había relatado aquel episodio decenas de veces. Él, un hombre que temía por su vida, había depositado toda su fe en el doctor Gross. Se había sometido a una intervención quirúrgica y a un tratamiento de quimioterapia bajo la supervisión del especialista. En el curso de un año, los síntomas de la enfermedad habían ido remitiendo y el doctor Gross pareció convencido de que su padre estaba bien y de que el tratamiento se había completado con éxito.

– ¿Efectuó después el doctor un seguimiento periódico?

– Sí. Iba a verlo cada tres meses.

– ¿Cuáles eran los resultados?

– Todo era normal. Había ganado peso, volvía a sentirme fuerte y me crecía otra vez el pelo. Estaba bien.

– ¿Qué ocurrió entonces?

– Aproximadamente un año después, tras una de las revisiones, el doctor Gross me dijo que tenía que hacerme más pruebas.

– ¿Le explicó por qué?

– Me dijo que ciertos valores sanguíneos no eran normales.

– ¿Especificó en qué consistían las pruebas?

– No.

– ¿Le dijo que el cáncer se había reproducido?

– No, pero eso era lo que yo me temía. Hasta aquel momento no me había repetido ninguna prueba. -Su padre se removió en el asiento-. Le pregunté si el cáncer había reaparecido y él me dijo que de momento no, pero que tenía que realizar un examen exhaustivo. Me recalcó que tendría que someterme a pruebas de forma continuada.

– ¿Cómo reaccionó usted?

– Estaba aterrorizado. La segunda vez fue peor que la primera. Cuando empecé a encontrarme mal por primera vez, me preparé mentalmente para el diagnóstico. Sin embargo, me recuperé y me sentí revivir; tenía la oportunidad de volver a empezar. Entonces recibí la terrorífica llamada telefónica.

– Creía que estaba enfermo otra vez.

– Claro. Si no, ¿por qué iba a querer el médico hacerme más pruebas?

– ¿Estaba asustado?


– Aterrorizado.

Alex, al ver cómo iba el interrogatorio, pensó que era una pena que no contaran con fotografías. Su padre parecía radiante y lleno de energía. Recordaba la época en que se le veía débil, delicado de salud y con el rostro ceniciento. Las prendas le quedaban holgadas y tenía un aspecto moribundo. Ahora, en cambio, se le veía fuerte; por fin su apariencia revelaba al albañil que había sido toda su vida. No parecía un hombre que se asustara fácilmente. Alex sabía que todas aquellas preguntas eran esenciales para establecer una base sobre la que demostrar el fraude y también los daños psicológicos. No obstante, tenían que andarse con cuidado. Por desgracia, el abogado que dirigía el turno de preguntas tenía la mala costumbre de soslayar sus propias anotaciones una vez que la declaración estaba en marcha.

El letrado prosiguió:

– ¿Qué ocurrió después, señor Burnet?

– Me sometí a las pruebas. El doctor Gross las repitió todas. Incluso llegó a hacerme otra biopsia del hígado.

– ¿Cuál fue la conclusión?

– Me dijo que volviera al cabo de seis meses.

– ¿Por qué motivo?

– No me lo explicó. Solo dijo que volviera al cabo de seis meses.

– ¿Cómo se sentía usted en aquellos momentos?

– Me encontraba bien. De todas formas, estaba convencido de haber sufrido una recaída.

– ¿Se lo confirmó el doctor Gross?

– No, no me dijo nada. Ninguna persona del hospital me dijo nada. Solo insistían en que volviera al cabo de seis meses.

Era lógico que el padre de Alex creyera que seguía estando enfermo. Conoció a una mujer con quien podría haberse casado, sin embargo no lo hizo porque estaba convencido de que le quedaba poco tiempo de vida. Vendió la casa y se trasladó a un piso pequeño para amortizar la hipoteca.


– Al oírlo, se diría que estaba aguardando a morir -intervino el abogado.

– ¡Protesto!

– Retiro la pregunta. Sigamos, señor Burnet. ¿Cuánto tiempo estuvo yendo a la UCLA para someterse a pruebas médicas?

– Cuatro años.

– Cuatro años. Y ¿cuándo empezó a sospechar que no le estaban diciendo la verdad acerca de su estado de salud?

– Bueno, al cabo de cuatro años me seguía encontrando bien. No me había ocurrido nada. Cada día esperaba que aparecieran síntomas, pero ese momento no llegaba. Sin embargo, el doctor Gross insistía en que debía continuar haciéndome pruebas y más pruebas. Para entonces, me había trasladado a San Diego. Le propuse hacerme allí los análisis y enviárselos, pero él se negó; me dijo que tenía que hacérmelos en la UCLA.

– ¿Por qué motivo?

– Decía que se fiaba más de su laboratorio. La respuesta era absurda. Además, no paraba de presentarme impresos para que los firmara.

– ¿Qué tipo de impresos?

– Al principio eran formularios de consentimiento, tenía que firmarlos para que quedara constancia de que estaba de acuerdo en someterme a un proceso que entrañaba riesgos. Los documentos tenían una o dos páginas. Sin embargo, pronto empezó a presentarme otros en los que se afirmaba que yo accedía a participar en un proyecto de investigación. Cada vez que volvía a la consulta me presentaba nuevos formularios. Los últimos tenían diez páginas, eran documentos redactados en un denso lenguaje jurídico.

– Y usted ¿los firmó?

– Los últimos no.

– ¿Por qué?

– Porque algunos eran autorizaciones para comercializar mis tejidos.

– ¿Eso le molestó?

– Por supuesto. Pensé que no me había dicho la verdad, no me había contado lo que estaba haciendo, cuál era el verdadero motivo de las pruebas. Durante una de las visitas, le pregunté directamente al doctor Gross si pensaba utilizar las muestras de mis tejidos para fines comerciales. Lo negó rotundamente; dijo que su único interés era investigar. Por eso me presté a seguir adelante y firmé todos los impresos a excepción de los que autorizaban el uso comercial de mis tejidos.

– ¿Qué ocurrió después?

– El doctor se enfadó mucho. Dijo que no podría seguir tratándome a menos que firmara todos los impresos, que estaba poniendo en peligro mi salud y mi futuro. Me advirtió que cometía un gran error.

– ¡Protesto! ¡No hay pruebas!

– De acuerdo. Señor Burnet, cuando se negó a firmar los formularios, ¿dejó el doctor Gross de tratarlo?

– Sí.

– Y entonces consultó a un abogado.

– Sí.

– Y ¿qué descubrió?

– Que el doctor Gross había vendido mis células, las que había extraído de mi organismo mediante todas aquellas pruebas, a una empresa farmacéutica llamada BioGen.

– ¿Cómo se sintió al oír eso?

– Me quedé de piedra -aseguró el padre de Alex-. Había acudido al doctor Gross porque estaba enfermo y asustado, y en ese momento era muy vulnerable. Confiaba en él, confiaba en mi médico. Había dejado mi vida en sus manos, y al final resultaba que me había estado mintiendo y asustando innecesariamente durante años, todo para robar parte de mi organismo y hacer negocio con él. Para su propio beneficio. Yo no le preocupaba en absoluto, solo quería mis células.

– ¿Sabe cuánto dinero valen sus células?

– La empresa farmacéutica afirmó haber pagado tres mil millones de dólares.

Los miembros del jurado exhalaron sendos gritos ahogados.

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