C002.

Alex había estado observando al jurado durante la última declaración. Los rostros de sus miembros mostraban una expresión imperturbable, pero la verdad era que nadie movía ni un músculo. La exclamación a coro había sido espontánea y evidenciaba hasta qué punto lo que estaban oyendo les tocaba la fibra sensible. Siguieron paralizados mientras proseguía el turno de preguntas.

– Señor Burnet, ¿se disculpó el doctor Gross por haberlo engañado?

– No.

– ¿Le ofreció al menos compartir los beneficios?

– No.

– ¿Se lo propuso usted?

– Al final, sí, cuando me di cuenta de que el mal ya estaba hecho. Eran células de mi organismo, me pertenecían. Pensé que tenía derecho a opinar sobre lo que se hacía con ellas.

– Sin embargo, él se negó.

– Sí. Dijo que lo que él hiciera con mis células no era asunto mío.

La afirmación causó la reacción del jurado. Varios de los miembros se volvieron a mirar al doctor Gross. A Alex le pareció que aquello también era una buena señal.

– Una última pregunta, señor Burnet. ¿Llegó a firmar alguna autorización para que el doctor Gross utilizara sus células con fines comerciales?


– No.

– ¿No autorizó su venta?

– No, nunca. Aun así, él las vendió.

– No haré más preguntas.

El juez anunció un descanso de quince minutos. Cuando el tribunal volvió a reunirse, los abogados de la UCLA iniciaron su turno de preguntas. Para aquel juicio, la UCLA había recurrido a Raeper and Cross, un céntrico bufete especializado en defender a empresas de renombre en grandes litigios. Raeper solía representar a compañías petroleras y a los principales proveedores del Departamento de Defensa. Era evidente que la UCLA no se enfrentaba a aquel juicio con la intención de defender una investigación médica. Tres mil millones de dólares estaban en juego; era un gran negocio y por eso habían contratado a un bufete especializado precisamente en eso.

El principal abogado defensor de la UCLA se llamaba Albert Rodríguez. Lucía un aspecto juvenil y una sonrisa cordial, y daba toda la impresión de ser novato. En realidad, Rodríguez tenía cuarenta y cinco años y llevaba veinte de brillante carrera. Sin embargo, se las arreglaba para aparentar engañosamente que se enfrentaba a su primer juicio y así apelaba con sutileza a la benevolencia del jurado y lo obligaba a perdonarle algunos patinazos.

– Señor Burnet, imagino que ha resultado muy duro para usted rememorar las agotadoras experiencias de los últimos años. Agradezco que ya las haya expuesto al jurado, así no me alargaré mucho. Creo que ha explicado que estaba muy asustado, como lo habría estado cualquiera en su lugar. Por cierto, ¿cuánto peso había perdido cuando acudió por primera vez a la consulta del doctor Gross?

Alex advirtió el peligro. Sabía adonde quería ir a parar Rodríguez, pensaba destacar los aspectos más dramáticos del tratamiento. Miró al abogado que se sentaba a su lado, era evidente que se estaba estrujando los sesos para idear una estrategia. Se inclinó hacia él y le susurró:

– Córtalo.


El abogado sacudió la cabeza, confundido.

En ese momento, su padre respondió.

– No sé cuántos kilos perdí. Unos dieciocho o veinte.

– Así, la ropa le iba grande.

– Sí, muy grande.

– ¿Cómo andaba de fuerzas? ¿Podía subir un tramo de escalera seguido?

– No, tenía que pararme cada dos o tres escalones.

– ¿Porque se cansaba?

Alex propinó un discreto codazo al abogado que ocupaba el asiento contiguo. Le susurró al oído:

– El mismo se responde a las preguntas. -El abogado se puso en pie de inmediato.

– ¡Protesto! Señoría, el señor Burnet ya ha explicado que le habían diagnosticado una enfermedad terminal.

– Sí -intervino Rodríguez-. También ha dicho que estaba asustado. Sin embargo, a mí me parece que el jurado tendría que saber hasta qué punto su situación era desesperada.

– Se acepta.

– Gracias. Entonces sigamos, señor Burnet. Había perdido una cuarta parte de su peso y se sentía tan débil que solo podía subir cuatro escaleras contadas sin pararse. Tenía una leucemia grave, una enfermedad mortal. ¿Es eso cierto?

– Sí.

Alex apretó los dientes. Quería interrumpir aquel interrogatorio a toda costa, era evidente que les perjudicaba y que además resultaba irrelevante para la cuestión que de verdad importaba: que el médico de su padre había actuado de forma indebida después de curarlo. Sin embargo, el juez había decidido permitir que continuara; ella no podía hacer nada. Además, la actuación no era lo bastante conspicua como para protestar.

– En los momentos de necesidad -prosiguió Rodríguez-, acudió al mejor profesional de la costa Oeste para que lo tratara, ¿no es cierto?

– Sí.

– Y él lo trató.


– Sí.

– Y lo curó. Un profesional experto y solícito lo curó.

– ¡Protesto! Señoría, el doctor Gross es médico, no un santo.

– Se acepta.

– Muy bien -acató Rodríguez-. Digámoslo de otra manera, señor Burnet. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que le diagnosticaron la leucemia?

– Seis años.

– ¿No es cierto que tras cinco años de supervivencia un enfermo de cáncer se considera curado?

– ¡Protesto! Eso solo puede responderlo un experto.

– Se acepta.

– Señoría -dijo Rodríguez volviéndose hacia el juez-, no sé por qué los abogados del señor Burnet me lo ponen tan difícil. Solo trato de demostrar que el doctor Gross curó al demandante de un cáncer mortal.

– Pues yo no sé por qué a la defensa le cuesta tanto plantear la pregunta sin tanta retórica inoportuna -respondió el juez.

– Sí, señoría. Gracias. Señor Burnet, ¿se considera curado de la leucemia?

– Sí.

– ¿Se encuentra bien del todo?

– Sí.

– En su opinión, ¿quién lo ha curado?

– El doctor Gross.

– Gracias. Creo que antes ha explicado al tribunal que, cuando el doctor Gross le pidió que volviera a hacerse pruebas, usted creía que seguía estando enfermo.

– Sí.

– ¿Le dijo en algún momento el doctor Gross que aún tenía leucemia?

– No.

– ¿Se lo dijo alguna otra persona en su consulta o alguien de su equipo?

– No.

– Entonces, si he comprendido bien su declaración, no re


cibió información alguna que especificara que seguía estando enfermo.

– Así es.

– Muy bien. Ahora vamos a centrarnos en el tratamiento. Se sometió a cirugía y a quimioterapia. ¿Sabe si el tratamiento que le aplicaron es el habitual para casos de leucemia linfoblástica?

– No, mi tratamiento no fue el habitual.

– ¿Era un tratamiento nuevo?

– Sí.

– ¿Fue usted el primer paciente en recibir ese protocolo?

– Sí.

– ¿Se lo dijo el doctor Gross?

– Sí.

– Y ¿aceptó participar en la investigación?

– Sí.

– ¿Le explicó cómo se estaba desarrollando el protocolo de tratamiento?

– Me dijo que formaba parte de un programa de investigación.

– Y usted estuvo de acuerdo en participar.

– Sí.

– ¿Junto con otros pacientes afectados por la misma enfermedad?

– Creo que había más pacientes, sí.

– ¿Funcionó, en su caso, el protocolo experimental?

– Sí.

– Lo curó.

– Sí.

– Gracias, señor Burnet. ¿Sabe que en investigación médica muchas veces los fármacos que ayudan a combatir determinada enfermedad proceden de tejidos de los pacientes o tienen que probarse en estos?

– Sí.

– ¿Sabía que sus tejidos serían utilizados de ese modo?

– Sí, pero los fines comerciales…

– Lo siento/Limítese a responder «sí» o «no». Cuando aceptó que sus tejidos fueran uitilizados en la investigación, ¿sabía que podrían usarse para obtener o probar fármacos nuevos?

– Sí.

– Y si se encontraba un fármaco apropiado, ¿esperaba que se pusiera a disposición d «otros pacientes?

– Sí.

– ¿Firmó una autorización para ello?

Hubo una larga paL_asa. Al final se oyó la respuesta.

– Sí.

– Gracias, señor B«_irnet. No haré más preguntas.

– ¿Cómo crees qu«ha ido? -preguntó Burnet a su hija al salir del juzgado.

Al día siguiente tenmdrían lugar las conclusiones finales. Caminaban hacia la zona de aparcamiento bajo el sol bochornoso del corazón de Los Ármgeles.

– Es difícil de deci:» -respondió Alex-. Se las han arreglado muy bien para tergiversar los hechos. Nosotros sabemos que no se ha obtenido ningmán fármaco nuevo con ese programa, pero dudo que el jurado conmprenda lo que realmente ocurrió. Presentaremos testigos exper nos que expliquen que la UCLA solo obtuvo una línea celular cüe tus tejidos y que la utilizó para fabricar una citocina de la misma forma en que tu organismo la fabrica de forma natural. No hay fármaco nuevo que valga, pero es probable que el jurado no lo había entendido así. Además, Rodríguez está actuando claramente con intención de reproducir con exactitud el caso Moore, que tuvo lugar hace unas cuantas décadas. El caso Moore es muy parecid o al tuyo. Al hombre le extrajeron tejidos valiéndose de pretexto y luego los vendieron. La UCLA ganó el caso sin esfuerzo, aunque no debería haber sido así.

– Entonces, abogada, ¿en qué situación cree que se encuentra nuestro caso?

Alex sonrió a su padre, le pasó el brazo por los hombros y lo besó en la mejilla.

– ¿Quieres saber la verdad? El camino va a ser duro -dijo.

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