C043.

Rick Diehl pensó que las cosas no iban bien mientras se retiraba el puré de guisantes de la cara y hacía una pausa para limpiarse las gafas. Eran las cinco de la tarde y hacía calor en la cocina. Los tres niños estaban sentados a la mesa, gritando, pegándose y lanzándose la guarnición de los perritos calientes y la mostaza, que lo había salpicado todo.

En la trona, el bebé se negaba a comer y no hacía más que escupir la papilla. Conchita era la que debería estar dándosela, pero la mujer se había desvanecido esa misma tarde. Desde la desaparición de la esposa de Diehl, Conchita había ido desatendiendo sus obligaciones paulatinamente. Las mujeres siempre se guardaban las espaldas. Así que tal vez tendría que sustituirla. Aunque contratar una nueva persona le supondría una pesadilla y, por descontado, una demanda. Tal vez pudiera negociar un acuerdo antes de llegar a los tribunales.

– ¿Lo quieres? ¡Pues ten!

Jason, el mayor, estampó el perrito caliente con bollo incluido en la cara de Sam, que se puso a gritar y a gesticular como si se ahogara. Segundos después ambos rodaban por el suelo.

– ¡Papá! ¡Papá! ¡Dile que pare! Me está ahogando.

– Jason, no ahogues a tu hermano.

Jason no le hizo caso. Rick lo cogió por el cuello de la camiseta y lo apartó de Sam.

– He dicho que no lo ahogues.


– No lo ahogaba. Se lo ha buscado él.

– ¿Quieres quedarte sin tele esta noche? ¿Verdad que no? Pues entonces cómete tu perrito caliente y deja en paz a tu hermano.

Rick cogió la cuchara para dar de comer al bebé, pero la niña cerró la boca con tozudez y lo miró fijamente con sus brillantes ojitos redondos y cargados de hostilidad. Rick suspiró. ¿Qué hacía que los niños sentados en la trona se negaran a comer y arrojaran todos sus juguetes al suelo? Tal vez no había sido tan buena idea que su mujer se hubiera ido.

En cuanto al trabajo, las cosas no iban mucho mejor. El tipo que hasta hacía poco se encargaba de la seguridad se había estado tirando a Lisa y, ahora que había salido de la cárcel, no le cabía duda de que estaba volviendo a las andadas. Esa chica tenía muy mal gusto. Si condenaban a Brad por pedofilia, eso no haría más que reportar mala publicidad a la empresa, pero aun así Rick esperaba que lo condenasen. Además, parecía ser que la cura milagrosa de Josh Winkler mataba a la gente. Josh se la había jugado y había llevado a cabo experimentos no autorizados con humanos por su propia cuenta y riesgo, pero si lo enviaban a prisión, eso también tendría consecuencias negativas para la compañía.

Estaba intentando abrirle la boca a su hija haciendo palanca con la cuchara cuando sonó el teléfono. Las cosas se ponían mucho, pero que mucho peor.

– ¡Qué hijo de puta! -Rick Diehl le dio la espalda al panel de cámaras de seguridad-. Esto es inaudito.

En las pantallas, el odiado Brad Gordon iba abriendo puertas con su tarjeta electrónica en dirección a los laboratorios, tocando placas de Petri a diestro y siniestro a medida que avanzaba. Las cámaras habían grabado el metódico paso de Brad por todos los laboratorios del edificio. Rick apretó los puños.

– Entró en el edificio a la una de la madrugada -le informó el guardia eventual de seguridad-. Debía de tener una tarjetam administrativa de la que no sabíamos nada, porque la suya estaba bloqueada. Se pasó por todos los almacenes y contaminó hasta el último cultivo de la línea celular Burnet.

– ¡Menudo gilipollas! Pero no hay que preocuparse, contamos con bioalmacenes externos en San José, Londres y Singapur.

– De hecho, esas muestras se retiraron ayer -lo corrigió el empleado de seguridad-. Alguien con la autorización pertinente recogió las líneas celulares y se fue. Transmisión electrónica de códigos segura.

– ¿Quién lo autorizó?

– Usted. Procedía de su cuenta.

– Por Dios. -Dio media vuelta-. ¿Cómo ha podido ocurrir?

– Lo estamos investigando.

– Pero todavía nos quedarán otros sitios donde la línea celular…

– Por desgracia, parece ser que…

– Bueno, pues entonces tendremos clientes que estén utilizando…

– Me temo que no.

– ¿Qué me está diciendo? -exclamó Rick, al borde de un ataque de nervios-. ¿Me está diciendo que nos hemos quedado sin un puto cultivo Burnet? ¿En el mundo entero, joder? ¿Ni uno?

– Por lo que sé, sí.

– Esto es un puto desastre.

– Eso parece.

– ¡Podría ser el fin de mi empresa! Esas células eran nuestra red de seguridad. Le pagamos una fortuna a la UCLA por ellas y ahora usted me dice que ¡han desaparecido! -Rick frunció el ceño, enojado, al empezar a atar cabos-. Esto es un ataque coordinado y organizado contra mi empresa. Tenían gente en Londres y en Singapur, lo tenían todo preparado.

– Sí, eso creemos.

– Para destruir mi compañía.

– Posiblemente.


– Tengo que recuperar esas líneas celulares. Ya.

– Nadie dispone de células. Salvo Frank Burnet, claro.

– Entonces traigamos a Burnet.

– Por desgracia, parece ser que el señor Burnet también ha desaparecido de la faz de la Tierra. No podemos localizarlo.

– ¡Genial! -exclamó Rick-. Esto es genial. -Se volvió hacia su ayudante-. ¡Llame a los putos abogados y tráigame a la puta UCLA! ¡Los quiero aquí a todos esta tarde a las ocho en punto! -le vociferó.

– No sé si…

– ¡Hágalo!

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