La pequeña fortaleza cuadrangular estaba casi en ruinas, al igual que el corpulento caballero canoso que vivía allí. Era tan viejo que no entendía las preguntas que le hacían.
—Defendí el puente del ataque de Ser Maynard —respondía siempre, sin importar qué le preguntaran—. Qué hombre, pelo rojo y alma negra, pero no pudo conmigo. Me hirió seis veces antes de que lo matara. ¡Seis veces!
Por suerte el maestre que lo atendía era un hombre joven. Cuando el anciano caballero se quedó dormido en su asiento se los llevó aparte para hablar con ellos.
—Mucho me temo que buscáis un fantasma. Recibimos un pájaro hace muchísimo, al menos medio año. Los Lannister atraparon a Lord Beric cerca del Ojo de Dioses. Lo colgaron.
—Sí, lo colgaron, pero Thoros cortó la cuerda antes de que muriera. —La nariz rota de Lim ya no estaba tan enrojecida e hinchada, pero al curarse se le había quedado torcida, con lo que su rostro tenía una apariencia asimétrica—. No es tan fácil matar a su señoría.
—Ni encontrarlo, por lo visto —señaló el maestre—. ¿Habéis preguntado a la Dama de las Hojas?
—Vamos a hacerlo —dijo Barbaverde.
A la mañana siguiente, cuando cruzaron el pequeño puente de piedra que había tras la fortaleza, Gendry preguntó si sería aquél el que había defendido tanto el anciano. Nadie se lo supo decir.
—Lo más seguro es que sí —dijo Jack-con-Suerte—. No se ve ningún otro puente.
—Si hubiera una canción no habría dudas —señaló Tom de Sietecauces—. Con una buena canción sabríamos quién era el tal Ser Maynard y por qué tenía tantas ganas de cruzar este puente. Ese pobre viejo, Lychester, podría ser tan famoso como el Caballero Dragón si hubiera tenido la sensatez de contratar a un bardo.
—Los hijos de Lord Lychester murieron en la Rebelión de Robert —gruñó Lim—. Unos en un bando y otros en otro. Desde entonces no ha estado bien de la cabeza. En eso no hay canción que lo pueda ayudar.
—¿A qué se refería el maestre cuando dijo que habláramos con la Dama de las Hojas? —preguntó Arya a Anguy mientras cabalgaban.
—Ya lo veréis. —El arquero sonrió.
Tres días más tarde, al atravesar un bosque de tonos amarillos, Jack-con-Suerte sacó el cuerno y emitió una señal, una señal diferente a las anteriores. Los ecos no habían muerto cuando unas escalas de cuerda cayeron desenrollándose de las ramas de los árboles.
—A manear las monturas, a subir, a subir —entonó Tom, medio canturreando.
Al subir por las escalas se encontraron en un pueblo oculto entre las ramas altas de los árboles, un laberinto de pasarelas de cuerda y casitas cubiertas de musgo ocultas entre las hojas rojizas y doradas. Los llevaron ante la Dama de las Hojas, una mujer de pelo blanco, flaca como un palo y vestida con ropa de lana basta.
—Se nos viene encima el otoño, no podremos seguir aquí mucho tiempo más —les dijo—. Hace nueve noches pasó una docena de lobos por el camino de Hayford; iban de caza. Si se les hubiera ocurrido mirar hacia arriba nos habrían encontrado.
—¿No habéis visto a Lord Beric? —preguntó Tom de Sietecauces.
—Está muerto —dijo la mujer con tanta aflicción que parecía enferma—. La Montaña lo cogió y le clavó una daga en el ojo. Nos lo contó un hermano mendicante. Se lo había contado un hombre que lo vio todo.
—Ese cuento es viejo, y además falso —dijo Lim—. No es tan fácil matar al señor del relámpago. Puede que Ser Gregor le sacara un ojo, pero de eso no se muere nadie. Y si no, que os lo diga Jack.
—Bueno, yo no morí —dijo el tuerto Jack-con-Suerte—. A mi padre lo ahorcó uno de los terratenientes de Lord Piper, a mi hermano Wat lo enviaron al Muro y los Lannister mataron a mis otros hermanos. Un ojo no es nada.
—¿Me juráis que no está muerto? —La mujer se aferró al brazo de Lim—. Bendito seáis, Lim, es la mejor noticia que hemos recibido en medio año. Que el Guerrero lo proteja y el sacerdote rojo, también.
Al día siguiente encontraron refugio entre las ruinas ennegrecidas de un sept, en un pueblo arrasado por el fuego llamado Danza de Sally. Sólo quedaban fragmentos de las vidrieras de colores, y el anciano septon que los recibió les dijo que los saqueadores se habían llevado hasta las ricas vestiduras de la Madre, el farolillo dorado de la Vieja y la corona de plata del Padre.
—También le cortaron los pechos a la Doncella, y eso que eran sólo de madera —les contó—. Y claro, los ojos, que eran de azabache, lapislázuli y madreperla, se los sacaron con los cuchillos. Que la Madre se apiade de ellos.
—¿Quiénes eran? —preguntó Lim Capa de Limón—. ¿Titiriteros?
—No —respondió el anciano—. Eran norteños. Esos salvajes que adoran a los árboles. Decían que buscaban al Matarreyes.
Arya, que lo estaba oyendo, se mordió el labio. Notaba la mirada de Gendry clavada en ella. Estaba furiosa y avergonzada.
En la cripta del sept vivía una docena de hombres, entre telarañas, raíces y barriles de vino destrozados, pero ellos tampoco tenían ninguna noticia de Beric Dondarrion. Ni siquiera su jefe, que llevaba una armadura cubierta de hollín y un rudimentario adorno en forma de rayo en la capa. Cuando Barbaverde vio que Arya lo estaba mirando se echó a reír.
—El señor del relámpago está en todas partes y en ninguna, ardillita.
—No soy ninguna ardilla —replicó—. Ya soy casi una mujer. Voy a cumplir once años.
—¡Pues tened cuidado, no vaya a ser que me case con vos!
Fue a hacerle cosquillas bajo la barbilla, pero Arya apartó al muy idiota de un manotazo.
Aquella noche, Lim y Gendry jugaron a los dados con sus anfitriones, mientras Tom de Sietecauces cantaba una cancioncilla tonta sobre Ben Barrigas y el ganso del Septon Supremo. Anguy dejó que Arya probara su arco largo, pero por mucho que se mordió el labio no consiguió tensar la cuerda.
—Necesitáis un arco más ligero, mi señora —le dijo el arquero pecoso—. Si hay buena madera en Aguasdulces, os intentaré hacer uno.
—Tú eres tonto, Arquero —dijo Tom cuando lo oyó, interrumpiendo su canción—. Si alguna vez vamos a Aguasdulces será para que nos paguen un rescate por ella, no habrá tiempo para que te pongas a hacer arcos. Darás gracias si sales vivo y coleando. Lord Hoster ya ahorcaba criminales antes de que empezaras a afeitarte. En cuanto a su hijo… es lo que digo siempre, no se puede uno fiar de un hombre que detesta la música.
—No detesta la música —apuntó Lim—. Te detesta a ti, idiota.
—Pues no tiene por qué. Aquella moza estaba deseando acostarse con un hombre, ¿es culpa mía que bebiera tanto que no pudo hacer nada con ella?
—¿Quién compuso una canción sobre el tema? ¿Tú o fue otro imbécil enamorado de su propia voz? —Lim soltó un bufido de desprecio.
—Sólo la canté una vez —se quejó Tom—. ¿Y quién dice que la canción era sobre él? Iba sobre un pescado.
—Un pescado flácido —rió Anguy.
A Arya no le importaba sobre qué iban las canciones del idiota de Tom. Se volvió hacia Harwin.
—¿Qué ha dicho de un rescate?
—Estamos muy necesitados de caballos, mi señora. Y también de armas y armaduras. Escudos, espadas, lanzas… Todas esas cosas que se compran con monedas. Sí, y también semillas para cultivar. Se acerca el invierno, ¿recordáis? —Le pellizcó debajo de la barbilla—. No sois la primera persona noble por la que hemos pedido un rescate. Y espero que tampoco seáis la última.
Arya sabía que era verdad. A los caballeros los capturaban constantemente y pedían rescates por ellos. A veces a las mujeres también. «Pero ¿qué pasa si Robb no les paga lo que le pidan?» Ella no era un caballero famoso, y los reyes tenían que anteponer el reino a sus hermanas. ¿Y qué diría su señora madre? ¿Querría recuperarla, después de todas las cosas que había hecho? Arya se mordió el labio. No lo sabía.
Al día siguiente cabalgaron hasta un lugar llamado Alto Corazón, una colina tan alta que a Arya le pareció que desde allí arriba se podía ver medio mundo. En la cima había un círculo de grandes tocones blanquecinos, lo único que quedaba de lo que otrora fueran poderosos arcianos. Arya y Gendry rodearon la cima para contarlos. Había treinta y uno, y algunos eran tan anchos que le habrían servido de cama.
Según le contó Tom de Sietecauces, Alto Corazón había sido un lugar sagrado para los niños del bosque y parte de su magia permanecía en aquel lugar.
—A quien duerma aquí no le puede suceder nada malo —dijo el bardo.
Arya pensó que debía de ser verdad; la colina era tan alta y los terrenos circundantes tan despejados, que ningún enemigo se podría acercar sin que lo vieran.
Según le dijo Tom, los lugareños evitaban aquel lugar; se decía que estaba hechizado por los fantasmas de los niños del bosque que habían muerto allí cuando el rey ándalo llamado Erreg el Matarreyes había talado su bosque. Arya sabía quiénes eran los niños del bosque y los ándalos, pero los fantasmas no le daban miedo. Cuando era pequeña solía esconderse en las criptas de Invernalia y jugaba a «ven a mi castillo» o a «monstruos y doncellas» entre los reyes de piedra sentados en sus tronos.
Aun así, aquella noche se le pusieron los pelos de punta. Estaba durmiendo, pero la tormenta la despertó. El viento le arrebató la manta y la lanzó volando contra los arbustos. Al ir a buscarla, oyó unas voces.
Junto a las brasas de la hoguera vio a Tom, Lim y Barbaverde, que hablaban con una mujer diminuta, un palmo más baja que la propia Arya, más vieja que la Vieja Tata, toda encorvada y arrugada, y apoyada en un nudoso bastón negro. Tenía el cabello blanco tan largo que casi le llegaba al suelo. Cuando el viento se lo agitaba, le rodeaba la cabeza como una nube tenue. Tenía la piel aún más blanca, del color de la leche, y a Arya le pareció que sus ojos eran rojos, aunque desde su escondite entre los arbustos no habría podido jurarlo.
—Los antiguos dioses están inquietos y no me dejan dormir —oyó decir a la mujer—. Soñé, y vi una sombra con un corazón llameante que mataba a un venado de oro, así fue. Soñé con un hombre sin rostro que aguardaba en un puente que se balanceaba y oscilaba. Tenía en el hombro un cuervo ahogado con algas colgando de las alas. Soñé con un río turbulento y una mujer que era un pez. Las aguas la arrastraban, muerta estaba, con lágrimas rojas en las mejillas, pero los ojos se le abrieron, y el terror me despertó. Todo eso soñé, y mucho más. ¿Tenéis regalos para pagarme por mis sueños?
—Sueños —gruñó Lim Capa de Limón—. ¿De qué sirven los sueños? Mujeres pez y cuervos ahogados. Yo también tuve un sueño anoche. Estaba besando a una moza de taberna a la que conocí hace tiempo. ¿Me vas a pagar por ese sueño, anciana?
—La moza está muerta —siseó la mujer—. Ya sólo la pueden besar los gusanos. —Se volvió hacia Tom de Sietecauces—. Dame mi canción o márchate.
De modo que el bardo cantó para ella, tan bajo que Arya apenas si oyó algunos fragmentos de la letra, aunque la melodía le sonaba de algo. «Seguro que Sansa se la sabe. —Su hermana se sabía todas las canciones, tocaba algunos instrumentos y cantaba con voz muy dulce—. En cambio yo sólo sabía repetir la letra desafinando.»
A la mañana siguiente la menuda anciana de piel blanca ya no estaba. Mientras ensillaban los caballos, Arya preguntó a Tom de Sietecauces si los niños del bosque moraban todavía en Alto Corazón. El bardo soltó una risita.
—¿Qué, la viste?
—¿Era un fantasma?
—¿Se quejan los fantasmas de que les duelen las articulaciones? No, no es más que una vieja enana. Un bicho raro y malo. Pero sabe cosas que no debería saber y, a veces, si le gustas, te las dice.
—¿Vos le gustáis? —preguntó Arya, incrédula.
—Al menos le gusta cómo canto —dijo el bardo riéndose—. Pero siempre quiere que le cante la misma canción de mierda. Bueno, no es que la canción sea mala, pero me sé otras igual de buenas. —Sacudió la cabeza—. Lo importante es que ahora estamos sobre la pista. Apuesto lo que sea a que no tardaréis en ver a Thoros y al señor del relámpago.
—Si sois sus hombres, ¿por qué se esconden de vosotros?
Tom de Sietecauces puso los ojos en blanco ante la pregunta, pero Harwin le respondió.
—Yo no diría que se escondan, mi señora, pero es verdad que Lord Beric se mueve mucho, y rara vez confía a nadie sus planes. Así no se arriesga a que lo traicionen. A estas alturas ya somos cientos su seguidores, puede que miles, pero no serviría de nada que fuéramos todos pisándole los talones. Consumiríamos las provisiones de todos los lugares por donde pasáramos, o nos haría picadillo otro ejército más poderoso en una batalla. En cambio, divididos en grupos pequeños, podemos atacar en una docena de lugares a la vez y desaparecer antes de que nadie se dé cuenta. Y si nos capturan y nos hacen cantar, difícil será que confesemos el paradero de Lord Beric, nos hagan lo que nos hagan. —Titubeó un instante—. Sabéis a qué me refiero con cantar, ¿no?
—Lo llamaban las cosquillas —dijo Arya con un gesto de asentimiento—. Polliver, Raff y ésos.
Les habló del pueblo junto al Ojo de Dioses, donde Gendry y ella cayeron prisioneros, y las preguntas que hacía el Cosquillas.
—¿Hay oro escondido en el pueblo? —empezaba siempre—. ¿Plata, gemas? ¿Hay comida? ¿Dónde está Lord Beric? ¿Quiénes de vosotros lo habéis ayudado? ¿Hacia dónde ha ido? ¿Cuántos hombres iban con él? ¿Cuántos caballeros? ¿Cuántos arqueros? ¿Cuántas monturas? ¿Qué armas tenían? ¿Cuántos heridos? ¿Hacia dónde has dicho que ha ido?
Sólo de pensarlo, volvía a oír los gritos y volvía a sentir el hedor de la sangre, la mierda y la carne quemada.
—Siempre hacía las mismas preguntas —dijo con solemnidad a los forajidos—. Pero cambiaba de cosquillas todos los días.
—Es inhumano que hagan eso a un chiquillo —dijo Harwin cuando hubo terminado—. Nos han dicho que la Montaña perdió a la mitad de sus hombres en el Molino de Piedra. Puede que el tal Cosquillas esté ya flotando en las aguas del Forca Roja, mientras los peces se le comen la cara. Si no… Bueno, es un crimen más por el que tendrán que responder. Oí decir a su señoría que esta guerra empezó cuando la Mano lo envió para llevar a Gregor Clegane ante la justicia del rey, y así mismo pretende que termine. —Le dio una palmadita consoladora en el hombro—. Será mejor que montéis ya, mi señora. Nos queda un largo día de marcha hasta Torreón Bellota, pero al final tendremos un techo bajo el que dormir y una cena caliente en la barriga.
Fue un largo día de marcha, pero el ocaso los encontró cuando vadeaban un arroyo e iniciaban ya el ascenso hacia Torreón Bellota, con sus murallas de piedra y su gran torre de roble. El dueño no estaba, había ido a luchar en el séquito de su señor, Lord Vance, y en su ausencia, las puertas del castillo se encontraban cerradas. Pero su señora esposa era una antigua amiga de Tom de Sietecauces, y Anguy decía que habían sido amantes. Anguy solía cabalgar junto a ella a menudo. Era el más cercano en edad a Arya aparte de Gendry, y le contaba historias divertidas de las Marcas de Dorne. Pero con eso no la engañaba.
«No es mi amigo. Sólo se pone cerca de mí para vigilarme y que no intente escaparme otra vez.» Bueno, Arya también sabía vigilar. Syrio Forel se lo había enseñado.
Lady Smallwood recibió a los forajidos con afecto, aunque les echó una buena reprimenda por arrastrar a la guerra a una chiquilla. Se enfadó todavía más cuando a Lim se le escapó que Arya era noble.
—¿Quién ha vestido a la pobre chiquilla con esos harapos de Bolton? —les preguntó, furiosa—. ¡Y con el emblema! ¡Más de uno la ahorcaría sin pensar por llevar al hombre desollado en el pecho!
Arya se vio empujada escaleras arriba, metida en una bañera y remojada en agua casi hirviendo. Las doncellas de Lady Smallwood la frotaron con tanta energía como si la quisieran desollar a ella. Hasta echaron en el agua una porquería dulzona que olía a flores.
Luego se empeñaron en que se vistiera con cosas de niña, medias de lana color marrón y ropa interior de lino, y encima un vestido color verde claro con bellotas bordadas en hilo marrón en el corpiño y más bellotas ribeteando el dobladillo.
—Mi tía abuela es septa en una casa madre de Antigua —le dijo Lady Smallwood mientras las doncellas le ataban el corpiño a la espalda a Arya—. Envié a mi hija con ella cuando empezó la guerra. Seguro que cuando regrese esta ropa ya le quedará pequeña. ¿Te gusta bailar, niña? Mi Carellen es una excelente bailarina. También canta de maravilla. ¿A ti qué te gusta hacer?
—Labores de aguja. —Arya removió los juncos del suelo con el pie.
—Son muy relajantes, ¿verdad?
—Bueno, tal como yo las hago, no.
—¿No? A mí siempre me lo han parecido. Los dioses nos dan a cada uno nuestros talentos, grandes y pequeños, y a nosotros nos corresponde utilizarlos. Eso me dice siempre mi tía. Cualquier acto puede ser una plegaria, si lo llevamos a cabo lo mejor posible. ¿No te parece un concepto precioso? Tenlo en mente la próxima vez que estés con tus labores. ¿Las haces todos los días?
—Las hacía, pero perdí mi Aguja. La nueva que tengo no es tan buena.
—En tiempos como los que corren, tenemos que arreglárnoslas con lo que hay y tratar de sacarle el mejor partido. —Lady Smallwood le arregló el corpiño del vestido—. Ahora sí que pareces una joven dama como debe ser.
«No soy una dama —habría querido decirle Arya—. Soy una loba.»
—No sé quién eres, niña —dijo la mujer—, y tal vez sea lo mejor. Mucho me temo que alguien importante. —Le arregló el cuello a Arya—. En tiempos como éstos, es mejor ser insignificante. En ese caso podría hacer que te quedaras aquí conmigo, aunque no estarías a salvo. Tengo muros —suspiró—, pero pocos hombres para defenderlos.
Cuando Arya estuvo bien lavada, peinada y vestida, la cena ya se estaba sirviendo en los salones. Gendry la miró y se echó a reír de tal manera que se le salió el vino por la nariz, hasta que Harwin le dio un capirotazo junto a la oreja. La comida era sencilla, pero abundante; cordero con setas, pan moreno, budín de guisantes y manzanas asadas con queso curado. Una vez recogida la mesa, cuando ya no quedaban criados en la estancia, Barbaverde bajó la voz para preguntar a la dama si tenía alguna noticia del señor del relámpago.
—¿Noticias? —Sonrió—. Estuvieron aquí hace menos de quince días. Iban con una docena más de hombres que llevaban un rebaño de ovejas. Casi no di crédito a mis ojos. Thoros me dio tres a modo de agradecimiento. Os habéis comido una esta noche.
—¿Que Thoros iba conduciendo ovejas? —Anguy soltó una carcajada.
—Como lo oís. Fue todo un espectáculo, pero Thoros aseguró que, como sacerdote, sabía cuidar de un rebaño.
—Sí, y también trasquilarlo —rió Lim Capa de Limón.
—Alguien tendría que componer una buena canción sobre esto. —Tom rasgueó una cuerda de su lira.
—Puede. —Lady Smallwood le lanzó una mirada desdeñosa—. Alguien que no rime «Dondarrion» con «gorrón». Alguien que no cante «Tiéndete en la hierba, hermosa doncella» a todas las lecheras del condado y les haga una barriga a dos de ellas.
—Era «Deja que beba tu belleza» —replicó Tom a la defensiva—, y a las lecheras les gusta que se la cante. Y también a cierta dama noble que me viene a la memoria. Canto para complacer.
—Las tierras de los ríos están llenas de doncellas a las que habéis complacido —dijo la dama con chispas de los ojos—, todas bebiendo infusiones de tanaceto. Cualquiera diría que un hombre de tu edad habría aprendido ya a derramar la semilla en sus vientres, pero por fuera. A este paso no tardarán en llamarte Tom Sietehijos.
—Pues da la casualidad de que pasé de los siete hace ya muchos años —dijo Tom—. Y son unos muchachos estupendos, con voces dulces como las de jilgueros. —Era evidente que no le preocupaba el tema.
—¿Dijo su señoría hacia dónde iba, mi señora? —intervino Harwin.
—Lord Beric nunca hace partícipe de sus planes a nadie, pero hay hambruna cerca del Sept de Piedra y el Bosque Tresmonedas. Yo, en vuestro lugar, lo buscaría por allí. —Bebió un sorbo de vino—. Será mejor que lo sepáis, he tenido otras visitas menos agradables. Una manada de lobos llegó aullando a mis puertas, creían que tenía aquí a Jaime Lannister.
—Entonces ¿es verdad, el Matarreyes vuelve a estar libre? —Tom dejó de rasguear las cuerdas.
—Si lo tuvieran encadenado en Aguasdulces no creo que hubieran venido aquí a buscarlo —dijo Lady Smallwood lanzándole una mirada despectiva.
—¿Y qué les dijo mi señora? —quiso saber Jack-con-Suerte.
—Pues que tenía a Ser Jaime desnudo en mi cama, pero que lo había dejado tan agotado que no podía bajar a recibirlos. Uno de ellos tuvo la desfachatez de llamarme mentirosa, así que los echamos de malos modos. Creo que se dirigieron hacia Fondonegro.
—¿Qué norteños eran los que vinieron a buscar al Matarreyes? —preguntó Arya, moviéndose inquieta en el asiento.
—No me dijeron sus nombres, niña —dijo Lady Smallwood mirándola, sorprendida de que hubiera intervenido—, pero llevaban jubones negros con un sol blanco en el pecho.
El sol blanco sobre negro era el emblema de Lord Karstark. «Eran hombres de Robb», pensó Arya. Tal vez todavía estuvieran cerca. Si conseguía escabullirse de los forajidos y los encontraba, quizá la llevarían a Aguasdulces con su madre…
—¿Dijeron cómo consiguió escapar Lannister? —preguntó Lim.
—Sí —respondió Lady Smallwood—, aunque no me creo ni una palabra. Aseguran que Lady Catelyn lo liberó.
—Anda ya —dijo Tom; de la impresión se le había saltado una cuerda—. Eso es una locura.
«No es verdad —pensó Arya—. No puede ser verdad.»
—Lo mismo pensé yo —dijo Lady Smallwood.
Sólo entonces Harwin cayó en la cuenta de quién era Arya.
—Esta conversación no es para vos, mi señora.
—Quiero oír…
Los forajidos no cedieron.
—Venga, venga, ardillita —dijo Barbaverde—. Sed una damita buena e id a jugar al patio mientras hablamos.
Arya salió de la estancia hecha una furia; habría dado un portazo si la puerta no fuera tan pesada. La oscuridad cubría el Torreón Bellota como un manto. Unas cuantas antorchas ardían a lo largo de las murallas, pero nada más. Las puertas del pequeño castillo estaban cerradas a cal y canto. Sabía que había prometido a Harwin que no intentaría escapar de nuevo, pero eso fue antes de que empezaran a decir mentiras sobre su madre.
—¿Arya? —Gendry la había seguido—. Lady Smallwood dice que hay una herrería. ¿Vamos a verla?
—Si te apetece… —No tenía nada mejor que hacer.
—Ese Thoros del que hablaban —comentó Gendry cuando pasaron junto a las perreras—, ¿es el mismo Thoros que vivía en el castillo, en Desembarco del Rey? ¿Un sacerdote rojo gordo, con la cabeza afeitada?
—Creo que sí. —Arya no había cruzado ni una palabra con Thoros en Desembarco del Rey, o al menos no lo recordaba, pero sabía quién era. Junto con Jalabhar Xho, era el personaje más pintoresco de la corte de Robert y un gran amigo del rey.
—Seguro que no se acuerda de mí, pero iba mucho a nuestra fragua. —La fragua de los Smallwood llevaba tiempo sin utilizarse, aunque el herrero había colgado sus herramientas de la pared muy ordenadas. Gendry encendió una vela y la puso sobre el yunque antes de coger unas tenazas—. Mi maestro siempre le echaba la bronca por lo de las espadas llameantes. Le decía que no era manera de tratar un buen acero, pero es que Thoros no utilizaba nunca acero del bueno. Metía cualquier espada barata en fuego valyrio y la encendía. Mi maestre decía que no era más que un truco de alquimista, pero servía para asustar a los caballos y a algunos caballeros novatos.
Arya se esforzó por recordar si su padre había hecho algún comentario sobre Thoros.
—No es muy beato, ¿verdad?
—No —reconoció Gendry—. El maestro Mott decía que Thoros aguantaba más alcohol que el rey Robert. Que eran tal para cual, un par de glotones borrachos.
—No deberías llamar borracho al rey. —Tal vez el rey Robert hubiera bebido demasiado, pero había sido amigo de su padre.
—Me refería a Thoros. —Gendry hizo ademán de ir a pellizcarle la cara con las tenazas, pero Arya las apartó de un manotazo—. Le gustaban los banquetes y los torneos, por eso lo apreciaba tanto el rey Robert. Y el tal Thoros era valiente. Cuando cayeron los muros de Pyke, fue el primero en entrar. Luchaba con una de sus espadas llameantes y con cada golpe prendía fuego a un hombre del hierro.
—Ojalá tuviera una espada llameante. —Había mucha gente a la que Arya habría querido prender fuego.
—Ya te he dicho que no es más que un truco. El fuego valyrio echa a perder el acero. Mi maestro le vendía una espada nueva a Thoros después de cada torneo. Y no había vez que no discutieran por el precio. —Gendry volvió a poner las tenazas en su sitio y descolgó el pesado martillo—. El maestro Mott me dijo que ya era hora de que hiciera mi primera espada. Me dio un buen trozo de acero, y yo sabía cómo iba a dar forma a la hoja. Pero entonces llegó Yoren y se me llevó para la Guardia de la Noche.
—Si quieres, todavía puedes forjar espadas —dijo Arya—. Para mi hermano Robb, cuando lleguemos a Aguasdulces.
—Aguasdulces. —Gendry dejó el martillo y la miró—. Estás diferente. Pareces una niña de verdad.
—Parezco un roble, con tanta bellota.
—Pero bonito. Un roble bonito. —Se acercó un paso y la olfateó—. Si hasta hueles bien, para variar.
—Pues tú no, tú hueles a rayos.
Arya le dio un empujón contra el yunque y echó a correr, pero Gendry la agarró por un brazo. Ella le puso la zancadilla y lo hizo caer, pero él la arrastró en la caída, y rodaron por el suelo de la herrería. Gendry era fuerte, pero Arya era más rápida. Cada vez que trataba de agarrarla, se liberaba y le daba un puñetazo. Los golpes sólo hacían reír al chico, con lo que ella se enfadaba todavía más. Al final consiguió agarrarle las dos muñecas con una mano y empezó a hacerle cosquillas con la otra, hasta que Arya le dio un rodillazo entre las piernas y se libró de él. Los dos estaban cubiertos de polvo, y se le había desgarrado una manga del estúpido vestido de las bellotas.
—¡A que ya no estoy tan bonita! —gritó.
Cuando volvieron a la sala, Tom estaba cantando.
Mi cama de plumas es blanda y profunda
y allí te tenderé,
te vestiré toda de seda amarilla,
y tu cabeza coronaré.
Porque tú serás la dama de mi amor,
y yo tu señor.
Abrigada y a salvo siempre te tendré,
con mi espada te protegeré.
Al verlos, Harwin estalló en carcajadas y Anguy le dedicó una de sus bobaliconas sonrisas pecosas.
—¿Estamos seguros de que es una dama noble? ¿Seguros, seguros?
En cambio, Lim Capa de Limón le dio un capón a Gendry.
—¡Si quieres pelearte con alguien, pelea conmigo! ¡Es una chica, y mucho más pequeña que tú! No le vuelvas a poner un dedo encima, ¿entendido?
—Empecé yo —dijo Arya—. Gendry sólo me decía cosas.
—Deja en paz al chico, Lim —dijo Harwin—. Seguro que empezó Arya. En Invernalia era siempre así.
Tom le guiñó un ojo y siguió cantando.
Y cómo sonrió, cuánto se rió
la doncella del árbol.
Se alejó dando vueltas y le dijo así:
Nada de cama de plumas para mí.
De hojas doradas me haré un vestido
y me adornaré el cabello con gotas de rocío
Pero tú puedes ser mi amor silvestre
y yo tu novia del bosque seré.
—No tengo vestidos de hojas doradas —le dijo Lady Smallwood con una sonrisa afectuosa—, pero Carellen dejó más vestidos que te sentarán bien. Vamos, niña, a ver qué encontramos en el piso de arriba.
Fue aún peor que la primera vez. Lady Smallwood se empeñó en que Arya se bañara de nuevo, y encima le recortó el pelo y se lo peinó. El vestido que eligió para ella en aquella ocasión era como de color lila, con adornos de perlas diminutas. Lo único que tenía de bueno era que se trataba de una prenda tan delicada que nadie podía pretender que montara a caballo con aquello puesto. De modo que, a la mañana siguiente, mientras desayunaban, Lady Smallwood le entregó unos calzones, un cinturón, una túnica y un jubón de piel de cierva con tachonaduras de hierro.
—Eran de mi hijo —le contó—. Murió cuando tenía siete años.
—Lo siento mucho, mi señora. —De pronto Arya se sentía mal y muy avergonzada—. También siento haber roto el vestido de las bellotas. Era bonito.
—Sí, niña. Igual que tú. Sé valiente.