ARYA

Sept de Piedra era la ciudad más grande que Arya había visto aparte de Desembarco del Rey, y Harwin le contó que allí era donde su padre había obtenido la victoria en su famosa batalla.

—Los hombres del Rey Loco perseguían a Robert para alcanzarlo antes de que pudiera reunirse con vuestro padre —le dijo mientras cabalgaban hacia las puertas de la muralla—. Lo hirieron y unos amigos estaban cuidado de él cuando Lord Connington, la Mano, tomó la ciudad con un gran ejército y empezó a registrarla casa por casa. Pero, antes de que lo encontraran, Lord Eddard y vuestro abuelo cayeron sobre la ciudad y la asaltaron. Lord Connington se defendió con bravura. Lucharon en las calles, en los callejones, hasta en los tejados, y todos los septones hicieron sonar las campanas para que los ciudadanos supieran que tenían que cerrar las puertas. Cuando oyó las campanas, Robert salió de su escondrijo para tomar parte en los combates. Se dice que aquel día mató a seis hombres. Uno de ellos era Myles Mooton, un famoso caballero que había sido escudero del príncipe Rhaegar. Seguro que también habría matado a la Mano, pero quiso la suerte que no se enfrentaran. En cambio. Connington hirió de gravedad a vuestro abuelo Tully y también mató a Ser Denys Arryn, el niño mimado del Valle. Pero, al ver que la derrota era inminente, salió huyendo, más veloz, que los grifos de su escudo. La llamaron la batalla de las Campanas. Robert decía siempre que el que la ganó fue vuestro padre, no él.

Por el aspecto de aquel lugar, Arya pensó que allí habían tenido lugar batallas más recientes. Las puertas de la ciudad estaban recién puestas, ni siquiera habían pulido la madera; junto a las murallas había un montón de tablones quemados que indicaban sin lugar a dudas lo que había pasado con las antiguas.

Sept de Piedra estaba cerrado a cal y canto, pero cuando el capitán de la guardia vio quiénes eran les abrió un postigo.

—¿Cómo andáis de comida? —preguntó Tom mientras entraban.

—No tan mal como hasta hace poco. El Cazador trajo un rebaño de ovejas, y ha habido algo de comercio por el Aguasnegras. La cosecha del sur del río no se quemó. Pero claro, lo que tenemos está muy solicitado. Un día vienen lobos, al otro Titiriteros… Los que no quieren comida, buscan saquear o violar mujeres; y los que no buscan oro ni mozas, andan detrás del maldito Matarreyes. Se dice que se le escapó a Lord Edmure ante sus narices.

—¿Lord Edmure? —Lim frunció el ceño—. ¿Qué pasa, ha muerto Lord Hoster?

—Si no ha muerto está a punto. ¿Creéis que el Lannister se dirigirá al Aguasnegras? El Cazador dice que es la manera más rápida de llegar a Desembarco del Rey. —El capitán no se detuvo a esperar la respuesta—. Se ha llevado a los perros por si encuentran el rastro. Si Ser Jaime anda por aquí, darán con él. He visto a esos animales hacer pedazos a osos. ¿Creéis que les gustará la sangre de león?

—Un cadáver mordido no sirve de nada a nadie —replicó Lim—. Y el Cazador lo sabe de sobra.

—Cuando vinieron los occidentales, violaron a la mujer y a la hermana del Cazador, prendieron fuego a sus cosechas, se comieron la mitad de sus ovejas y a la otra mitad la mataron sólo para causar daño. También le mataron seis perros y tiraron los cuerpos dentro del pozo. En mi opinión, un cadáver mordido le serviría de mucho. Y a mí también.

—Pues más vale que no haga tonterías —dijo Lim—. Así de simple: más vale que no haga ninguna tontería, que para tonto ya os tenemos a vos.

Arya cabalgó entre Harwin y Anguy cuando los bandidos avanzaron por las calles donde otrora había luchado su padre. Divisó el sept en la colina, y un poco más abajo un torreón achaparrado de piedra gris, que parecía demasiado pequeño para una ciudad tan grande. Pero un tercio de las casas junto a las que pasó eran ruinas ennegrecidas, y no vieron a nadie.

—¿Es que han matado a todos los habitantes?

—No, lo que pasa es que son tímidos.

Anguy le señaló a dos arqueros situados en un tejado y luego a unos niños de rostros manchados de hollín acuclillados entre los escombros de una taberna. Más adelante, un panadero abrió los postigos de una ventana y llamó a gritos a Lim. El sonido de su voz hizo que más personas se atrevieran a salir de los escondrijos y, poco a poco, Sept de Piedra empezó a cobrar vida a su alrededor.

En el centro de la ciudad, en la plaza del mercado, había una fuente con forma de trucha saltarina que escupía el agua a un estanque poco profundo. Allí las mujeres llenaban cubos y jarras. A pocos metros había una docena de jaulas de hierro colgadas de postes de madera que crujían bajo su peso. Arya las reconoció al instante. «Jaulas para cuervos.» Los cuervos revoloteaban fuera de las jaulas, salpicaban en el agua o se posaban sobre los barrotes; dentro, lo que había eran hombres. Lim frunció el ceño y tiró de las riendas.

—¿Y esto? ¿Qué pasa aquí?

—Es justicia —le respondió una de las mujeres de la fuente.

—¿Es que se os ha terminado la cuerda de cáñamo?

—¿Ha sido por orden de Ser Wilbert? —preguntó Tom.

Un hombre soltó una carcajada amarga.

—Los leones mataron a Ser Wilbert hace más de un año. Sus hijos están todos lejos, con el Joven Lobo, engordando en el oeste. ¿Qué les importamos nosotros? Fue el Cazador Loco el que atrapó a estos lobos.

«Lobos. —Arya se quedó helada—. Los hombres de Robb, los de mi padre.» Sin poder evitarlo, se dirigió hacia las jaulas. Los barrotes tenían a los prisioneros tan constreñidos que no podían sentarse ni darse la vuelta; estaban de pie, desnudos, expuestos al sol, al viento y a la lluvia. En las tres primeras jaulas sólo había cadáveres. Las aves carroñeras se les habían comido los ojos, pero las órbitas vacías parecían seguirla con la mirada. El cuarto hombre de la hilera se movió a su paso. Tenía la desastrada barba cubierta de sangre y moscas que saltaron cuando la abrió y empezaron a zumbar en torno a su cabeza.

—Agua. —La palabra era como un graznido—. Por favor… agua…

Al oírlo, el hombre de la siguiente jaula abrió los ojos.

—Aquí —dijo—. Aquí, a mí. —Era un anciano; tenía la barba gris y sobre la calva se le veían las manchas marrones de la edad.

Tras el viejo había otro cadáver, un hombretón de barba roja con un vendaje grisáceo putrefacto que le cubría la oreja izquierda y parte de la sien. Pero lo peor era su entrepierna, donde no quedaba nada más que un agujero marrón costroso en el que pululaban los gusanos. Más adelante había un hombre gordo. Estaba tan cruelmente constreñido en la jaula de cuervos, que costaba imaginar cómo lo habían metido dentro. El hierro se le clavaba en la barriga y las mollas sobresalían pellizcadas entre los barrotes. Los largos días al sol le habían causado dolorosas quemaduras de la cabeza a los pies. Cuando se movió, la jaula crujió y se meció, y Arya vio tiras de piel blanca allí donde los barrotes le habían escudado la piel del sol.

—¿A quién servíais? —les preguntó.

Al oír su voz, el hombre gordo abrió los ojos. La piel que los rodeaba estaba tan roja que parecían dos huevos hervidos flotando en un plato de sangre.

—Agua… beber…

—¿A quién? —insistió.

—Tú no les hagas caso, chico —le dijo un ciudadano—. No son cosa tuya. Sigue adelante.

—¿Qué han hecho? —le preguntó.

—Pasaron por la espada a ocho personas en la Cascada del Volatinero —le dijo—. Buscaban al Matarreyes, pero como no lo encontraron se dedicaron a violar y a asesinar. —Señaló con el pulgar el cadáver que tenía gusanos allí donde había estado su miembro viril—. Ése era el de las violaciones. Ahora, sigue adelante.

—Un trago —la llamó el gordo—. Ten compasión, chico, un trago.

El viejo alzó un brazo para agarrar los barrotes. El movimiento hizo que la jaula se meciera con violencia.

—Agua —jadeó el que tenía moscas en la barba.

Arya miró las cabelleras sucias, las barbas crecidas y los ojos enrojecidos, y sobre todo los labios, secos, agrietados y sangrantes.

«Lobos —volvió a pensar—. Como yo. —¿Acaso era aquélla su manada?—. ¿Es posible que sean hombres de Robb?» Sentía deseos de golpearlos. Sentía deseos de hacerles daño. Sentía deseos de llorar. Todos parecían mirarla, tanto los vivos como los muertos. El viejo había sacado tres dedos entre los barrotes.

—Agua —suplicó—, agua.

Arya se bajó del caballo.

«No me pueden hacer daño, se están muriendo.» Sacó el tazón que llevaba en las alforjas y se dirigió hacia la fuente.

—¿Qué haces, chico? —le espetó el ciudadano—. No son cosa tuya.

Arya alzó el tazón hacia la boca del pez. El agua le salpicó los dedos y le corrió por la manga, pero ella no se movió hasta que lo tuvo bien lleno. Luego se volvió hacia las jaulas, y el ciudadano hizo ademán de detenerla.

—Aléjate de ellos, chico…

—Es una niña —dijo Harwin—. Dejadla en paz.

—Eso —dijo Lim—. A Lord Beric no le gusta que se enjaule a hombres y se los deje morir de sed. ¿Por qué no los ahorcáis decentemente?

—Lo que hicieron en la Cascada del Volatinero no tenía nada de decente —les espetó el ciudadano.

Los barrotes estaban demasiado juntos para pasar el tazón, así que Harwin y Gendry la ayudaron a auparse. Arya puso un pie sobre las manos entrelazadas de Harwin, se subió a los hombros de Gendry y se agarró a los barrotes de la parte superior de la jaula. El hombre gordo alzó el rostro hacia arriba y apretó las mejillas contra el hierro, y Arya vertió el agua sobre él. El prisionero la sorbió con ansia y dejó que le corriera por la cabeza, por las mejillas y por las manos; luego lamió las gotas de los barrotes. Habría lamido también los dedos de Arya si no los hubiera apartado. Cuando hubo hecho lo mismo con los otros dos ya se había congregado una multitud a su alrededor.

—El Cazador Loco se va a enterar de esto —amenazó un hombre—. Y no le va a gustar ni un pelo.

—Esto le gustará menos aún.

Anguy sacó una flecha del carcaj, tensó el arco y disparó. El hombre gordo se estremeció cuando la saeta se le clavó entre las papadas, aunque la jaula impidió que cayera. Dos flechas más acabaron con los otros dos norteños. En la plaza del mercado no se oía más sonido que el del agua y el zumbido de las moscas.

«Valar morghulis», pensó Arya.

En el lado este de la plaza del mercado se alzaba una modesta posada de paredes encaladas y ventanas rotas. Hacía poco que había ardido la mitad del tejado, pero el agujero ya estaba parcheado. Sobre la puerta pendía un cartelón de madera pintada en forma de melocotón al que le faltaba un buen mordisco. Desmontaron junto al rincón del poyo de los establos, y Barbaverde llamó a gritos a los mozos de cuadra.

Una tabernera regordeta y pelirroja gritó de alegría al verlos y al momento procedió a tomarles el pelo.

—Barbaverde, ¿no? ¿O era Barbagrís? La Madre tenga piedad, ¿cuándo has envejecido tanto? ¿Eres tú, Lim? ¡Y todavía llevas la misma capa harapienta! Oye, ya sé por qué no la lavas nunca. ¡Tienes miedo de que se le quiten los meados y todos veamos que en realidad eres un caballero de la Guardia Real! ¡Tom, Tom Siete, pedazo de canalla! ¿Has venido a ver a tu hijo? Pues llegas tarde, ha salido con ese Cazador de las narices. ¡Y no te atrevas a decirme que no es tu hijo!

—No ha sacado mi voz —protestó Tom sin mucha energía.

—Pero ha sacado tu nariz. Y también otras partes, por lo que dicen las muchachas. —Entonces se fijó en Gendry y le dio un pellizco en la mejilla—. ¡Pero mirad qué fiera! Ya verás cuando Alyce le eche el ojo a esos brazos. Vaya, y encima se sonroja como una doncella. Bueno, chico, Alyce también te arreglará eso, ya lo verás.

Arya nunca había visto a Gendry tan colorado.

—Atanasia, deja en paz al Toro, es un buen chico —dijo Tom de Sietecauces—. Lo único que necesitamos de ti es dormir a salvo una noche en buenas camas.

—No hables por todos, bardo. —Anguy rodeó con el brazo a una fornida criada, tan pecosa como él.

—Camas tenemos —dijo la pelirroja Atanasia—. No han faltado nunca en el Melocotón. Pero antes, todos a la bañera. La última vez que os quedasteis bajo mi techo me dejasteis pulgas de recuerdo. —Clavó el dedo en el pecho de Barbaverde—. Y encima las tuyas eran verdes. ¿Queréis algo de comer?

—Si tenéis provisiones, no diremos que no —concedió Tom.

—Venga, Tom, ¿cuándo fue la última vez que dijiste que no a algo? —La mujer se rió—. Asaré unos trozos de carnero para tus amigos y una rata vieja para ti. Es más de lo que te mereces, pero si me haces un par de gorgoritos tal vez me ablande. Yo es que siempre me apiado de los afligidos. Vamos, vamos. Cass, Lanna, poned agua a calentar. Jyzene, ayúdame a quitarles la ropa, habrá que hervirla.

Cumplió todas sus amenazas una por una. Arya trató de explicarle que ya la habían bañado dos veces en Torreón Bellota, hacía menos de quince días, pero no hubo manera de convencer a la pelirroja. Dos criadas la llevaron casi en volandas al piso de arriba mientras discutían entre ellas sobre si era una niña o un niño. Ganó la llamada Helly, de manera que la otra tuvo que subir el agua caliente y restregar la espalda de Arya con un cepillo de cerdas tan duras que casi la despellejaron. Luego se quedaron con toda la ropa que le había dado Lady Smallwood y la vistieron de lino y encajes, como una de las muñecas de Sansa. Pero al menos, cuando terminaron, pudo bajar a comer.

Una vez sentada en la sala común con su ropa de niña idiota, Arya recordó lo que le había dicho Syrio Forel, el truco de mirar y ver qué había allí. Miró y vio más criadas de las que harían falta en ninguna posada, la mayoría de ellas jóvenes y bonitas. A medida que anochecía iban llegando más y más hombres al Melocotón. No se quedaban mucho tiempo en la sala común, ni siquiera cuando Tom sacó la lira y empezó a cantar «Seis doncellas en un estanque». Los escalones de madera eran viejos y empinados, y crujían cada vez que uno de los hombres se llevaba a una chica al piso superior.

—Seguro que esto es un burdel —susurró a Gendry.

—Y tú qué sabes qué es un burdel.

—Lo sé —se empeñó ella—. Es como una taberna, pero con chicas.

—Entonces, ¿qué haces tú aquí? —El muchacho se estaba poniendo colorado otra vez—. Un burdel no es lugar para una dama de mierda, eso lo sabe cualquiera.

Una de las chicas se sentó junto a ella en el banco.

—¿Quién es una dama? ¿La flaquita? —Miró a Arya y se echó a reír—. Yo también soy hija de un rey.

—Mentira. —Arya sabía que se estaba burlando de ella.

—Bueno, puede que sí y puede que no. —Cuando la chica se encogió de hombros el tirante del vestido se le deslizó por el hombro—. En el Melocotón se cuenta que el rey Robert se folló a mi madre mientras estaba escondido aquí antes de la batalla. Igual que a todas las otras chicas, claro, pero dice Leslyn que mi madre era la que más le gustaba.

Lo cierto era que la muchacha tenía el pelo como el antiguo rey, se dijo Arya. Una cabellera espesa y negra como el carbón.

«Pero eso no quiere decir nada. Mira, Gendry tiene el pelo igual. Hay mucha gente con el pelo negro.»

—Me llamo Campy —dijo la chica a Gendry—. Me llamaron así por la batalla de las Campanas. Seguro que podría hacer sonar tu campana. ¿Quieres que pruebe?

—No —le replicó en voz demasiado alta.

—Seguro que sí. —Le acarició un brazo con la mano—. Los amigos de Thoros y del señor del relámpago no tienen que pagar nada.

—¡He dicho que no! —Gendry se levantó sin miramientos, se alejó de la mesa y salió a la noche.

—¿No le gustan las mujeres? —le preguntó Campy a Arya.

—Lo que pasa es que es idiota —contestó Arya, encogiéndose de hombros—. Le gusta pulir yelmos y golpear espadas con el martillo.

—Ah.

Campy volvió a colocarse el tirante en el hombro y se fue a hablar con Jack-con-Suerte. Poco después estaba sentada en su regazo, se reía y bebía vino de su copa. Barbaverde tenía a dos chicas, una en cada rodilla. Anguy había desaparecido con su moza de cara pecosa, y a Lim tampoco se lo veía por ninguna parte. Tom Sietecuerdas estaba sentado junto al fuego y cantaba «Las doncellas que florecen en primavera». Arya lo escuchó mientras bebía sorbos de la copa de vino aguado que la mujer pelirroja le había permitido tomar. Al otro lado de la plaza, los cadáveres se pudrían en las jaulas para cuervos; en cambio, en el Melocotón todo el mundo parecía alegre. Pero a ella le parecía que algunos, sin saber por qué, se reían con demasiado entusiasmo.

Tal vez habría sido un buen momento para escabullirse y robar un caballo, pero Arya sabía que no le serviría de nada. Sólo podría llegar a las puertas de la ciudad.

«Ese capitán no me dejaría pasar y, aunque me dejara, Harwin iría a por mí, o si no ese tal Cazador con sus perros.» Habría dado cualquier cosa por un mapa, sólo para ver si Sept de Piedra estaba muy lejos de Aguasdulces.

Antes de terminarse la copa Arya ya era todo bostezos. Gendry aún no había regresado. Tom Sietecuerdas cantaba «Dos corazones que laten como uno» y besaba a una chica diferente al final de cada verso. En un rincón, junto a la ventana, Lim y Harwin charlaban en voz baja sentados con la pelirroja Atanasia.

—Por la noche en la celda de Jaime —oyó que decía la mujer—. Ella y la otra, la moza que mató a Renly. Los tres juntitos, y por la mañana Lady Catelyn lo liberó por amor. —Dejó escapar una carcajada gutural.

«No es cierto —pensó Arya—. Eso mi madre no lo haría jamás.» La invadieron sentimientos de tristeza, de ira y de soledad, todos a la vez.

Un viejo se sentó junto a ella.

—Mira, mira, pero qué melocotón tan bonito. —Tenía un aliento casi tan hediondo como el olor de los cadáveres de las jaulas, y sus ojillos porcinos la recorrían de arriba abajo—. ¿Cómo se llama mi dulce melocotoncito?

Durante un instante se olvidó de quién debía ser en aquel momento. No era un melocotón, pero tampoco podía ser Arya Stark, y menos allí, con un borracho maloliente al que no conocía.

—Soy…

—Es mi hermana. —Gendry puso una manaza en el hombro del viejo y se lo apretó—. Dejadla en paz.

El viejo se dio media vuelta con ganas de pelea, pero al ver la estatura de Gendry se lo pensó mejor.

—¿Vuestra hermana? ¿Es vuestra hermana? ¿Qué clase de hermano sois? A una hermana mía no la traería al Melocotón ni muerto. —Se levantó del banco y se alejó refunfuñante en busca de una nueva amiga.

—¿Por qué le has dicho eso? —Arya se levantó de un salto—. Tú no eres mi hermano.

—No —le replicó con rabia—. Soy demasiado plebeyo para estar emparentado con mi señora.

—Yo no he dicho eso. —Lo airado de la respuesta había dejado paralizada a Arya.

—Sí que lo has dicho. —Se sentó en el banco y acunó una copa de vino entre las manos—. Vete. Quiero beber tranquilo. Luego igual me voy a buscar a la chica del pelo negro para tocarle la campana.

—Pero…

—He dicho que te vayas. ¡Mi señora!

Arya se dio media vuelta y le volvió la espalda.

«Es un idiota bastardo testarudo, eso, un idiota.» Que tocara tantas campanas como le diera la gana, a ella qué.

La habitación donde iban a dormir estaba en el piso superior, bajo el alero del tejado. Seguro que en el Melocotón no andaban escasos de camas, pero para gente como ellos sólo tenían una libre. Por suerte era una cama enorme. Llenaba la habitación casi por completo, y el mohoso colchón relleno de paja bastaría para que durmieran todos. Y por el momento lo tenía todo para ella. Su verdadera ropa estaba colgada de un clavo de la pared, entre las cosas de Gendry y las de Lim. Arya se quitó el lino y los encajes, se puso la túnica, se subió a la cama y se arrebujó bajo las mantas.

—La reina Cersei —susurró a la almohada—. El rey Joffrey, Ser Ilyn, Ser Meryn. Dunsen, Raff y Polliver. El Cosquillas, el Perro y Ser Gregor la Montaña. —A veces le gustaba alterar el orden de los nombres. Así recordaba mejor quiénes eran y qué habían hecho.

«A lo mejor algunos ya están muertos —pensó—. A lo mejor están en jaulas de hierro y los cuervos se les están comiendo los ojos.»

El sueño le llegó en cuanto cerró los ojos. Aquella noche soñó con lobos, lobos que acechaban en un bosque mojado, el aire estaba impregnado del olor de la lluvia, la putrefacción y la sangre. Pero en el sueño eran olores buenos, y Arya sabía que no tenía nada que temer. Era fuerte, rápida y fiera, y estaba rodeada por su manada, sus hermanos y sus hermanas. Juntos dieron caza a un caballo asustado, le desgarraron la garganta y lo devoraron. Y cuando la luna asomó entre los árboles, echó la cabeza hacia atrás y aulló.

Pero cuando llegó el día, lo que la despertó fueron los ladridos de los perros.

Arya se incorporó con un bostezo. A su izquierda, Gendry se agitaba y Lim Capa de Limón lanzaba sonoros ronquidos a su derecha, pero los gruñidos del exterior casi ahogaban aquel ruido.

«Ahí debe de haber medio centenar de perros.» Salió de las mantas y saltó sobre Lim, Tom y Jack-con-Suerte para acercarse a la ventana. Abrió los postigos y, al momento, entraron el viento, la humedad y el frío. Era un día nublado y gris. Abajo, en la plaza, los perros ladraban y corrían en círculos entre gruñidos y aullidos. Era toda una manada, había grandes mastines negros y perros lobo flacos, ovejeros con pelaje blanco y negro y otros cuyas razas Arya no conocía, como unos animales pintos desgreñados con largos colmillos amarillentos. Entre la posada y la fuente había una docena de jinetes a caballo que observaban mientras los ciudadanos abrían la jaula del hombre gordo y le tiraban del brazo hasta que el cadáver hinchado se desparramaba por el suelo. Al instante, los perros saltaron sobre él y le arrancaron la carne de los huesos a mordiscos.

Arya oyó la carcajada de uno de los jinetes.

—Aquí tienes tu nuevo castillo, Lannister de mierda —dijo—. Demasiado cómodo para la gentuza como tú, pero ahí te meteremos, no tengas miedo.

Junto a él había un prisionero sentado, con una expresión lúgubre en el rostro y las muñecas atadas con cuerda de cáñamo. Algunos ciudadanos le tiraban estiércol, pero ni siquiera parpadeaba.

—¡Te pudrirás en las jaulas! —le gritaba el que lo había capturado—. ¡Los cuervos te sacarán los ojos mientras nos gastamos el oro Lannister que llevabas! Y cuando los cuervos terminen, le mandaremos lo que quede de ti a tu maldito hermano. Aunque dudo mucho que te reconozca.

El jaleo había despertado a la mitad del Melocotón. Gendry se situó ante la ventana junto a Arya, y Tom se puso detrás de ellos desnudo como el día de su nombre.

—¿A qué viene tanto grito? —se quejó Lim desde la cama—. Joder, ¿es que no se puede dormir?

—¿Dónde está Barbaverde? —le preguntó Tom.

—En la cama con Atanasia —replicó Lim—. ¿Por qué?

—Más vale que vayas a buscarlo. Y tráete también a Arquero. Ha vuelto el Cazador Loco y ha traído a otro hombre para las jaulas.

—Un Lannister —dijo Arya—. Les he oído decir que es un Lannister.

—¿Han cogido al Matarreyes? —quiso saber Gendry.

Abajo, en la plaza, una pedrada acertó al prisionero en la mejilla y lo obligó a girar la cabeza.

«No es el Matarreyes», pensó Arya al ver el rostro. Sonrió. Por fin los dioses habían escuchado sus plegarias.

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