SAMWELL

En la parte de arriba una mujer estaba pariendo entre gritos, y abajo un hombre agonizaba junto a la hoguera. Samwell Tarly no había sabido decir qué le daba más miedo.

Habían tapado al pobre Bannen con un montón de pieles y avivaban la hoguera cada poco tiempo, pero no hacía más que quejarse.

—Tengo frío. Por favor. Tengo mucho frío.

Sam estaba intentando darle un poco de sopa de cebolla, pero era incapaz de tragar. El caldo le chorreaba por los labios y barbilla abajo nada más metérselo en la boca.

—Ése ya está muerto. —Craster lo miró con indiferencia mientras se comía una salchicha—. Sería más misericordioso meterle un cuchillo en el pecho que esa cuchara en la boca, si quieres que te diga la verdad.

—No queremos. —Gigante apenas medía un metro cincuenta, su verdadero nombre era Bedwyck, pero era un hombrecillo de temperamento fiero—. Mortífero, ¿tú quieres que Craster te diga la verdad?

Sam se encogió al oír el apodo, pero contestó con un gesto de negación. Cogió otra cucharada de sopa, la acercó a la boca de Bannen y trató de metérsela entre los labios.

—Comida y fuego —siguió Gigante—. Es lo único que queríamos de ti. Y la comida nos la das a regañadientes.

—Da gracias de que no hago lo mismo con el fuego. —Craster era de complexión recia, y las malolientes pieles de oveja que llevaba día y noche lo hacían parecer más recio aún. Tenía la nariz ancha y aplastada, la boca torcida hacia un lado, y le faltaba una oreja. La cabellera enmarañada y la barba enredada empezaban a pasar del gris al blanco, pero las manos duras de grandes nudillos aún parecían fuertes y capaces de hacer daño—. Os doy de comer lo que puedo, pero los cuervos siempre tenéis hambre. Soy un hombre piadoso, si no ya os habría echado de aquí. ¿Qué falta me hacen a mí moribundos por el suelo? ¿Qué falta me hacen a mí todas vuestras bocas, hombrecito? —El salvaje escupió—. Cuervos. ¿Cuándo se ha visto que un cuervo traiga buenas noticias, eh? Nunca. Nunca.

El caldo volvió a correr por la comisura de la boca de Bannen. Sam se lo limpió con el extremo de la manga. El explorador tenía los ojos abiertos, pero no veía nada.

—Tengo frío —repitió, con un hilo de voz. Tal vez un maestre habría sabido cómo salvarlo, pero no contaban con ninguno. Kedge Ojoblanco había cortado el pie aplastado de Bannen hacía nueve días, entre tanta sangre y pus que Sam estuvo a punto de vomitar, pero era demasiado tarde—. Tengo mucho frío —repitieron los labios blancuzcos.

En la estancia había una harapienta docena de hermanos negros, sentados en el suelo o en toscos bancos de madera, que tomaban la misma sopa insípida de cebolla y mordisqueaban trozos de pan duro. Por su aspecto, un par de ellos estaban en peores condiciones que Bannen. Fornio llevaba varios días delirando, y del hombro de Ser Byam brotaba un hediondo pus amarillento. Cuando salieron del Castillo Negro, Bernarr el Moreno llevaba bolsas de fuego myriense, ungüento de mostaza, ajo molido, atanasia, leche de la amapola, cobre real y otras hierbas curativas. Hasta sueñodulce, que otorgaba el don de una muerte indolora. Pero Bernarr el Moreno había muerto en el Puño, y a nadie se le había ocurrido buscar las medicinas del maestre Aemon. Hake también sabía algo de hierbas, además de cocinar, pero también él había desaparecido. De modo que los mayordomos sobrevivientes tenían que cuidar a los heridos lo mejor que podían, que no era gran cosa.

«Al menos aquí están secos, y tienen fuego para calentarse. Pero les hace falta más comida.» A todos les hacía falta más comida. Los hombres llevaban varios días refunfuñando. Karl el Patizambo no paraba de decir que Craster debía de tener una despensa secreta, y Garth de Antigua lo apoyaba últimamente, siempre que estuviera fuera del alcance del oído del Lord Comandante. Sam había sopesado la posibilidad de suplicar algo más nutritivo, al menos para los heridos, pero no conseguía reunir el valor necesario. Craster tenía unos ojos fríos y malévolos, y siempre que lo miraba al salvaje se le crispaban un poco las manos, como si fuera a cerrar los puños. «¿Sabrá que hablé con Elí la última vez que estuvimos aquí? —se preguntó—. ¿Le diría ella que nos la íbamos a llevar? ¿Le daría una paliza para hacerla confesar?»

—Tengo frío —dijo Bannen—. Por favor. Tengo frío.

Pese al calor y al humo del torreón de Craster también Sam sentía frío. «Y cansancio, un cansancio espantoso.» Necesitaba dormir, pero siempre que cerraba los ojos soñaba con ráfagas de nieve y muertos que se tambaleaban hacia él con las manos negras y brillantes ojos azules.

En la parte de arriba, Elí dejó escapar un sollozo estremecedor, que retumbó en la alargada estancia sin ventanas.

—Empuja —oyó decir a una de las mujeres más viejas de Craster—. Más fuerte, ¡más fuerte! Grita si así puedes empujar más.

Gritó tan alto que Sam apretó los ojos con fuerza. Craster alzó la vista.

—¡Ya estoy harto de tanto chillido! —gritó—. Que muerda un trapo o algo así, ¡si no subo y le doy un guantazo!

Sam sabía que lo haría. Craster tenía diecinueve esposas, pero ninguna que se atreviera a interferir si empezaba a subir por la escalerilla de madera. Igual que no se habían atrevido a intervenir los hermanos negros dos noches atrás, cuando dio una paliza a una de las chicas más jóvenes. Desde luego, habían hablado de ello.

—La está matando —fue el comentario de Garth de Greenaway.

—Si no quiere a ese caramelito —dijo Karl el Patizambo riéndose—, que me lo dé a mí.

Bernarr el Negro maldijo en voz baja, y Alan de Rosby se levantó y salió al exterior para no tener que oír aquello.

—Es su casa, son sus normas —les tuvo que recordar el explorador Ronnel Harclay—. Craster es amigo de la Guardia.

«Amigo», pensó Sam mientras escuchaba los gritos ahogados de Elí. Craster era un hombre brutal que controlaba a sus esposas e hijas con mano de hierro, pero su torreón seguía siendo un refugio.

—Cuervos helados —se burló Craster al ver llegar agotados a los pocos que habían sobrevivido a la nieve, los espectros y el frío glacial—. Y la bandada no es tan numerosa como la que voló hacia el norte.

Pero les había dejado espacio en su suelo, un techo que los protegía de la nieve y fuego para secarse, y sus esposas les habían dado tazas de vino caliente para que entraran en calor. «Malditos cuervos», les decía, pero también los alimentaba, por escasa que fuera la comida.

«Somos invitados —se recordó Sam—. Elí es suya. Es su hija, es su esposa. Su casa, sus normas.»

La primera vez que había estado en el Torreón de Craster, Elí había acudido a él para suplicarle ayuda, y Sam le había prestado la capa negra para que se tapara el vientre al ir en busca de Jon Nieve. «Se supone que los caballeros tienen que defender a las mujeres y a los niños. —Sólo unos pocos de los hermanos negros eran caballeros, aun así…—. Todos pronunciamos el juramento —pensó Sam—. Soy el escudo que protege los reinos de los hombres. —Una mujer era una mujer, aunque fuera salvaje—. Tendríamos que haberla ayudado. Deberíamos haberla ayudado. —Elí tenía miedo por su bebé, temía que fuera un niño. Craster criaba a sus hijas para que luego fueran sus esposas, pero allí no había hombres ni niños. Elí le había dicho a Jon que Craster entregaba a sus hijos varones a los dioses—. Si los dioses son misericordiosos —rezó Sam—, le darán a Elí una hija.»

Arriba, Elí ahogó un grito.

—Ya casi está —dijo una mujer—. Otro empujón, ¡venga! Sí, ya veo la cabeza del niño.

«De la niña —pensó Sam, entristecido—. De la niña, la cabeza de la niña.»

—Tengo frío —dijo Bannen con voz débil—. Por favor. Tengo mucho frío.

Sam dejó el cuenco a un lado, echó otra piel por encima al moribundo y añadió más leña a la hoguera. Elí lanzó un alarido y empezó a jadear. Craster siguió masticando una dura salchicha negra. Tenía salchichas para él y para sus mujeres, pero les dijo que para la Guardia, no.

—Estas mujeres —se quejó—. Qué manera de chillar. Una vez tuve una cerda que parió una camada de ocho cochinillos casi sin un gruñido. —Siguió mordisqueando mientras giraba la cabeza para lanzar una mirada despectiva en dirección a Sam—. Era casi tan gorda como tú, chico. Mortífero. —Rió.

Aquello era más de lo que Sam podía soportar. Se alejó de la hoguera y caminó con paso torpe entre los hombres que dormían, que descansaban y que agonizaban en el suelo de tierra dura. El humo, los gritos y los gemidos lo habían puesto al borde del desfallecimiento. Agachó la cabeza para cruzar la cortina de piel de ciervo que hacía las veces de puerta para Craster y salió al frío del atardecer.

Era un día nublado, pero lo bastante luminoso para que se sintiera deslumbrado tras la penumbra del interior. Había montoncitos de nieve que doblaban las ramas de los árboles circundantes y cubrían las colinas doradas y rojizas, pero menos que antes. La tormenta había pasado, y los días transcurridos en el Torreón de Craster habían sido… bueno, cálidos no, pero tampoco de un frío tan glacial. Sam alcanzaba a oír el goteo del agua al derretirse de los carámbanos que pendían del borde del grueso techo de hierba. Respiró hondo y miró a su alrededor.

Hacia el oeste, Ollo Manomocha y Tim Piedra estaban con los caballos alimentando y abrevando a los pocos que les quedaban.

En la zona más azotada por el viento, otros hermanos despellejaban y descuartizaban los animales que estaban demasiado débiles para seguir el camino. Los lanceros y los arqueros montaban guardia tras los diques de piedra que eran la única defensa de Craster contra lo que pudiera acechar en el bosque cercano, mientras que una docena de hogueras enviaba hacia el cielo gruesas columnas de humo azul grisáceo. Sam alcanzaba a oír los ecos lejanos de las hachas en el bosque, donde estaban recogiendo la madera necesaria para mantener las hogueras encendidas toda la noche. Porque lo peor eran las noches. Cuando el mundo se tornaba oscuro. Y frío.

No habían sufrido ningún ataque desde que estaban en el Torreón de Craster, ni habían visto rastro de los espectros ni de los Otros. Ni lo sufrirían, según Craster.

—Un hombre piadoso no tiene nada que temer. Eso mismo le dije una vez a Mance Rayder cuando vino aquí a husmear. Pero no me hizo caso, igual que no me hacéis caso vosotros, los cuervos, con esas espadas y esas hogueras de mierda. No os servirán de nada cuando llegue el frío blanco. Entonces sólo los dioses os podrán ayudar. Y más os vale estar a bien con los dioses.

Elí también le había hablado del frío blanco y le había contado qué ofrendas hacía Craster a sus dioses. Al enterarse, Sam lo habría querido matar.

«Más allá del Muro no hay leyes —se recordó—, y Craster es amigo de la Guardia.»

Oyó un griterío procedente de detrás de la edificación de barro y ramas. Sam fue a echar un vistazo. El suelo que pisaba era un lodazal de nieve derretida y barro que, según Edd el Penas, eran los excrementos de Craster. Pero era más espeso que los excrementos y se agarraba a las botas de Sam de tal manera que una casi se le quedó atrapada.

Tras un huerto y un redil vacío, una docena de hermanos negros lanzaba flechas contra un blanco hecho de heno y paja. El esbelto mayordomo rubio al que llamaban Donnel el Suave acababa de hacer diana a cincuenta metros de distancia.

—A ver si superas eso, anciano —dijo.

—Eso pienso hacer.

Ulmer, encorvado, con su barba gris y su pellejo flácido, se situó en la marca y sacó una flecha del carcaj que llevaba a la cintura. En su juventud había sido un forajido, miembro de la infame Hermandad del Bosque Real. Aseguraba que en cierta ocasión había clavado una flecha en la mano del Toro Blanco, de la Guardia Real, para robar un beso de los labios de una princesa dorniense. También le había robado las joyas, así como un cofre de dragones de oro, pero cuando bebía de lo que alardeaba era del beso.

Colocó la flecha y tensó el arco, todo con la suavidad de la seda del verano, y por último la soltó. Fue a clavarse en el blanco un poco más al centro que la de Donnel Hill.

—¿Qué te ha parecido, muchacho? —preguntó al tiempo que se apartaba.

—No ha estado mal —respondió el joven de mala gana—. El viento de costado te ha ayudado. Cuando disparé yo soplaba más fuerte.

—Entonces tendrías que haberlo compensado. Tienes buen ojo y mano firme, pero te hará falta mucho más para superar al mejor del Bosque Real. Flecha Dick fue el que me enseñó a tensar el arco, y no ha habido jamás mejor arquero. Eh, ¿os he hablado del viejo Dick?

—Sólo unas trescientas veces.

No había hombre del Castillo Negro que no hubiera oído los relatos de Ulmer sobre la gran banda de forajidos de antaño. Todos conocían a Simon Toyne, al Caballero Sonriente, a Oswyn Cuellolargo el tres veces ahorcado, a Wenda la Cierva Blanca, a Flecha Dick, a Ben Barrigas y a todos los demás. Donnel el Suave buscó una escapatoria a la desesperada, y divisó a Sam de pie en el barrizal.

—¡Mortífero! —lo llamó—. Ven a demostrarnos cómo acabaste con el Otro.

Le tendió el largo arco de madera de tejo. Sam se puso rojo.

—No fue con una flecha, fue con una daga, de vidriagón…

Sabía qué sucedería si cogía el arco. Fallaría, no daría en el blanco, la flecha se perdería por encima del dique, entre los árboles. Y luego oiría las risas.

—No importa —dijo Alan de Rosby, otro buen arquero—. Todos nos morimos por ver disparar al Mortífero. ¿Verdad, muchachos?

No podía enfrentarse a ellos, a las sonrisas burlonas, a las bromitas crueles, al desprecio que reflejaban sus ojos… Sam se dio media vuelta para marcharse, pero el pie derecho se le hundió en el lodo y, al tratar de sacarlo, perdió la bota. Tuvo que arrodillarse para sacarla, mientras las carcajadas le resonaban en los oídos. Pese a que llevaba varios calcetines, cuando consiguió escapar de allí la nieve derretida ya le había calado hasta la piel.

«Soy un inútil —pensó con tristeza—. Mi padre me caló bien. No tengo derecho a estar vivo, después de que hayan muerto tantos hombres valientes.»

Grenn se estaba encargando de la hoguera al sur de la entrada del campamento y partía leños desnudo de cintura para arriba. Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo, y el sudor era vapor que le salía de la piel. Pero, al ver acercarse al jadeante Sam, sonrió.

—¿Qué pasa, Mortífero, los Otros te han quitado la bota?

«¿Él también?»

—Ha sido por el barro. Por favor, no me llames eso.

—¿Por qué no? —El desconcierto de Grenn parecía sincero—. Es un buen nombre y te lo has ganado.

Pyp siempre bromeaba con Grenn y le decía que tenía la mollera más dura que el muro de un castillo, de manera que Sam se lo explicó con paciencia.

—No es más que otra manera de llamarme cobarde —dijo al tiempo que trataba de ponerse la bota embarrada mientras se sostenía sobre la pierna izquierda—. Se burlan de mí, igual que se burlan de Bedwyck cuando lo llaman Gigante.

—Pero no es un gigante —dijo Grenn—, y Paul nunca fue pequeño. Bueno, a lo mejor sí, cuando era un bebé de teta, pero luego ya no. En cambio tú sí que mataste al Otro, así que no es lo mismo.

—Sólo… no… ¡Tenía mucho miedo!

—No más que yo. El único que dice que soy demasiado tonto para tener miedo es Pyp. Tengo tanto miedo como cualquiera. —Grenn se agachó para recoger un leño cortado y lo echó al fuego—. Antes me daba miedo Jon cada vez que tenía que pelear con él. Era muy rápido y luchaba como si quisiera matarme. —La madera húmeda y verde humeó entre las llamas antes de prenderse—. Pero no se lo dije a nadie. A veces creo que todos nos hacemos los valientes y ninguno lo somos de verdad. A lo mejor si finges que eres valiente te haces valiente, no sé. Deja que te llamen Mortífero, ¿qué más da?

—No te gustaba que Ser Alliser te llamara Uro.

—Me decía que era grandullón y estúpido. —Grenn se rascó la barba—. Bueno, si Pyp me quisiera llamar Uro le dejaría. O tú, o Jon. Un uro es un animal fiero y fuerte, así que no está mal, porque yo soy grande y sigo creciendo. ¿No prefieres ser Sam el Mortífero en vez de Ser Cerdi?

—¿Y por qué no puedo ser Samwell Tarly y ya está? —Se dejó caer sentado en un tronco húmedo que Grenn no había cortado aún—. Lo que lo mató fue el vidriagón. El vidriagón, no yo.

Se lo había contado a todos. Se lo había contado todo, a todos. Sabía que algunos no le habían creído. El Daga le había enseñado su daga. «Tengo hierro, ¿para qué quiero cristal?», le dijo. Bernarr el Moreno y los tres Garths le dejaron bien claro que ponían en duda toda la historia, y Rolley de Villahermana fue el más directo. «Seguro que le clavaste el puñal a unos arbustos que se movían y resultó que era Paul el Pequeño, que estaba cagando, así que te inventaste una mentira.»

Pero Dywin sí le prestó atención, y también Edd el Penas, y ambos hicieron que Sam y Grenn se lo contaran todo al Lord Comandante. Mormont tuvo el ceño fruncido durante todo el relato e hizo preguntas mordaces, pero era demasiado cauto para despreciar una posible ventaja. Le pidió a Sam todo el vidriagón que tenía, aunque era muy poco. Cada vez que Sam pensaba en la reserva que había encontrado Jon enterrada bajo el Puño le entraban ganas de llorar. Allí había habido hojas de puñal, puntas de lanza y, al menos, doscientas o trescientas puntas de flecha. Jon se hizo dagas para él, para Sam y para el Lord Comandante, también regaló a Sam una punta de lanza, un viejo cuerno roto y unas cuantas puntas de flecha. El propio Grenn se había quedado con unas cuantas puntas de flecha, pero nada más.

De modo que lo único que tenían era la daga de Mormont y la que Sam le había dado a Grenn, además de diecinueve flechas y una lanza larga con punta de vidriagón negro. Los centinelas se iban pasando la lanza cada vez que cambiaba la guardia, y Mormont había repartido las flechas entre los mejores arqueros. Bill el Refunfuñón, Garth Plumagrís, Ronnel Harclay, Donnel Hill el Suave y Alan de Rosby tenían tres cada uno, y Ulmer, cuatro. Pero, aunque hicieran blanco con cada saeta, pronto tendrían que utilizar flechas de fuego, igual que todos los demás. En el Puño habían disparado centenares de flechas de fuego, pero eso no detuvo a los espectros.

«No va a ser suficiente», pensó Sam. Las empalizadas de barro y nieve semiderretida de Craster no servirían ni siquiera para frenar a los espectros, que habían subido por las laderas mucho más empinadas del Puño para cruzar el muro circular como un enjambre. Y allí, en vez de enfrentarse a trescientos hermanos organizados en filas disciplinadas, los espectros se encontrarían con cuarenta y un supervivientes desastrados, nueve de los cuales estaban tan malheridos que no podrían luchar. Habían sido cuarenta y cuatro los que llegaron al Torreón de Craster en medio de la tormenta, de los sesenta y tantos que habían conseguido escapar del Puño, pero tres habían muerto como resultado de las heridas, y Bannen no tardaría en convertirse en el cuarto.

—¿Crees que los espectros se han ido? —preguntó Sam a Grenn—. ¿Por qué no vienen a terminar con nosotros?

—Sólo vienen cuando hace frío.

—Sí —dijo Sam—, pero ¿es el frío el que trae a los espectros o los espectros traen el frío?

—¿Qué más da? —El hacha de Grenn lanzó astillas de madera por los aires—. Lo que importa es que llegan juntos. Oye, ahora que sabemos que el vidriagón los mata, a lo mejor ya no vienen ni nada. ¡A lo mejor tienen miedo de nosotros!

Sam habría querido creerlo, pero tenía la impresión de que, cuando uno estaba muerto, el miedo significaba tan poco como el dolor, el amor o el deber. Se rodeó las piernas con los brazos, sudoroso bajo las capas de lana, cuero y pieles. El vidriagón había derretido a aquel ser blancuzco de los bosques, sí… Pero Grenn hablaba como si a los espectros les fuera a pasar lo mismo.

«Eso no lo sabemos —pensó—. La verdad es que no sabemos nada. Ojalá estuviera Jon aquí. —Grenn le caía bien, pero con él no podía hablar como lo haría con Jon—. Jon no me llamaría “Mortífero”. Y a él podría contarle lo del bebé de Elí. —Pero su amigo se había ido con Qhorin Mediamano y no habían vuelto a tener noticias de él—. También llevaba una daga de vidriagón, pero quizá no se le ocurrió utilizarla. ¿Estará muerto y congelado en algún precipicio… o peor, muerto y caminando?»

No comprendía por qué los dioses se llevaban a Jon Nieve y a Bannen, y lo dejaban vivo a él, al cobarde, al torpe. Debería haber muerto en el Puño, donde se había meado encima tres veces, y además había perdido la espada. Y habría muerto en el bosque, si Paul el Pequeño no lo hubiera llevado en brazos.

«Ojalá no fuera más que un sueño. Así me podría despertar.» Sería maravilloso despertarse de nuevo en el Puño de los Primeros Hombres, rodeado de todos sus hermanos, incluso de Jon y Fantasma. O mejor aún, despertar en el Castillo Negro, detrás del Muro, ir a la sala común a por un cuenco de las gachas espesas de Hobb Tresdedos, con una cucharada de mantequilla derritiéndose en el centro y un poco de miel. Sólo de pensarlo le empezó a rugir el estómago.

¡Nieve!

Al oír aquello, Sam alzó la vista. El cuervo del Lord Comandante Mormont volaba en círculos sobre la hoguera, batiendo el aire con las amplias alas negras.

¡Nieve! —graznó el pájaro—. ¡Nieve, nieve!

Allá donde iba el cuervo iba también Mormont. El Lord Comandante salió de los árboles a lomos de su caballo, entre el viejo Dywen y Ronnel Harclay, un explorador con la cara picada de viruelas al que habían ascendido para que ocupara el lugar de Thoren Smallwood. Los lanceros de la puerta pidieron que se identificaran, y el Viejo Oso replicó con un gruñido.

—Por los Siete Infiernos, ¿quién creéis que podemos ser? ¿Es que los Otros os han sacado los ojos?

Pasó a caballo entre los pilares de la entrada, uno coronado por un cráneo de carnero y otro por un cráneo de oso, tiró de las riendas, alzó un puño y silbó. El cuervo acudió revoloteando a su llamada.

—Mi señor —oyó Sam decir a Ronnel Harclay—, sólo tenemos veintidós monturas, y dudo mucho que la mitad de ellas puedan llegar al Muro.

—Ya lo sé —gruñó Mormont—. Pero de todos modos tenemos que partir. Craster lo ha dejado bien claro. —Miró hacia el oeste, donde un banco de nubes oscuras ocultaba el sol—. Los dioses nos han dado un respiro, pero ¿cuánto durará? —Mormont se bajó de la silla, y sacudió el brazo para que el cuervo echara a volar de nuevo. En aquel momento vio a Sam. —¡Tarly! —llamó.

—¿Yo? —Sam se puso en pie con torpeza.

¿Yo? —El cuervo se posó sobre la cabeza del anciano—. ¿Yo?

—¿Te llamas Tarly? ¿Tienes algún hermano por aquí? Sí, tú. Cierra la boca y ven conmigo.

—¿Con vos? —Las palabras le salieron como un graznido.

—Eres un hombre de la Guardia de la Noche. —El Lord Comandante Mormont le lanzó una mirada desdeñosa—. Intenta no hacértelo encima cada vez que te miro. He dicho que vengas. —Las botas arrancaban sonidos húmedos del barro, y Sam tuvo que apresurarse para ponerse a su altura—. He estado pensando en tu vidriagón.

—No es mío —dijo Sam.

—Bueno, en el vidriagón de Jon Nieve. Si lo que necesitamos son dagas de vidriagón, ¿por qué no tenemos más que dos? A todo hombre del Muro habría que entregarle una el día de su juramento.

—Pero no lo sabíamos…

—¡No lo sabíamos! Pero sin duda lo supimos en el pasado. La Guardia de la Noche ha olvidado su verdadero propósito, Tarly. No se construye un muro de más de doscientos metros de altura para impedir que unos salvajes vestidos con pieles secuestren mujeres. El Muro se erigió para proteger los reinos de los hombres… pero no de otros hombres, que es lo que son los salvajes, si lo piensas bien. Demasiados años, Tarly, demasiados cientos y miles de años. Hemos perdido de vista al verdadero enemigo. Y ahora está aquí, pero no sabemos cómo combatirlo. ¿El vidriagón lo hacían los dragones, como dice la gente?

—Los m-maestres creen que no —tartamudeó Sam—. Los maestres dicen que viene de los fuegos de la tierra. Lo llaman obsidiana.

—Por mí como si lo llaman tarta de limón. —Mormont soltó un bufido—. Si mata como dices, quiero tener más.

Sam dio un traspié.

—Jon encontró más, en el Puño. Cientos de puntas de flechas y también de lanzas…

—Ya me lo dijiste. Pero de mucho nos sirve si están allí. Para llegar de nuevo al Puño necesitaríamos las armas que no tendremos hasta que no lleguemos al Puño de mierda. Y encima tenemos que encargarnos de los salvajes. Necesitamos encontrar vidriagón en otro sitio.

Habían sucedido tantas cosas que Sam casi se había olvidado de los Salvajes.

—Los niños del bosque utilizaban hojas de vidriagón —dijo—, así que sabían dónde había obsidiana.

—Los niños del bosque están todos muertos —replicó Mormont—. Los primeros hombres mataron a la mitad con espadas de bronce, y los ándalos terminaron la faena con hierro. ¿Cómo es que una daga de cristal…?

El Viejo Oso se interrumpió al ver que Craster salía por las cortinas de piel de ciervo. El salvaje sonreía, mostrando los dientes sucios y careados.

—Tengo un hijo.

Hijo —graznó el cuervo de Mormont—. Hijo, hijo, hijo.

—Me alegro por ti. —El rostro del Lord Comandante era impenetrable.

—¿De verdad? Yo me alegraré cuando tú y los tuyos os hayáis marchado. Ya va siendo hora.

—En cuanto nuestros heridos recuperen las fuerzas…

—Ya tienen todas las fuerzas que van a tener, cuervo, los dos lo sabemos. Se están muriendo, eso también lo sabes, córtales el cuello de una puta vez. O déjalos aquí si no tienes agallas, ya me encargo yo.

El Lord Comandante apretó los dientes.

—Thoren Smallwood decía que eras amigo de la Guardia…

—Sí —replicó Craster—. Os he dado todo lo que he podido, pero se acerca el invierno, y ahora la chica me ha dado otra boca berreante que alimentar.

—Nos lo podríamos llevar —dijo una voz chillona.

Craster volvió la cabeza. Entrecerró los ojos. Escupió a los pies de Sam.

—¿Qué has dicho, Mortífero?

Sam abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir.

—Es que… Decía… que si no lo queréis… es una boca que alimentar… y eso, que viene el invierno… Nos lo podríamos llevar, y…

—Mi hijo. Mi propia sangre. ¿Crees que os lo voy a entregar a los cuervos?

—Yo sólo digo…

«Tú no tienes hijos, los abandonas, me lo ha dicho Elí, los dejas en los bosques, por eso sólo tienes esposas, y también hijas que cuando crecen son tus esposas.»

—Cállate, Sam —intervino el Lord Comandante Mormont—. Ya has dicho suficiente. Demasiado. Adentro.

—M-mi señor…

—¡Adentro!

Sam, con el rostro enrojecido, apartó las pieles de ciervo para entrar en la penumbra de la estancia. Mormont lo siguió.

—Eres un completo imbécil —le dijo el anciano con la voz ahogada de rabia—. Aunque Craster nos entregara al bebé, estaría muerto antes de que llegáramos al Muro. Necesitamos un bebé del que cuidar tanto como otra nevada. ¿Tienes leche en esas tetas enormes? ¿O pensabas llevarte también a la madre?

—Ella quiere venir —dijo Sam—. Me suplicó…

—No quiero oír ni una palabra más, Tarly —lo interrumpió Mormont alzando una mano—. Te he dicho y te he repetido que no te acerques a las esposas de Craster.

—Es su hija —fue la débil protesta de Sam.

—Ve a cuidar de Bannen. Ahora mismo. Antes de que me hagas enfadar más.

—Sí, mi señor.

Sam se escabulló, tembloroso. Pero, cuando llegó junto a la hoguera, se encontró con Gigante, que estaba cubriendo la cabeza de Bannen con una capa.

—Decía que tenía frío —dijo el hombrecillo—. Espero que ahora esté en un lugar cálido, de verdad.

—La herida… —empezó Sam.

—A la mierda la herida. —El Daga rozó el cadáver con la bota—. Tenía la herida en un pie. A un hombre de mi pueblo tuvieron que cortarle un pie, y vivió hasta los noventa y cuatro años.

—El frío —dijo Sam—. No entraba en calor.

—No le entraba comida —replicó el Daga—. Poca y mala. El bastardo de Craster lo ha matado de hambre.

Sam miró a su alrededor con ansiedad, pero Craster no había regresado a la estancia. De haber oído el comentario las cosas se habrían puesto feas. El salvaje detestaba a los bastardos, aunque según los exploradores él mismo era hijo natural de una salvaje y un cuervo muerto hacía ya mucho tiempo.

—Craster tiene que dar de comer a los suyos —dijo Gigante—. A todas estas mujeres. Nos ha dado lo que ha podido.

—Y una mierda, no me lo creo. El día que nos marchemos abrirá un barril de aguamiel y se pegará un banquete de jamón y miel. Y se reirá de nosotros, que nos estaremos muriendo de hambre por la nieve. Es un salvaje de mierda, ya está. Ningún salvaje es amigo de la Guardia. —Dio una patadita al cadáver de Bannen—. Si no me crees, pregúntale a él.

Quemaron el cuerpo del explorador al anochecer, en la hoguera que Grenn había estado alimentando aquel mismo día. Tim Piedra y Garth de Antigua sacaron el cuerpo desnudo y tomaron impulso para lanzarlo a las llamas. Los hermanos supervivientes se repartieron su ropa, armas, armadura y propiedades. En el Castillo Negro, la Guardia de la Noche enterraba a sus muertos con la debida ceremonia. Pero no estaban en el Castillo Negro.

«Y los huesos no regresan convertidos en espectros.»

—Se llamaba Bannen —dijo el Lord Comandante Mormont mientras las llamas lo engullían—. Era un hombre valiente, un buen explorador. Llegó a nosotros procedente de… ¿de dónde vino?

—De la zona de Puerto Blanco —le dijo alguien. Mormont asintió.

—Llegó a nosotros procedente de Puerto Blanco y nunca dejó de cumplir con su deber. Mantuvo sus juramentos lo mejor que pudo, cabalgó muy lejos y luchó con valentía. No veremos a otro como él.

—¡Y ahora su guardia ha terminado! —entonaron solemnes los hermanos negros.

—Y ahora su guardia ha terminado —repitió Mormont.

¡Terminado! —graznó el cuervo—. ¡Terminado!

Sam tenía los ojos enrojecidos y náuseas por el humo. Cuando miró la hoguera le pareció ver a Bannen sentado, con los puños cerrados como si tratara de pelear contra las llamas que lo consumían, pero fue sólo un instante, antes de que las espirales de humo lo ocultaran todo. Lo peor, desde luego, era el olor. Si hubiera sido un olor desagradable lo habría podido soportar, pero al arder su hermano olía tanto a cerdo asado que a Sam se le empezó a hacer la boca agua, y fue tan espantoso que tuvo que salir corriendo a vomitar en la zanja.

¡Terminado! —graznaba el pájaro.

Estaba allí de rodillas, en el barro, cuando se acercó Edd el Penas.

—¿Qué, Sam, buscando gusanos? ¿O vomitando?

—Vomitando —respondió Sam con voz débil al tiempo que se limpiaba la boca con el dorso de la mano—. El olor…

—No me imaginaba que Bannen pudiera oler tan bien. —El tono de Edd era tan sombrío como de costumbre—. Casi me dieron ganas de cortarle una tajada. Si hubiera tenido compota de manzana a lo mejor lo habría hecho. El cerdo como mejor está es con compota de manzana, en mi opinión. —Se desató los calzones y se sacó la polla—. Más vale que no te mueras, Sam, porque caeré en la tentación. Seguro que tienes más piel crujiente que Bannen, y la piel crujiente es mi perdición. —Suspiró cuando la orina empezó a describir un arco amarillo y humeante—. ¿Te has enterado?, partiremos a caballo al amanecer. Con sol o con nieve, lo ha dicho el Viejo Oso.

«Con sol o con nieve.» Sam contempló el cielo con ansiedad.

—¿Con nieve? —La voz le salió chillona—. ¿A… caballo? ¿Todos?

—Bueno, no, algunos tendrán que caminar. —Se sacudió—. Dywen dice que tendríamos que aprender a montar caballos muertos, como hacen los Otros. Así nos ahorraríamos el forraje. No creo que un caballo muerto coma mucho. —Edd se volvió a anudar los calzones—. La verdad es que no me parece una idea tentadora. En cuanto aprendan a poner a trabajar a un caballo muerto, luego iremos nosotros. Y seguro que yo el primero.

»—Edd —me dirán— lo de estar muerto no es excusa para quedarse ahí tumbado sin hacer nada, así que levántate y coge la lanza, que esta noche te toca guardia.

»Bueno, no hay por qué ser tan pesimista. Puede que muera antes de que sepan cómo hacerlo.

«Puede que todos vayamos a morir, y antes de lo que nos gustaría», pensó Sam al tiempo que se ponía en pie con torpeza.

Cuando Craster se enteró de que sus indeseables invitados partirían al día siguiente, el salvaje se mostró casi amistoso, o tan amistoso como se podía esperar de él.

—Ya era hora —dijo—. Éste no es vuestro lugar, ya os lo he dicho. Da lo mismo, os despediré con un banquete. Bueno, con comida. Mis mujeres pueden asar esos caballos que habéis matado, yo buscaré algo de pan y cerveza. —Sonrió mostrando los dientes negros—. No hay nada mejor que cerveza con caballo. Si no puedes montarlos, cómetelos, como digo yo siempre.

Sus esposas e hijas sacaron a rastras los bancos y las mesas largas, y también cocinaron y sirvieron la comida. Quitando a Elí, a Sam le costaba diferenciar a las mujeres. Unas eran viejas, otras jóvenes y algunas sólo niñas, pero la mayoría eran hijas de Craster además de esposas suyas, y se parecían mucho. Mientras hacían las labores hablaban entre ellas en voz baja, pero nunca con los hombres de negro.

Craster sólo tenía una silla. Se sentó en ella, vestido con un jubón sin mangas de piel de oveja. Tenía los gruesos brazos cubiertos de vello blanco, y en una muñeca lucía un aro retorcido de oro. El Lord Comandante Mormont ocupó el puesto a su derecha, al principio del banco, mientras que el resto de los hermanos se sentaron muy apretados, rodilla con rodilla. Una docena se quedaron en el exterior para montar guardia y encargarse de las hogueras.

Sam, con el estómago rugiendo, ocupó un lugar entre Grenn y Oss el Huérfano. La carne de caballo requemada chorreaba grasa mientras las esposas de Craster hacían girar los espetones encima del fuego, y el olor provocó que la boca se le hiciera agua de nuevo, pero eso le recordó a Bannen. Por mucha hambre que tuviera, Sam sabía que, si comía aunque fuera un bocado, lo vomitaría de inmediato. ¿Cómo se podían comer a los pobres caballitos, los fieles animales que los habían llevado tan lejos? Cuando las esposas de Craster sirvieron cebollas, cogió una con ansia. Tenía un lado negro de puro podrido, pero lo cortó con la daga y se comió cruda la mitad que estaba bien. También había pan, aunque sólo dos hogazas. Ulmer pidió más, y la mujer le respondió sacudiendo la cabeza en gesto negativo. Entonces fue cuando empezaron los problemas.

—¿Dos hogazas? —se quejó Karl el Patizambo desde el banco—. ¿Es que sois idiotas, mujeres? ¡Necesitamos mucho más pan!

El Lord Comandante Mormont lo miró con severidad.

—Coge lo que te ofrecen y da las gracias. ¿O preferirías estar afuera, en la tormenta, comiendo nieve?

—Pronto estaré ahí. —Karl el Patizambo ni pestañeó ante la ira del Viejo Oso—. Ahora preferiría comer lo que Craster esconde, mi señor.

—Ya os he dado suficiente, cuervos —dijo Craster, entrecerrando los ojos—. Tengo que alimentar a mis mujeres.

El Daga pinchó un trozo de carne de caballo.

—De manera que reconoces que tienes una despensa secreta. Si no, ¿cómo vas a pasar el invierno?

—Soy un hombre piadoso… —empezó Craster.

—Eres un hombre miserable y tacaño —replicó Karl—, y mentiroso.

—Jamones —dijo Garth de Antigua con voz reverente—. La última vez que pasamos por aquí había cerdos. Seguro que tiene jamones escondidos, no sé dónde. Jamones ahumados, en salazón, y también panceta.

—Salchichas —dijo el Daga—. De esas largas, negras, son como piedras, duran años. Seguro que tiene un centenar en alguna bodega.

—Avena —sugirió Ollo Manomocha—. Maíz. Avena…

Maíz —dijo el cuervo de Mormont—. ¡Maíz, maíz, maíz, maíz, maíz!

—¡Basta! —gritó el Lord Comandante Mormont para hacerse oír por encima de los graznidos del pájaro—. ¡Callaos todos! ¡Esto es una locura!

—Manzanas —dijo Garth de Greenaway—. Barriles y barriles de crujientes manzanas de otoño. Ahí afuera hay manzanos, los he visto.

—Bayas secas. Coles. Piñones.

¡Maíz! ¡Maíz! ¡Maíz!

—Cordero en salazón. Hay un redil. Tendrá barriles de cordero, seguro.

Para entonces Craster parecía a punto de ensartarlos a todos. El Lord Comandante Mormont se puso en pie.

—Silencio. No quiero oír ni una palabra más.

—Pues métete miga de pan en las orejas, viejo. —Karl el Patizambo se levantó a su vez—. ¿O es que ya te has comido tu ración de mierda?

Sam vio que el rostro del Viejo Oso empezaba a congestionarse.

—¿Te has olvidado de quién soy? Siéntate en silencio y come. Es una orden.

Nadie habló. Nadie se movió. Todos los ojos estaban clavados en el Lord Comandante y en el corpulento explorador patizambo, que se miraban desde extremos opuestos de la mesa. A Sam le pareció que Karl fue el primero en apartar la vista y estaba a punto de sentarse, aunque de mala gana… cuando Craster se levantó con el hacha en la mano. El hacha grande de acero negro que Mormont le había entregado como obsequio para su anfitrión.

—No —rugió—. No te sentarás. Nadie que me llame tacaño duerme bajo mi techo ni come de mi mesa. Fuera de aquí, tullido. Y tú, y tú, y tú. —Señaló con el hacha al Daga, a Garth y al otro Garth—. Fuera todos a dormir al frío, con las barrigas vacías, o si no…

—¡Bastardo de mierda! —oyó Sam maldecir a uno de los Garth, nunca llegó a saber cuál.

Craster barrió platos, carne y copas de vino de la mesa con el brazo izquierdo, mientras alzaba el hacha con el derecho.

—¿Quién se ha atrevido a llamarme bastardo? —rugió.

—Es lo que todo el mundo dice —respondió Karl.

Craster se movió más deprisa de lo que Sam habría creído posible, saltó por encima de la mesa hacha en mano. Una mujer gritó, Garth Greenaway y Oss el Huérfano sacaron los cuchillos, Karl tropezó y cayó sobre Ser Byam, que yacía herido en el suelo. En un momento dado, Craster se abalanzaba hacia él escupiendo maldiciones. Al momento siguiente lo que escupía era sangre. El Daga lo había agarrado por el pelo, le había tirado de la cabeza hacia atrás y le había abierto la garganta de oreja a oreja de un tajo. Luego le dio un empujón, y el salvaje cayó hacia delante de bruces sobre Ser Byam. Byam gritó de dolor mientras Craster se ahogaba en su propia sangre y el hacha se le caía de la mano. Dos de las esposas de Craster aullaban, una tercera gritaba maldiciones, una cuarta se lanzó sobre Donnel el Suave e intentó sacarle los ojos… Él la derribó de un golpe. El Lord Comandante se irguió junto al cadáver de Craster, con el rostro contraído por la ira.

—¡Los dioses nos maldecirán! —rugió—. No hay crimen tan reprobable como el de un invitado que lleva la muerte al hogar de su anfitrión. Según todas las leyes de la hospitalidad, somos…

—Más allá del Muro no hay leyes, viejo, ¿recuerdas? —El Daga agarró a una de las esposas de Craster por el brazo y le puso la punta del puñal ensangrentado bajo la barbilla—. Enséñanos dónde guarda la comida o te haré lo mismo que a él.

—¡Suéltala! —Mormont dio un paso adelante—. Pagarás esto con tu cabeza, malnacido…

Garth de Greenaway le bloqueó el paso, y Ollo Manomocha tiró de él hacia atrás. Ambos tenían los puñales en la mano.

—Cuidado con lo que dices —le advirtió Ollo.

En vez de hacerle caso, el Lord Comandante fue a sacar su daga. Ollo sólo tenía una mano, pero era rápida. Se liberó de la presa del anciano, clavó el cuchillo en el vientre de Mormont y lo volvió a sacar manchado de rojo. Y, entonces, el mundo entero enloqueció.

Más tarde, mucho más tarde, Sam se encontró sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la cabeza de Mormont en el regazo. No recordaba cómo había llegado allí, y apenas nada de lo que había sucedido después de que apuñalaran al Viejo Oso. Sí sabía que Garth de Greenaway había matado a Garth de Antigua, pero no por qué. Rolley de Villahermana se había caído del altillo y se había roto al cuello después de subir por la escalera para probar a una de las esposas de Craster. Grenn…

Grenn había gritado, le había dado una bofetada y al final había huido con Gigante, Edd el Penas y otros pocos más. Craster seguía tendido de bruces sobre Ser Byam, pero el caballero herido ya no gemía. Cuatro hombres de negro ocupaban un banco y comían pedazos de carne de caballo requemada, mientras que Ollo copulaba con una mujer sollozante sobre la mesa.

—Tarly. —Cuando trató de hablar, la sangre manó de la boca del Viejo Oso y le corrió por la barba—. Tarly, vete. Vete.

—¿Adónde, mi señor? —La voz le sonaba átona, sin vida. «No tengo miedo.» Era una sensación muy extraña—. No hay lugar adonde ir.

—El Muro. Vete al Muro. Ya.

¡Ya! —graznó el cuervo—. ¡Ya, ya! —El pájaro caminó desde el brazo del anciano hasta el pecho y le picoteó un pelo de la barba.

—Tienes que ir. Tienes que decírselo.

—¿Decirles qué, mi señor? —preguntó Sam con educación.

—Todo. El Puño. Los salvajes. Vidriagón. Esto. Todo. —La respiración era ya muy tenue, la voz apenas un susurro—. Díselo a mi hijo. Jorah. Dile que vista el negro. Mi último deseo antes de morir.

¿Deseo? —El cuervo inclinó la cabeza, los ojos como cuentas brillaban—. ¿Maíz? —pidió el pájaro.

—No hay maíz —dijo Mormont, débil—. Dile a Jorah que lo perdono. Mi hijo. Por favor. Vete.

—Está muy lejos —dijo Sam—. No podré llegar al Muro, mi señor. —Estaba muy cansado. Sólo quería dormir, dormir, dormir y no despertar jamás, y sabía que si se quedaba allí el Daga, o tal vez Ollo Manomocha, o quizá Karl el Patizambo, se enfadarían con él y cumplirían su deseo, sólo por el gusto de verlo morir—. Prefiero quedarme con vos. ¿Veis? Ya no tengo miedo. Ni de vos… ni de nada.

—Pues deberías —dijo una voz de mujer.

Tres de las esposas de Craster estaban de pie junto a ellos. Dos eran ancianas macilentas a las que no conocía, pero la tercera era Elí, que estaba entre ellas envuelta en pieles, y llevaba en brazos un bulto de piel parda y blanca que debía de ser su bebé.

—No podemos hablar con las esposas de Craster —les dijo Sam—. Tenemos órdenes.

—Eso ya no importa —dijo la anciana de la derecha.

—Los cuervos más negros están en la bodega, devorando provisiones —dijo la de la izquierda—, o arriba, con las más jóvenes. Pero no tardarán en volver. Más vale que para entonces te hayas ido. Los caballos escaparon, pero Dyah cogió dos.

—Dijiste que me ayudarías —le recordó Elí.

—Dije que Jon te ayudaría. Jon es valiente y sabe pelear, pero me parece que está muerto. Yo soy un cobarde. Y estoy gordo. Mira lo gordo que estoy. Además, Lord Mormont está herido, ¿no lo veis? No puedo abandonar al Lord Comandante.

—Niño —intervino la otra anciana—, el cuervo viejo ya se te ha ido. Mira.

La cabeza de Mormont seguía en su regazo, pero tenía los ojos abiertos clavados en el techo y ya no movía los labios. El cuervo inclinó la cabeza, graznó y miró a Sam.

—¿Maíz?

—No. No tiene maíz.

Sam cerró los ojos del Viejo Oso y trató de recordar alguna plegaria.

—Madre, ten piedad —fue lo único que se le ocurrió—. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad.

—Tu madre no puede ayudarte —dijo la anciana de la izquierda—. Y ese viejo muerto tampoco. Coge su espada, coge su capa de pieles, coge su caballo si lo encuentras y vete.

—La chica no miente —dijo la anciana de la derecha—. Es mi hija y le quité la costumbre de mentir a golpes. Dijiste que la ayudarías. Haz lo que te dice Ferny, muchacho. Llévate a la chica, y que sea deprisa.

Deprisa —dijo el cuervo—. Deprisa, deprisa, deprisa.

—¿Adónde? —preguntó Sam, desconcertado—. ¿Adónde queréis que la lleve?

—Adonde haga calor —dijeron al unísono las dos ancianas.

—A mí y al bebé —suplicó Elí entre lágrimas—. Por favor. Seré tu esposa, como lo fui de Craster. Por favor, ser cuervo. Es un niño, como dijo Nella. Si no te lo llevas tú, se lo llevarán ellos.

—¿Ellos? —preguntó Sam.

Ellos. Ellos. Ellos —repitió como un eco el cuervo inclinando la cabeza.

—Los hermanos del niño —dijo la anciana de la izquierda—. Los hijos de Craster. El frío blanco empieza a levantarse, cuervo. Lo noto en los huesos. Estos pobres huesos viejos no mienten. Llegarán pronto. Los hijos.

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