La mano le ardía.
Le seguía ardiendo mucho tiempo después de que se apagara la antorcha con la que le habían quemado el muñón sanguinolento, días y días después; todavía sentía la lanzada del fuego en el brazo, y sus dedos, los dedos que ya no tenía, se retorcían en las llamas.
Ya lo habían herido antes, pero nunca de aquella manera. Jamás había imaginado que se pudiera sentir tanto dolor. A veces, sin que supiera por qué, se le escapaban de los labios antiguas oraciones, plegarias que había aprendido de niño y que no había vuelto a recordar en años, las mismas que había rezado, arrodillado junto a Cersei, en el sept de Roca Casterly. En ocasiones llegaba incluso a llorar, hasta que oyó cómo se reían los Titiriteros. Aquello hizo que se le secaran los ojos y se le muriera el corazón, y en sus oraciones pidió que la fiebre le quemara las lágrimas.
«Ahora entiendo cómo se ha sentido Tyrion cada vez que se reían de él.»
Cuando se cayó de la silla por segunda vez, lo ataron a Brienne de Tarth y los obligaron a compartir caballo de nuevo. Una jornada, en vez de ponerlos espalda contra espalda, los ataron cara a cara.
—Mirad a los amantes —suspiró Shagwell—. ¿No son un bonito espectáculo? Sería muy cruel separar al buen caballero de su dama. —Soltó una carcajada, su carcajada aguda tan característica—. Aunque no se sabe bien cuál es el caballero y cuál la dama.
«Yo te explicaría la diferencia, si tuviera las dos manos», pensó Jaime. Le dolían los brazos y las cuerdas le habían dejado entumecidas las piernas, pero al cabo de un tiempo todo eso dejó de importar. Su mundo se redujo al palpitar agónico de su mano fantasma y a la presión de Brienne contra él. «Por lo menos es cálida», se consoló, aunque el aliento de la moza era tan hediondo como el suyo propio.
Su mano siempre se interponía entre ellos. Urswyck se la había colgado del cuello con una cuerda, de manera que le golpeteaba el pecho a él y las tetas a Brienne mientras Jaime perdía el conocimiento y lo volvía a recuperar. La hinchazón le había cerrado el ojo derecho, la herida que le había hecho Brienne durante la pelea estaba infectada, pero lo que más le dolía era la mano. Del muñón le salía sangre y pus, y la extremidad inexistente palpitaba con cada paso del caballo.
Tenía la garganta tan en carne viva que era incapaz de comer, pero bebía vino cuando se lo daban, y agua si no le ofrecían otra cosa. En cierta ocasión le dieron una taza, bebió el contenido con ansia, tembloroso, y los Compañeros Audaces estallaron en carcajadas tan violentas que le dolieron los oídos.
—Lo que estás bebiendo son meados de caballo —le dijo Rorge.
Jaime tenía tanta sed que de todos modos terminó de beber, pero inmediatamente lo vomitó todo. Obligaron a Brienne a limpiarle la barba, igual que la habían hecho limpiarlo cuando se hizo de vientre en la silla.
Una mañana fría y húmeda en la que se sentía un poco más fuerte, la locura se apoderó de él, cogió la espada del dorniense con la mano izquierda y, con torpeza, la sacó de la vaina.
«Que me maten —pensó—, me da igual, con tal de morir peleando, con una espada en la mano.» Pero no sirvió de nada. Shagwell se le acercó a saltitos, y esquivó con facilidad la estocada de Jaime, que perdió el equilibrio y se tambaleó hacia delante mientras lanzaba golpes contra el bufón. Pero Shagwell giró, se agachó y se apartó, hasta que todos los Titiriteros se estuvieron riendo de los esfuerzos fútiles de Jaime. Cuando tropezó contra una roca y cayó de rodillas, el bufón le saltó encima y le plantó un beso húmedo en la cabeza.
Por último, Rorge lo tiró a un lado y de una patada apartó la espada de los dedos débiles de Jaime cuando trató de esgrimirla de nuevo.
—Ha zido muy divertido, Matarreyez —dijo Vargo Hoat—. Pero, como vuelvaz a intentarlo, te cortaré la otra mano, o zi lo prefierez un pie.
Después de aquello, Jaime se quedó tendido de espaldas, contemplando el cielo nocturno y tratando de no sentir el dolor que le subía por el brazo cada vez que lo movía. La noche era de una extraña belleza. La luna estaba en cuarto creciente y le parecía que jamás había visto tantas estrellas. La Corona del Rey estaba en el cenit, divisó el Corcel sobre las patas traseras, y allí estaba también el Cisne. La Doncella Luna, tímida como siempre, quedaba medio oculta detrás de un pino.
«¿Cómo es posible que una noche sea tan bella? —se preguntó—. ¿Por qué salen todas esas estrellas a mirar a alguien como yo?»
—Jaime —susurró Brienne con voz tan queda que pensó que estaba soñando—. Jaime, ¿qué hacéis?
—Morirme —susurró a su vez.
—No —dijo ella—. No, tenéis que vivir.
Le hubiera gustado echarse a reír.
—Dejad de decirme lo que tengo que hacer, moza. Me moriré si me place.
—¿Tan cobarde sois?
El mero sonido de la palabra lo conmocionó. Él era Jaime Lannister, caballero de la Guardia Real, el Matarreyes. Jamás nadie lo había llamado cobarde. Otras cosas, sí: renegado, mentiroso, asesino… Decían que era cruel, traicionero y despiadado. Pero cobarde, jamás.
—¿Qué puedo hacer, aparte de morir?
—Vivir —replicó—. Vivir, pelear y vengaros.
Pero lo dijo en voz demasiado alta. Rorge la oyó, aunque no distinguiera las palabras, se acercó, la pateó y le dijo que tuviera quieta la lengua si no quería que se la cortaran.
«Cobarde —pensó Jaime mientras Brienne trataba de contener los sollozos—. ¿Será posible? Me han cortado la mano de la espada. ¿Qué pasa, que yo sólo era eso, una mano que esgrimía una espada? Por los dioses, ¿será verdad?»
La moza estaba en lo cierto. No podía morir. Cersei lo esperaba. Lo iba a necesitar. Y también Tyrion, su hermano pequeño, que lo quería por una mentira. Y también lo esperaban sus enemigos; el Joven Lobo, que lo había derrotado en el Bosque Susurrante y había matado a sus hombres, Edmure Tully, que lo había encerrado y encadenado en la oscuridad, aquellos Compañeros Audaces…
Cuando llegó la mañana se forzó a comer. Le dieron un potaje de avena, alimento para caballos, pero se obligó a tragar hasta la última cucharada. Aquella noche volvió a comer y también al día siguiente.
«Vive —se dijo con dureza cuando el potaje estuvo a punto de hacerle vomitar—, vive por Cersei, vive por Tyrion. Vive por la venganza. Un Lannister siempre paga sus deudas. —La mano amputada latía, ardía y apestaba—. Cuando llegue a Desembarco del Rey me haré forjar una mano nueva, una mano de oro, y algún día le arrancaré la garganta con ella a Vargo Hoat.»
Los días y las noches se fundían en una neblina de dolor. Durante el día dormitaba en la silla, apretado contra Brienne y con el hedor de la mano podrida en la nariz, y por las noches yacía despierto sobre el duro suelo, atrapado en una vigilia de pesadilla. Aunque estaba muy débil, siempre lo ataban a un árbol. En cierto modo lo consolaba saber que, incluso en sus circunstancias, le seguían teniendo miedo.
Brienne siempre estaba atada junto a él. Yacía allí con las cuerdas, como una enorme vaca muerta, sin decir palabra.
«La moza se ha construido una fortaleza por dentro. No tardarán en violarla, pero detrás de sus murallas no la pueden tocar.» En cambio, las murallas de Jaime habían desaparecido. Le habían quitado la mano, le habían quitado la mano de la espada, y sin ella no era nada. La otra no le servía para gran cosa. Desde que aprendió a caminar, el brazo izquierdo había sido para el escudo, sólo para el escudo. Era la mano derecha la que hacía de él un caballero, era la mano derecha la que hacía de él un hombre.
Un día oyó a Urswyck comentar algo sobre Harrenhal y recordó que era allí a donde se dirigían. Aquello hizo que soltara una carcajada sonora, y Timeon le azotó el rostro con una fusta larga y fina. El corte sangró, pero aparte de la mano apenas si notaba nada.
—¿Por qué os reísteis? —le preguntó aquella noche la moza en un susurro.
—En Harrenhal fue donde me pusieron la capa blanca —respondió, también en susurros—. En el gran torneo de Whent. Él quería presumir de su gran castillo y de sus valientes hijos. Yo también quería presumir. Sólo tenía quince años, pero aquel día nadie me habría podido derrotar. Aerys no me dejaba participar en las justas y me echó de allí. —Se rió de nuevo—. Pero ahora voy a volver.
Oyeron la carcajada. Aquella noche le tocó a Jaime recibir las patadas y los puñetazos. Tampoco los sintió, hasta que Rorge le pisoteó el muñón con una bota, y se desmayó.
Fue a la noche siguiente cuando por fin acudieron, y fueron los tres peores: Shagwell, el desnarigado Rorge y el obeso dothraki Zollo, el que le había cortado la mano. Mientras se acercaban, Zollo y Rorge discutían sobre quién sería el primero; por lo visto no cabía duda de que el bufón iba a ser el último. Shagwell sugirió que ambos fueran los primeros y la tomaran por delante y por detrás. Por lo visto a Zollo y a Rorge les gustó la idea, aunque entonces empezaron a discutir quién la tomaría por delante y quién por detrás.
«También la dejarán tullida, pero por dentro, donde no se nota.»
—Moza —susurró mientras Zollo y Rorge se insultaban—, que se queden con la carne, vos marchaos bien lejos. Todo acabará antes, y así obtendrán menos placer.
—No obtendrán placer alguno de lo que les voy a dar —susurró ella a su vez, desafiante.
«Mujer estúpida, testaruda y valiente. —Iba a hacer que la mataran y lo sabía—. Bueno, ¿y a mí qué me importa? Si no hubiera sido tan terca yo no habría perdido la mano.» Pero, casi sin querer, volvió a hablar en susurros.
—Dejadlos hacer y escapad a vuestro interior. —Eso era lo que había hecho él cuando mataron a los Stark en su presencia; Lord Rickard se coció en su armadura, mientras su hijo Brandon se estrangulaba intentando salvarlo—. Pensad en Renly si lo amabais. Pensad en Tarth, en las montañas, los mares, los estanques, las cascadas, en todo lo que teníais en vuestra Isla Zafiro…
Pero para entonces, Rorge ya había ganado la discusión.
—Eres la mujer más fea que he visto jamás —le dijo a Brienne—, pero te puedo dejar más fea todavía. ¿Quieres una nariz como la mía? Intenta resistirte y la tendrás. Y dos ojos son demasiados. Sólo un grito y te sacaré uno, y luego te lo haré comer. Y también te arrancaré los dientes, uno a uno.
—Ay, sí, Rorge —suplicó Shagwell—. Sin dientes quedará igualita que mi anciana madre. —Soltó una risita—. Y siempre he deseado metérsela por el culo a mi anciana madre.
—Qué bufón tan gracioso. —Jaime soltó una risita—. Me sé un acertijo, Shagwell. ¿Qué tienen las viejas de Tarth en vez de dientes? Espera, te lo digo yo… ¡Zafiros! —gritó tan alto como pudo.
Rorge soltó una maldición y volvió a patearle el muñón. Jaime lanzó un aullido. «No sabía que pudiera haber tanto dolor en el mundo», fue lo último que le pasó por la cabeza. No había manera de saber cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero cuando el dolor le devolvió el conocimiento allí estaban Urswyck y el propio Vargo Hoat.
—¡Nada de tocarle loz dientez! —gritó la Cabra, cubriendo a Zollo de salivillas—. ¡Y tiene que zeguir doncella, idiotaz! ¡Noz darán un zaco de zafiroz por ella!
Y desde entonces, todas las noches, Hoat les puso un guardia para protegerlos de los suyos.
Pasaron dos noches en silencio hasta que, por último, la moza reunió valor para volverse hacia él.
—¿Jaime? —le preguntó en susurros—. ¿Por qué gritasteis?
—¿Queréis decir que por qué grité «zafiros»? Pensad un poco, moza. ¿Creéis que esa gentuza hubiera reaccionado si llego a gritar «¡Que la violan!»?
—No teníais por qué gritar nada.
—Ya es demasiado difícil miraros teniendo nariz. Además, quería oír cómo la Cabra decía «zafiroz». —Soltó una risita—. Tenéis suerte de que sea tan mentiroso. Un hombre de honor les habría contado la verdad acerca de la Isla Zafiro.
—De todos modos, os lo agradezco, ser —dijo ella.
—Un Lannister siempre paga sus deudas —dijo—. Eso fue por lo del río y por las piedras que le tirasteis a Robin Ryger. —La mano le ardía de nuevo. Jaime apretó los dientes.
La Cabra quería montar un espectáculo con su llegada, de manera que hicieron desmontar a Jaime cuando aún estaban a un par de kilómetros de las puertas de Harrenhal, le ataron una cuerda a la cintura y a Brienne, otra en torno a las muñecas. Los extremos de ambas cuerdas iban a parar al pomo de la silla de Vargo Hoat. Ambos caminaron a tropezones, codo con codo, tras el caballo rayado del qohoriense.
A Jaime la rabia lo mantenía en pie. El vendaje del muñón estaba gris y apestaba a pus. Los dedos fantasmales le dolían con cada paso.
«Soy más fuerte de lo que imaginan —se dijo—. Sigo siendo un Lannister. Sigo siendo un caballero de la Guardia Real. —Llegaría a Harrenhal y luego a Desembarco del Rey. Viviría—. Y pagaré esta deuda con intereses.»
Cuando se aproximaron a las imponentes murallas del monstruoso castillo de Harren el Negro, Brienne le apretó el brazo.
—Lord Bolton es ahora el señor de este castillo. Los Bolton son vasallos de los Stark.
—Los Bolton despellejan a sus enemigos.
Era lo único que Jaime recordaba acerca del norteño. Seguro que Tyrion habría sabido todo lo relativo al señor de Fuerte Terror, pero Tyrion estaba a miles de leguas de distancia, con Cersei.
«No puedo morir mientras Cersei viva —se dijo—. Nacimos juntos y moriremos juntos.»
El grupo de casas que se habían alzado junto a los muros estaban quemadas, reducidas a cenizas y a piedras ennegrecidas, y muchos hombres con sus monturas habían acampado recientemente a orillas del lago, donde Lord Whent había celebrado su gran torneo en el año de la falsa primavera. Una sonrisa de amargura aleteó en los labios de Jaime al cruzar el terreno desolado. Habían excavado una letrina en el mismísimo lugar donde él se había arrodillado ante el rey para prestarle juramento.
«Nunca llegué a imaginarme cuán deprisa lo dulce se tornaría amargo. Aerys no me dejó disfrutar ni una noche. Me honró y luego me escupió.»
—Mirad los estandartes —señaló Brienne—. El hombre desollado y los torreones gemelos, ¿veis? Los caballeros juramentados del rey Robb. Allí, sobre la caseta de la guardia, gris sobre blanco. El huargo.
—Pues sí —asintió Jaime mirando hacia arriba—, es la mierda del lobo ése. Y lo que hay a ambos lados son cabezas.
Los soldados, los criados y los seguidores del campamento iban detrás de ellos y los abucheaban. Una perra con manchas les pisó los talones entre ladridos y gruñidos hasta que uno de los lysenos la atravesó con una lanza y se puso al galope para encabezar la columna.
—¡Llevo el estandarte del Matarreyes! —gritó al tiempo que agitaba el cadáver del perro sobre la cabeza de Jaime.
Las murallas de Harrenhal eran tan gruesas que pasar bajo ellas era como atravesar un túnel de piedra. Vargo Hoat había enviado por delante a dos de sus dothrakis para informar a Lord Bolton de que se aproximaban, de manera que el patio de armas estaba abarrotado de curiosos. Abrieron paso al tambaleante Jaime. La cuerda que llevaba a la cintura se tensaba y lo tironeaba cada vez que aflojaba el paso.
—¡Oz traigo al Matarreyez! —anunció Vargo Hoat con su voz ceceante.
Una lanza golpeó a Jaime en la rabadilla y lo hizo caer. El instinto le hizo echar las manos al frente para frenar la caída. Cuando el muñón golpeó contra el suelo, el dolor fue cegador, pero aun así se las arregló para incorporarse sobre una rodilla. Ante él, una amplia escalinata de piedra llevaba a la entrada de una de las colosales torres redondas de Harrenhal. Cinco caballeros y un norteño lo miraban desde arriba, el norteño con sus ojos claros, vestido con lana y pieles, y los caballeros imponentes con sus armaduras y corazas, con el emblema de los torreones gemelos bordado en las sobrevestas.
—Vaya, los Frey —dijo Jaime—. Ser Danwell, Ser Aenys, Ser Hosteen. —Conocía de vista a los hijos de Lord Walder; al fin y al cabo, su tía estaba casada con uno de ellos—. Recibid mi más sentido pésame.
—¿Por qué, ser? —quiso saber Ser Danwell Frey.
—Por la muerte del hijo de vuestro hermano, Ser Cleos —dijo Jaime—. Iba con nosotros hasta que unos forajidos nos dieron alcance y lo llenaron de flechas. Urswyck y su gentuza desvalijaron el cadáver y lo abandonaron a los lobos.
—¡Mis señores! —Brienne se liberó como pudo y dio un paso adelante—. He visto vuestros estandartes. ¡Por vuestros juramentos, escuchadme!
—¿Quién habla? —quiso saber Ser Aenys Frey.
—Ez la niñera del Lannizter.
—Soy Brienne de Tarth, hija de Lord Selwyn, el Lucero de la Tarde, e igual que vosotros vasallo juramentado de la Casa Stark.
Ser Aenys le escupió a los pies.
—Eso es lo que valen vuestros juramentos. Nosotros confiamos en la palabra de Robb Stark y él pagó nuestra fidelidad con traición.
«Esto se pone interesante.» Jaime se volvió para ver cómo encajaba Brienne la acusación, pero la moza era terca como una mula.
—No sé nada de ninguna traición. —Sacudió las cuerdas que le ataban las muñecas—. Lady Catelyn me envió a entregar a Lannister a su hermano en Desembarco del Rey…
—Cuando los encontramos, ella estaba intentando ahogarlo —dijo Urswyck el Fiel.
—Fue un ataque de ira —se disculpó la moza sonrojándose—, perdí el control, pero jamás lo habría matado. Si llega a morir, los Lannister pasarán por la espada a las hijas de mi señora.
—¿Y a nosotros qué nos importa? —Ser Aenys se había quedado igual.
—Devolvámoslo a Aguasdulces a cambio de un rescate —pidió Ser Danwell.
—Roca Casterly tiene más oro —se opuso otro hermano.
—¡Matémoslo! —pidió otro—. ¡Su cabeza por la de Ned Stark!
El bufón Shagwell, con su disfraz gris y rosa, dio una voltereta que acabó al pie de las escaleras y empezó a cantar.
—«Un día el león bailó con el oso, fue maravilloso…»
—Zilencio, eztúpido. —Vargo Hoat le dio una bofetada—. El Matarreyez no ez para el ozo. Ez mío.
—Si muere no será de nadie. —Roose Bolton hablaba tan bajo que los hombres se callaron para escucharlo—. Y por favor, mi señor, recordad que no tendréis el mando de Harrenhal hasta que no emprenda la marcha hacia el norte.
—¿Será posible que seáis el Señor de Fuerte Terror? —La fiebre hacía que Jaime se sintiera tan valeroso como mareado—. La última vez que supe algo de vos, mi padre os había puesto en fuga con el rabo entre las piernas. ¿Qué hizo que dejarais de correr, mi señor?
El silencio de Bolton era cien veces más amenazador que la malevolencia ceceante de Vargo Hoat. Pálido como la niebla de la mañana, sus ojos escondían más de lo que revelaban. A Jaime no le gustaban aquellos ojos. Le recordaban el día en que Ned Stark lo había encontrado sentado en el Trono de Hierro, en Desembarco del Rey. Por fin, el señor de Fuerte Terror frunció los labios.
—Habéis perdido una mano —dijo.
—No —replicó Jaime—, la tengo aquí, colgada del cuello.
Roose Bolton extendió el brazo, se la arrancó de un tirón y se la tiró a la Cabra.
—Llevaos esto de mi vista. Me ofende.
—Ze la enviaré a zu zeñor padre. Le diré que tiene que pagarnoz cien mil dragonez zi no quiere que le devolvamoz al Matarreyez pedazo por pedazo. Y cuando ya tengamoz zu oro, ezo ez lo que haremoz: ¡Entregaremoz a Zer Jaime a Karztark y a cambio él noz dará una doncella!
Los Compañeros Audaces rompieron en carcajadas.
—Excelente plan —dijo Roose Bolton, en el mismo tono que habría podido decir «excelente vino» a un compañero de mesa—, aunque Lord Karstark no os entregará a su hija. El rey Robb le quitó una cabeza de altura, por traición y asesinato. En cuanto a Lord Tywin, sigue en Desembarco del Rey y allí permanecerá hasta el año nuevo, cuando su nieto tome por esposa a una hija de Altojardín.
—De Invernalia —dijo Brienne—. Queréis decir de Invernalia. El rey Joffrey está prometido a Sansa Stark.
—Ya no. La batalla del Aguasnegras lo cambió todo. La rosa y el león se unieron para acabar con las huestes de Stannis Baratheon y reducir su flota a cenizas.
«Te lo advertí, Urswyck —pensó Jaime—. Y a ti, Cabra. Si apuestas contra los leones, pierdes algo más que la bolsa.»
—¿Hay alguna noticia de mi hermana? —preguntó.
—Está bien. Al igual que vuestro… sobrino. —Bolton hizo una pausa antes de «sobrino», una pausa que quería decir «lo sé»—. Vuestro hermano vive también, aunque resultó herido en la batalla. —Hizo un gesto con la mano para llamar a un norteño de aspecto severo, con cota de mallas tachonada de clavos—. Escoltad a Ser Jaime hasta Qyburn. Y soltadle las manos a esta mujer. —Mientras cortaban la cuerda que ataba las muñecas de Brienne, se volvió hacia ella—. Mi señora, os ruego que nos perdonéis. Corren tiempos difíciles, es difícil distinguir al amigo del enemigo.
Brienne se frotó la cara interior de la muñeca, la soga de cáñamo se la había dejado en carne viva.
—Mi señor, estos hombres trataron de violarme.
—¿De veras? —Lord Bolton clavó los ojos claros en Vargo Hoat—. Eso no me complace. Lo de la mano de Ser Jaime, tampoco.
Por cada Compañero Audaz, en el patio había cinco norteños y otros tantos Freys. La Cabra no era ningún prodigio de inteligencia, pero sabía contar. No dijo nada.
—Me quitaron la espada —dijo Brienne—, la armadura…
—Aquí no tendréis necesidad de armadura alguna, mi señora —le dijo Lord Bolton—. En Harrenhal os encontráis bajo mi protección. Amabel, buscad habitaciones adecuadas para Lady Brienne. Walton, ocupaos de Ser Jaime de inmediato.
No esperó respuesta, sino que se dio la vuelta y subió por las escaleras con la capa ribeteada en piel ondeando a la espalda. Jaime sólo tuvo tiempo de intercambiar una mirada rápida con Brienne antes de que los escoltaran en direcciones opuestas.
En las estancias del maestre, debajo de la pajarera, un hombre de cabello gris y aspecto paternal llamado Qyburn tragó saliva cuando vio qué había bajo las vendas del muñón de Jaime.
—¿Tan mal está? ¿Voy a morir?
Qyburn presionó la herida con un dedo y arrugó la nariz ante el borbotón de pus.
—No. Aunque, si hubieran pasado unos días más… —Cortó la manga del jubón de Jaime—. La podredumbre se ha extendido. ¿Veis lo blanda que está la carne? Tengo que cortarla toda. Para estar seguros habría que cortaros el brazo.
—Hacedlo y os mataré —le prometió Jaime—. Limpiad el muñón y cosedlo. Prefiero correr el riesgo.
—Podría respetaros la parte superior del brazo —dijo Qyburn con el ceño fruncido— y cortar por el codo, pero…
—Si me cortáis algo del brazo más os vale cortarme también el otro, o si no después lo utilizaré para estrangularos.
Qyburn lo miró a los ojos. Viera lo que viera en ellos, lo hizo meditar un instante.
—Muy bien. Cortaré la carne podrida y nada más. Trataré de quemar la podredumbre con vino hirviendo y una cataplasma de ortigas, mostaza en grano y moho del pan. Tal vez baste con eso, ya que estáis tan determinado. Os daré la leche de la amapola…
—No. —Jaime no se atrevía a permitir que lo durmieran. Pese a las promesas del hombre, al despertar podía encontrarse sin brazo.
—Os dolerá. —Qyburn se quedó boquiabierto.
—Gritaré.
—Os dolerá mucho.
—Gritaré muy fuerte.
—¿Aceptaréis al menos beber un poco de vino?
—¿Reza alguna vez el Septon Supremo?
—No sabría qué deciros. Traeré el vino. Recostaos, tengo que ataros el brazo.
Con un cuenco y una hoja bien afilada, Qyburn limpió el muñón mientras Jaime tragaba el vino fuerte, aunque buena parte se le derramaba encima. Su mano izquierda no parecía conocer el camino hacia la boca, pero eso al menos tenía una ventaja: el olor del vino en la barba sucia ayudaba a disfrazar el hedor del pus.
Pero no le sirvió de nada cuando llegó el momento de recortar la carne podrida. Entonces Jaime gritó y golpeó la mesa con el puño, una vez, otra y otra. Gritó de nuevo cuando Qyburn le vertió el vino hirviendo sobre lo que le quedaba del muñón. Pese a todas las promesas y todos los temores, durante un rato perdió el conocimiento. Cuando despertó, el maestre le estaba cosiendo el brazo con una aguja y cuerda de tripa.
—He dejado una tira de piel para doblarla en la muñeca.
—No es la primera vez que hacéis esto —murmuró Jaime con debilidad. Notaba sabor a sangre en la boca, se había mordido la lengua.
—Todo el que sirve a Vargo Hoat ha visto muchos muñones. Los va dejando a su paso.
Jaime pensó que Qyburn no tenía aspecto de monstruo. Era reservado, de voz suave y cálidos ojos castaños.
—¿Cómo es que un maestre cabalga con los Compañeros Audaces?
—La Ciudadela me quitó la cadena. —Qyburn dejó a un lado la aguja—. Tengo que cuidaros también ese corte que tenéis sobre el ojo. La carne está muy inflamada.
—Habladme de la batalla. —Jaime cerró los ojos y permitió que Qyburn y el vino hicieran su trabajo.
Como encargado de los cuervos de Harrenhal, Qyburn habría sido el primero en enterarse de las noticias.
—Lord Stannis quedó atrapado entre vuestro padre y el fuego. Se dice que el Gnomo prendió fuego al mismísimo río.
Jaime vio llamas verdes que se alzaban hacia el cielo, más altas que las más altas torres, mientras hombres con las ropas incendiadas gritaban por las calles.
«Esto lo he soñado antes.» Resultaba casi divertido, pero no tenía a nadie con quien compartir el chiste.
—Abrid el ojo. —Qyburn empapó en agua caliente un paño y le limpió la costra de sangre seca. El párpado estaba hinchado, pero Jaime consiguió abrirlo un poco. Vio sobre él el rostro del maestre—. ¿Cómo os habéis hecho esto? —preguntó.
—Fue regalo de una moza.
—¿Un cortejo difícil, mi señor?
—Esa moza es más grande que yo y más fea que vos. Más vale que la atendáis a ella también. Todavía cojea de la pierna que le pinché durante la pelea.
—Preguntaré por ella. ¿Qué es esa mujer para vos?
—Mi protectora. —Por mucho que doliera, Jaime no tuvo más remedio que echarse a reír.
—Machacaré unas hierbas para que las mezcléis con el vino, os bajarán la fiebre. Mañana por la mañana volveré y os pondré una sanguijuela en el ojo para sacar la sangre sucia.
—Una sanguijuela. Qué encanto.
—Lord Bolton es muy aficionado a las sanguijuelas —dijo Qyburn con toda ceremonia.
—Sí —dijo Jaime—. Ya me lo imagino.