El cielo estaba tan negro como las murallas de Harrenhal que habían dejado a sus espaldas, y la lluvia que caía suave y continua, les corría por la cara y acallaba el ruido de los cascos de los caballos.
Cabalgaron hacia el norte y se alejaron del lago por un camino surcado de huellas, que discurría entre granjas y campos destrozados, hacia el bosque y los torrentes. Arya había tomado la delantera espoleando su caballo robado, lo hizo trotar deprisa hasta que los árboles se cerraron a su espalda. Pastel Caliente y Gendry la seguían como podían. Los lobos aullaban en la distancia y también alcanzaba a oír la respiración jadeante de Pastel Caliente. Nadie hablaba. De vez en cuando, Arya giraba la cabeza y miraba hacia atrás para cerciorarse de que los dos chicos no se habían retrasado demasiado y ver si alguien los perseguía.
Porque sabía que los perseguirían. Había robado tres caballos de los establos, así como un mapa y una daga de los aposentos del mismísimo Roose Bolton, y había matado a un guardia en la puerta trasera; le había cortado la garganta cuando se agachó a recoger la gastada moneda de hierro que Jaqen H'ghar le había regalado. Alguien lo encontraría muerto en un charco de sangre, y al momento se armaría un gran escándalo. Despertarían a Lord Bolton y registrarían Harrenhal desde las almenas hasta los sótanos y, cuando lo hicieran, descubrirían que habían desaparecido un mapa y una daga, además de varias espadas de la armería, pan y queso de la cocina, un chico panadero, un aprendiz de herrero y una copera llamada Nan… o Comadreja, o Arry, según a quién se lo preguntaran.
El señor de Fuerte Terror no iría personalmente en su persecución. Roose Bolton se quedaría en la cama, con su carne pálida salpicada de sanguijuelas, dando órdenes en aquella voz suave y sibilante. Quien encabezaría la partida sería Walton, uno de sus hombres de confianza, al que llamaban Patas de Acero por las canilleras que llevaba siempre en las largas piernas. O quizá sería el baboso Vargo Hoat y sus mercenarios, que se hacían llamar la Compañía Audaz. Otros los llamaban los Titiriteros Sangrientos, aunque nunca a la cara, y a veces los Quitapiés por la costumbre de Lord Vargo de amputar los pies y las manos a aquellos que incurrían en su desagrado.
«Si nos atrapan, nos cortarán las manos y los pies —pensó Arya—, y después Roose Bolton nos desollará.» Llevaba aún su ropa de paje y tenía cosido en el pecho, sobre el corazón, el blasón de Lord Bolton, el hombre desollado de Fuerte Terror.
Cada vez que miraba hacia atrás temía ver el destello de las antorchas al salir por las puertas lejanas de Harrenhal o al desplazarse por la parte superior de sus enormes y altas murallas, pero no vio nada. Harrenhal siguió durmiendo hasta que se perdió en la oscuridad, oculta tras los árboles.
Después de atravesar la primera corriente, Arya sacó al caballo del camino y los condujo por el curso sinuoso del agua durante medio kilómetro hasta salir por una orilla pedregosa. Si los cazadores llevaban perros, aquello tal vez haría que perdieran el rastro, o eso esperaba. No podían seguir por el camino.
«Hay muerte en el camino —se dijo—, hay muerte en todos los caminos.»
Gendry y Pastel Caliente no cuestionaron sus decisiones. Al fin y al cabo, llevaba el mapa, y Pastel Caliente parecía tenerle tanto miedo a ella como a los hombres que podían perseguirlos. Había visto al guardia que había matado.
«Es mejor que me tenga miedo —se dijo—. Así hará lo que le diga, en lugar de cualquier tontería.»
Sabía que debería estar más asustada. Tenía sólo diez años, no era más que una niña flaca a lomos de un caballo robado que tenía por delante un bosque tenebroso, y por detrás, a hombres que de buena gana le cortarían los pies. Pero, por extraño que pareciera, se sentía más tranquila de lo que nunca había estado en Harrenhal. La lluvia le había lavado la sangre del guardia de los dedos, llevaba una espada cruzada a la espalda, los lobos avanzaban por la oscuridad como angulosas sombras grises, y Arya Stark no tenía miedo.
«El miedo hiere más que las espadas», susurró para sus adentros, eran las palabras que Syrio Forel le había enseñado, y también susurró las palabras de Jaqen, «Valar morghulis».
La lluvia cesó, comenzó de nuevo, luego paró otra vez y después volvió a comenzar, pero llevaban buenas capas que impedían que se mojaran. Arya los mantenía en movimiento, lento pero continuo. Bajo los árboles estaba demasiado oscuro para cabalgar más deprisa; ninguno de los dos chicos sabía montar, y el terreno blando e irregular era traicionero a causa de las raíces medio enterradas y las piedras ocultas. Cruzaron otro camino, con surcos profundos llenos de agua, pero Arya lo evitó. Los llevó por las suaves colinas, arriba y abajo, entre zarzas, brezo y chamiza, por el fondo de estrechos cauces secos donde las ramas, llenas de hojas mojadas, les golpeaban el rostro al pasar.
En un momento dado, la yegua de Gendry perdió pie en el cieno, cayó sobre los cuartos traseros e hizo que el jinete se deslizara de la silla, pero ninguno se lesionó, ni la bestia ni el jinete, y en el rostro del chico apareció una expresión de obstinación cuando volvió a montar. Al poco rato se tropezaron con tres lobos que devoraban el cuerpo de un cervatillo muerto. Cuando el caballo de Pastel Caliente percibió el olor, intentó retroceder y comenzó a encabritarse. Dos de los lobos huyeron, pero el tercero levantó la cabeza y enseñó los dientes, dispuesto a defender su presa.
—Retrocede —le indicó Arya a Gendry—. Lentamente, para que no se espante.
Se apartaron con las monturas hasta que perdieron de vista al lobo y su festín. Sólo entonces Arya dio la vuelta para cabalgar detrás de Pastel Caliente, que se agarraba con desesperación a la silla mientras se abría paso entre los árboles.
Más adelante atravesaron una aldea quemada, recorrieron con cautela las ruinas de cabañas carbonizadas y pasaron junto a los huesos de una docena de hombres que colgaban de una hilera de manzanos. Cuando Pastel Caliente los vio, se puso a rezar una oración queda, implorando la misericordia de la Madre, y la repitió una y otra vez en un susurro. Arya levantó los ojos hacia los cadáveres descarnados, envueltos en ropas mojadas y podridas, y pronunció su propia oración. «Ser Gregor, Dunsen, Polliver, Raff el Dulce, el Cosquillas y el Perro. Ser Ilyn, Ser Meryn, el rey Joffrey, la reina Cersei», decía el rezo. Lo concluyó con «Valar morghulis», tocó la moneda de Jaqen donde la llevaba escondida, debajo del cinturón, y después, cuando pasó bajo los cadáveres, estiró la mano y arrancó una manzana que crecía entre los muertos. Estaba podrida y mohosa, pero se la comió, con gusanos y todo.
Fue aquél un día sin aurora. Lentamente, el cielo se aclaró en torno a ellos, pero no llegaron a ver el sol. El negro se volvió gris y los colores regresaron al mundo, arrastrándose con timidez. Los pinos soldado vestían tonos sombríos de verde y los árboles de hoja caduca, que comenzaban a secarse, lucían un marrón rojizo con pinceladas de oro mate. Se detuvieron el tiempo suficiente para abrevar a los caballos y tomar un desayuno breve y frío, partieron una hogaza de pan que Pastel Caliente había robado de la cocina y se pasaron de mano en mano trozos de queso duro.
—¿Sabes hacia dónde vamos? —le preguntó Gendry a Arya.
—Al norte —respondió la niña.
—¿Hacia dónde está el norte? —Pastel Caliente miraba dubitativo a su alrededor.
—En esa dirección —señaló ella con un trozo de queso.
—Pero no hay sol. ¿Cómo lo sabes?
—Por el musgo. ¿Ves cómo crece, sólo en un lado de los árboles? Ése es el sur.
—¿Y qué buscamos en el norte? —quiso saber Gendry.
—El Tridente. —Arya extendió el mapa robado para mostrárselo—. ¿Veis? Una vez encontremos el Tridente, todo lo que tenemos que hacer es seguir su curso corriente arriba hasta que lleguemos a Aguasdulces, aquí. —Marcó el recorrido con un dedo—. Es un camino largo, pero mientras nos mantengamos cerca del río no hay pérdida.
—¿Dónde está Aguasdulces? —preguntó Pastel Caliente, parpadeando ante el mapa.
Aguasdulces aparecía como la torre de un castillo, en la bifurcación entre las líneas azules que señalaban dos ríos, el Piedra Caída y el Forca Roja.
—Aquí. —Arya tocó el punto—. Ahí pone Aguasdulces.
—¿Sabes leer? —le preguntó el chico tan asombrado como si hubiera dicho que sabía caminar sobre las aguas.
Arya asintió.
—Cuando lleguemos a Aguasdulces, estaremos a salvo.
—¿De veras? ¿Por qué?
«Porque Aguasdulces es el castillo de mi abuelo y allí estará mi hermano Robb», quiso decir. Se mordió el labio y volvió a guardar el mapa.
—Estaremos a salvo. Pero tenemos que llegar allí.
Fue la primera en montar de nuevo. No le gustaba ocultar la verdad a Pastel Caliente, pero tampoco quería confiarle su secreto. Gendry lo sabía, pero eso era diferente. Gendry también tenía un secreto, aunque ni siquiera él supiera de qué se trataba.
Aquel día, Arya les hizo acelerar el paso y obligó a trotar a los caballos tanto como se atrevió y a galopar cuando divisaba un espacio llano por adelante. Aunque no servía de gran cosa, porque el terreno se hacía cada vez más ondulado a medida que avanzaban. Las colinas no eran muy altas ni tampoco abruptas, pero parecían no tener fin, y pronto se cansaron de subir por una y bajar por otra, y al rato estaban siguiendo los niveles más bajos del terreno, a lo largo de torrenteras, por un laberinto de valles con vegetación de escasa altura, donde los árboles formaban un dosel continuo por encima de sus cabezas.
De cuando en cuando hacía que Pastel Caliente y Gendry se adelantaran, mientras ella retrocedía con la intención de borrar el rastro, con los oídos alerta para detectar la primera señal de que los perseguían.
«Demasiado despacio —pensó para sus adentros al tiempo que se mordía el labio—, estamos avanzando demasiado despacio, nos atraparán con toda seguridad.» Una vez, desde la cresta de una elevación, divisó sombras negras que cruzaban una corriente en un valle que ellos habían dejado atrás, y con un sobresalto en el corazón tuvo miedo de que los jinetes de Roose Bolton los estuvieran siguiendo, pero cuando volvió a mirar se dio cuenta de que se trataba sólo de una manada de lobos.
—¡Auuuuuuuuuuu, auuuuuuuuu! —les aulló con las manos ahuecadas en torno a la boca. Cuando el más corpulento de los lobos levantó la cabeza y respondió al aullido, el sonido hizo que Arya se estremeciera.
A mediodía, Pastel Caliente comenzó a quejarse. Le dolía el trasero, dijo, y la silla le dejaba en carne viva la parte interior de los muslos; además, tenía que dormir un poco.
—Estoy tan cansado que me voy a caer del caballo.
—Si se cae —dijo Arya mirando a Gendry—, ¿quién crees que lo encontrará antes, los lobos o los Titiriteros?
—Los lobos —dijo Gendry—; tienen mejor olfato.
Pastel Caliente abrió la boca y la volvió a cerrar. No se cayó del caballo. Poco después comenzó a llover. Aún no habían visto el sol ni un instante. Cada vez hacía más frío y había jirones de una pálida neblina que se enganchaban en los pinos y flotaban por los campos desnudos y calcinados.
Gendry lo estaba pasando tan mal como Pastel Caliente, aunque era demasiado orgulloso para quejarse. Se sentaba de forma poco elegante en la silla y con una mirada de determinación en el rostro debajo de la tupida mata de cabello negro, pero Arya se daba cuenta de que no era buen jinete.
«Tendría que haberme acordado», pensó. Había cabalgado desde que tenía uso de razón, ponis cuando era pequeña y caballos después, pero Gendry y Pastel Caliente eran chicos de ciudad, y en la ciudad la gente común iba a pie. Yoren les había dado cabalgaduras cuando se los llevó de Desembarco del Rey, pero montar en un burro y recorrer el camino real detrás de un carretón era una cosa. Ir a lomos de un caballo de caza por bosques tupidos y campos quemados era otra bien diferente.
Sola habría avanzado mucho más deprisa, Arya lo sabía bien, pero no podía abandonarlos. Eran su manada, sus amigos, los únicos amigos vivos que le quedaban y, de no ser por ella, aún estarían sanos y salvos en Harrenhal; Gendry sudando ante la forja, y Pastel Caliente en las cocinas.
«Si los Titiriteros nos atrapan, les diré que soy la hija de Ned Stark y la hermana del Rey en el Norte. Les ordenaré que me lleven con mi hermano y que no hagan daño a Pastel Caliente ni a Gendry. —Pero tal vez no la creyeran, y aunque así fuera… Lord Bolton era vasallo de su hermano, pero de todos modos le daba miedo—. No dejaré que nos cojan —se prometió en silencio, llevándose la mano a la espalda por encima del hombro para tocar el mango de la espada que Gendry había robado para ella—. No lo permitiré.»
Más adelante, aquella misma tarde, salieron de la cobertura de los árboles y se encontraron a orillas de un río. Pastel Caliente soltó un grito de gozo.
—¡El Tridente! Ahora, todo lo que tenemos que hacer es seguir corriente arriba, como dijiste. ¡Casi hemos llegado!
—No creo que se trate del Tridente —dijo Arya, mordiéndose el labio.
El río estaba crecido a causa de la lluvia, pero a pesar de ello no tenía ni siquiera diez metros de ancho. Recordaba que el Tridente era mucho más ancho.
—Es demasiado estrecho para ser el Tridente —les dijo—, y no estamos a suficiente distancia.
—Sí que lo estamos —insistió Pastel Caliente—. Hemos cabalgado todo el día, apenas nos hemos detenido. Debemos de haber recorrido un gran trecho.
—Echemos otro vistazo al mapa —dijo Gendry.
Arya desmontó, sacó el mapa y lo extendió. La lluvia salpicó la piel de oveja, formando pequeños arroyuelos.
—Creo que estamos aquí, en alguna parte —dijo, señalando con el dedo, mientras los chicos miraban por encima de su hombro.
—Pero si apenas nos hemos alejado —dijo Pastel Caliente—. Mira, Harrenhal está al lado de tu dedo, casi lo estás tocando. ¡Y hemos estado cabalgando todo el día!
—Faltan muchos kilómetros antes de llegar al Tridente —dijo—. Nos llevará días. Éste será otro río, uno de éstos, mirad. —Les señaló una de las finas líneas azules que el cartógrafo había dibujado, cada una con un nombre escrito debajo en letra pequeña—. El Darry, el Manzanaverde, el Doncella… aquí, éste, el Pequeño Sauce, puede que sea éste.
Pastel Caliente dejó de mirar el río y se concentró en el mapa.
—A mí no me parece tan pequeño.
—El río que señalas desemboca en este otro —dijo Gendry, que también había fruncido el ceño—, fíjate.
—El Gran Sauce —leyó Arya.
—El Gran Sauce, bien. Y ese Gran Sauce desemboca en el Tridente, pero tendremos que seguir corriente abajo, no arriba. Pero si este río no es el Pequeño Sauce, si se trata de este otro de aquí…
—Arroyo Mataolas —leyó Arya.
—Fíjate, aquí describe una gran curva y fluye hacia el lago, de vuelta a Harrenhal. —Siguió el recorrido con un dedo.
—¡No! —Pastel Caliente tenía los ojos como platos—. Nos matarán, seguro.
—Tenemos que saber qué río es —declaró Gendry con su voz más terca—. Es imprescindible.
—Pues no podemos. —El mapa tenía nombres escritos junto a las líneas azules, pero nadie se había molestado en escribir el nombre en la ribera del río—. No iremos corriente arriba ni corriente abajo —decidió al tiempo que enrollaba el mapa—. Pasaremos al otro lado y seguiremos hacia el norte, como íbamos haciendo.
—¿Los caballos saben nadar? —preguntó Pastel Caliente—. Ese río parece muy hondo, Arry. ¿Y si hay serpientes?
—¿Estás segura de que vamos hacia el norte? —preguntó Gendry—. Mira cuántas colinas… si nos hacen volvernos atrás…
—El musgo de los árboles…
—Ese árbol tiene musgo en tres caras —dijo el chico señalando un árbol cercano—, y aquél no tiene musgo. Podemos estar perdidos, dando vueltas en círculo.
—Podría ser —dijo Arya—, pero de todos modos voy a cruzar el río. Podéis venir o quedaros, como queráis.
Se acomodó de nuevo sobre la silla de montar sin prestar atención a los chicos. Si no querían seguirla, podían buscar Aguasdulces por su cuenta, aunque lo más probable era que los Titiriteros los encontraran.
Tuvo que cabalgar casi un kilómetro a lo largo de la ribera antes de encontrar por fin un sitio donde el paso parecía seguro, e incluso allí su yegua se resistía a meterse en el agua. El río, fuera cual fuera su nombre, corría muy rápido y turbio, y en la parte más profunda, al centro, el agua llegaba por encima de la panza de la bestia. El agua le llenó las botas, pero Arya no dejó de clavar los talones hasta salir a la otra orilla. A su espalda oyó el sonido de algo que entraba en el agua y el relincho nervioso de una yegua.
«Me han seguido. Bien.» Se volvió para ver cómo los chicos se esforzaban por cruzar y salían junto a ella, chorreando agua.
—No era el Tridente —les dijo—. Seguro.
El siguiente río llevaba menos agua y vadearlo fue más fácil. Tampoco era el Tridente, y nadie puso objeciones cuando dijo que tenían que cruzarlo.
Caía la noche cuando se detuvieron para dar un nuevo descanso a los caballos y compartir otra ración de pan y queso.
—Estoy empapado y tengo frío —se quejó Pastel Caliente—. Seguro que ahora estamos bien lejos de Harrenhal. Podríamos encender una hoguera…
—¡No! —gritaron Arya y Gendry al unísono.
Pastel Caliente se asustó un poco. Arya miró a Gendry de reojo.
«Lo hemos dicho a la vez, como me pasaba con Jon en Invernalia.» De todos sus hermanos, al que más extrañaba era a Jon Nieve.
—¿Podríamos dormir, al menos? —rogó Pastel Caliente—. Estoy muy cansado, Arry, y me duele el trasero. Creo que tengo ampollas.
—Si te pescan, tendrás algo más que eso —replicó ella—. Tenemos que seguir avanzando. No hay otro remedio.
—Pero ya es casi de noche y no se ve ni la luna.
—Vuelve a montar a caballo.
Mientras avanzaba al paso a medida que la luz se extinguía en torno a ellos, Arya se dio cuenta de que su agotamiento también le pesaba muchísimo. Necesitaba dormir tanto como Pastel Caliente, pero era mejor no hacerlo. Si se dormían, cuando abrieran los ojos podrían encontrarse delante a Vargo Hoat junto con Shagwell el Tonto, Urswyck el Fiel, Rorge, Mordedor, el septon Utt y todos los demás monstruos.
Pero, al rato, el movimiento de su cabalgadura la acunaba acompasadamente, y Arya notaba los párpados cada vez más pesados. Los cerró un instante y después los abrió con fuerza de nuevo.
«No puedo dormirme —se gritó a sí misma en silencio—, no puedo, no puedo.» Se frotó los ojos con los nudillos, con fuerza, para mantenerlos abiertos, se aferró a las riendas y puso su caballo a buen paso. Pero ni el caballo ni ella podían mantener aquel ritmo, y bastaron unos momentos para que recuperaran el paso lento y otros pocos más para que los ojos se le cerraran por segunda vez. En esta ocasión no se le abrieron con la misma celeridad.
Cuando volvió a abrirlos se dio cuenta de que su caballo se había detenido y estaba mordisqueando unos hierbajos, mientras Gendry le sacudía el brazo.
—Te has dormido —le dijo.
—Sólo estaba descansando los ojos un momento.
—Pues menudo descanso les has dado. Tu caballo vagaba en círculos, pero sólo cuando se detuvo me di cuenta de que estabas dormida. Pastel Caliente está igual, tropezó con una rama y se cayó del caballo, tendrías que haber oído cómo chillaba. Pero ni siquiera eso te despertó. Tienes que parar y dormir.
—Puedo seguir tanto tiempo como tú —bostezó.
—Mentirosa —replicó el chico—. Si eres tan idiota, puedes seguir cabalgando, pero yo me quedo aquí. Haré la primera guardia, tú duerme.
—¿Y qué pasa con Pastel Caliente?
Gendry lo señaló. Pastel Caliente estaba ya en el suelo, acurrucado bajo la capa sobre un lecho de hojas húmedas, y roncaba quedamente. Tenía una gran cuña de queso en una mano, pero parecía que se había quedado dormido entre bocado y bocado.
Arya se dio cuenta de que no valía la pena discutir; Gendry tenía razón.
«Los Titiriteros también tendrán que dormir», se dijo a sí misma, con la esperanza de que fuera verdad. Estaba tan agotada que hasta desmontar le costaba trabajo, pero tuvo fuerzas para manear el caballo antes de buscar un sitio bajo un haya. La tierra estaba dura y húmeda. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a dormir en una cama y tuviera comida abundante y un fuego para calentarse. Lo último que hizo antes de cerrar los ojos fue desenvainar la espada y colocarla a su lado.
—Ser Gregor —susurró, mientras bostezaba—, Dunsen, Polliver, Raff el Dulce, el Cosquillas y… el Cosquillas… el Perro…
Tuvo sueños rojos y violentos. Los Titiriteros aparecían en ellos, al menos cuatro: un lyseno pálido, uno de Ib, brutal y cetrino, que llevaba un hacha; el dothraki señor de los caballos llamado Iggo, que tenía el rostro lleno de cicatrices; y un dorniense cuyo nombre no había sabido nunca. Cabalgaban sin cesar bajo la lluvia, llevaban cotas herrumbrosas y cuero mojado, y las espadas y las hachas tintineaban contra las sillas de montar. Creían que le daban caza a ella, lo sabía con esa extraña certeza propia de los sueños, pero se equivocaban. Era ella quien les daba caza.
En el sueño, Arya no era una niña pequeña; era un lobo enorme y fuerte, y cuando salió de debajo de los árboles al encuentro del grupo y les enseñó los dientes con un gruñido grave y estremecedor, percibió el hedor rancio del miedo, tanto en las bestias como en sus jinetes. La montura del lyseno retrocedió y soltó un relincho de terror, y los demás se dijeron algo en su lengua humana, pero antes de que pudieran actuar, los otros lobos salieron de la oscuridad y la lluvia, una enorme manada, flacos, empapados, silenciosos…
El combate fue corto pero sangriento. El hombre peludo cayó en cuanto lanzó su hacha, el cetrino murió mientras tensaba el arco y el hombre pálido de Lys intentó darse a la fuga. Sus hermanos y hermanas lo persiguieron, lo hacían girar una y otra vez, tiraban dentelladas a las patas de su caballo y desgarraron la garganta del jinete cuando, por fin, cayó a tierra.
Sólo el hombre de las campanillas logró resistir. Su caballo coceó a una de sus hermanas en la cabeza, y él cortó a otro lobo casi en dos con su garra curva y plateada, mientras su cabello tintineaba suavemente.
Llena de ira, ella le saltó a la espalda, haciéndolo caer de la silla cabeza abajo. Cerró las fauces sobre el brazo del hombre mientras caían, y le hundió los dientes a través del cuero, la lana y la carne blanda. Cuando tocaron el suelo, dio un salvaje tirón con la cabeza y le arrancó el miembro del hombro. Exultante, lo sacudió en la boca de un lado a otro, dispersando las gotitas rojas y calientes entre la lluvia fría y negra.