JAIME

Un soplo de viento del este, tan suave y que olía tan bien como los dedos de Cersei, le revolvió el cabello enmarañado. Oía el canto de los pájaros y veía el río que fluía bajo la nave mientras el impulso de los remos los llevaba hacia la pálida aurora rosada. Después de tanto tiempo en la oscuridad, el mundo era tan hermoso que Jaime Lannister se sintió mareado.

«Estoy vivo y ebrio de luz del sol.» Una carcajada se le escapó de los labios, súbita como una codorniz espantada de su escondite.

—Silencio —refunfuñó la mujer, con el ceño fruncido.

Ese gesto era más propio de su rostro ancho y basto que la sonrisa, aunque Jaime no la había visto sonreír nunca. Se entretuvo imaginándosela con una de las túnicas de seda de Cersei, en lugar de su justillo de cuero acolchado. «Sería lo mismo vestir de seda a una vaca que a esta mujer.»

Pero la vaca remaba bien. Bajo sus calzones pardos de tela basta había pantorrillas como troncos, y los largos músculos de los brazos se le flexionaban y tensaban con cada movimiento de los remos. Incluso después de pasar remando la mitad de la noche, la moza no mostraba síntomas de cansancio, cosa que no podía decirse de Ser Cleos, su sobrino, que llevaba el otro remo. «Tiene el aspecto de una moza campesina, aunque habla como si fuera de noble cuna y lleva espada larga y una daga. Pero… ¿sabrá usarlas?» Jaime tenía la intención de aclarar ese punto tan pronto como pudiera liberarse de aquellos grilletes.

Llevaba esposas de hierro en las muñecas, y grilletes en los tobillos, unidos por una pesada cadena de un par de palmos de largo.

—Cualquiera diría que no os basta mi palabra de Lannister —bromeó mientras lo encadenaban.

En aquel momento estaba muy borracho gracias a Catelyn Stark. Sólo recordaba fragmentos sueltos de su huida de Aguasdulces. Habían tenido algunos problemas con el carcelero, pero la moza se había impuesto. Después, habían subido por una escalera interminable, dando vueltas y más vueltas. Jaime sentía las piernas tan endebles como la hierba y tropezó dos o tres veces antes de que la moza le ofreciera el brazo como apoyo. En un momento dado le pusieron una capa de viaje y lo echaron al fondo de un esquife. Recordó oír cómo Lady Catelyn le ordenaba a alguien que levantara la rejilla de la Puerta del Agua. Declaró, en tono que no admitía discusiones, que enviaba a Ser Cleos Frey de vuelta a Desembarco del Rey con nuevas condiciones para la reina.

En aquel momento debió de quedarse dormido. El vino le había dado sueño y era una delicia estirarse, un lujo que las cadenas del calabozo no le habían permitido. Hacía mucho tiempo que Jaime había aprendido a echar una cabezada sobre la silla de montar durante la marcha; aquello no resultaba más duro.

«Tyrion se va morir de risa cuando le cuente cómo me quedé dormido durante mi propia fuga.» Pero ya estaba despierto y los grilletes le resultaban un poco molestos.

—Mi señora —dijo en voz alta—, si me quitáis estas cadenas, haré vuestro turno con los remos.

Ella frunció de nuevo aquel rostro, todo dientes de caballo y suspicacia.

—Llevaréis las cadenas, Matarreyes.

—¿Creéis que vais a poder remar todo el trayecto hasta Desembarco del Rey, moza?

—Me llamaréis Brienne. No moza.

—Y yo me llamo Ser Jaime. No Matarreyes.

—¿Negáis que habéis matado a un rey?

—No. ¿Negáis vuestro sexo? Si es así, quitaos los calzones y demostrádmelo. —Le dedicó una sonrisa inocente—. Os pediría que os abrierais la blusa, pero a juzgar por vuestro aspecto, eso no demostraría gran cosa.

—Primo, sé más cortés —lo increpó Ser Cleos, mirándolo molesto.

«Éste tiene poca sangre Lannister.» Cleos era hijo de su tía Genna y de aquel idiota de Emmon Frey, que había vivido aterrorizado por Lord Tywin Lannister desde el día en que se casó con su hermana. Cuando Lord Walder Frey llevó a Los Gemelos a la guerra en el bando de Aguasdulces, Ser Emmon había preferido mantenerse fiel a su esposa antes que a su padre. «Roca Casterly se quedó con la peor parte en aquel trato», reflexionó Jaime. Ser Cleos parecía una comadreja, combatía como un ganso y tenía el coraje de una oveja particularmente valiente. Lady Stark había prometido liberarlo si entregaba aquel mensaje a Tyrion, y Ser Cleos había jurado con toda solemnidad que lo haría.

Todos habían negociado en aquella celda y habían hecho juramentos, Jaime más que nadie. Aquél era el precio que ponía Lady Catelyn para liberarlo. Le puso en el cuello la punta de la espada larga de la moza.

—Jura —exigió— que nunca más empuñarás las armas contra los Stark o los Tully. Jura que obligarás a tu hermano a honrar su juramento de devolverme a mis hijas sanas y salvas. Júralo por tu honor de caballero, por tu honor de Lannister, por tu honor como Hermano Juramentado de la Guardia Real. Júralo por la vida de tu hermana, la de tu padre, la de tu hijo, por los dioses antiguos y los nuevos, y te mandaré de vuelta con tu hermana. Niégate, y veré manar tu sangre.

Recordó el pinchazo del acero a través de los harapos cuando ella hizo girar la punta de la espada.

«Me pregunto qué opinará el Septon Supremo sobre la inviolabilidad de los juramentos cuando uno está totalmente borracho, encadenado a una pared y con una espada en el pecho.» No se trataba de que Jaime se preocupara de veras por aquel fraude flagrante ni por los dioses a los que decía adorar. Recordaba el balde que Lady Catelyn había pateado en su celda. Extraña mujer, que confiaba sus hijas a un hombre cuyo honor era pura mierda. Aunque, en realidad, no depositaba mucha confianza en él. «Pone todas sus esperanzas en Tyrion, no en mí.»

—Quizá no sea tan estúpida al fin y al cabo —dijo en voz alta.

Su celadora lo entendió mal.

—No soy estúpida. Ni sorda.

Fue cortés; burlarse de ella en esas circunstancias era tan fácil que no suponía ninguna diversión.

—Hablaba para mis adentros y no estaba pensando en vos. Es un hábito que se adquiere con facilidad en una celda.

Ella lo miró con el ceño fruncido, mientras llevaba los remos adelante y atrás, y de nuevo adelante, sin decir nada.

«Tiene tanta facilidad de palabra como belleza en el rostro.»

—Por tu forma de hablar, colijo que eres de noble cuna.

—Mi padre es Selwyn de Tarth, señor del Castillo del Atardecer por la gracia de los dioses.

Hasta aquella respuesta le fue dada de mala gana.

—Tarth —dijo Jaime—. Una enorme roca lúgubre en el mar Angosto, si mal no recuerdo. Y ha jurado fidelidad a Bastión de Tormentas. ¿Por qué sirves a Robb de Invernalia?

—A quien sirvo es a Lady Catelyn. Y ella me dio la orden de llevaros sano y salvo con vuestro hermano Tyrion en Desembarco del Rey, no de gastar palabras con vos. Manteneos en silencio.

—He tenido un hartazgo de silencio, mujer.

—Hablad entonces con Ser Cleos. No desperdicio palabras con monstruos.

—¿Hay monstruos por aquí? —Jaime soltó una carcajada estrepitosa—. ¿Se esconden quizá bajo las aguas? ¿O entre esos sauces? ¡Y yo sin mi espada!

—Un hombre que viola a su hermana, asesina a su rey y empuja a la muerte a un niño inocente no se merece otro nombre.

«¿Inocente? El crío del demonio nos estaba espiando.» Todo lo que Jaime había deseado era una hora a solas con Cersei. El viaje de ambos al norte había sido un tormento prolongado; la veía todos los días sin posibilidad de tocarla y sabía que Robert caía borracho en la cama de ella cada noche dentro de aquella chirriante casa con ruedas. Tyrion había hecho todo lo posible para mantenerlo de buen humor, pero no había bastado.

—Tendréis que ser más cortés en lo que respecta a Cersei, moza —le advirtió.

—Me llamo Brienne, no moza.

—¿Y qué os importa cómo os llame un monstruo?

—Me llamo Brienne —repitió ella, terca como una mula.

—¿Lady Brienne? —La moza hizo tal mueca de incomodidad que Jaime percibió un punto débil—. ¿O tal vez os gustaría más que os llamara Ser Brienne? —Se echó a reír—. No, me temo que no. Se puede equipar una vaca lechera con ataharre, capizana y testera, y cubrirla con un manto de seda, pero eso no significa que se pueda montar para ir a la batalla.

—Primo Jaime, por favor, no debes hablar con tanta rudeza. —Bajo la capa, Ser Cleos llevaba un chaleco con los torreones gemelos de la Casa Frey y el león dorado de los Lannister—. Tenemos un largo viaje por delante, no debemos pelear entre nosotros.

—Cuando yo peleo, lo hago con una espada, primo. Estaba conversando con la dama. Decidme, moza, ¿todas las mujeres de Tarth son tan bastas como vos? Si es así, siento lástima por los hombres. Quizá no sepan cómo es una mujer de verdad, pues viven en una montaña lúgubre en el mar.

—Tarth es hermoso —gruñó la mujer, entre golpes de remo—. La llaman la Isla Zafiro. Callad de una vez, monstruo, a no ser que queráis que os amordace.

—¿A ella no le dices que sea más cortés, primo? —preguntó Jaime a Ser Cleos—. Aunque la verdad es que tiene mucho valor, de eso no cabe duda. No son muchos los hombres que se atreven a llamarme monstruo a la cara.

«Aunque a mis espaldas hablan con toda libertad, eso no lo dudo.»

Ser Cleos soltó una tosecita nerviosa.

—Lady Brienne ha oído todas esas mentiras de boca de Catelyn Stark, sin duda. Los Stark no pueden derrotarte con la espada y por eso ahora hacen la guerra con palabras ponzoñosas.

«Ya me han derrotado con la espada, cretino sin carácter. —Jaime le dedicó una sonrisa cómplice. Los hombres leen cualquier cosa en una sonrisa de complicidad, siempre que el otro se lo permita—. ¿Se habrá tragado el primo Cleos todo este montón de mierda, o está intentando congraciarse? ¿Qué tenemos aquí, un cabeza de chorlito sincero o un lameculos?»

—Cualquiera que crea —seguía Ser Cleos con su cháchara sin sentido— que un Hermano Juramentado de la Guardia Real haría daño a un niño no sabe qué es el honor.

«Lameculos.» A decir verdad, Jaime había llegado a lamentar el haber arrojado a Brandon Stark por aquella ventana. Más tarde, cuando el niño se había negado a morir, Cersei no había dejado de reprochárselo.

—Tenía siete años, Jaime —le echaba en cara—. Aunque hubiera entendido lo que vio, lo hubiéramos podido asustar para que se callara.

—No pensé que quisieras…

—Tú nunca piensas. Si el niño despierta y le dice a su padre lo que vio…

—Si, si, si… —La había hecho sentarse en su regazo—. Si despierta, diremos que estaba soñando o que es un mentiroso, y en el peor de los casos, mataré a Ned Stark.

—¿Y qué crees que haría Robert?

—Que Robert haga lo que quiera. Si es necesario, iré a la guerra contra él. Los bardos la llamarán «La guerra por el coño de Cersei».

—Suéltame, Jaime. —Enojada, se debatió para ponerse en pie.

En lugar de soltarla, la había besado. Ella se resistió un momento, pero a continuación entreabrió la boca bajo la del hombre. Él recordaba el sabor de su lengua, a vino y clavo de olor. Ella tembló. La mano de él bajó a la blusa y, de un tirón, rasgó la seda hasta liberarle los pechos, y durante un rato se olvidaron del niño de los Stark.

¿Se habría preocupado Cersei por lo del niño con posterioridad y habría pagado al hombre del que hablara Lady Catelyn para asegurarse de que no despertara nunca?

«Si lo hubiera querido ver muerto, me habría enviado a mí. Y no es propio de ella contratar a un matón que convirtió un asesinato en un desastre de primera.»

Río abajo, el sol naciente hacía brillar la superficie del agua azotada por el viento. La ribera sur era de arcilla roja, lisa como un camino. Pequeños torrentes alimentaban la corriente principal, y los troncos podridos de árboles hundidos parecían aferrarse a las orillas. La ribera norte era más agreste. Altos acantilados de roca se elevaban seis metros por encima de sus cabezas, coronados por hayas, robles y castaños. Jaime distinguió una atalaya en los cerros que tenían por delante y que crecían a cada golpe de remo. Mucho antes de que llegaran a su altura comprendió que estaba abandonada, con las gastadas piedras cubiertas por rosales trepadores.

Cuando el viento cambió de dirección, Ser Cleos ayudó a la moza a izar la vela, un triángulo rígido de lona a rayas rojas y azules. Los colores de Tully, seguro que tendrían contratiempos si se tropezaban en el río con fuerzas de los Lannister, pero era la única vela con la que contaban. Brienne agarró el timón. Jaime echó fuera la orza de deriva mientras sus cadenas tintineaban con cada uno de sus movimientos. Al momento, la velocidad de la nave aumentó pues el viento y la corriente favorecían su avance.

—Podríamos ahorrarnos buena parte del viaje si me llevarais con mi padre en lugar de con mi hermano —apuntó.

—Las hijas de Lady Catelyn están en Desembarco del Rey. Volveré con las niñas o no volveré.

—Primo, préstame tu cuchillo —dijo Jaime al tiempo que se volvía hacia Ser Cleos.

—No. —La mujer se puso tensa—. No permitiré que tengáis un arma. —Su voz era tan inconmovible como la roca.

«Me teme, aunque lleve grilletes.»

—Cleos, me parece que tendré que pedirte que me afeites. Déjame la barba, pero rápame la cabeza.

—¿Te afeito la cabeza? —preguntó Cleos Frey.

—En el reino se conoce a Jaime Lannister como un caballero sin barba, de melena dorada. Un hombre calvo con barba amarilla sucia no llamará la atención de nadie. Prefiero que no me reconozcan cuando llevo cadenas.

La daga no estaba tan afilada como habría sido conveniente. Cleos se abrió paso a tajos valientemente por la maraña de pelo. Los rizos dorados que tiraba por la borda flotaban sobre la superficie del agua y se quedaban cada vez más a popa. Cuando los mechones desaparecieron, un piojo comenzó a descenderle por el cuello. Jaime lo atrapó y lo aplastó contra la uña del pulgar. Ser Cleos le retiró algunos más del cuero cabelludo y los lanzó al agua. Jaime se remojó la cabeza e hizo que Ser Cleos afilara la hoja antes de permitirle afeitar los últimos restos de pelo. Cuando terminó, hizo que le recortara la barba.

El reflejo en el agua era el de un hombre al que no conocía. No sólo estaba calvo, sino que además parecía haber envejecido cinco años en aquella mazmorra; tenía el rostro más afilado, con los ojos muy hundidos y arrugas que no recordaba.

«Así no me parezco tanto a Cersei. No le va a hacer ninguna gracia.»

Hacia mediodía, Ser Cleos se quedó dormido. Sus ronquidos sonaban como la llamada de los patos en celo. Jaime se estiró para ver cómo el mundo fluía a su alrededor; después de la oscura celda, cada roca y cada árbol eran una maravilla.

Vio pasar varias chozas pequeñas, erigidas sobre altos troncos que les daban aspecto de grullas. No había ni rastro de la gente que vivía en ellas. Los pájaros volaban por encima de sus cabezas o piaban desde los árboles que crecían a lo largo de la ribera, y Jaime distinguió un pez plateado que cortaba el agua.

«La trucha de los Tully, mal presagio», pensó, hasta que vio algo peor, uno de los troncos flotantes que pasó a su lado resultó ser un hombre muerto, hinchado y desangrado, con ropas del inconfundible carmesí de los Lannister. Se preguntó si el cadáver sería el de alguien a quien había conocido.

Las forcas del Tridente eran la vía más fácil para transportar bienes o personas por las tierras ribereñas. En tiempos de paz se hubieran tropezado con pescadores en sus esquifes, barcazas de grano impulsadas con pértigas que iban corriente abajo, mercaderes que vendían agujas y retales desde sus tiendas flotantes, quizá incluso una barca de actores, pintada de colores vivos, con velas multicolores, siempre río arriba, de aldea en aldea y de castillo en castillo.

Pero la guerra se había cobrado un alto precio. Dejaron atrás aldeas, pero no vieron aldeanos. Una red vacía, cortada y hecha jirones, colgaba de unos árboles como único indicio de que hubiera habido pescadores. Una chica joven que abrevaba a su caballo desapareció a toda prisa tan pronto divisó su vela. Más tarde pasaron ante una docena de campesinos que cavaban en un campo al pie de los restos de una torre calcinada. Los hombres los miraron con ojos apagados y retornaron a sus labores cuando llegaron a la conclusión de que el esquife no era una amenaza.

El Forca Roja era ancho y lento, un río sinuoso lleno de curvas y meandros, con isletas cubiertas de vegetación, interrumpido a menudo por bancos de arena y con tocones que asomaban apenas de la superficie del agua. Sin embargo, Brienne parecía tener una vista muy aguda para los obstáculos, y siempre encontraba un paso. Cuando Jaime le dedicó un cumplido por su conocimiento del río, ella lo miró con suspicacia.

—No conozco el río —dijo—. Tarth es una isla y aprendí a manejar los remos y las velas antes que a montar a caballo.

—Dioses, me duelen los brazos —se quejó Ser Cleos mientras se sentaba y se frotaba los ojos—. Espero que el viento dure bastante. —Olfateó el aire—. Huelo a lluvia.

A Jaime le apetecía un buen chaparrón. Las mazmorras de Aguasdulces no eran el lugar más pulcro de los Siete Reinos. En aquel momento debía de oler a queso podrido.

—Humo —dijo Cleos mirando río abajo con los ojos entrecerrados.

Una delgada columna gris se retorcía en la distancia. Se elevaba al sur, a varios kilómetros, en la ribera izquierda, girando y oscilando. Conforme se acercaron, Jaime pudo distinguir en su base los restos aún ardientes de una gran edificación y un roble lleno de mujeres muertas.

Los cuervos apenas habían comenzado a picotear los cadáveres. Las cuerdas finas se clavaban profundamente en la carne blanda de las gargantas, y cuando soplaba el viento los cuerpos giraban y se balanceaban.

—Esto es una villanía —dijo Brienne cuando estuvieron suficientemente cerca para verlo todo con claridad—. Ningún auténtico caballero hubiera aprobado esa carnicería.

—Los auténticos caballeros ven cosas peores cada vez que van a la guerra, moza —dijo Jaime—. Y hacen cosas peores, ya lo creo.

Brienne hizo girar la embarcación hacia la orilla.

—No dejaré que ningún inocente sea pasto de los cuervos.

—Sois una moza desalmada. Los cuervos también tienen que comer. Regresa al río y deja en paz a los muertos, mujer.

Atracaron un poco más adelante de donde el gran roble se inclinaba sobre las aguas. Mientras Brienne arriaba la vela, Jaime salió del esquife, moviéndose con dificultad a causa de las cadenas. El agua del Forca Roja le llenaba las botas y lo empapaba a través de los calzones harapientos. Entre risas, cayó de rodillas, sumergió la cabeza en el agua y se levantó, empapado y chorreando. Tenía las manos sucísimas, y cuando se las frotó en la corriente hasta dejarlas limpias, las vio más delgadas y pálidas de lo que recordaba. Cuando se incorporó, sintió las piernas rígidas e inestables.

«He pasado demasiado tiempo en la maldita mazmorra de Hoster Tully.»

Brienne y Cleos arrastraron el esquife hasta la orilla. Los cuerpos colgaban por encima de sus cabezas como fruta podrida que la muerte había madurado en exceso.

—Uno de nosotros tendrá que cortar las cuerdas —dijo la moza.

—Yo subiré. —Jaime salió a la orilla, tintineando—. Quitadme las cadenas.

La moza miraba hacia arriba, a una de las mujeres muertas. Jaime se le acercó, a pasitos cortos, los únicos que permitía aquella cadena de un par de palmos. Cuando vio el tosco letrero que colgaba del cuello del cadáver más alto, sonrió.

«Se acuestan con leones», leyó para sí.

—Es bien cierto, mujer, no ha sido una acción nada caballeresca… Pero la ha protagonizado vuestro bando, no el mío. Me pregunto quiénes serían estas mujeres.

—Mozas de taberna —dijo Ser Cleos Frey—. Esto era una posada, ahora me acuerdo. Varios hombres de mi escolta pasaron la noche aquí la última vez que fuimos a Aguasdulces.

Del edificio sólo quedaban los cimientos de piedra y un caos de vigas caídas, totalmente carbonizadas. De las cenizas todavía salía humo.

Jaime dejaba los burdeles y las putas para su hermano Tyrion. Cersei era la única mujer que había deseado en su vida.

—Al parecer, las chicas complacieron a algunos soldados de mi señor padre. Quizá les dieron de comer y de beber. Así se ganaron su collar de traidoras, con un beso y una jarra de cerveza. —Examinó el río, arriba y abajo, para cerciorarse de que estaban solos—. Estas tierras son de los Bracken. Lord Jonos debe de haber dado la orden de que las mataran. Mi padre quemó su castillo, me temo que no nos tendrá mucho cariño.

—Debe de ser un trabajito de Marq Piper —dijo Ser Cleos—. O de Beric Dondarrion, ese bandido del bosque, aunque he oído que sólo mata a soldados. ¿No sería una banda de norteños de Roose Bolton?

—Mi padre derrotó a Bolton en el Forca Verde.

—Pero no lo eliminó —dijo Ser Cleos—. Regresó al sur cuando Lord Tywin marchó contra los vados. En Aguasdulces se contaba que le había arrebatado Harrenhal a Ser Amory Lorch.

A Jaime no terminaba de gustarle el cariz que estaba tomando aquello.

—Brienne —dijo, apelando a la cortesía del nombre con la esperanza de que lo escuchara—, si Lord Bolton domina Harrenhal, lo más probable es que el Tridente y el camino real estén vigilados.

Creyó ver un atisbo de vacilación en los enormes ojos azules de la moza.

—Estáis bajo mi protección. Tendrán que matarme.

—No creo que eso les suponga un problema de conciencia.

—Peleo tan bien como vos —dijo ella, a la defensiva—. Yo estaba entre los siete elegidos del rey Renly. Me puso personalmente la seda a rayas de la Guardia Arcoiris.

—¿La Guardia Arcoiris? Vos y otras seis chicas, ¿no? Un bardo dijo en cierta ocasión que todas las chicas parecen bellas cuando se visten de seda… pero no os conocía, ¿verdad?

El rostro de la mujer enrojeció.

—Tenemos tumbas que cavar. —Caminó hacia el roble y comenzó a trepar.

Las ramas más bajas del árbol eran lo bastante grandes para que pudiera ponerse de pie sobre ellas mientras se abrazaba al tronco. Caminó entre las hojas con la daga en la mano mientras liberaba los cadáveres. Los cuerpos cayeron, rodeados por enjambres de moscas; con cada uno que dejaba caer el hedor aumentaba.

—Es tomarse demasiado trabajo por unas putas —se quejó Ser Cleos—. ¿Con qué se supone que vamos a cavar? No tenemos palas, y no pienso usar mi espada ni…

Brienne lanzó un grito. En lugar de bajar por el tronco, se dejó caer.

—Al bote. Deprisa. He visto una vela.

Se apresuraron todo lo que les fue posible, aunque Jaime apenas podía correr y su primo tuvo que tirar de él para meterlo en el esquife. Brienne se impulsó con un remo e izó la vela a toda velocidad.

—Ser Cleos, necesito que reméis conmigo.

Hizo lo que le ordenaban. El esquife comenzó a cortar el agua con más celeridad; la corriente, el viento y los remos trabajaban en su favor. Jaime permanecía sentado y encadenado mirando río arriba. Lo único que se divisaba era el extremo superior de la otra vela. Según las curvas del Forca Roja, parecía estar más allá de los campos, moviéndose hacia el norte tras una muralla de árboles, mientras ellos iban hacia el sur, pero sabía que se trataba de una sensación engañosa. Levantó ambas manos para protegerse los ojos.

—Rojo cieno y azul aguado —anunció.

Brienne abría y cerraba la enorme boca sin emitir sonido alguno, eso le daba el aspecto de una vaca rumiando el pasto.

—Más deprisa, ser.

La posada desapareció pronto a sus espaldas y también perdieron de vista la punta de la vela, pero eso no quería decir nada. Cuando los perseguidores dieran la vuelta al recodo se harían visibles de nuevo.

—Es de esperar que los caballerosos Tully se detengan a enterrar a las putas muertas.

A Jaime, la perspectiva de volver a su celda no le resultaba atractiva.

«Seguro que a Tyrion se le ocurriría algo genial en este momento, pero a mí lo único que se me ocurre es atacarlos con una espada.»

Durante casi una hora jugaron al escondite con los perseguidores, mientras se deslizaban por los recodos o entre isletas frondosas. Y cuando comenzaban a tener esperanzas de que, de alguna manera, habían logrado eludir la persecución, la vela distante volvió a hacerse visible. Ser Cleos dejó de remar.

—Que los Otros se los lleven —dijo, secándose el sudor de la frente.

—¡Remad! —ordenó Brienne.

—Lo que nos persigue es una galera fluvial —anunció Jaime después de escudriñar un rato. A cada golpe de remo parecía hacerse más grande—. Nueve remos a cada lado, lo que quiere decir dieciocho hombres. Más, si llevan soldados además de remeros. Y su vela es más grande que la nuestra. No podemos escapar.

—¿Has dicho dieciocho? —preguntó Ser Cleos, se había quedado paralizado con el remo en la mano.

—Seis para cada uno de nosotros. Yo me encargaría de ocho, pero estos brazaletes me molestan un poco. —Jaime levantó las muñecas—. A no ser que Lady Brienne tenga la bondad de quitármelos.

Ella no le prestó atención y puso todo su esfuerzo en bogar.

—Teníamos media noche de ventaja sobre ellos —dijo Jaime—. Han estado remando desde el amanecer, dejando descansar dos remos por turno. Deben de estar agotados. En este momento, la vista de nuestra vela les ha dado nuevos ánimos, pero no les durarán. No tendremos problemas para matar a muchos de ellos.

—Pero… —Ser Cleos tragó en seco—. Son dieciocho.

—Por lo menos. Lo más probable es que sean veinte o veinticinco.

—No podemos derrotar a dieciocho —gimió Ser Cleos.

—¿Acaso dije que los derrotaríamos? Lo mejor que nos puede pasar es morir con la espada en la mano.

Era totalmente sincero. Jaime Lannister no había temido nunca a la muerte.

Brienne dejó de remar. El sudor le había pegado en la frente algunos mechones color lino, y con la cara que ponía estaba más fea que nunca.

—Estáis bajo mi protección —dijo, con la voz tan iracunda que era casi un rugido.

Ante tanta ferocidad Jaime no tuvo más remedio que echarse a reír.

«Es como un mastín con tetas —pensó—. O lo sería, de tener tetas.»

—Entonces protegedme, moza. O liberadme para que pueda protegerme a mí mismo.

La galera, una gran libélula de madera, se deslizaba a toda velocidad río abajo. El agua en torno a ella se tornaba blanca ante la furia de los remos. Acortaba distancias de manera visible y, a medida que se aproximaba, los hombres se agrupaban en la cubierta de proa. En las manos se les veían destellos metálicos y Jaime alcanzó a distinguir los arcos.

«Arqueros.» Detestaba a los arqueros.

En la proa de la galera se hallaba de pie un hombre robusto de cabeza calva, cejas muy pobladas y brazos musculosos. Sobre la cota llevaba un jubón blanco manchado, con un sauce llorón bordado en verde pálido, pero se sujetaba la capa con un broche en forma de trucha plateada.

«El capitán de la guardia de Aguasdulces.» En su día, Ser Robin Ryger había sido un luchador de notable tenacidad, pero su tiempo había pasado, tenía la misma edad que Hoster Tully y había envejecido junto a su señor.

Cuando los botes estaban a cuarenta metros de distancia, Jaime ahuecó las manos en torno a la boca para que se le oyera mejor.

—¿Venís a desearme buenos vientos, Ser Robin?

—Vengo a llevarte de vuelta, Matarreyes —vociferó a su vez Ser Robin Ryger—. ¿Cómo has perdido tu cabellera dorada?

—Espero cegar a mis enemigos con el brillo de mi calva. Con vos ha funcionado bastante bien.

Ser Robin no parecía divertido. La distancia entre el esquife y la galera disminuyó a treinta y cinco metros.

—Soltad los remos y tirad vuestras armas al río, y nadie resultará herido.

—Jaime, dile que nos ha liberado Lady Catelyn… —dijo Ser Cleos volviéndose—. Un intercambio de prisioneros, algo permitido por la ley…

Jaime lo dijo, pero no sirvió de nada.

—Catelyn Stark no manda en Aguasdulces —gritó Ser Robin en respuesta. Cuatro arqueros formaron a cada uno de sus lados, dos de pie y dos de rodillas—. Tirad vuestras espadas al agua.

—No tengo espada —replicó Jaime—, pero si la tuviera, te la clavaría en las tripas y les rebanaría las pelotas a esos cuatro cobardes.

Le respondieron con varios flechazos. Uno se clavó en el mástil, otros dos atravesaron la vela y el cuarto pasó a un palmo de Jaime.

Otro de los anchos recodos del Forca Roja apareció delante de ellos. Brienne ladeó el esquife en la curva. La verga osciló cuando giraron, y la vela chasqueó al llenarse de viento. Había una isla grande en mitad de la corriente; el canal principal iba por su derecha. A la izquierda había un atajo que pasaba entre la isla y los altos acantilados de la ribera norte. Brienne movió el timón y el esquife viró a la izquierda, con la vela tremolando. Jaime le observó los ojos.

«Ojos bonitos y serenos —pensó. Sabía interpretar la mirada de una persona y sabía qué aspecto tenía el miedo—. Está llena de decisión, no de desesperación.»

A veinticinco metros por detrás de ellos, la galera entraba en el recodo.

—Ser Cleos, tomad el timón —ordenó la moza—. Matarreyes, coged un remo y mantenednos lejos de las rocas.

—Como ordene mi señora.

Un remo no era una espada, pero la pala podía romperle la cara a un hombre si el golpe llevaba suficiente impulso, y la caña serviría para detener una estocada.

Ser Cleos puso el remo en la mano de Jaime y se trasladó a popa. Cruzaron la punta de la isla y giraron bruscamente hacia el atajo, salpicando la pared del risco cuando el bote se inclinó. La isla estaba cubierta por un denso bosque, una maraña de sauces, robles y altos pinos cuyas sombras oscuras se proyectaban sobre la corriente y escondían los escollos y los troncos podridos de árboles hundidos. A babor, el risco se alzaba abrupto y rocoso, y al pie del mismo el río cubría con una espuma blanca los peñones y trozos de roca que habían caído al agua.

Pasaron de la luz solar a la sombra, escondidos de la vista de la galera por el muro de vegetación que formaban los árboles y el peñón color pardo grisáceo.

«Un respiro momentáneo ante las flechas», pensó Jaime, empujando para apartarse de una roca casi sumergida.

El esquife se sacudió. Oyó algo que caía al río y cuando miró a su alrededor Brienne no estaba. Un instante después la vio salir del agua en la base del peñasco. Atravesó un charco poco profundo, trepó por algunas rocas y comenzó a ascender. Ser Cleos, boquiabierto, la miraba con los ojos como platos.

«Idiota», pensó Jaime.

—Olvídate de la moza —le dijo a su primo—. Ocúpate del timón.

Podían ver la vela que se movía al otro lado de los árboles. La galera fluvial apareció a la entrada del atajo, a unos veinte metros por detrás de ellos. Su proa osciló bruscamente cuando la nave giró, y volaron cinco o seis flechas, pero todas cayeron lejos. El movimiento de las dos naves causaba dificultades a los arqueros, pero Jaime era consciente de que muy pronto aprenderían a compensarlo. Brienne estaba a medio camino en la cara del acantilado, subía de asidero en asidero.

«Seguro que Ryger la verá y hará que los arqueros la derriben.»

—Ser Robin, ¡escuchadme un momento! —gritó Jaime, había decidido ver si el orgullo del anciano lo hacía quedar como un imbécil.

Ser Robin levantó una mano y sus arqueros bajaron los arcos.

—Di lo que quieras, Matarreyes, pero dilo deprisa.

El esquife pasó por encima de varios trozos de piedra en el momento en que Jaime respondía.

—Sé de una forma mejor para resolver esto: un combate singular. Vos contra mí.

—No nací ayer, Lannister.

—No, pero lo más probable es que muráis esta tarde. —Jaime levantó las manos, para que el otro pudiera ver las cadenas—. Pelearé contra vos encadenado. ¿De qué tenéis miedo?

—De ti, no. Si de mí dependiera, eso es lo que más me gustaría, pero he recibido la orden de llevarte de vuelta, vivo si es posible. Arqueros —ordenó—. Colocad. Tensad. Dis…

El blanco estaba a menos de quince metros. Difícilmente hubieran errado, pero cuando levantaban los arcos largos una lluvia de piedras se abatió en torno a ellos. Cayeron piedras pequeñas que rebotaban en cubierta, les golpeaban los yelmos y salpicaban al caer al agua a ambos lados de la proa. Los más listos levantaron la vista en el momento en que una roca del tamaño de una vaca se separó de la cima del peñón. Ser Robin lanzó un grito de desesperación. La piedra se precipitó por el aire, golpeó la cara del peñón, se partió en dos y les cayó encima. El trozo mayor partió el mástil, rajó la vela, echó a dos arqueros al río y destrozó la pierna de un remero cuando se inclinaba sobre su remo. La rapidez con que la galera comenzó a hacer agua hacía pensar que el trozo más pequeño había atravesado el casco directamente. Los gritos de los remeros despertaban ecos en el peñón mientras los arqueros manoteaban como locos en el agua; por la manera en que se movían era obvio que ninguno de ellos sabía nadar. Jaime se echó a reír.

Cuando salieron del atajo, la galera se iba a pique entre remolinos y escollos, y Jaime Lannister llegó a la conclusión de que los dioses eran bondadosos. A Ser Robin y a sus tres veces malditos arqueros los aguardaba una larga caminata, mojados, de regreso a Aguasdulces, y él se había librado de la fea moza.

«Yo mismo no lo habría planeado mejor. Cuando me libre de estos grilletes…»

Ser Cleos soltó un grito. Cuando Jaime levantó la vista, Brienne avanzaba por la cima del acantilado, muy por delante del esquife, tras atajar por un saliente mientras ellos seguían el recodo del río. Saltó desde la roca y casi resultó elegante al zambullirse. Habría sido poco caballeroso esperar que se destrozara la cabeza contra una piedra. Ser Cleos viró el esquife hacia ella. Por suerte, Jaime aún tenía el remo.

«Un buen golpe cuando intente subir a bordo y me libraré de ella.»

Pero, en vez de eso, le tendió el remo por encima del agua. Brienne lo agarró y Jaime tiró de ella y la ayudó a subir al esquife. El pelo le chorreaba agua, al igual que la ropa, y formaba un charco en la embarcación.

«Mojada es más fea todavía. ¿Quién lo hubiera creído posible?»

—Sois una moza de lo más estúpida —le dijo—. Podríamos habernos ido sin vos. Supongo que esperáis que os dé las gracias.

—No necesito tu gratitud, Matarreyes. Juré que te llevaría sano y salvo a Desembarco del Rey.

—¿Y de veras pretendéis cumplir ese juramento? —Jaime le dedicó su más luminosa sonrisa—. Eso sí que es un milagro.

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