SAMWELL

—Chupa más fuerte que el mío. —Elí acariciaba la cabeza del bebé mientras lo sostenía contra el pecho.

—Es que tiene hambre —dijo Val, la mujer rubia a la que los hermanos negros llamaban «la princesa salvaje»—. Hasta ahora ha vivido de leche de cabra y de las pócimas que le hacía el maestre ciego.

El niño aún no tenía nombre, igual que el de Elí. Era la costumbre de los salvajes. Por lo visto, ni siquiera el hijo de Mance Rayder tendría un nombre hasta que llegara su tercer año, aunque Sam había oído a los hermanos llamarlo «el principito» o «nacido-en-la-batalla».

Contempló cómo el niño mamaba del pecho de Elí, luego se fijó en cómo lo miraba Jon.

«Jon está sonriendo. —Una sonrisa triste, sí, pero al menos era una sonrisa. Sam se alegró de verla—. Es la primera vez que lo veo sonreír desde que volvió.»

Habían caminado desde el Fuerte de la Noche a Lago Hondo, y luego de Lago Hondo a Puerta de la Reina, siempre por un sendero angosto que iba de un castillo al siguiente, sin perder nunca de vista el Muro. A un día y medio del Castillo Negro, mientras se forzaban a seguir la marcha con los pies encallecidos, Elí oyó caballos tras ellos y se volvió para ver una columna de jinetes negros que procedían del oeste.

—Mis hermanos —la tranquilizó Sam—. Por este camino no va nadie más que la Guardia de la Noche.

Resultó que era Ser Denys Mallister, de la Torre Sombría, con un herido Bowen Marsh y los supervivientes de la batalla en el Puente de los Cráneos. Cuando Sam vio a Dywen, a Gigante y a Edd Tollett el Penas, se derrumbó y se echó a llorar.

Fueron ellos los que le relataron la batalla que había tenido lugar al pie del Muro.

—Stannis llegó a Guardiaoriente con sus caballeros y Cotter Pyke lo guió por los caminos de los exploradores para coger desprevenidos a los salvajes —le contó Gigante—. Los destrozó. Mance Rayder cayó prisionero y murieron un millar de sus mejores hombres, entre ellos Harma Cabeza de Perro. Por lo que nos han dicho, el resto se dispersaron como hojas en una tormenta.

«Los dioses son bondadosos», pensó Sam.

Si no se hubiera extraviado cuando Elí y él iban hacia el sur tras huir del Torreón de Craster, se habrían topado de frente con la batalla… o, como mínimo, se habrían metido en el campamento de Mance. A Elí y al niño les habría ido bien, pero a él no. Sam había oído historias acerca de qué hacían los salvajes con los cuervos capturados. Se estremeció.

Pero nada de lo que le contaron sus hermanos pudo prepararlo para lo que se encontró al llegar al Castillo Negro. La sala común había ardido hasta los cimientos, y de la gran escalera de madera sólo quedaban montones de hielo quebrado y troncos chamuscados. Donal Noye había muerto, igual que Rast, Dick el Sordo, Alyn el Rojo y otros muchos más, pero el castillo estaba lleno de gente como jamás lo había visto Sam; la mayoría no eran hermanos negros, sino soldados del rey, más de un millar. Por primera vez que se recordara había un rey en la Torre del Rey y ondeaban estandartes en la Lanza, en la Torre de Hardin, en la Fortaleza Gris y en el Torreón del Escudo, y también en otros edificios que llevaban años desiertos y abandonados.

—El grande, el dorado con el venado negro, es el estandarte real de la Casa Baratheon —le dijo a Elí, que no había visto nunca un estandarte—. El del zorro con las flores es de la Casa Florent. La tortuga es el de Estermont, el pez espada es el de Bar Emmon, y las trompetas cruzadas son de Wensington.

—Tienen tantos colores como las flores. —Elí señaló en dirección a uno—. Me gustan aquellos, los amarillos con el fuego. Y mira, algunos guerreros llevan el mismo dibujo en los jubones.

—Un corazón llameante. No sé a qué casa corresponde ese blasón.

No tardó en averiguarlo.

—Son los hombres de la reina —le contó Pyp, después de lanzar un grito de alegría y proclamar «¡Atrancad las puertas, muchachos, es Sam el Mortífero, ha vuelto de la tumba», mientras Grenn lo abrazaba con tal fuerza que pensó que le iba a romper las costillas—. Pero mejor no preguntes dónde está la reina. Stannis la dejó en Guardiaoriente con su hija y toda su flota. No ha venido con más mujer que la roja.

—¿La roja? —repitió Sam, inseguro.

—Melisandre de Asshai —dijo Grenn—. La hechicera del rey. Se dice que quemó vivo a un hombre en Rocadragón para que Stannis tuviera vientos favorables en su viaje hacia el norte. También cabalgó junto a él en la batalla y le dio una espada mágica. Se llama Dueña de Luz. Ya la verás. Brilla como si tuviera metido dentro un trozo del sol. —Miró de nuevo a Sam y sonrió con una sonrisa amplia, bobalicona—. Aún no me puedo creer que estés aquí.

Jon Nieve también había sonreído al verlo, pero con una sonrisa cansada, como la que tenía en aquel momento.

—Así que lo has logrado —dijo—. Además, has traído a Elí. Bien hecho, Sam.

Por lo que explicaba Grenn, Jon lo había hecho bastante mejor que bien. De todos modos, y aunque había conseguido el Cuerno del Invierno y a un príncipe salvaje, nada de ello parecía ser suficiente para que Ser Alliser Thorne y sus amigos dejaran de llamarlo «cambiacapas». El maestre Aemon decía que la herida se le estaba curando bien, pero que Jon tenía también otras cicatrices más profundas que las que le rodeaban el ojo.

«Llora por su chica salvaje y por sus hermanos.»

—Qué curioso —comentó Sam—. Craster no sentía ningún aprecio por Mance, ni Mance por Craster, pero ahora la hija de Craster está amamantando al hijo de Mance.

—Yo tengo leche —dijo Elí en voz baja, tímida—. El mío sólo toma un poco. No es tan codicioso como éste.

Val, la mujer salvaje, se volvió para enfrentarse a ellos.

—He oído hablar a los hombres de la reina, dicen que la mujer roja quiere quemar a Mance en cuanto recupere las fuerzas.

—Mance es un desertor de la Guardia de la Noche. —Jon le lanzó una mirada llena de cansancio—. Eso se castiga con la muerte. Si lo hubiera capturado la Guardia ya lo habrían ahorcado, pero es prisionero del rey, y nadie sabe qué piensa el rey, excepto la mujer roja.

—Quiero verlo —dijo Val—. Quiero enseñarle a su hijo. Al menos se merece eso antes de que lo matéis.

—Nadie puede verlo excepto el maestre Aemon, mi señora —intentó explicarle Sam.

—Si de mí dependiera, Mance podría abrazar a su hijo. —La sonrisa de Jon se había desvanecido—. Lo siento mucho, Val. —Se dio la vuelta—. Sam y yo tenemos que ocuparnos de nuestros deberes. Bueno, al menos Sam. Preguntaremos si puedes visitar a Mance. Es lo único que te prometo.

Sam se demoró un instante para dar un apretoncito en la mano a Elí y prometerle que regresaría después de la cena. Luego, se apresuró en pos de Jon. Había guardias ante la puerta, hombres de la reina armados con lanzas. Jon ya estaba a medio camino del tramo de escaleras, pero se detuvo a esperar cuando oyó a Sam jadear tras él.

—Le tienes algo más que cariño a Elí, ¿verdad?

—Elí es buena. —Sam se había sonrojado—. Es buena y amable. —Se alegraba de que hubiera terminado la larga pesadilla, se alegraba de volver a estar con sus hermanos en el Castillo Negro… pero algunas noches, a solas en su celda, recordaba el calor que emanaba del cuerpo de Elí cuando se acurrucaban bajo las pieles, con el bebé entre ambos—. Ella… ella me hizo más valiente, Jon. No valiente, pero sí un poco valiente.

—Sabes que no puedes seguir con ella —le dijo Jon con cariño—, igual que yo no podía seguir con Ygritte. Pronunciaste el juramento, Sam, igual que yo. Igual que todos nosotros.

—Ya lo sé. Elí dijo que sería mi esposa, pero… Le conté lo del juramento y le expliqué qué significaba. No sé si se puso contenta o triste, pero se lo conté. —Tragó saliva, nervioso—. Jon, ¿puede haber honor en una mentira, si es por una… por una buena causa?

—Según la mentira y su causa. —Jon lo miró—. No te lo recomiendo. No vales para mentir, Sam. Te sonrojas, tartamudeas y te salen gallos.

—Es verdad —dijo—, pero podría mentir en una carta. Con la pluma en la mano se me da mejor. Es que… se me ocurrió una idea. Cuando las cosas se calmen un poco por aquí, he pensado que lo mejor para Elí sería… He pensado que podría enviarla a Colina Cuerno. Con mi madre, mis hermanas y mi… mi p-p-padre. Si Elí dijera que el bebé es mío… —Se estaba sonrojando de nuevo—. Mi madre lo querría, estoy seguro. Le buscaría un lugar a Elí, no sé, en el servicio, no sería tan duro como servir a Craster. Y en cuanto a Lord R-Randyll, pues… no lo reconocería jamás, pero hasta le complacería pensar que le he hecho un bastardo a una chica salvaje. Al menos le demostraría que soy suficientemente hombre como para acostarme con una mujer y engendrar un hijo. Una vez me dijo que estaba seguro de que moriría virgen, de que ninguna mujer querría nunca… ya sabes… Jon, si lo hago, si escribo esta mentira… ¿sería bueno? El niño llevaría una vida…

—Crecería como bastardo en el castillo de su abuelo. —Jon se encogió de hombros—. No sé, depende en buena parte de tu padre y de cómo sea el niño. Si sale a ti…

—Imposible. Su padre era Craster. Ya lo conociste, era duro como el tocón de un árbol viejo, y Elí es más fuerte de lo que parece.

—Si el chico demuestra habilidad con la espada o con la lanza, seguramente tendrá un lugar en la guardia de tu padre, como mínimo —dijo Jon—. No es raro que a los bastardos los eduquen como escuderos y luego los armen caballeros. Pero tienes que estar seguro de que Elí resultará convincente. Por lo que me has contado de Lord Randyll, no creo que se tome muy bien que lo engañen.

Había más guardias apostados junto a las escaleras del exterior de la torre. Pero aquéllos eran hombres del rey. Sam había aprendido a distinguirlos enseguida. Los hombres del rey eran tan terrenales e impíos como cualquier otro soldado, mientras que los de la reina sentían una devoción fervorosa por Melisandre de Asshai y su Señor de la Luz.

—¿Vas a entrenar al patio otra vez? —le preguntó Sam mientras caminaban—. ¿Crees que es conveniente entrenar tanto antes de que se te termine de curar la pierna?

—¿Qué más puedo hacer? —Jon se encogió de hombros—. Marsh me ha apartado del servicio; tiene miedo de que siga siendo un cambiacapas.

—Eso sólo lo piensan unos pocos —lo tranquilizó Sam—. Ser Alliser y sus amigos. La mayoría de los hermanos saben que no es verdad. Seguro que el rey Stannis también lo sabe. Le trajiste el Cuerno del Invierno y capturaste al hijo de Mance Rayder.

—Sólo protegí a Val y al bebé de los saqueadores cuando huyeron los salvajes y los defendí hasta que nos encontraron los exploradores. No capturé a nadie. Desde luego, es obvio que el rey Stannis tiene bien controlados a sus hombres. Los deja saquear hasta cierto punto, pero hasta ahora sólo he oído que violaran a tres mujeres salvajes, y han castrado a los culpables. Me imagino que tendría que haber estado matando al pueblo libre mientras huían. Ser Alliser no para de decir que la única vez que desenvainé la espada fue para defender a nuestros enemigos. Según él, no maté a Mance Rayder porque estábamos compinchados.

—Eso no lo piensa más que Ser Alliser —dijo Sam—. Y ya saben todos cómo es.

Con su noble cuna, su rango de caballero y sus muchos años de servicio en la Guardia, Ser Alliser Thorne podría haber sido un buen candidato para el título de Lord Comandante, pero todos los hombres que había entrenado mientras había ejercido como maestro de armas lo despreciaban. Su nombre se había barajado, por supuesto, pero tras quedar en un triste sexto lugar el primer día, y llegar incluso a perder votos el segundo, Thorne se había retirado para dar su apoyo a Lord Janos Slynt.

—Lo que todos saben es que Ser Alliser es un caballero de noble estirpe, hijo legítimo, mientras que yo soy el bastardo que mató a Qhorin Mediamano y se acostó con una mujer del acero. Me llaman warg, los he oído. A ver, ¿cómo puedo ser un warg si no tengo lobo? —Frunció los labios—. Ya ni siquiera sueño con Fantasma. Todos mis sueños son en las criptas, con los reyes de piedra en sus tronos. A veces oigo la voz de Robb y la de mi padre, como si estuvieran en un banquete. Pero nos separa un muro y sé que no estoy invitado.

«Los vivos no están invitados a los banquetes de los muertos.» A Sam se le rompía el corazón, pero tenía que guardar silencio.

«Bran no está muerto, Jon —habría querido decirle—. Está con unos amigos, viajan hacia el norte a lomos de un alce gigante, en busca de un cuervo de tres ojos que vive en lo más profundo del Bosque Encantado.»

A él mismo le sonaba tan demencial que a veces pensaba que lo había soñado todo, que había sido una escena fruto de la fiebre, el miedo y el hambre… Pero de todos modos se lo habría contado de no ser porque había dado su palabra.

Tres veces había tenido que jurar que mantendría el secreto: una al propio Bran, otra a aquel extraño muchachito, Jojen Reed, y la última a Manosfrías.

—El mundo cree que el chico está muerto —le había dicho su salvador en el momento de separarse—. Deja que sus huesos descansen en paz. No queremos que vengan a buscarnos. Júralo, Samwell de la Guardia de la Noche. Júralo por la vida que me debes.

Sam se movió, inquieto y triste.

—Lord Janos no será elegido Lord Comandante. —Era el mejor consuelo que podía ofrecer a Jon, el único consuelo—. De verdad.

—Sam, eres un bobo encantador. Abre los ojos. Esto lo pusieron en marcha hace días. —Jon se apartó el pelo de los ojos—. Sé pocas cosas, pero de ésa no me cabe duda. En fin, discúlpame, tengo que ir a golpear a alguien con una espada.

Sam no pudo hacer nada más que mirar cómo se alejaba hacia la armería y el patio de entrenamiento. Allí era donde Jon Nieve pasaba la mayor parte de sus horas de vigilia. Muerto Ser Endrew y desinteresado Ser Alliser, el Castillo Negro no tenía maestro de armas, de modo que Jon se había echado sobre los hombros la tarea de trabajar con algunos de los reclutas más verdes. Seda, Caballo, Petirrojo Saltarín con su pie zambo, Arron y Emrick. Y cuando estaban de servicio se entrenaba a solas durante horas con la espada, el escudo y la lanza, o se probaba contra cualquiera que se prestara voluntario.

«Sam, eres un bobo encantador —las palabras de Jon le resonaron durante todo el camino de vuelta hacia el torreón del maestre—. Abre los ojos. Esto lo pusieron en marcha hace días.»

¿Sería posible que tuviera razón? Cualquier candidato necesitaba los votos de dos tercios de los Hermanos Juramentados para convertirse en Lord Comandante de la Guardia de la Noche, y tras nueve días y nueve votaciones no había ninguno que estuviera ni siquiera cerca de ese porcentaje. Lord Janos había estado ganando terreno, sí, primero había superado a Bowen Marsh y luego a Othell Yarwyck, pero seguía muy por detrás de Ser Denys Mallister de la Torre Sombría y de Cotter Pyke de Guardiaoriente del Mar.

«Uno de ellos será el nuevo Lord Comandante, no cabe duda», se dijo Sam.

Stannis había puesto guardias también ante la puerta del maestre. En las estancias hacía calor; estaban abarrotadas de hombres heridos en la batalla, tanto hermanos negros como soldados del rey y soldados de la reina. Clydas caminaba entre ellos con jarras de leche de cabra y vino del sueño, pero el maestre Aemon aún no había regresado de su visita matutina a Mance Rayder. Sam colgó la capa de un clavo y subió para ayudar. Pero, incluso mientras hacía recados, daba de beber y cambiaba vendas, las palabras de Jon le seguían resonando en los oídos.

«Sam, eres un bobo encantador. Abre los ojos. Esto lo pusieron en marcha hace días.»

Pasó más de una hora antes de que encontrara ocasión de excusarse para ir a atender a los cuervos. De camino a la pajarera, se detuvo para mirar el recuento que había hecho de la votación de la noche anterior. Cuando empezó todo, se habían presentado más de treinta nombres, pero la mayoría se habían retirado en cuanto quedó claro que no tenían ninguna posibilidad de ganar. Desde la noche anterior sólo quedaban siete. Ser Denys Mallister había conseguido doscientas trece fichas; Cotter Pyke, ciento ochenta y siete; Lord Slynt, setenta y cuatro; Othell Yarwyck, sesenta; Bowen Marsh, cuarenta y una; Hobb Tresdedos, cinco, y Edd Tollett el Penas, una.

«Pyp y sus bromas tontas.»

Sam pasó páginas para consultar recuentos anteriores. Ser Denys, Cotter Pyke y Bowen Marsh habían estado perdiendo votos desde el tercer día, y Othell Yarwyck desde el sexto. El único cuyas cifras mejoraban, día tras día, era Lord Janos Slynt.

Los pájaros graznaban en la pajarera, de modo que dejó los papeles y subió por las escaleras para darles de comer. Comprobó con satisfacción que habían llegado tres cuervos más.

Nieve —graznaron—. Nieve, nieve, nieve.

Era la palabra que les había enseñado. Pese a los nuevos cuervos, la pajarera parecía muy vacía. De los pájaros que había enviado Aemon sólo unos pocos habían regresado por el momento.

«Pero uno llegó a Stannis. Uno llegó a Rocadragón, a un rey al que todavía le importamos.»

A mil leguas hacia el sur, Sam sabía que su padre había puesto la Casa Tarly al servicio de la causa del chico que ocupaba el Trono de Hierro, pero ni el rey Joffrey ni el pequeño rey Tommen habían hecho ningún gesto cuando la Guardia pidió ayuda.

«¿De qué sirve un rey que no defiende su reino?», pensó furioso al recordar la noche en el Puño de los Primeros Hombres y el terrible viaje hasta el Torreón de Craster en medio de la oscuridad, entre la nieve y el miedo. Cierto, los hombres de la reina lo incomodaban, pero al menos estaban allí.

Aquella noche, a la hora de la cena, Sam buscó a Jon Nieve, pero no se encontraba en la gigantesca cripta de piedra donde comían los hermanos. Acabó por ocupar un lugar en el banco cerca de sus otros amigos. Pyp estaba hablando a Edd el Penas acerca de la competición para ver cuál de los soldados de paja recibía más flechas salvajes.

—Casi todo el tiempo fuiste por delante, pero el último día Watt de Lago Largo recibió tres y te adelantó.

—Nunca gano nada —se quejó Edd el Penas—. En cambio, los dioses siempre sonrieron a Watt. Cuando los salvajes lo derribaron en el Puente de los Cráneos, no cayó sobre las rocas, sino en un estanque de agua. Eso sí que es tener suerte.

—¿Cayó desde muy alto? —quiso saber Grenn—. ¿Salvó la vida al caer en el estanque?

—No —replicó Edd el Penas—. Ya estaba muerto, le habían partido la cabeza de un hachazo. Pero tuvo suerte de no caer contra las rocas.

Hobb Tresdedos les había prometido a los hermanos una pata asada de mamut para aquella noche, tal vez con la esperanza de arañar unos cuantos votos.

«Si era eso lo que pretendía, tendría que haber buscado un mamut más joven», pensó Sam mientras se sacaba una hebra de ternilla de entre los dientes. Dejó la comida a un lado con un suspiro.

Pronto habría otra votación y la tensión que se palpaba en el aire era más espesa que el humo. Cotter Pyke estaba sentado junto al fuego, rodeado de exploradores de Guardiaoriente. Ser Denys Mallister ocupaba un lugar cerca de la puerta con un grupo más reducido de hombres de la Torre Sombría.

«Janos Slynt tiene el mejor lugar —advirtió Sam—, a medio camino entre las llamas y la corriente.»

Se alarmó al ver junto a él a Bowen Marsh, ojeroso y demacrado, con la cabeza todavía vendada, pero escuchando lo que fuera que estuviera diciendo Lord Janos. Se lo comentó a sus amigos.

—Y mira allí —le dijo Pyp—. Ser Alliser está hablando con Othell Yarwyck al oído.

Después de la cena el maestre Aemon se levantó para preguntar si algún hermano quería tomar la palabra antes de votar con las fichas. Edd el Penas se puso en pie, con el semblante tan sombrío como siempre.

—Sólo quiero decir a quien quiera que esté votando por mí que sin lugar a dudas sería un pésimo Lord Comandante. Al igual que el resto de los candidatos.

Tras él tomó la palabra Bowen Marsh, con una mano sobre el hombro de Lord Slynt.

—Hermanos y amigos, pido que mi nombre se retire de la lista de candidatos. La herida todavía me molesta y la carga de ser Lord Comandante resultaría excesiva para mí… pero no para Lord Janos, que durante muchos años estuvo al mando de los capas doradas en Desembarco del Rey. Espero que todos le demos nuestro apoyo.

Sam oyó murmullos airados en la zona de la estancia donde estaba Cotter Pyke, y Ser Denys miró a uno de sus compañeros y asintió con la cabeza. «Es demasiado tarde, el daño ya está hecho.» Se preguntó dónde estaría Jon y por qué se había mantenido al margen.

La mayor parte de los hermanos eran analfabetos, de manera que, por tradición, las votaciones se hacían depositando fichas en una enorme olla de hierro que Hobb Tresdedos y Owen el Bestia habían sacado a rastras de la cocina. Los barriles con las fichas estaban en un rincón, tras una gruesa cortina, de manera que los votantes pudieran hacer su elección en secreto. Estaba permitido que un amigo votara en nombre de otro que estuviera de servicio, de modo que algunos hombres cogían dos fichas, tres o cuatro, y Ser Denys y Cotter Pyke depositaban los votos de las guarniciones que habían dejado atrás.

Cuando por fin estuvieron solos en la estancia, Sam y Clydas volcaron la olla delante del maestre Aemon. Una cascada de conchas marinas, piedras y monedas de cobre cubrió la mesa. Las manos arrugadas de Aemon se movieron a una velocidad sorprendente, pusieron las conchas en un lado, las piedras en otro, las monedas en un tercero y amontonaron juntas las pocas puntas de flecha, clavos y bellotas. Sam y Clydas contaron los montones y tomaron cada uno nota de los resultados.

Aquella noche le correspondía a Sam ser el primero en anunciar los resultados.

—Doscientos tres para Ser Denys Mallister —dijo—. Ciento sesenta y nueve para Cotter Pyke. Ciento treinta y siete para Lord Janos Slynt, setenta y dos para Othell Yarwyck, cinco para Hobb Tresdedos y dos para Edd el Penas.

—Yo he contado ciento sesenta y ocho para Pyke —dijo Clydas—. Según mis cuentas faltan dos votos, y según las de Sam, uno.

—Sam ha contado bien —dijo el maestre Aemon—. Jon Nieve no ha depositado ficha. No importa, ninguno de los candidatos está cerca.

Sam sintió más alivio que decepción. Pese al apoyo de Bowen Marsh, Lord Janos seguía teniendo sólo un tercio de los votos.

—¿Quiénes son los cinco que siguen votando por Hobb Tresdedos? —preguntó, intrigado.

—Hermanos que no lo quieren en las cocinas, seguro —dijo Clydas.

—Ser Denys ha perdido diez votos desde ayer —señaló Sam—. Y Cotter Pyke casi veinte. Mala cosa.

—Mala cosa para sus esperanzas de ocupar el puesto de Lord Comandante, sin duda —dijo el maestre Aemon—. Eso no nos corresponde a nosotros decidirlo. Diez días no es tanto tiempo. Hubo una vez una elección que duró casi dos años, con unas setecientas votaciones. Los hermanos tomarán una decisión a su debido tiempo.

«Sí —pensó Sam—, pero ¿qué decisión?»

Más tarde, mientras tomaban copas de vino rebajado con agua en la intimidad de la celda de Pyp, a Sam se le soltó la lengua y empezó a pensar en voz alta.

—Cotter Pyke y Ser Denys Mallister están perdiendo terreno, pero entre los dos todavía tienen dos tercios de los votos —comentó a Pyp y a Grenn—. Cualquiera de ellos sería un buen Lord Comandante. Alguien tendría que convencer a uno de ellos de que se retirase y diese su apoyo al otro.

—¿Alguien? —dijo Grenn, dubitativo—. ¿Quién?

—Grenn es tan tonto que cree que podría ser él —dijo Pyp—. Quizá cuando alguien acabe con lo de Pyke y Mallister debería convencer al rey Stannis de que se casara con la reina Cersei.

—El rey Stannis ya está casado —objetó Grenn.

—¿Qué puedo hacer con él, Sam? —suspiró Pyp.

—Cotter Pyke y Ser Denys no se caen bien —insistió Grenn, testarudo—. Se pelean por todo, ¡por todo!

—Sí, pero sólo porque tienen opiniones diferentes acerca de lo que es mejor para la Guardia —señaló Sam—. Si nosotros les explicáramos…

—¿Nosotros? —lo interrumpió Pyp—. ¿Cómo es que «alguien» se ha convertido en «nosotros»? Yo soy un mono de feria, ¿recuerdas? Y Grenn es… Bueno, Grenn. —Sonrió a Sam y movió las orejas—. En cambio, tú… tú eres hijo de un lord, el mayordomo del maestre…

—Y Sam el Mortífero —terminó Grenn—. Mataste al Otro.

—Lo que lo mató fue el vidriagón —dijo Sam por enésima vez.

—Hijo de un lord, el mayordomo del maestre y Sam el Mortífero —caviló Pyp—. Podrías hablar con ellos, tal vez…

—Podría —dijo Sam con voz tan lúgubre como la de Edd el Penas—, si no fuera demasiado cobarde para enfrentarme a ellos.

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