JON

Soplaba un vendaval desde el este con tanta fuerza que la pesada jaula se bamboleaba cada vez que una ráfaga la apresaba entre sus dientes. Aullaba a lo largo del Muro, arañaba el hielo y hacía que la capa de Jon azotara los barrotes metálicos. El cielo era de un gris pizarra, el sol apenas una leve mancha brillante tras las nubes. Al otro lado del campo de batalla se divisaba el brillo de miles de hogueras, pero sus luces parecían pequeñas e impotentes contra aquel fondo de oscuridad y frío inmensos.

«Va a ser un día lúgubre.» Jon Nieve se aferró a los barrotes con las manos enguantadas y se sujetó con fuerza mientras el viento martillaba la jaula una vez más. Cuando miró hacia abajo, más allá de sus pies, el terreno se perdía en las sombras como si lo bajaran a una sima sin fondo. «Bueno, en realidad la muerte es algo así como una sima sin fondo —pensó—, y cuando termine este día, mi nombre quedará envuelto en sombras para siempre.»

Los hombres decían que los hijos bastardos nacían de la lujuria y las mentiras, y su naturaleza era impredecible y traicionera. En otros tiempos, Jon había querido demostrar que se equivocaban, enseñar a su señor padre que podía ser un hijo tan bueno y fiel como Robb.

«Lo he estropeado todo.» Robb se había convertido en un rey heroico, y si algún recuerdo quedaba de Jon sería como cambiacapas, como alguien que había roto sus votos, como un asesino. Se alegraba de que Lord Eddard no estuviera vivo para ver su vergüenza.

«Debí quedarme en aquella caverna con Ygritte. Si hay otra vida después de ésta, espero poder decírselo. Me arañará el rostro como lo hizo el águila y me maldecirá por cobarde, pero aun así se lo diré.» Flexionó la mano con la que empuñaba la espada, como le había enseñado el maestre Aemon. El hábito se había convertido en parte de sí mismo y necesitaba tener los dedos flexibles para contar aunque fuera con una mínima posibilidad de matar a Mance Rayder.

Lo habían sacado aquella mañana tras cuatro días en el hielo, encerrado en una celda de metro y medio por metro y medio por metro y medio, demasiado baja para ponerse de pie, demasiado estrecha para acostarse. Los mayordomos habían descubierto mucho tiempo atrás que los alimentos y la carne se conservaban mejor en las despensas heladas talladas en la base del Muro… pero los prisioneros, no.

—Vas a morir ahí adentro, Lord Nieve —le había dicho Ser Alliser antes de cerrar la pesada puerta de madera, y Jon lo había creído.

Pero aquella mañana lo habían sacado. Lo llevaron entumecido y tembloroso a la Torre del Rey para comparecer una vez más ante Janos Slynt y su papada.

—Ese viejo maestre dice que no puedo ahorcarte —declaró Slynt—. Le ha escrito a Cotter Pyke y hasta tuvo el descaro de mostrarme la carta. Dice que no eres un cambiacapas.

—Aemon ha vivido demasiado, mi señor —le aseguró Ser Alliser—. Ha perdido los sesos, igual que la vista.

—Sí —dijo Slynt—. Un ciego con una cadena al cuello. ¿Quién se cree que es?

«Aemon Targaryen —pensó Jon—, hijo de un rey, hermano de un rey, un hombre que pudo ser rey…» Pero no dijo nada.

—De todos modos —dijo Slynt—, no permitiré que se diga que Janos Slynt ahorcó a un hombre injustamente. Ni hablar. He decidido darte una última oportunidad de demostrar que eres tan leal como dices, Lord Nieve. Una última oportunidad para cumplir con tu deber, ¡eso es! —Se puso de pie—. Mance Rayder quiere parlamentar con nosotros. Sabe que ahora que ha llegado Janos Slynt no tiene la menor posibilidad de vencer, así que ese Rey-más-allá-del-Muro quiere discutir. Pero es un cobarde y no quiere venir aquí. Sin duda sabe que lo colgaría. ¡Lo colgaría por los pies desde la cima del Muro, con una cuerda de sesenta metros de largo! Pero no vendrá. Exige que le mandemos un emisario.

—Vamos a mandarte a ti, Lord Nieve —sonrió Ser Alliser.

—¿A mí? —La voz de Jon no mostraba emoción alguna—. ¿Por qué a mí?

—Tú cabalgaste con esos salvajes —dijo Thorne—. Mance Rayder te conoce. Será más proclive a confiar en ti.

—Todo lo contrario. —Estaba tan equivocado que Jon casi se echó a reír—. Mance sospechó de mí desde el principio. Si me presento en su campamento, vestido otra vez con una túnica negra y hablando en nombre de la Guardia de la Noche, sabrá que lo he traicionado.

—Ha pedido un enviado y se lo vamos a mandar —dijo Slynt—. Si eres demasiado cobarde para enfrentarte a ese rey cambiacapas podemos llevarte de vuelta a tu celda de hielo. Y esta vez sin las pieles.

—No será necesario, mi señor —dijo Ser Alliser—. Lord Nieve hará lo que le pedimos. Quiere demostrarnos que no es un cambiacapas. Quiere probar que es un miembro leal de la Guardia de la Noche.

Thorne era con mucho el más inteligente de los dos, supo Jon; todo aquel plan llevaba su huella. Estaba atrapado.

—Iré —dijo con voz cortante, seca.

—Mi señor —le recordó Janos Slynt—. Te dirigirás a mí…

—Iré, mi señor. Pero estáis cometiendo un error, mi señor. Estás enviando al hombre menos adecuado, mi señor. En cuanto me vea Mance se enfurecerá. Mi señor tendría más posibilidades de llegar a un acuerdo si enviara a…

—¿Un acuerdo? —Ser Alliser dejó escapar una risita.

—Janos Slynt no llega a acuerdos con salvajes sin ley, Lord Nieve. No, ni hablar.

—No te enviamos para hablar con Mance Rayder —explicó Ser Alliser—. Te enviamos a que lo mates.

El viento silbó entre los barrotes y Jon Nieve se estremeció. La pierna le dolía muchísimo, la cabeza también. No estaba en condiciones de matar ni a un gatito, pero ésa era su misión.

«Era una trampa mortal.» El maestre Aemon insistía en la inocencia de Jon y Lord Janos no se había atrevido a dejarlo morir en el hielo. Aquel plan era mejor. «Nuestro honor no significa más que nuestras vidas, siempre que el reino esté a salvo», había dicho Qhorin Mediamano en los Colmillos Helados. Debía recordarlo. Si asesinaba a Mance, o si lo intentaba y fallaba, el pueblo libre lo mataría. Aunque quisiera ni siquiera le quedaba la posibilidad de desertar: para Mance era un mentiroso y un traidor más allá de toda duda.

Cuando la jaula se detuvo con una sacudida, Jon saltó al suelo y dio unos golpecitos en la empuñadura de Garra para liberar en su vaina la espada bastarda. La puerta estaba unos pocos metros a su izquierda, bloqueada aún por las ruinas destrozadas de la tortuga dentro de la cual se pudría el cuerpo de un mamut. También había otros cadáveres dispersos entre toneles rotos, brea endurecida y zonas de hierba quemada, todo a la sombra del Muro. Jon no tenía el menor deseo de permanecer allí. Echó a andar en dirección al campamento de los salvajes, dejando atrás el cadáver de un gigante muerto a quien una piedra le había aplastado la cabeza. Un cuervo arrancaba trozos de sesos de la calavera rota. Cuando pasó por su lado el pájaro lo miró.

Nieve —le graznó—. Nieve, nieve. —Extendió las alas y echó a volar.

Apenas había comenzado a andar cuando un jinete solitario emergió del campamento de los salvajes y se encaminó hacia él. Se preguntó si Mance salía a parlamentar en tierra de nadie.

«Así me resultaría más fácil. Aunque no hay manera de que me resulte fácil.» Pero a medida que se acortaba la distancia entre ellos, Jon fue viendo que el jinete era bajo y corpulento, con los brazos robustos llenos de brazaletes dorados y una barba blanca que le cubría parte del ancho pecho.

—¡Ja! —rugió Tormund cuando estuvieron a la misma altura—. Jon Nieve, el cuervo. Temía no volver a verte.

—Nunca pensé que temieras nada, Tormund.

Aquello hizo sonreír al salvaje.

—Bien dicho, chaval. Veo que tu capa vuelve a ser negra. A Mance no le va a gustar. Si has venido a cambiar de bando otra vez será mejor que te subas a vuestro Muro a toda prisa.

—Me envían a parlamentar con el Rey-más-allá-del-Muro.

—¿A parlamentar? —Tormund se echó a reír—. Vaya palabrita. ¡Ja! Mance quiere hablar, cierto. Pero no creo que quiera hablar contigo.

—Soy el que han enviado.

—Ya lo veo. En fin, vamos. ¿Quieres montar?

—Puedo ir andando.

—Nos has dado duro aquí. —Tormund volvió su caballo hacia el campamento de los salvajes—. Hay que reconoceros el mérito a tus hermanos y a ti. Doscientos hombres muertos y una docena de gigantes. El propio Mag entró por esa puerta vuestra y no regresó.

—Murió por la espada de un valiente llamado Donal Noye.

—¿Sí? ¿Era un gran señor ese Donal Noye? ¿Uno de vuestros brillantes caballeros con ropa interior de acero?

—Era un herrero y sólo tenía un brazo.

—¿Un herrero manco acabó con Mag el Poderoso? Debe de haber sido un combate digno de ver. Seguro que Mance le compondrá una balada. —Tormund cogió el odre que llevaba en la montura y sacó el tapón de corcho—. Esto nos hará entrar en calor. Por Donal Noye y Mag el Poderoso. —Bebió un trago y se la pasó a Jon.

—Por Donal Noye y Mag el Poderoso.

La bota estaba llena de un aguamiel tan fuerte que a Jon le lagrimearon los ojos y unos tentáculos de fuego le bajaron serpenteando por dentro del pecho. Tras la celda de hielo y el frío descenso en la jaula la sensación de calor era muy grata.

Tormund cogió el odre, bebió otro trago y se secó los labios.

—El Magnar de Thenn nos juró que abriría la puerta y que todo lo que tendríamos que hacer era entrar cantando. Iba a derribar todo el Muro.

—Derribó una parte —dijo Jon—. Sobre su cabeza.

—¡Ja! —dijo Tormund—. Bueno, Styr nunca valió gran cosa. Cuando un hombre no tiene barba ni pelo ni orejas no hay manera de agarrarlo si uno se pelea con él. —Mantuvo su caballo al paso para que Jon pudiera cojear a su lado—. ¿Qué te ha pasado en la pierna?

—Una flecha. Creo que de Ygritte.

—Ésa sí que es una mujer de verdad. Un día besa y al siguiente acribilla a flechas.

—Está muerta.

—¿Sí? —Tormund movió la cabeza, apenado—. Una lástima. Si hubiera tenido diez años menos, yo mismo la habría secuestrado. Qué pelo. Bueno, los fuegos más calientes arden más deprisa. —Levantó la bota de hidromiel—. ¡Por Ygritte, besada por el fuego! —Bebió un trago largo.

—Por Ygritte, besada por el fuego —repitió Jon cuando Tormund volvió a pasarle la bota. Su trago fue más largo todavía.

—¿La mataste tú?

—No, mi hermano.

Jon no había averiguado cuál y tenía la esperanza de no saberlo nunca.

—Cuervos de mierda. —El tono de Tormund era áspero pero extrañamente tierno—. Ese canalla de Lanzalarga me secuestró a la hija. Munda, mi manzanita de otoño. La sacó de mi tienda delante de las narices de sus cuatro hermanos. Toregg se la pasó durmiendo, el muy patán, y Torwynd… Bueno, lo llaman Torwynd el Manso, eso lo dice todo, ¿no? Pero los más jóvenes se pelearon con él.

—¿Y Munda? —preguntó Jon.

—Ella es sangre de mi sangre —dijo Tormund con orgullo—. Le partió un labio y le arrancó la mitad de una oreja, y tiene tantos arañazos en la espalda que no puede ni ponerse la capa. La verdad es que el muchacho le gusta mucho. ¿Y por qué no? No pelea con lanza, ¿sabes? En su vida. ¿De dónde crees que salió ese nombre? ¡Ja!

Pese a estar donde estaba y pese a las circunstancias, Jon no pudo contener la risa. Ygritte le había tenido mucho cariño a Ryk Lanzalarga. Esperaba que fuera feliz con Munda, la hija de Tormund. Alguien tenía que ser feliz en alguna parte.

«No sabes nada, Jon Nieve», le habría dicho Ygritte.

«Sé que voy a morir —pensó él—. Al menos, eso lo sé.»

«Todos los hombres mueren. —Casi podía oírla—. Y las mujeres también, y todo animal que vuela, nada o corre. Lo que importa no es cuándo se muere, sino cómo, Jon Nieve.»

«Para ti es fácil decirlo —le respondió en su pensamiento—. Tuviste una muerte de valiente, en combate, cuando atacabas el castillo de un enemigo. Yo moriré como un cambiacapas y un asesino.»

Tampoco sería rápida su muerte, a no ser que le llegara con el filo de la espada de Mance.

Pronto estuvieron entre las tiendas. Era el habitual campamento salvaje, un revoltijo descontrolado de hogueras para cocinar y agujeros para orinar, con niños y cabras que vagaban a su antojo, ovejas balando entre los árboles y pieles de caballos colgadas a secar. Carecía de planificación, de orden y de defensas. Pero había hombres, mujeres y animales por doquier.

Muchos no les prestaron atención, pero por cada uno que se concentraba en sus asuntos había diez que se detenían a mirar: niños agachados junto al fuego, viejas con carros tirados por perros, habitantes de las cavernas con los rostros pintarrajeados, jinetes con garras, serpientes y cabezas cortadas pintadas en sus escudos… todos se volvían para echar un vistazo. Jon también vio a mujeres del acero con largas cabelleras agitadas por el viento que suspiraba entre los pinos y les llevaba su aroma.

Allí no había colinas dignas de tal nombre pero la tienda de pieles blancas de Mance Rayder se alzaba en un punto elevado sobre terreno pedregoso, en el mismo límite de los árboles. El Rey-más-allá-del-Muro lo esperaba fuera; su capa negra y roja hecha jirones aleteaba al viento. Jon vio que Harma Cabeza de Perro estaba con él, de vuelta de sus ataques y maniobras de distracción a lo largo del Muro. También estaba allí Varamyr Seispieles junto a su gatosombra y dos flacos lobos grises.

Cuando vieron quién era el enviado de la Guardia, Harma volvió la cabeza y escupió, y uno de los lobos de Varamyr mostró los dientes y empezó a gruñir.

—Debes de ser muy valiente o muy estúpido, Jon Nieve, para volver a nosotros con una capa negra —dijo Mance Rayder.

—¿Qué otra cosa puede llevar un hombre de la Guardia de la Noche?

—Mátalo —instó Harma—. Devuelve su cuerpo en esa jaula que tienen y diles que manden a otro. La cabeza me la quedaré para mi estandarte. Un cambiacapas es peor que un perro.

—Te advertí que mentía. —El tono de Varamyr era suave, pero su gatosombra miraba hambriento a Jon con los ojos grises convertidos en dos hendiduras—. Nunca me gustó su olor.

—Recoged las zarpas, fieras. —Tormund Matagigantes saltó del caballo—. Hay que escuchar al chico. Si le ponéis una garra encima puede que me haga esa capa de piel de gatosombra que tanto me apetece.

—Tormund Besacuervos —se burló Harma—. Pura palabrería, viejo.

—Cuando un caballo se acostumbra a la silla, cualquier hombre puede cabalgarlo —dijo con voz suave el cambiapiel. Tenía el rostro grisáceo, los hombros caídos y la cabeza calva; un ratón humano con ojos de lobo—. Cuando una bestia se habitúa a un hombre, cualquier cambiapiel puede metérsele dentro y cabalgarla. Orell se marchitaba dentro de sus plumas, por eso me quedé con el águila. Pero la unión funciona en ambos sentidos, warg. Orell vive ahora dentro de mí, me está susurrando cuánto te odia. Y yo puedo planear por encima del Muro y ver con ojos de águila.

—Así que lo sabemos todo —dijo Mance—. Sabemos los pocos que erais cuando conseguisteis detener la tortuga. Sabemos cuántos han venido desde Guardiaoriente. Sabemos cómo se van agotando vuestros suministros. Hasta vuestra escalera ha desaparecido y en esa jaula sólo pueden subir unos pocos cada vez. Lo sabemos todo. Y ahora tú sabes que lo sabemos. —Apartó el faldón de la tienda—. Entra. Los demás, esperad fuera.

—¿Cómo, yo también? —dijo Tormund.

—Tú sobre todo. Como siempre.

Dentro hacía calor. Había un pequeño fuego bajo los agujeros de salida del humo y un brasero ardía cerca del montón de pieles donde yacía Dalla, pálida y sudorosa. Su hermana le sostenía la mano.

«Val», recordó Jon.

—Sentí mucho lo que le pasó a Jarl —le dijo.

—Siempre trepaba demasiado deprisa. —Val lo miraba con ojos color gris claro.

Era tan blanca como la recordaba, esbelta, de pechos generosos, grácil hasta cuando no se movía, con los pómulos altos muy marcados y una gruesa trenza de cabellos color miel que le caía hasta la cintura.

—Se acerca la hora de Dalla —explicó Mance—. Ella y Val se quedan. Saben lo que tengo intención de decir.

Jon mantuvo su expresión tan inamovible como el hielo. «Ya era bastante canalla asesinar a un hombre en su tienda durante una tregua. ¿También tengo que matarlo delante de su esposa mientras nace su hijo?» Cerró los dedos en torno a la empuñadura de la espada. Mance no vestía armadura pero llevaba la espada envainada colgada del cinturón. Y en la tienda había otras armas, dagas y puñales, un arco y un carcaj con flechas, una lanza con punta de bronce recostada tras aquel…

Cuerno negro.

Jon se quedó sin respiración.

Un cuerno de guerra, un gigantesco cuerno de guerra.

«Mierda.»

—Sí —dijo Mance—. El Cuerno del Invierno, el mismo que Joramun hizo sonar en cierta ocasión para despertar a los gigantes de la tierra.

El cuerno era enorme, el largo de la curva era de dos metros y medio y tan ancho en la boca que habría podido meter el brazo hasta el codo. «Si de verdad perteneció a un uro, debió de ser el más grande que haya existido.» Al principio pensó que las bandas metálicas que lo circundaban eran de bronce, pero al acercarse vio que eran de oro. «Oro viejo, más tostado que amarillo, con runas grabadas.»

—Ygritte me dijo que no habíais encontrado el cuerno.

—¿Crees que los cuervos son los únicos que pueden mentir? Para ser un bastardo me caías bien… pero nunca confié en ti. Mi confianza hay que ganársela.

—Si has tenido el Cuerno de Joramun desde el principio, ¿por qué no lo has usado? —preguntó Jon mirándolo a la cara—. ¿Por qué te has molestado en construir tortugas y mandar thenitas para que nos maten mientras dormimos? Si este cuerno puede hacer lo que dicen las canciones, ¿por qué no lo haces sonar y terminamos de una vez?

Fue Dalla la que le respondió. Tenía la barriga tan grande que apenas si pudo incorporarse sobre el montón de pieles junto al brasero.

—Nosotros, el pueblo libre, sabemos cosas que los arrodillados han olvidado. A veces el camino más corto no es el más seguro, Jon Nieve. El Señor Astado dijo una vez que la brujería es una espada sin empuñadura. No hay manera segura de agarrarla.

—Ningún hombre sale de cacería con una sola flecha en su carcaj —dijo Mance pasando una mano a lo largo de la curva del gran cuerno—. Tenía la esperanza de que Styr y Jarl cogieran desprevenidos a tus hermanos y nos abrieran la puerta. Hice que tu guarnición se dispersara con amagos, incursiones y ataques secundarios. Bowen Marsh picó el anzuelo, como esperaba, pero tu banda de tullidos y huérfanos resultó ser más terca de lo previsto. Pero no pienses que nos has detenido. La verdad sigue siendo que sois muy pocos y nosotros, demasiados. Podría continuar atacando aquí y mandar diez mil hombres a atravesar la bahía de las Focas en balsas para tomar Guardiaoriente por la retaguardia. También podría asaltar la Torre Sombría, conozco los accesos tan bien como cualquiera. Podría mandar hombres y mamuts a excavar las puertas en los castillos que habéis abandonado, todo eso a la vez.

—Entonces, ¿por qué no lo haces?

En ese momento podría haber sacado a Garra, pero quería oír lo que decía el salvaje.

—La sangre —dijo Mance Rayder—. Al final vencería, sí, pero me desangraréis, y mi gente ya ha perdido demasiada sangre.

—Tus pérdidas no han sido tan grandes.

—Contra vosotros, no. —Mance estudió el rostro de Jon—. Ya viste el Puño de los Primeros Hombres. Sabes qué pasó allí. Sabes a qué nos enfrentamos.

—Los Otros…

—Se hacen más fuertes a medida que los días se acortan y las noches se vuelven más frías. Primero matan, después mandan a tus muertos contra ti. Los gigantes no han podido nada contra ellos, tampoco los thenitas, los clanes del río de hielo ni los hombres Pies de Cuerno.

—¿Ni tú?

—Ni yo. —En aquella admisión había ira y una amargura demasiado profunda como para expresarla con palabras—. Raymun Barbarroja, Bael el Bardo, Gendel y Gorne, el Señor Astado, todos vinieron al sur como conquistadores; en cambio yo he venido con el rabo entre las piernas para esconderme detrás de vuestro Muro. —Volvió a palpar el cuerno—. Si toco el Cuerno del Invierno, el Muro caerá. Al menos, eso es lo que dicen las canciones. Entre mi gente los hay que no desean otra cosa…

—Pero una vez caiga el Muro —dijo Dalla—, ¿qué detendrá a los Otros?

—Tengo una mujer sabia. —Mance le dedicó una sonrisa cariñosa—. Una verdadera reina. —Se volvió de nuevo hacia Jon—. Regresa y diles que abran la puerta y nos dejen pasar. Si lo hacen les daré el cuerno y el Muro permanecerá en pie hasta el fin de los tiempos.

«Abrir la puerta y dejarlos pasar.» Era fácil de decir, pero… ¿qué ocurrirá luego? ¿Gigantes acampados en las ruinas de Invernalia? ¿Caníbales en el Bosque de los Lobos, carros de guerra por los Túmulos, el pueblo libre secuestrando a las hijas de los armadores y plateros de Puerto Blanco, a las pescaderas de Costa Pedregosa…?

—¿Eres un verdadero rey? —preguntó Jon de repente.

—No he llevado nunca una corona en la cabeza ni he plantado el trasero en ningún trono de mierda, si eso es lo que preguntas —replicó Mance—. Mi nacimiento es de los más humildes, ningún septon me ungió la cabeza con óleos. No poseo castillos y mi reina lleva pieles y ámbar, no seda y zafiros. Soy mi propio campeón, mi propio bufón y mi propio arpista. No se llega a Rey-más-allá-del-Muro porque el padre de uno lo fuera antes que él. El pueblo libre no sigue a un nombre y no les importa qué hermano nació antes. Ellos siguen a los luchadores. Cuando dejé la Torre Sombría había cinco hombres que juraban que tenían madera de reyes. Tormund era uno de ellos, el Magnar otro. Maté a los tres restantes cuando dejaron claro que lucharían antes de seguirme.

—Puedes matar a tus enemigos —dijo Jon con brusquedad—, pero ¿puedes gobernar a tus amigos? Si dejamos que tu gente pase, ¿tienes la fuerza suficiente para hacerlos respetar la paz del rey y obedecer las leyes?

—¿Las leyes de quién? ¿Las de Invernalia y Desembarco del Rey? —Mance se echó a reír—. Cuando queramos leyes ya nos haremos las nuestras. También puedes quedarte con la justicia de tu rey y con sus impuestos. Te ofrezco el cuerno, no nuestra libertad. No nos arrodillaremos ante vosotros.

—¿Y si rechazamos la oferta?

Jon no dudaba de que ésa sería la respuesta. El Viejo Oso al menos habría escuchado, aunque se habría opuesto a la sola idea de permitir que treinta o cuarenta mil salvajes vagaran por los Siete Reinos. Pero Alliser Thorne y Janos Slynt lo rechazarían sin dedicarle un segundo de atención.

—Si os negáis —dijo Mance Rayder—, Tormund Matagigantes tocará el Cuerno del Invierno dentro de tres días, al amanecer.

Podía llevar el mensaje de vuelta al Castillo Negro y contarles lo del Cuerno, pero si dejaba vivo a Mance, Lord Janos y Ser Alliser se agarrarían de eso como prueba de que era un cambiacapas. Mil ideas atravesaron la cabeza de Jon.

«Si pudiera destruir el cuerno, si pudiera destrozarlo aquí y ahora…» Pero antes de que pudiera dar forma a ningún plan oyó el sonido grave de otro cuerno que las paredes de piel de la carpa hacían más tenue. Mance también lo oyó. Con el ceño fruncido se dirigió a la puerta. Jon lo siguió.

El cuerno de guerra sonaba con más fuerza. Su llamada había revuelto el campamento de los salvajes. Tres hombres Pies de Cuerno pasaron corriendo con picas en las manos. Los caballos resoplaban y relinchaban, los gigantes rugían en la antigua lengua y hasta los mamuts se mostraban inquietos.

—El cuerno de los exploradores —le dijo Tormund a Mance.

—Algo se acerca. —Varamyr estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la tierra a medio congelar, y sus lobos, incansables, describían círculos a su alrededor. Una sombra pasó por encima de él y Jon levantó la vista para ver las alas color gris azulado del águila—. Viene del este.

«Cuando los muertos caminan, las paredes, las estacas y las espadas no significan nada —recordó—. No puedes luchar con los muertos, Jon Nieve. Ningún hombre sabe eso tan bien como yo.»

—¿Del este? —Harma hizo una mueca—. Los espectros deberían estar a nuestra espalda.

—Del este —repitió el cambiapieles—. Algo se acerca.

—¿Los Otros? —preguntó Jon.

—Los Otros no vienen jamás cuando el sol brilla en el cielo —dijo Mance con un gesto de negación.

Los carros de guerra traqueteaban en el campo de batalla llenos de jinetes que agitaban lanzas de hueso afilado. El rey soltó un gruñido.

—¿Adónde demonios se creen que van? Quenn, haz que esos idiotas vuelvan a su sitio. Que alguien me traiga mi caballo. La yegua, el potro no. También quiero mi armadura. —Mance lanzó una mirada suspicaz en dirección al Muro. Encima del parapeto helado estaban los soldados de paja llenos de flechas, pero no había señal de ninguna otra actividad—. Harma, que monten tus exploradores. Tormund, busca a tus hijos y forma una triple línea de lanceros.

—Sí —dijo Tormund mientras se alejaba con paso vivo.

—Los veo —dijo el pequeño cambiapieles de aspecto ratonil con los ojos cerrados—. Vienen siguiendo las corrientes y los senderos de los animales…

—¿Quiénes?

—Hombres. Hombres a caballo. Hombres vestidos de acero. Hombres de negro.

—Cuervos. —Mance pronunció la palabra como si fuera una maldición. Se volvió hacia Jon—. ¿Creen mis antiguos hermanos que me atraparán con los calzones bajos si me atacan mientras parlamentamos?

—Si planeaban un ataque, a mí no me lo dijeron.

Jon no podía creerlo. Lord Janos no contaba con suficientes hombres para atacar el campamento de los salvajes. Además, estaba al otro lado del Muro y la puerta estaba sellada con escombros.

«Slynt había planeado otro tipo de traición, esto no puede ser cosa suya.»

—Si has vuelto a mentirme no saldrás vivo de aquí —lo avisó Mance.

Sus guardias le llevaron el caballo y la armadura. Jon vio gente correr por todo el campamento, cada cual con un propósito diferente. Algunos formaban como si fueran a asaltar el Muro mientras otros se escondían en el bosque, había mujeres que llevaban hacia el este carros tirados por perros, hacia el oeste vagaban los mamuts. Se llevó la mano a la espalda y sacó a Garra en el momento en que una fina línea de exploradores apareció por la linde del bosque, a unos trescientos metros. Llevaban cotas negras, medios yelmos negros y capas negras. Mance sacó su espada con la armadura aún a medio poner.

—No sabías nada de esto, ¿verdad? —le dijo a Jon con voz gélida.

Los exploradores se lanzaron sobre el campamento de los salvajes abriéndose camino entre los macizos de aulaga y los grupos de árboles, sobre las raíces y las rocas. Los salvajes corrieron a enfrentarse con ellos lanzando gritos de guerra y agitando garrotes y espadas de bronce, hachas de pedernal, cualquier cosa contra sus viejos enemigos. «Un grito, un tajo y la muerte de un valiente»; era lo que Jon había oído contar a los hermanos sobre la manera de combatir del pueblo libre.

—Puedes creer lo que quieras —le dijo a Mance—, pero no sabía nada de ningún ataque.

Antes de que Mance pudiera replicar, Harma pasó como un relámpago al galope, al frente de treinta jinetes. Su estandarte la precedía: un perro muerto empalado en una lanza, que salpicaba sangre a cada paso. Mance la contempló mientras chocaba con los exploradores.

—Quizá sea verdad lo que dices. Parecen hombres de Guardiaoriente. Marineros a caballo. Cotter Pyke siempre ha tenido más redaños que cerebro. Atrapó al Señor de los Huesos en Túmulo Largo, debe de haber pensado que también le funcionaría conmigo.

—¡Mance! —se oyó un grito. Era un explorador que acababa de salir de los árboles a lomos de un caballo con la boca llena de espuma—. Mance, hay más, nos tienen rodeados, hombres de hierro, de hierro, un ejército de hombres de hierro.

Con una maldición, Mance montó su caballo.

—Varamyr, quédate y cuida de que no le pase nada a Dalla. —El Rey-más-allá-del-Muro apuntó su espada hacia Jon—. Y vigila también a este cuervo. Si intenta huir, rájale la garganta.

—Será un placer. —El cambiapieles era una cabeza más bajo que Jon, encorvado y blando, pero el gatosombra podía sacarle las tripas con una garra—. También vienen del norte —le dijo Varamyr a Mance—. Será mejor que vayas.

Mance se colocó el yelmo con las alas de cuervo. Sus hombres ya habían montado.

—Punta de flecha —espetó Mance—, conmigo, en formación de cuña.

Pero, en cuanto clavó los talones en los ijares de la yegua y salió disparado por el campo en dirección a los exploradores, los hombres que corrían en pos de él abandonaron cualquier parecido con una formación.

Jon dio un paso hacia la tienda pensando en el Cuerno del Invierno, pero el gatosombra se interpuso moviendo la cola. Las fosas nasales de la bestia estaban dilatadas, la saliva le goteaba de los incisivos curvos. «Huele mi miedo.» En ese momento echó de menos a Fantasma más que nunca. A sus espaldas los dos lobos gruñían.

—Estandartes —oyó murmurar a Varamyr—. Veo estandartes dorados, ah… —Un mamut pasó cerca, barritando, con media docena de arqueros en la torre de madera que llevaba sobre el lomo—. El rey… no…

En aquel momento el cambiapieles echó atrás la cabeza y lanzó un grito.

El sonido era estremecedor, hendía los oídos con un dolor inmenso. Varamyr cayó al suelo retorciéndose y el gato comenzó a aullar también… y muy arriba, en lo más alto del cielo oriental, ante una pared de nubes, Jon vio que el águila ardía. Durante un segundo ardió con más fuerza que una estrella, envuelta en rojo, oro y naranja, con las alas agitándose enloquecidas en el aire como si pudiera escapar del dolor. Voló más alto, más y más y más.

El grito hizo que Val saliera de la tienda con el rostro blanco.

—¿Qué pasa, qué ocurre? —Los lobos de Varamyr peleaban entre sí, el gatosombra había desaparecido entre los árboles, el hombre seguía retorciéndose en el suelo—. ¿Qué le pasa? —preguntó Val horrorizada—. ¿Dónde está Mance?

—Allí —señaló Jon—. Se ha ido a luchar.

El rey iba al frente de su cuña dispersa hacia un grupo de exploradores; su espada brillaba.

—¿Se ha ido? No puede irse ahora. Ha empezado.

—¿La batalla?

Vio cómo los exploradores se dispersaban ante la sangrienta cabeza de perro de Harma. Los jinetes gritaron, lanzaron tajos y persiguieron a los hombres de negro que retrocedieron hacia el bosque. Pero más hombres salían de la espesura, una columna de soldados a caballo. «Caballería pesada», vio Jon. Harma tuvo que reagrupar sus fuerzas y dar la vuelta para enfrentarse a ellos, pero la mitad de sus hombres ya se había adelantado demasiado.

—¡El parto! —le estaba gritando Val.

Por doquier sonaban las trompetas con un sonido alto y estridente. «Los salvajes no tienen trompetas, sólo cuernos de guerra.» Ellos lo sabían tan bien como él; aquello hizo que el pueblo libre corriera en desorden: algunos hacia el combate; otros, en dirección contraria. Un mamut pisoteó un rebaño de ovejas que tres hombres intentaban llevar hacia el oeste. Los tambores retumbaban mientras los salvajes corrían para formar en columnas o líneas de defensa, pero eran demasiado lentos, demasiado desorganizados, era demasiado tarde. El enemigo salía del bosque, del este, del norte, del nordeste, tres grandes columnas de caballería pesada, todo acero bruñido, con sobrevestas de lana de vivos colores. No eran los hombres de Guardiaoriente, aquéllos sólo habían formado una línea de avanzadilla. Era un ejército. «¿El ejército del rey?» Jon estaba tan confuso como los salvajes. ¿Habría vuelto Robb? ¿Había decidido hacer algo por fin el niño del Trono de Hierro?

—Es mejor que vuelvas a entrar en la tienda —le dijo a Val.

Al otro lado del campo de batalla una columna había barrido a Harma Cabeza de Perro. Otra había aplastado el flanco de los lanceros de Tormund mientras él y su hijo intentaban hacerlos regresar a la desesperada. Los gigantes montaban en sus mamuts y eso no gustaba para nada a los caballeros que montaban los caballos con armadura; Jon vio cómo los corceles y los caballos de batalla relinchaban y se dispersaban a la vista de aquellas montañas de carnes bamboleantes. Pero también había miedo en el bando de los salvajes, cientos de mujeres y niños huían de la batalla, algunos para ir a meterse directamente entre los cascos de los caballos. Vio cómo el carro de perros de una anciana se interponía en el camino de tres carros de combate y los hacía chocar entre sí.

—Dioses —susurró Val—, dioses, ¿por qué hacen eso?

—Vuelve dentro de la tienda y quédate con Dalla. Aquí no estás a salvo.

Tampoco lo estaría adentro, pero eso no tenía por qué decírselo.

—Tengo que buscar a la comadrona.

—Tendrás que hacer de comadrona tú. Me quedaré aquí hasta que vuelva Mance.

Lo había perdido de vista pero volvió a localizarlo, se abría paso a través de un grupo de hombres a caballo. Los mamuts habían dispersado la columna central, pero las otras dos se acercaban en formación de pinza. En la linde oriental del campo algunos arqueros disparaban flechas en llamas contra las tiendas de campaña. Vio a un mamut que arrancaba a un jinete de su silla y lo lanzaba a quince metros de distancia con un movimiento de la trompa. Los salvajes pasaban a su lado, mujeres y niños que huían de la batalla junto con algunos hombres que los apuraban. Unos pocos lanzaron miradas torvas en dirección a Jon, pero tenía a Garra en la mano y nadie lo molestó. Hasta Varamyr huyó gateando a cuatro patas.

De los árboles salían más y más hombres, ya no sólo caballeros sino también jinetes libres, arqueros a caballo y hombres de armas con armadura ligera y capellinas, docenas, cientos de hombres. Hacían ondear un verdadero bosque de estandartes. El viento los agitaba demasiado deprisa para que Jon pudiera ver los blasones, pero logró distinguir un caballito de mar, un campo de aves, un anillo de flores… Y amarillo, mucho amarillo, estandartes amarillos con un emblema rojo. ¿De quién eran aquellos blasones?

Al este, al norte y al nordeste vio bandas de salvajes que intentaban resistir y pelear, pero los atacantes los estaban barriendo. El pueblo libre aún contaba con superioridad numérica pero los atacantes tenían armaduras de acero y caballería pesada. En lo más ardoroso de la batalla vio a Mance de pie sobre los estribos. Su capa roja y negra y su yelmo con alas de cuervo lo hacían fácilmente reconocible. Levantó la espada y sus hombres corrían ya hacia él cuando una cuña de caballeros chocó con ellos con lanzas, espadas y picas. La yegua de Mance se levantó sobre las patas traseras, corcoveó y una lanza le atravesó el pecho. Luego la marea de acero lo arrastró.

«Se ha terminado —pensó Jon—, no tienen nada que hacer.» Los salvajes corrían y arrojaban sus armas. Los hombres Pies de Cuerno, los habitantes de las cavernas, los thenitas con armaduras de bronce… todos huían. Mance había desaparecido, alguien exhibía la cabeza de Harma clavada en un palo, las líneas de Tormund estaban rotas… Sólo resistían los gigantes sobre sus mamuts, islas peludas en un mar de acero rojo. Las llamas pasaban de una tienda a otra y algunos de los pinos también empezaron a arder. Y en medio del humo llegó otra cuña de caballería pesada. Sobre los jinetes ondeaban las enseñas mayores, estandartes reales grandes como sábanas, una de ellas amarilla con largas lenguas puntiagudas que señalaban un corazón ardiente, y otra como una lámina de oro batido con un venado negro que tremolaba con el viento.

«Robert», pensó Jon en un momento de locura, acordándose del pobre Owen. Pero cuando las trompetas volvieron a sonar y los caballeros se lanzaron a la carga, el nombre que gritaban era otro.

—¡Stannis! ¡Stannis! ¡Stannis!

Jon se dio la vuelta y entró a la tienda.

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