Diez

Gus Winter pinchó un malvavisco grueso con uno de los palos afilados que conservaba Bernadette en su chimenea de piedra exterior, se lo pasó a Mackenzie y se acomodó en un viejo sillón de orejeras. Gus había hecho el fuego con la sensación de que ese ritual sencillo era lo que necesitaba para poner en perspectiva los sucesos del día.

Mackenzie se echó hacia delante y sostuvo su malvavisco sobre las llamas con cuidado de no acercarlo mucho. Le gustaba el centro blando y el exterior crujiente, lo cual requería un cierto grado de paciencia y saber hacer.

– Beanie ha ayudado a mucha gente a lo largo de los años -dijo-. Yo no he sido la única.

– Ni mucho menos. Y tú eres vecina. Ella ha ayudado también a desconocidos -Gus tomó otro palo-. ¿Insinúas que el pirado de hoy puede ser alguien al que ha ayudado?

– Yo no insinúo nada. Sólo es una especulación. Todos especulamos.

Pensó en Rook, que debía estar en la casa o quizá fuera con otros agentes del FBI, pero que, en todo caso, no estaba en el fuego tostando malvaviscos.

– El ataque a la senderista de esta mañana sugiere que ese hombre no estaba aquí por Beanie. La cerradura del cobertizo no estaba rota. Seguramente ella no se molestó en cerrar.

– ¿Y él aprovechó la coyuntura y se metió allí a esconderse o planeó hacerlo? -preguntó Gus.

– Tal vez. Carine se dejó la puerta abierta cuando subió con Harry por el sendero. Si ese hombre hubiera buscado un lugar para descansar o robar, habría preferido la casa.

– Tal vez no tuviera ocasión. No sabemos cuánto tiempo estuvo aquí. Puede que saliera del bosque cuando tú estabas en el agua.

– Pues menos mal que no salió de debajo de una cama en plena noche.

Gus pinchó dos malvaviscos en su palo y los acercó al fuego.

– Ese agente del FBI, Rook… ¿cuál es su historia?

– No sé. Apareció de pronto.

– Aja. ¿Amigo tuyo?

– Conocido.

– ¿Quiénes?

Mackenzie sabía que Gus empezaba a impacientarse. Lo cual era comprensible.

– Bueno, cuando lo conocí, creí que era un burócrata de Washington.

– Pero no lo es.

– Es evidente que no.

– Dejas que te llame Mac. La última vez que te llamé Mac, me dijiste con mucha firmeza que te llamabas Mackenzie.

– A Rook le dije lo mismo.

Los malvaviscos de Gus se prendieron fuego. Dejó que ardieran unos segundos y los apagó soplando.

– ¿Algo personal entre vosotros?

Ella no vaciló.

– No.

– No lleváis un caso juntos ni nada por el estilo, ¿verdad?

– No.

– O sea que sí hay algo entre vosotros.

Mackenzie mordió el malvavisco para ver si estaba en su punto. Gus siguió quemando los suyos.

– ¿Nate conoce a Rook?

– No sé. ¿Por qué no le preguntas?

– Te lo pregunto a ti.

El malvavisco estaba perfecto y ella se lo metió entero en la boca y disfrutó de su dulzor. Se recostó en el sillón y consideró si tenía energía para tostar otro.

– Nate se ha portado muy bien conmigo desde que me fui a Washington -dijo-. Es tan respetado que dudo de que nada de lo que yo pueda hacer tenga un impacto en él.

– Eso no es lo que te he preguntado.

Ella suspiró.

– Lo sé. Vale. Rook y yo hemos salido unas cuantas veces. Se acabó. Fin de la historia.

– ¿Y cómo se las ha arreglado para aparecer aquí unos minutos después de que te apuñalaran?

– No lo sé -Mackenzie dejó su pincho en la hierba-. ¿Has hablado con Beanie?

Gus sacó sus malvaviscos ennegrecidos del fuego.

– No. ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque la conoces desde la guardería.

– Antes de eso. Yo no fui a la guardería.

Se comió el malvavisco de arriba. Bernadette y él tenían raíces profundas en Cold Ridge y, aunque fueran muy diferentes, los dos pensaban pasar allí sus últimos días.

Mackenzie miró el cielo estrellado.

– Beanie y tú acabaréis en la misma residencia, ¿sabes? Y te estará bien empleado.

Él sonrió.

– Seguramente sí.

– La policía y el FBI no creen que ese hombre tenga nada que ver con ella.

– ¿Y qué dice tu instinto? -Gus la miró-. ¿Crees que ha sido casualidad que aparezca aquí?

– No -contestó ella-. No lo creo.

Él volvió a hundir en las llamas el malvavisco que le quedaba, presumiblemente para achicharrar el milímetro cuadrado que faltaba.

– ¿En este momento te gustaría haber seguido en la universidad?

– No, me gustaría haber llevado un bañador negro hoy.

Él se echó a reír, pero Mackenzie no tenía energía para acompañarlo. Cerró los ojos e intentó escuchar a los grillos y el lamido suave del lago contra las rocas. Antes de darse cuenta, se había adormilado.

– Tienes que acostarte.

Ella abrió los ojos. Era Rook el que había hablado. Estaba sentado en una tumbona a su lado.

– ¿Dónde está Gus?

– Se ha ido hace diez minutos. Estás exhausta, Mac.

Tenía razón. La adrenalina y la medicina la habían agotado más que la pérdida de sangre o la breve lucha fútil que sostuviera con el atacante.

– Sí, es hora de acostarse -sonrió-. Tostaré un último malvavisco y me voy.

Creyó que él lo discutiría, pero Rook tomó el palo abandonado de Gus y clavó un malvavisco.

– Nunca me han gustado mucho -comentó.

– ¿Qué? ¿Cómo es posible? A todo el mundo le gustan los malvaviscos.

– Demasiado dulces.

– Ah -ella le tendió su palo y él clavó un malvavisco y se lo devolvió-. ¿Quieres decirme lo que haces aquí?

– Mac, sabes que no puedo.

– ¿Algo relacionado con J. Harris Mayer?

Él la miró.

– Cal Benton pasó por tu casa anoche y te preguntó si lo habías visto.

Ella se enderezó en el sillón.

– ¿Cómo narices sabes…? -se interrumpió y lanzó su palo al fuego al estilo de Gus-. Te lo ha dicho Nate. Entonces ya está. Tú también buscas a Harris.

– ¿Lo conoces tan bien como para llamarlo Harris?

– No necesariamente, pero se lo llamo.

– ¿Has tenido algún contacto con él desde que fuiste a Washington?

Ella negó con la cabeza.

– No -sacó el malvavisco de las llamas justo cuando se iba a prender fuego-. Rook, ¿me estás interrogando?

– Estoy tostando malvaviscos -él dejó ennegrecerse el suyo, luego le guiñó un ojo, lo sacó del fuego y se lo comió de un mordisco-. Perfecto.

– Pero por dentro estaba duro.

Su malvavisco cayó del pincho al fuego.

Rook se puso en pie.

– Yo diría que eso es una señal.

Ella lo miró desde su sillón. ¡Era tan condenadamente atractivo! Y sus ojos… en la penumbra, con las estrellas brillando encima, parecían capaces de ver hasta el interior de su alma.

Probablemente estaba decidiendo si ella le ocultaba algo.

Él estaba en Cold Ridge por su trabajo, no por ella. No debía olvidarlo por muy atraída que se sintiera por él.

– No hace falta que te quedes conmigo, ¿sabes?

– O se queda la policía de aquí o me quedo yo o se queda uno de tus compañeros marshals. No estás en condiciones de defenderte si vuelve ese hombre. Tendrías suerte de despertarte.

– Y tú investigas la relación de Beanie con J. Harris Mayer. Y así puedes dedicarte por la noche a registrar su casa.

– Sin una orden de registro, no -suspiró Rook-. ¿Necesitas ayuda para levantarte de ahí?

– No, gracias. Puedo arreglármelas -pero Mackenzie se tambaleó levemente al levantarse y Rook tuvo el buen sentido de ayudarla-. No es uno de mis mejores días.

– A ver qué piensas de eso mañana.

Ella quería discutir con él, pero vio que estaba serio y no se trataba de que se mostrara paternalista porque ella tuviera menos experiencia como agente de la ley.

– De acuerdo.

Lo miró.

– Gracias por ayudarme hoy y por quedarte esta noche, Andrew.

– De nada.

– ¿Es tu trabajo?

– Mac…

– Podías haberme dicho que nuestra relación interfería con tu trabajo. Como mínimo, podías haber inventado una mentira buena. Haberme dicho que había otra persona.

– No la hay -la miró a los ojos-. No tenía que haberte dejado ese mensaje. Lo menos que podía haber hecho era ir a explicarte las cosas.

– Así podrías haber sorprendido a Cal Benton llamando a mi puerta y haberle preguntado por qué buscaba a Harris Mayer. Le pareció haberlo visto en una recaudación de fondos a la que yo asistí con Beanie el miércoles -Mackenzie frunció el ceño-. Aja. Ahora lo entiendo. Cal os vio a Harris y a ti juntos en el hotel, ¿verdad?

Rook subió al porche con ella.

– Nada de eso importa. Corté contigo porque no quería colocarnos a ninguno de los dos en una situación que luego lamentáramos.

Ella soltó una carcajada.

– Me cuesta creer que fuera a arrepentirme de acostarme contigo aunque me dejaras diez minutos después.

– Mac -él le apartó unos rizos de la frente y le acarició los labios con los nudillos-. Me alegro de que lo de hoy no haya sido grave. Siento no haber llegado antes para ayudarte.

Ella intentó sonreír.

– No me estás poniendo fácil que siga pensando que eres una víbora.

Él la besó con suavidad.

– Mejor. No me gustan las víboras.

No esperó a que ella respondiera y le abrió la puerta. Mackenzie entró, dando gracias por no haberse caído al suelo y que él hubiera tenido que transportarla en brazos.

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