Quince

Mackenzie sacó la mochila del compartimiento de arriba del pequeño avión y se la colgó en el hombro derecho. Lo estrecho del sitio y las turbulencias habían conseguido hacerle sentir cada centímetro de la herida, pero se resistía a tomar analgésicos. No había tomado nada desde el sábado y ahora era martes por la tarde; habían pasado cuatro días desde el ataque que le había abierto el costado.

Cuatro días frustrantes.

Era hora de regresar a sus fantasmas, caer en su cama y volver a trabajar al día siguiente. El rastro de su atacante estaba muy frío. Los equipos de búsqueda no habían encontrado ninguna prueba de su identidad ni de su paradero en las montañas y las huellas que había sacado la policía del cuchillo no estaban en ninguna base de datos. Mackenzie había hecho lo que había podido para ayudar con la búsqueda, pero no habían conseguido nada.

Se sumó a la cola que salía del avión. Le dolía el costado, pero por mucho que deseara llegar a su casa, tenía que hacer antes una parada.

Bernadette Peacham había pedido verla.

Pensaba tomar un taxi, pero cuando se detuvo un momento para orientarse hacia la salida, Andrew Rook se colocó a su lado, tomándola por sorpresa. Vestía vaqueros y camiseta y estaba increíblemente sexy.

– Permíteme -tomó la mochila de Mackenzie-. Esos bikinis rosas y toallas de delfines son pesados.

– Rook, si le has hablado a alguien del bikini rosa…

– No ha hecho falta.

– Lo sabe todo Washington, ¿verdad?

– Lo del bikini sí. Lo de la toalla de delfines lo sabe poca gente.

Mackenzie pensó que aquello no era un gran consuelo.

– ¿Qué haces aquí? ¿Cómo sabías en qué vuelo llegaba? -suspiró-. ¡Maldito FBI!

Él sonrió.

– Nos encanta complacer.

Ella, libre de la mochila, apretó el paso.

– Me gustabas más cuando pensaba que trabajabas para Hacienda.

Él ignoró el comentario.

– Mi coche está en el aparcamiento. ¿Quieres que te traiga una silla de ruedas?

– Teniendo en cuenta que careces de sentido del humor, asumo que hablas en serio. No, no quiero que me traigas una silla de ruedas. Si quieres hacer algo por mí, búscame un taxi.

– De eso nada -él la miró con ojos más oscuros que de costumbre-. Si te dejara tomar un taxi y tropezaras en la oscuridad y perdieras un par de puntos, me metería en un buen lío.

Ella se detuvo de pronto.

– ¿Quién te ha hecho venir aquí? ¿Gus? ¿Te ha llamado para decirte que estaba en camino?

– He llamado yo.

– ¿Por qué?

– Para preguntar por ti.

Mackenzie cerró la boca y siguió andando.

– Puede que Gus se haya tragado eso, pero tú tienes motivos ocultos.

Rook sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón con la mano libre.

– ¿Eras tan cínica cuando eras profesora de universidad?

– No soy cínica, soy realista.

Cuando llegaron al coche, Mackenzie estaba sin aliento, lo cual la irritaba. Pero cuatro días de no hacer ningún ejercicio se habían cobrado su precio. Con puntos o sin puntos, tendría que madrugar y hacer algo de ejercicio antes de ir al trabajo.

Rook arrojó la mochila al asiento de atrás del coche.

– Si te sirve de consuelo, Gus no me ha dicho que viniera a buscarte. Ha dicho que, si lo hacía, te tratara bien.

– Ha criado a dos sobrinas, tiene buen ojo para los hombres como tú.

– ¿Los hombres como yo? Carine está casada con un paracaidista de salvamento y Antonia con un senador y antiguo piloto de helicópteros de salvamento.

Mackenzie frunció el ceño.

– Has investigado bien. ¿Conoces a Antonia? Vive en Washington.

– Creo que una vez me trató una conmoción.

Mackenzie no sabía si creerlo. Antonia, la hermana mediana de los Winter, era médico de Urgencias. Su marido, Hank Callahan, senador por Massachusetts, y ella habían invitado dos veces a Mackenzie a su casa de Georgetown desde su llegada a Washington. ¿Había investigado Rook a todos los Winter para su caso? ¿Debido al ataque? ¿A causa de ella?

– Así que estoy en buena compañía -añadió Rook-. Y Nate es un tipo decente…

– Gracias a Gus, o eso diría él.

– ¿Te quedaste en su casa cuando yo me vine?

Ella asintió.

– Sólo por la noche. Era más fácil que tenerlo dándome la lata o, peor aún, insistiendo en quedarse conmigo en casa de Beanie. Es un cocinero fabuloso. Eso ayuda.

– Te tratan como si fueras de la familia.

– Pero no lo soy -ella se acercó a la puerta del acompañante-. Tengo a mis padres.

Rook abrió la puerta para ella.

– De niña eras un demonio; después del accidente de tu padre, pasabas mucho tiempo sola. Tu sentido del humor, tu pelo cobrizo y tus lindas pecas seguro que te ayudaron a que no te odiaran demasiado.

Ella entró en el coche.

– Has hablado con Gus. ¿Lo has interrogado como parte de tu investigación?

Rook cerró la puerta sin contestar y rodeó el coche para entrar por el otro lado.

Cuando se sentó al volante, Mackenzie fijó la vista al frente.

– Tengo que parar en un sitio.

– Mac…

– Bernadette me ha llamado. No puedo negarme. Tú decides si quieres llevarme a su casa o no.

Le pareció que los músculos del brazo de él se tensaban mientras ponía el motor en marcha.

– No hay problema.

– Vive al lado de Embassy Row.

– Sé dónde vive.

Mackenzie se recostó en el confortable asiento.

– Por supuesto.


La elegante casa de 1920 de Bernadette Peacham, situada en una calle tranquila de la Avenida Massachusetts, siempre hacía pensar a Mackenzie en fiestas en jardines con ladrillos cubiertos de hiedra y lechos de flores exuberantes. Rook aparcó debajo de un roble gigante y, cuando ella salió del coche, la humedad casi la dejó sin aliento. El aire de la noche y los gigantescos árboles no conseguían ahogar el calor.

Cuando Rook y ella se acercaban a la entrada, se encendió una luz exterior. Bernadette abrió la puerta ataviada todavía con el traje gris arrugado que sin duda había llevado al tribunal y observó a Mackenzie con atención.

– No tienes tan mal aspecto como temía. Un poco pálida. Me siento muy aliviada de que ese lunático no te matara.

– Yo también -Mackenzie señaló detrás de sí-. Beanie, quiero presentarte…

– Agente especial Rook -la mujer se hizo a un lado y sonrió con frialdad-. ¿No es así?

– Es un placer conocerla, jueza Peacham -repuso él en tono neutral.

– Igualmente. Adelante.

Los precedió hasta la sala de estar. Su casa de Washington era el polo opuesto a la casa sencilla de New Hampshire. Antigüedades caras de distintos periodos se mezclaban con telas y colores tradicionales y obras de arte de sus viajes por todo el mundo. Cal se había llevado sus piezas favoritas de Perú y Japón, pero la mayoría eran de la vida de Bernadette anterior a su matrimonio.

– Estoy deseando salir de aquí -dijo la jueza-. ¡Hace tanto calor!

Mackenzie se quedó de pie, pues no pensaba estar mucho tiempo.

– No me extraña. ¿Cuándo vas a New Hampshire?

– El viernes.

– ¿Te preocupa estar allí…?

– ¿Con ese lunático suelto? No, claro que no. Para entonces andará ya muy lejos, o esperemos que lo hayan detenido. Nunca he tenido miedo de estar sola en el lago y no voy a empezar ahora. Además, seguro que Gus estará pendiente de mí. A veces es como una madraza.

– He dejado comida en el frigorífico.

Bernadette se dejó caer en un sillón de orejeras.

– ¿Y cómo estás tú? Me han dicho que tuviste suerte de que el cuchillo no entrara más.

– Es una herida superficial. Dolorosa, pero se curará. Cada día está mejor.

– Seguro que no fue solamente suerte que no te hiciera más daño. Siempre has sabido pelear bien.

Mackenzie era consciente de la presencia de Rook en el umbral, pero él no parecía interesado en intervenir en la conversación.

– Lo tenía -dijo-, pero no pude retenerlo.

– Te había apuñalado. Policías con más experiencia han vacilado también en situaciones similares -dijo Bernadette-. Date tiempo para curar. No te presiones demasiado o sólo conseguirás retrasar la recuperación.

– Por eso no he vuelto hasta hoy.

– Bien. Ese hombre… ¿lo conocías?

– Me resultaba vagamente familiar.

– ¿Vagamente? Eso no es lo que queremos oír en un tribunal.

Los policías estatales, agentes del FBI y marshals que investigaban los dos ataques en New Hampshire tampoco querían oírlo. Querían datos concretos y Mackenzie no podía dárselos. Los ojos habían confirmado la sensación de que lo había visto antes, pero eso no resultaba de ayuda.

– ¿Lo reconocerías si volvieras a verlo? -preguntó Bernadette.

– Sabría que era el mismo hombre. Pero no sé si eso me ayudaría a descubrir dónde lo he visto antes.

Bernadette la observó con atención, pero Mackenzie no se inmutó. La jueza era brusca y directa, pero también muy generosa, inteligente y justa. La mujer movió la cabeza.

– Lo siento. Me gustaría que el ataque no se hubiera producido; me gustaría poder ayudar a encontrar al que lo hizo. He visto a muchos arrastrados pasar por el tribunal, pero no tengo ninguna idea. No soy buena interpretando dibujos; no creo que me reconociera ni a mí misma en uno.

– ¿Y Cal?

– ¿Cal? -preguntó Bernadette-. ¿Por qué va a saber él algo?

Mackenzie miró a Rook de soslayo, pero él se mostraba impenetrable. Se encogió de hombros.

– Por nada.

– Ya apenas lo veo, aunque todavía vive aquí. Tiene la suite de invitados de abajo -añadió con rapidez.

Mackenzie se había quedado allí a menudo en sus visitas a Washington. Bernadette siempre había sido una anfitriona bien dispuesta, aunque algo menos después de su matrimonio con Cal Benton. Mackenzie no sabía si él no quería compañía o si no le gustaba ella. Tal vez percibía que a ella no le caía bien él.

– ¿Cuándo se marcha? -preguntó con brusquedad.

Bernadette no pareció ofenderse.

– Este fin de semana. Cuando yo vuelva de New Hampshire en septiembre, él habrá salido ya de mi vida.

– ¿Has hablado con él de los ataques en New Hampshire?

– Por supuesto. Sugirió que tu atacante podía ser alguien a quien hubiera ayudado yo en algún momento.

– ¿Uno de tus «cachorros de tres patas»? ¿No nos llama así? -preguntó Mackenzie.

La frialdad de su tono hizo que Rook la mirara, pero él no dijo nada. Cal, que no la había conocido de niña, había dejado claro que la consideraba una de los «cachorros» de su esposa.

– Cal no se da cuenta de lo ofensivo que es a veces -repuso Bernadette-. Creo que es su modo de intentar ser gracioso. Tampoco reconoce a ese hombre por la descripción ni por el dibujo. La policía parece pensar que es un vagabundo loco y puede que tenga razón. Quizá tú lo has visto alguna vez en la tienda de Gus o algo así -Bernadette la miró-. Veo que estás cansada. ¡Ojalá supiera algo que te ayudara a encontrar a ese hombre!

– La policía no se ha rendido todavía -repuso Mackenzie-. ¿Tú estás bien? No pretendo asustarte, pero ese hombre andaba en tu propiedad.

– Tus amigos marshals pasan por aquí de vez en cuando. Pero te atacaron a ti, no a mí. ¿Tú tienes protección?

Mackenzie casi sonrió.

– Yo no soy una jueza federal que no sabe disparar una pistola.

– Odio las pistolas. Y gracias por tu interés, pero no estoy preocupada.

Mackenzie quería preguntarle por Harris Mayer, pero no lo hizo. Que lo hiciera Rook si quería. Ella no tenía información suficiente, pero si se entrometía en una investigación en marcha, podía acabar de vuelta en Cold Ridge y en la enseñanza antes de tener tiempo de hacerle un arañazo a la placa. Ni siquiera Nate Winter podría ayudarla entonces.

Bernadette pasó delante de Rook y salió al vestíbulo. Mackenzie la siguió.

– ¿Dónde está Cal ahora? -preguntó.

– No tengo ni idea -Bernadette apretó los labios-. ¿A qué vienen tantas preguntas?

– Sólo es conversación -dijo la joven.

Pero no era del todo cierto y se preguntó si tanto la jueza como Rook se daban cuenta de que ocultaba algo. Pero contar lo que sabía de Cal Benton y su última afrenta a su matrimonio no ayudaría a nadie.

– Cal echará de menos el lago, ¿verdad? -comentó con cautela.

– Si por él hubiera sido, habría dividido el terreno en parcelas y derribado la casa para construir una nueva. Dice que está muy vieja.

– ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en New Hampshire?

Rook masculló algo inaudible y Mackenzie comprendió que había ido demasiado lejos. Bernadette se volvió desde la puerta de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Mackenzie, soy jueza. Antes de ser jueza, fui fiscal. Sé cuándo me están interrogando. Te lo permito debido a las circunstancias, pero quiero que se acaben las preguntas.

– Perdona. Ha sido un día largo. Disfruta del lago. Estos días ha hecho un tiempo fabuloso.

Bernadette sonrió, desaparecida ya su irritación.

– Siempre lo hace. No permití que lo que le pasó a tu padre me impidiera apreciarlo y no permitiré que me impida apreciarlo lo que te ha pasado a ti -soltó un respingo, sin duda horrorizada por sus propias palabras-. No pretendía que eso sonara así. Perdóname. No soy una insensible.

– Lo sé. Olvídalo. Nos veremos pronto.

– No sé nada del hombre que te atacó ni Cal tampoco. Él sabe cuidarse solo. Y por lo que he aprendido de él estos tres últimos años, siempre lo ha hecho bien.

– No tengo dudas.

La jueza clavó sus ojos verdes claros en los de Mackenzie.

– ¿Qué es lo que sabes que no me cuentas?

– Sólo tengo preguntas, Beanie. No respuestas.

La mujer tardó un momento en contestar.

– Conozco esa sensación -abrió la puerta-. Agente especial Rook, ha sido un placer conocerlo.

– Lo mismo digo, jueza Peacham.

– Es usted muy disciplinado, manteniendo la boca cerrada todo este tiempo.

Él le sonrió.

– Buenas noches, jueza.

Mackenzie fue a decir algo, pero Bernadette levantó una mano.

– Ya te he entretenido bastante. Cuídate. Gracias por venir.

– Siempre es un placer verte, Beanie.

El coche de Rook seguía relativamente fresco cuando Mackenzie volvió a su asiento, pero la invadía la fatiga y sentía la mirada de él observándola.

– ¿De dónde salió el apodo de Beanie? -preguntó él.

– Creo que se lo puso Gus en la escuela cuando eran niños y se quedó con él.

– ¿Pero es apreciada? ¿Es conocida por su bondad y generosidad?

– Eso no significa que sea blanda. Es lista y está muy entregada a su trabajo de jueza.

– ¿No tiene hijos?

Mackenzie negó con la cabeza.

– Estuvo casada unos cuantos años después de terminar la Facultad de Derecho, pero no salió bien. No hay hijos.

– Sólo tú -dijo él.

– Yo tengo madre y Beanie lo sabe. Y nos queremos mucho.

– ¿Cómo te ayudó la jueza?

– Impidió que Gus me colgara de los pulgares, para empezar. Además me prestó su biblioteca y siempre me dejó usar su casa como refugio. Pero yo nunca iba al cobertizo. Me sentaba a leer en el porche y para mí era un respiro de los problemas de casa. Además, mi padre no me necesitaba cerca cuando estaba sufriendo.

– Tiempos duros.

– Algunos los han tenido peores.

Rook guardó silencio un momento.

– No estamos hablando de lo que han sufrido otras personas.

Mackenzie decidió cambiar de tema. No quería que Rook la imaginara como una niña de once años solitaria y problemática.

– ¿Sabes algo de Harris Mayer?

– Todavía no ha aparecido.

– ¿Lo estás buscando?

– Sí.

Mackenzie lo dejó conducir un par de kilómetros sin hacer preguntas, con la esperanza de que él tomara la iniciativa y hablara. Pero no fue así. Al fin lo miró de soslayo.

– Hablar contigo es como intentar sacar sangre de una piedra.

– Sólo cuando haces preguntas que están fuera de tu esfera de interés.

– Entendido. Nate Winter me dio el mismo sermón.

– Un hombre listo.

Cuando llegaron a su casa prestada, Rook no le preguntó si necesitaba ayuda, sino que salió del coche y abrió la puerta de atrás antes de que ella se hubiera quitado el cinturón. Tomó la mochila y subió al porche.

Mackenzie se reunió con él sintiéndose agotada. Antes de salir de New Hampshire, había seguido el sendero de su asaltante a través del bosque hasta el camino de encima del lago, no tanto en busca de huellas que hubieran podido pasar desapercibidas a los demás, como en busca de algo, lo que fuera, que le despertara la memoria. Probablemente había hecho demasiado ejercicio.

– Gracias por traerme -dijo-. Lo digo en serio. Has sido muy amable, aunque tengas motivos ocultos.

Pero él no hizo ademán de volver al coche. Señaló el porche.

– Quiero cerciorarme de que la casa es segura antes de marcharme.

– No es segura. Es una casa con fantasmas y filtraciones. ¡Quién sabe lo que encontraré dentro!

Él no se rió. Mackenzie se rindió y subió los escalones del porche, buscando las llaves en un bolsillo de la mochila. Abrió la puerta y le hizo señas de que entrara. Lo siguió y encendió las luces. Rook empezó a revisar ventanas y armarios empotrados.

– Daría algo porque Abe Lincoln saliera ahora mismo de debajo de la cama.

– Los Rook somos virginianos.

– Pues Bobby Lee.

– Mac…

Estaban en la pequeña cocina y ella combatió la imagen de él levantándose con ella por la mañana. Él suspiró, le tomó la barbilla y pasó un dedo por la mandíbula. Ella no se apartó y él la besó. Y no fue un beso gentil. Ella respondió agarrándose a sus brazos y abriendo la boca al calor de él.

Pero él era un hombre con una gran fuerza de voluntad y se apartó.

– Me vuelves loco, ¿lo sabes?

Ella sonrió.

– Te viene bien.

– Probablemente -él se enderezó-. Si no tuvieras veinticinco puntos…

– Sólo veinte.

– Que duermas bien, Mac. Si te molestan los fantasmas, llámame.

Mackenzie lo observó salir y bajar saltando los escalones como si tuviera toda la energía del mundo. Cuando se alejó, ella entró en la sala de estar con sus muebles antiguos y cómodos. Aparte del tictac del reloj de pared, la casa estaba en silencio. Ni fantasmas ni Andrew Rook ni un loco suelto con un cuchillo.

Sentía los ojos cargados por la fatiga. Confió en que estar en vuelta en Washington la ayudara a recordar dónde había visto antes a su atacante.

Pero fuera quien fuera, no estaría satisfecha hasta que lo viera entre rejas, imposibilitado de hacer daño a nadie más.

Sospechaba que era un objetivo que Rook compartía.

Cuando se dirigía al dormitorio, se llevó una mano a la boca, donde la había besado Rook.

Aquel hombre también la volvía loca.

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