Mackenzie vio una araña gorda que cruzaba delante del zapato de Cal Benton en el césped del patio del bloque de Potomac donde vivía él. Cal la había llamado al móvil justo antes de que le quitaran los puntos para pedirle que fuera a verlo en privado lo antes posible. Como ella tenía también sus razones para hablar con él, había accedido. Cal la había esperado en el vestíbulo del bloque y ahora estaban en el jardín.
Estaba visiblemente tenso y tenía gotas de sudor en el labio superior. Se hallaban en un sendero de piedra a la sombra de un sauce. El aire estaba inmóvil; sólo se movía la araña. Un camino perpendicular llevaba a una especie de túnel de cristal con aire acondicionado que unía el edificio principal con el garaje. Al parecer, a Cal no le molestaban ni el calor ni las nubes oscuras ni el rugido de los truenos.
La araña desapareció y Mackenzie inclinó a un lado la cabeza y miró a Cal. Éste vestía ropa informal, apropiada para un viernes ardiente de agosto.
– ¿No me vas a mostrar tu nuevo piso?
– En otro momento, quizá.
– ¿Bernadette se ha ido a New Hampshire?
– Supongo que sí. Se ha marchado antes de que yo me levantara esta mañana -él señaló el cielo con la barbilla-. Espero que llegue al lago antes de que estallen todas esas tormentas.
– Ha hecho muchos años ese camino.
Él bajó la vista.
– Sí, es cierto. Mackenzie, voy a ser sincero -la miró muy serio-. No tengo intención de contarle a Bernadette lo que viste este verano. Y si tú no estuvieras en Washington y la vieras de un modo regular, tampoco pensarías en decírselo.
– Eso no es cierto.
– No es tanto que creas que necesita saberlo como que no te gusta ocultarle algo. Te preocupa lo que pensará de ti si se entera de que lo sabías y no se lo has dicho.
Mackenzie no se dejó convencer.
– El ataque del lago lo cambia todo. Ocurrió en la propiedad de Beanie y eso la coloca bajo el escrutinio de la policía, el FBI y los periodistas. La gente examinará su vida en busca de vinculaciones con ese hombre. Cuanto más tiempo tarden en encontrarlo, más probable es que examinen a conciencia su vida en el lago.
– Eso significa que la mía también -musitó Cal-. No había pensado en eso.
– Cal, no puede enterarse de tu aventura con esa morena por la policía o los periodistas. Tiene que saberlo por ti.
– ¿Tú me viste con la mujer morena?
– Sí, morena de pelo hasta los hombros. Yo estaba en una canoa y vosotros dos en el porche. No hace falta que… -se interrumpió e hizo una mueca-. ¡Oh, demonios! Ella no fue la única. Ha habido otras mujeres.
Él respiró hondo por la nariz.
– No tienes derecho a juzgarme.
– Sólo establezco los hechos.
– Normalmente no soy promiscuo -dijo él-. El divorcio me afectó más de lo que pensaba. Supongo que me precipité, pero no soy el primer hombre que cede a… -se interrumpió.
Ella deseó que volviera la araña y se arrastrara por el pie de Cal.
– Me gustaría no haberos visto. Si crees que tus aventuras se van a saber, ¿por qué no se lo dices a Beanie?
– Lo haré. En este momento, ésa no es mi mayor preocupación -él carraspeó, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un papel doblado. Lo abrió con cuidado y se lo mostró. Era el boceto policial del hombre que la había atacado una semana atrás-. ¿Es un buen parecido?
– Excepto por los ojos -dijo ella-. Es difícil captar lo vacíos y tétricos que eran. ¿Por qué? ¿Lo reconoces?
El dobló de nuevo el papel.
– No sé -pareció recuperar algo de su arrogancia innata-. La primera vez que vi el dibujo la semana pasada no me dijo nada. Pero no dejo de pensar en ello.
– ¿En qué?
Cal se encogió de hombros.
– No sé. No consigo aclararme -le pasó el dibujo-. ¿Crees que es una de las personas a las que ayudó Bernadette?
Mackenzie tomó el papel, pero no lo desdobló.
– No tengo ni idea.
– ¿Todavía no has podido recordar dónde lo has visto antes?
– No.
– Extraño, ¿verdad? -Cal no esperó respuesta-. Llamaré a los inspectores de New Hampshire y les diré que a mí también me resulta familiar. Quizá eso ayude o quizá no.
– Yo les diré también que hemos hablado.
Él la miró con frialdad.
– Claro que, si Bernadette ayudó a ese hombre, probablemente fue antes de que yo estuviera en su vida. Ahora se ha vuelto más circunspecta. No dejo de decirle que no necesita involucrarse directamente. Puede donar dinero a organizaciones y prestar su credibilidad a buenas causas -sacó un pañuelo doblado del bolsillo y se secó el sudor del labio superior-. Como hizo con la recaudación de fondos para Literatura de la semana pasada.
Mackenzie intentó no mostrar lo irritante y condescendiente que lo encontraba.
– Beanie es una persona generosa.
– Es raro en una persona que mira tanto el dinero, ¿no crees?
– Yo creo que tiene mucho sentido. La caridad no es siempre cuestión de dinero.
– Eso es porque tú también eres de Cold Ridge. Allí pensáis todos igual -miró su reloj-. Tengo que irme.
– Cal…
– Gracias por venir.
– ¿Me has hecho venir sólo para decirme que no le ibas a contar la verdad a Beanie?
Él no contestó, sino que echó a andar hacia el túnel de cristal. Mackenzie se colocó en la sombra del sauce y pensó si debía seguirlo e intentar arrancarle respuestas. Por qué había pasado por casa de Rook la noche anterior y qué sabía del paradero de Harris Mayer.
Pero oyó pasos a sus espaldas y al volverse vio a Rook y T.J. con sus trajes del FBI. Se dejó caer en un banco de piedra.
– Hola -dijo, estirando las piernas-. Si buscáis a Cal Benton, se ha ido por ahí -señaló el pasadizo-. Lleva un minuto de ventaja. Creo que os ha visto porque sosteníamos una agradable conversación sobre cachorros de tres patas cuando…
– Voy yo -T.J. se alejó deprisa.
Rook se sentó al lado de Mackenzie en el banco.
– Pareces acalorada.
– Tengo calor. Cal ha monopolizado la sombra.
– ¿Te han quitado los puntos?
– Sí. Dentro de nada podré correr, saltar y disparar sin dolor -miró el cielo-. Cal intenta manipularme y no sé por qué.
– Para salvar el pellejo, probablemente.
– Creo que le gusta -miró a Rook, que no parecía sudar en absoluto-. ¿El portero os ha dicho que estábamos aquí?
– Deberías haber visto la cara de T.J. cuando nos ha hablado de una pelirroja.
– Me ha llamado Cal, no he venido por mi cuenta. ¿Por qué habéis venido vosotros?
– Por lo de anoche. Es hora de sacarle respuestas a Benton -Rook se recostó en el banco-. Si esta mañana no te hubieras escabullido cuando estaba en la ducha, te habría dicho que pensaba venir.
Mackenzie se encogió de hombros.
– No tienes los donuts que me gustan -señaló la hierba-. Ahí hay arañas. Una muy grande. Claro que, como tú eres de la zona, seguro que estás acostumbrado a ellas.
– Mac…
– Cal quería hablarme de un asunto privado.
– ¿Qué asunto privado?
Ella le habló de la aventura del lago y su conclusión de que había habido más incidentes. Rook la escuchó sin interrumpirla.
– Es un comportamiento sórdido pero no es ilegal -comentó cuando hubo terminado-. ¿Reconociste a la mujer con la que estaba?
– No.
– ¿Cuánto hace que Cal sabe que los viste?
– Desde que llegué a Washington, dos semanas después de haberlos visto. Pensé fingir que no había visto nada, pero no pude. No me fiaba de que no siguiera haciéndolo y pensé que, si sabía que lo habían pillado, no lo repetiría.
Rook no contestó inmediatamente.
– ¿Qué? -preguntó ella.
– ¿Seguro que no te sentiste traicionada tú? Te criaste en ese lago y la jueza ha sido una figura importante en tu vida.
– Pues claro que me sentí traicionada. ¿Y qué? -pero cambió de tema, pues no quería hablar de su infancia en el lago. Desdobló el dibujo-. Cal ahora piensa que nuestro hombre le resulta familiar.
– ¿Tú lo crees?
Mackenzie se encogió de hombros.
– No sé. Puede ser otra manipulación, pero no tiene sentido que mienta. Aunque tampoco tiene sentido que lleve a una mujer a la casa de Beanie.
– ¿Por qué no? Es un lugar aislado. Tus padres están en Irlanda. Casi todos los demás que hubiera allí serían turistas. Y si te gusta la idea de ponerle los cuernos a la que pronto será tu ex mujer…
– Es un modo horrible de pensar.
– ¿Quién más puede conocer las aventuras de Cal? -preguntó Rook.
– Gus, quizá. Cuida de la propiedad cuando no está Beanie. Pero yo no he dicho nada a nadie excepto a Cal, y ahora a ti.
T.J. volvió con paso tranquilo.
– Se ha largado. Podemos probar en su despacho.
– No iba vestido para el trabajo -dijo Mackenzie-. Claro que es viernes. Supongo que puede pasar por allí. No me ha dicho adonde iba.
– Esperaré en el vestíbulo, donde hay aire acondicionado y protección si hay un tornado -dijo T.J.
Rook no se movió. Mackenzie lo miró.
– ¿Estás pensando?
– Sí. En la semana pasada. ¿Me instalaste en la habitación que usaron Cal y la mujer morena?
– No sé cuál usaron. Asumo que se quedarían en el dormitorio de abajo -en otras palabras, el dormitorio de Bernadette. Mackenzie sonrió-. Te puse en la habitación donde entran los murciélagos.
Cuando Rook y T.J. se marcharon, Mackenzie volvió al vestíbulo, donde el portero, que tenía al menos setenta años, lanzó un silbido.
– Más vale que se tome unos minutos para enfriarse.
– ¿Estoy roja?
– Como un tomate.
Ella hizo una mueca, aunque no le sorprendía. El calor siempre tenía la habilidad de ponerla roja.
– Hay un millón de grados ahí fuera.
– Sí, señora. ¿Quiere agua?
– Tengo en el coche -ella desdobló el dibujo y lo puso en el mostrador-. ¿Por casualidad ha visto a este hombre?
Él estudió el dibujo.
– Creo que no. Tal vez.
– Mírelo bien.
– ¿Vive aquí?
– Dígamelo usted.
El portero frunció el ceño y se enderezó.
– ¿Usted es policía?
– Soy agente federal -ella le mostró sus credenciales y dijo su nombre-. Y usted se llama…
– Charlie West, señora -volvió a mirar el dibujo y se frotó la barbilla-. ¿Qué ha hecho?
– Apuñalar a dos mujeres en New Hampshire.
El portero bajó la mano.
– Aquí no tenemos gente así, agente Stewart.
– Concéntrese en la cara. ¿Le suena de algo?
– No lo sé -él tomó el papel-. ¿Le importa que me lo quede?
– Claro que no. Pero si ve a ese hombre, no le diga nada. Llame a la policía. Seguramente irá armado y es peligroso -le tendió una tarjeta-. Si tiene alguna pregunta sobre lo que sea, llámeme, ¿vale?
– Sí, señora.
– ¿Sabe por qué Cal Benton ha insistido en que nos viéramos en el jardín en vez de en su piso?
– Esta mañana esperaba a los pintores, pero lo ha cancelado. Yo tenía que abrirles la puerta de su casa. Estaban en mi lista.
– ¿Y cuándo lo ha cancelado?
– Yo me he enterado esta mañana cuando he llegado a las siete.
– ¿Lo ha llamado él?
– Ha bajado aquí.
– ¿Estaba solo?
– Sí, señora.
Mackenzie le dio las gracias por su amabilidad y salió al calor justo cuando sonaba un trueno y brillaba el relámpago sobre el río. Se metió en el coche, dejó la puerta abierta a la brisa, marcó el número de Delvecchio y le contó lo que había pasado desde su llegada al bloque.
– Quería llamarlo a usted el primero.
– No me has llamado el primero, Stewart, me has llamado el último. Antes has hablado con Benton, Rook, Kowalski y el portero.
– Todavía no he llamado al inspector Mooney de New Hampshire.
– Por mí no lo hagas -repuso él.
Mackenzie ignoró el sarcasmo.
– Alguien debería enseñar el dibujo a la gente del edificio de Cal. Al portero le suena de algo pero no está seguro. Lo haría yo, pero estoy mezclada personalmente.
– De acuerdo. Me ocuparé de ello.
– Y quizá las aventuras de Cal Benton no tengan nada que ver con mi ataque.
– No importa. Cuantas más piezas tengamos, mejor. No todas tendrán un sitio en el puzzle, pero eso no es nuevo. ¿Vienes para acá?
– Deme una hora -contestó ella, abrochándose el cinturón.
– Es un recorrido de diez minutos.
– El tráfico.
Pasaron un par de segundos. Mackenzie cerró la puerta del coche.
– Tengo que hacer una parada personal.
– También era personal lo de ir a ver a Benton -replicó Delvecchio-. Está bien. Una hora.
Mackenzie puso el coche en marcha y salió para la Avenida Massachusetts justo cuando unas gotas gordas empezaban a caer sobre el parabrisas.