Dos

Mackenzie Stewart metió una camisa de franela en la mochila con más fuerza de la necesaria. Había puesto el aire acondicionado, pero sentía calor. Estaba agitada y no se sentía de humor para tener a Nate Winter, quizá el hombre más observador del planeta, en su cocina con ella.

Aunque en realidad no fuera su cocina.

Residía temporalmente en un rincón de una casa histórica de 1850 en Arlington. Sarah, la esposa arqueóloga de Nate, estaba al cargo de abrirla al público, una tarea aparentemente complicada. Justo cuando pensaba que lo tenía todo bajo control, el lugar se abría inesperadamente y aparecían montones de filtraciones. Algunas personas estaban convencidas de que las filtraciones eran obra de los fantasmas de Abraham Lincoln y Robert E. Lee, que se suponía que vagaban por la casa. Mackenzie no creía en fantasmas y echaba la culpa a las tuberías viejas.

Nate y Sarah, embarazada de su primer hijo, se habían mudado a una casa propia en primavera. Cuando Mackenzie llegó a Washington seis semanas atrás, Sarah le ofreció la zona de los guardeses. Hasta que encontrara un lugar propio, Mackenzie podía estar en la casa histórica, desalentar a los fantasmas y vándalos en potencia y estar alerta ante nuevas filtraciones.

Cerró la cremallera de la mochila. Llevaba pantalón corto pero seguía teniendo calor.

– Nate, ¿Sarah y tú os habéis encontrado con Abe y Bobby E. cuando vivíais aquí?

Nate, sentado en la mesa de la pequeña cocina, la escudriñó de un modo que ponía nerviosa a mucha gente. Era un marshal alto, delgado y notoriamente impaciente. Él también procedía de Cold Ridge, New Hampshire, y Mackenzie lo conocía de toda la vida. Era como el hermano mayor que no había tenido y no le daba ningún miedo.

– Yo nunca -contestó él.

– ¿Eso significa que Sarah sí?

Él se encogió de hombros.

– Tendrás que hablar con ella.

Mackenzie sospechaba que, si hubiera dependido de Nate, su primer destino como agente federal habría tenido lugar en Alaska o Hawai, no tan cerca de él. Nate trabajaba en el cuartel general de los marshals en Arlington y a ella la habían destinado a la oficina del distrito de Washington, demasiado cerca de él para su comodidad. Si metía la pata en su primer destino, no querría que lo hiciera delante de sus narices.

Pero, por otra parte, si por él fuera, ella estaría haciendo su tesis y enseñando Ciencias Políticas en New Hampshire, sin ningún interés en poner un pie en el mundo.

Pero como no dependía de él, hacía lo que podía por ayudarla a aclimatarse a su nueva profesión. Cosa que, la mayoría de los días, ella agradecía.

– Te vas a tomar días libres -dijo él.

– Así es. Lo he hablado con mi jefe.

– Sólo llevas seis semanas aquí.

Su tono era tranquilo, sin aparente crítica, pero Mackenzie sabía que no lo aprobaba. Ella seguía teniendo cajas amontonadas contra una pared en la cocina y bolsas con tazas y platos de plástico en la encimera, señales de que todavía no se había mudado del todo ni física ni emocionalmente. Notaba que Nate se preguntaba si habría cambiado de idea sobre quedarse, o quizá incluso sobre seguir en aquella profesión.

Nate estaba seguro de que ella no superaría las semanas de entrenamiento riguroso en la academia federal. Y no era el único. Nadie había creído en ella. Ni una sola persona, incluida su madre. No porque les faltara fe en ella o quisieran que fracasara, sencillamente no creían que había nacido para ser policía de ningún tipo.

Para ser justa, Mackenzie no estaba segura de haberlo creído ella misma, pero cuando al fin consiguió entrar en la academia, se volcó al máximo. Se negó a dejar que nada la desanimara, ni su estatura ni su forma física ni su temperamento ni su sentido del humor. Supuso que, o descubría que odiaba aquel trabajo y abandonaba, o cerraba la boca y se ponía a trabajar.

– ¿Por qué te tomas un día por motivos personales ahora? -preguntó Nate.

Porque tenía que aclarar su mente después de haber cometido el clásico error de los nuevos en la ciudad de salir con un hombre al que había conocido en la lluvia. Al principio Rook le había parecido un apuesto burócrata de Washington, pero luego resultó ser un agente del FBI, con lo que violó también una de las reglas que había establecido para sí misma en la academia… la de no salir con agentes de la ley.

– Todavía me estoy aclimatando al calor -le contestó a Nate.

– En Georgia no tenías problemas con el calor.

El Centro de Entrenamiento de Agentes de la Ley estaba situado en Glynco, Georgia, donde hacía calor, pero Mackenzie no se dejó amilanar por Nate. No pensaba contarle nada de Rook.

– Yo no he dicho que tenga problemas.

– Anoche fuiste a una recaudación de fondos literaria.

Ella lo miró.

– ¿Cómo lo sabes?

Él se encogió de hombros.

– Me lo han dicho.

– ¿Quién? ¿Beanie?

– No. No la veo mucho.

– Me invitó ella. Quería presentarme a gente. Sólo me quedé media hora. Creo que intenta ser una amiga ahora que estoy en Washington pero que no sabe bien qué hacer conmigo.

Nate estiró sus largas piernas.

– La próxima vez dile que te invite a tarta de manzana y café -miró a Mackenzie, que empujaba la mochila con el pie contra la pared cercana a la puerta-. ¿A quién viste en la fiesta?

Ella no se esperaba esa pregunta.

– ¿Qué quieres decir? Vi a Beanie. Me presentó a algunas personas y eso fue todo.

– ¿Viste a Cal?

– Unos diez segundos. Llegó tarde y se fue pronto.

Nate se puso en pie. Parecía más asentado después de su matrimonio con Sarah Dunnemore, pero era un hombre duro, impaciente e implacable. Cuando tenía siete años, antes del nacimiento de Mackenzie, sus padres se habían visto sorprendidos en la montaña, en la famosa Cold Ridge, en condiciones muy difíciles. Los dos murieron de hipotermia antes de que pudieran rescatarlos, dejando huérfanos a Nate y sus dos hermanas, Antonia de cinco años y Carine de tres. Gus, un hermano de su padre de veinte años que acababa de regresar de Vietnam, se había hecho cargo de los huérfanos.

– Creo que sería inteligente que hicieras nuevos amigos -dijo Nate.

– Cal no es un amigo. Nunca me ha caído muy bien -Mackenzie respiró hondo-. Y no sé si Beanie es una amiga en el sentido que tú dices. La he conocido toda mi vida, es una buena vecina.

– Una buena vecina en New Hampshire, no aquí. Aquí es miembro de la judicatura federal y tú eres una marshal. Hay una diferencia.

– Gracias, Nate. No se me habría ocurrido a mí sola.

– Sólo intento cuidar de ti.

Ella sabía que era cierto, pero su buen carácter se había llevado un golpe al regresar la noche anterior y escuchar el mensaje de Rook, que ni siquiera había tenido la decencia de plantarla cara a cara.

– Perdona, Mac, no podemos cenar. Nos veremos por ahí. Puede que nos encontremos en el trabajo. Buena suerte.

Rastrero. Muy rastrero.

– ¿Mackenzie?

Ella volvió al presente. Pensar en Rook no era inteligente. Se obligó a sonreír a Nate.

– Perdona. Este calor me atonta.

– Tal y como tienes el aire acondicionado, no creo que haya más de veinte grados aquí.

– Hay treinta y dos. Lo que pasa que estás acostumbrado al clima de Washington. Si tuvieras que volver a New Hampshire…

– Me compraría guantes buenos para el invierno.

Ella le sonrió.

– ¿Estás diciendo que no voy a poder con este calor?

Él no le devolvió la sonrisa.

– Sé que eres nueva en la ciudad, pero tienes que confiar en mí.

Obviamente, él sabía que le ocurría algo. Hizo ademán de continuar, pero ella levantó una mano.

– Te agradezco tu ayuda y apoyo, no creas que no, pero… dame este fin de semana, ¿vale?

Aquello no pareció complacerlo.

– Tus padres han hecho intercambio con una pareja irlandesa. ¿Te vas a quedar en la casa de Beanie en el lago?

– ¿Tú lo sabes todo, agente Winter? Beanie me ha ofrecido…

– ¿Cuándo?

– He pasado por su despacho después del trabajo.

Mackenzie no dio más explicaciones. No había mencionado el mensaje de Rook, pero Bernadette debía haber percibido que algo iba mal e inmediatamente la había invitado a quedarse en su casa del lago.

Nate pasó la punta de su zapatilla deportiva por el borde inferior de la mochila de Mackenzie, como si ésta pudiera entregarle algunos de los secretos de la joven.

– No te voy a sermonear.

– Te lo agradezco.

– Sólo llevas seis semanas aquí. Si pareces distraída…

– No lo estoy. El lunes a primera hora volveré a estar en mi mesa persiguiendo fugitivos.

Nate la observó un instante.

– Sarah quiere que vengas a cenar -sonrió un poco-. Tiene una receta nueva de asado que quiere que pruebes.

Su esposa, nativa de Tennesse, era famosa por sus asados del sur. Mackenzie sonrió.

– Mientras haga tartitas de albaricoques fritos de postre, que cuente conmigo.

Nate empezó a decir algo, pero se interrumpió.

– Está bien. Guardaré mi pólvora por el momento y te veré la semana que viene.

Mackenzie respiró hondo, sin saber si debía presionarlo para que dijera lo que callaba. ¿Conocía su historia con Rook? Posible pero improbable. No le había dicho a Nate que salía con él; no porque lo ocultara, sino porque no había surgido el tema.

Aun así, Rook era un agente del FBI y Nate llevaba tiempo allí y conocía a todo el mundo.

– Nate… -se interrumpió, pues decidió que no tenía sentido contarle unas cuantas citas con un hombre que acababa de dejarla-. Gracias por pasarte.

– De nada, agente.

Cuando se quedó sola, Mackenzie comprobó el aire acondicionado, subió un poco la temperatura y escuchó por si oía a los fantasmas.

– ¿Abe? ¿Bobby E.? -silbó para llamarlos-. En este momento me vendría bien vuestro consejo.

Se preguntó que hacía hablando con fantasmas, pero sabía la respuesta: ver si eso le impedía pensar en Rook.

La próxima vez que se resguardara de la lluvia con un hombre atractivo tendría más cuidado, pero no se arrepentía de haber ido con él al cine y a cenar… ni de los besos, del roce de sus dedos en los pechos, de…

¿Qué lo había impulsado a dejarla de ese modo? ¿Había descubierto algo de ella que pensaba que perjudicaría su carrera? Ella no llevaba tanto tiempo trabajando y aún no había tenido ocasión de meter la pata ni hacerse una mala reputación.

¿Bernadette? ¿No aprobaba Rook su amistad con una jueza federal? Pero eso no tenía sentido. Bernadette era una jueza firme y justa con una reputación excelente.

Una llamada en la puerta del porche de atrás la sobresaltó.

Cal Benton la saludó a través del panel de cristal.

Ella abrió la puerta.

– Hola, Cal. Me alegro de que no seas un fantasma. Me has asustado por un momento.

– ¿Un fantasma? -él parecía no saber a qué se refería-. Mackenzie, ¿estás bien?

– No importa. Por favor, entra.

Ella se hizo a un lado y él entró en la pequeña cocina. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, bronceado, saludable, que envejecía bien, y no un hombre con el que la gente que conociera a Bernadette esperaría que se casara. Antes de que se estropeara su relación, ellos solían decir que admiraban el intelecto y la experiencia del otro. Podían reírse juntos y disfrutaban de la compañía del otro. Al parecer, eso no había sido suficiente.

– No te entretendré mucho -Cal vestía un traje gris claro-. Bernadette ha dicho que vas a casa este fin de semana.

– Voy a volar a Manchester al amanecer.

– Ha dicho… -él se sonrojó- que te vas a quedar en su casa del lago.

Mackenzie sacó una silla de debajo de la mesa, se sentó y estiró las piernas.

– No se lo he dicho, si es eso lo que te preocupa.

Él la miró de hito en hito.

– Bernadette y yo estamos divorciados. Con quien yo salga ya no es asunto de ella -hizo una pausa-. Ni tuyo.

Mackenzie había intentado apreciar a aquel hombre los tres años que hacía que se había casado con Bernadette. Ahora ya no se molestaba.

– A menos que una de tus mujeres y tú queráis colaros en la propiedad de Beanie a tontear.

El verano anterior, antes de salir para Washington, había sorprendido accidentalmente a Cal y a una mujer al menos treinta años más joven en la casa del lago de Bernadette. Entonces no estaban divorciados todavía, pero eso daba igual. Divorciados o no, él la había traicionado al usar su casa para un fin de semana romántico.

– Nunca me ha gustado el lago -dijo él entre dientes-. El agua está siempre fría y la casa muy deteriorada. Bernadette nunca me ha hecho caso sobre que había que arreglarla. Fue mala idea llevar allí a una amiga.

– No quieres que se entere, pero te gusta saber lo furiosa y herida que se sentiría si se enterara.

– Tal vez, pero no te apresures tanto a juzgarme. Tú no tienes ni idea de lo que es ser el marido de la santa, la brillante jueza Peacham.

– Si has venido para convencerme de que siga cerrando la boca, no debes preocuparte. No tengo intención de contarle tus aventurillas en el lago. Pero tienen que terminarse.

– Ya se han acabado -él inhaló por la nariz y Mackenzie se dio cuenta por primera vez de que estaba avergonzado-. Y no he venido por eso -se frotó la nuca-. ¿Has visto a Harris Mayer?

Mackenzie intentó ocultar su sorpresa. J. Harris Mayer era un viejo amigo de Bernadette, pero ella no lo conocía mucho.

– ¿Últimamente?

– Desde anoche.

– Anoche no lo vi. ¿Estaba en la fiesta?

– No, pero estaba… -Cal se detuvo y enderezó la columna-. No importa. Ha sido un error.

– Vale, ¿pero qué pasa con Harris?

– Se suponía que teníamos que cenar hoy. Lo habrá olvidado. No es la primera vez que me da plantón.

Pero no tenía sentido que fuera a llamar a la puerta de Mackenzie para buscarlo. Ella había conocido a Harris Mayer cuando su esposa y él visitaban a Bernadette en el lago, mucho antes del escándalo del juego que lo había obligado a retirarse deshonrado. Había perdido dinero que no podía permitirse pagar, había mentido a su familia y amigos, había utilizado a todos los que podía y, aunque no había ido a la cárcel, había pagado cara su compulsión. Su esposa lo había dejado y sus amigos lo habían abandonado.

Excepto, por supuesto, Bernadette, que era leal hasta la muerte.

– ¿Por qué quieres cenar con Harris Mayer? -preguntó Mackenzie.

Cal parecía incómodo.

– Porque me lo pidió él. Supongo que ha decidido alejarse unos días de este calor y se ha olvidado de la cena. Los años no han sido buenos con él. Siento molestarte.

– ¿Has probado a llamarlo?

– Por supuesto, y he pasado por su casa. Al final se me ha ocurrido venir aquí a ver si te había dicho algo anoche. Pero supongo que estaba equivocado y no lo viste.

Mackenzie frunció el ceño.

– ¿Qué sucede, Cal?

– Nada.

– Si te preocupa Harris, deberías hablar con la policía.

– No me preocupa. También quería hablarte del otro asunto. Lo que viste en el lago. Lo siento. No debería haberte puesto en la posición de tener que ocultarle un secreto a Bernadette -parecía sorprendido por sus propias palabras, pero añadió en voz baja-. Has sido una buena amiga para ella.

– Y ella para mí. Pero Cal…

Él miró su reloj.

– Tengo que irme.

Mackenzie no podía obligarlo a quedarse y que le contara lo que tenía en mente. Pero marcó el teléfono de Nate en cuanto Cal hubo salido.

– ¿J. Harris Mayer? -preguntó cuando contestó él.

Sólo le respondió el silencio.

– ¿Nate?

– ¿Qué pasa con Mayer?

Mackenzie le contó su encuentro con Cal Benton, sin mencionar la aventura de él en el lago.

– Es extraño que esos dos anden juntos -dijo Nate cuando terminó-. Supongo que Mayer querrá contratar a Benton como abogado suyo por alguna razón. No importa. Yo en tu lugar me olvidaría de eso.

– Si te han dicho que estuve anoche en la recaudación de fondos, ¿te han dicho también que estuvo Harris Mayer?

Nate había terminado con la conversación.

– Que pases un buen fin de semana -dijo, y colgó.

Mackenzie no tiró el teléfono contra la pared, pero sintió tentaciones. Pensó en llamar a Bernadette. Si lo hacía, la jueza le haría preguntas y ella sabía que estaba demasiado agitada e irritada para contestarlas sin traicionarse. Entonces habría más preguntas y, aunque sólo fuera para no hablarle de Cal y sus líos, acabaría por mencionar a Rook y cómo la había dejado.

Sería un desastre. Bernadette siempre había sabido leer en ella y le sería fácil adivinar que se había enganchado rápidamente con el agente del FBI.

Cerró la puerta del porche y subió un poco el aire acondicionado. No había permitido que el entrenamiento de armas de fuego, las tácticas de defensa y aprender a conducir un coche como una bala acabaran con ella y no permitiría que lo hiciera Andrew Rook. Recuperaría el control de sus sentimientos como había hecho durante el entrenamiento cada vez que se enfrentaba a nuevos retos, nuevos miedos.

Entró en la sala de estar, se sentó en un sofá antiguo y estudió unos cuadros colgados en la pared de enfrente. En uno aparecía Abraham Lincoln echando el discurso de Gettysburg meses después de esa batalla sangrienta. En el otro estaba Robert E. Lee en su caballo, pero ella no reconoció cuándo ni dónde. No conocía la historia de cómo aquellos dos políticos del siglo XIX habían acabado supuestamente en aquella casa. Estaba en los folletos que Sarah había escrito para los futuros turistas.

Mackenzie le había prometido leer uno.

– Entretanto -dijo en voz alta-, si estáis por aquí, éste sería un buen momento para aparecer.

Pero no hubo respuesta, sólo el crujir de suelos viejos de madera, y ella respiró aliviada. Menos mal. Ya era bastante malo tener que explicarles lo de Rook a sus colegas marshals. Si empezaban a hablarle los fantasmas, la echarían a patadas hasta su torre de marfil en el campo de New Hampshire y antes de darse cuenta, estaría preparando su tesis.

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