Jesse Lambert escupió a un lado del camino estrecho de tierra que rodeaba el lago pintoresco y se preguntó si Mackenzie Stewart se desmayaría antes de que pudiera pedir ayuda o no. No sabía cómo de grave era su herida.
¿Y si sólo era un arañazo y ella lo perseguía ahora?
Esa idea le gustó. Le estimulaba estar de vuelta en las montañas. Unas semanas de marchas le agudizarían la mente, el cuerpo y el espíritu, apagados por el estilo de vida que llevaba en Washington. Volvería a estar en forma en poco tiempo. Pero no disponía de unas semanas… todavía no.
Le dolía la rodilla donde la agente federal le había dado una patada.
«Zorra».
Pero se sentía lleno de energía por el enfrentamiento entre ellos, por la lucha y el espíritu de ella. Eso no se lo esperaba. Pensó que debía haber sido el destino lo que la había llevado allí.
Y New Hampshire era el único lugar que se le ocurría donde Cal pudiera haber escondido su dinero.
¡Pobre Harris, que intentaba hacerse rico con una última apuesta! Pero New Hampshire era una respuesta razonable y Jesse había llegado allí la noche anterior y forjado un plan osado pero bien estructurado. Había considerado a Cal y a Harris socios que se habían aprovechado de su relación con él. Y ahora lo habían engañado.
A primera hora de la mañana había salido para las montañas. Sus montañas. Ellas lo consolaban y reconfortaban. Nunca estaba tan en paz consigo mismo como en las Montañas Blancas. Nunca viviría allí, porque hacerlo disminuiría el poder de restablecerlo que tenían. Pero siempre volvía a ellas después de un estallido violento.
El llanto del bebé lo sacó de sus pensamientos.
Una mujer dobló el recodo del camino con un niño con gorro rojo colgado en una especie de mochila a su espalda. Se sobresaltó y después sonrió.
– Ah, hola. No sabía que había alguien aquí.
Jesse sabía que mentía, pues sujetaba una piedra grande en una mano. Lo había visto o lo había oído. La miró a los ojos.
– Bonita tarde para pasear -dijo.
Ella respiró hondo.
– Desde luego. Voy a reunirme con una amiga.
– Usted es Carine Winter, ¿verdad?
La mano de ella apretó visiblemente la piedra. ¿Qué iba a hacer? ¿Darle en la cabeza con ella? Llevaba a su hijito encima y estaba pensando en matar a un hombre a golpes. A él.
Pero ella señaló vagamente el camino.
– Llego tarde.
– Vale. Sin problemas -Jesse se colocó en la sombra de un roble al borde del camino para dejarla pasar-. He tropezado con Mackenzie Stewart hace unos minutos. Me ha dado un susto de muerte. Yo iba caminando y ella ha aparecido de pronto.
Carine apretó el paso sin decir palabra. Debía tener muchas preguntas sobre él, pero no se iba a quedar a hacerlas. Jesse vio que el gorro rojo del niño subía y bajaba con el paso apresurado de su madre, que caminaba todo lo deprisa que osaba ir sin atreverse a hacer daño a su hijo ni a llamar la atención sobre su miedo.
Era una Winter, y todos los Winter de las Montañas Blancas eran gente dura.
La sorpresa para él había sido Mackenzie Stewart.
– Dígale a su amiga pelirroja que no pretendía hacerle daño, que sólo estaba asustado -dijo.
Los marshals, el FBI, la policía estatal… todos analizarían lo que había dicho y pensarían que era algún tipo de loco.
Eso formaba parte de su plan y le parecía bien.
Levantó la voz para que Carine pudiera oírlo todavía.
– Tengo uno de sus calendarios. Me gusta mucho la foto de los somorgujos.
Era cierto que había comprado un calendario y lo había colgado en su casa de México. Ella era una fotógrafa de la naturaleza fantástica que conocía las Montañas Blancas tan bien como él y había captado su espíritu en las fotos.
Creyó oír el motor de un coche camino abajo y se escondió rápidamente bajo el roble con una oleada nueva de adrenalina bombeando por sus venas. Conocía cada centímetro de los senderos que serpenteaban entre las montañas. En menos de una hora él sería una aguja en un pajar y la policía no lo encontraría ni con perros.
Recordó los rizos cobrizos de Mackenzie Stewart, su figura sexy compacta y la sangre escarlata que rodaba por la piel cremosa de su muslo.
Era condenadamente guapa.
Descalza y empapada en su bikini rosa, había conseguido desarmarlo y había estado a punto de darle una paliza. Él había tenido que usar toda su fuerza de voluntad para incorporarse y correr al bosque.
Su atracción por ella había sido inesperada, tan potente y visceral como su impulso de apuñalarla. En ese segundo de decisión seguido de acción, cuando había saltado sobre ella, su intención había sido matarla. Si ella no lo hubiera parado y desarmado, ahora estaría muerta.
Jesse había sabido que atacaría algún día a Mackenzie Stewart desde el momento en que la había visto con la jueza Peacham en el hotel de Washington.
Y ese día había llegado.