Treinta y tres

La brisa fresca procedente del agua hacía estremecerse a Mackenzie, pero le sentaba bien. Estaba en casa.

Pensaba dirigirse al porche, pero vio la puerta del cobertizo abierta y cruzó la hierba. Si Bernadette estaba preocupada por la muerte de Harris y de mal humor después de las revelaciones de Gus, se entregaría a alguna actividad, a hacer algo útil. Segaría, arrancaría malas hierbas o pintaría por fin la mesa del mercadillo.

– ¡Beanie! -llamó, por si la jueza no había oído llegar el coche-. Hace un día precioso, ¿verdad?

Cuando se acercaba al cobertizo, reprimió un escalofrío e intentó controlar la sensación de pavor que la embargaba a menudo cuando se acercaba allí de niña e imaginaba monstruos en la oscuridad, como si la perspectiva de los monstruos mitigara los recuerdos reales de la sangre y los gemidos de su padre. Desde el día en que lo había encontrado allí, sus recuerdos de lo sucedido estaban plagados de pesadillas, traumas, miedo y confusión sobre cuáles de las imágenes de su cabeza eran reales y cuáles no.

Oyó un sonido, un gemido, e inmediatamente sacó la pistola.

– Beanie, ¿qué ocurre?

Pero no hubo respuesta. Mackenzie avanzó con cautela y abrió la puerta con el pie. Entrecerró los ojos y miró al interior.

– ¿Beanie?

– Estoy bien -la voz de Bernadette sonaba aguda, llena de miedo-. Se ha ido.

Salió tambaleándose, con el rostro ceniciento y la mano derecha en el hombro izquierdo. Entre sus dedos manaba sangre y le bajaba por la muñeca.

Mackenzie la sujetó por la cintura con la mano libre.

– Ya te tengo. No pasa nada. ¿Hay alguien…?

– En el cobertizo no hay nadie. Ha oído tu coche y se ha ido.

Caminaron un par de pasos. Bernadette parecía a punto de desmayarse y se sentó en la hierba sujetándose todavía el hombro con la mano.

– ¿Quién se ha ido, Beanie? -preguntó Mackenzie.

– Jesse, Jesse Lambert -Bernadette hizo una mueca-. Maldita sea, esto duele. Por lo menos no es profunda.

– Déjame ver.

Bernadette negó con la cabeza con la autoridad de una mujer acostumbrada a mandar. Pero sus ojos, normalmente verdes claros, estaban oscurecidos y vidriosos por el dolor y el miedo.

– Dice que Cal morirá si yo… -se interrumpió e hizo una mueca de dolor-. Quiere algo que Cal le robó. No lo sé. No he conseguido entender la mitad de lo que decía.

Mackenzie vio algo, un papel, en la mano ensangrentada de Bernadette.

– ¿Qué es eso?

La mujer pareció confusa.

– ¿Qué? -pero apartó la mano del hombro y Mackenzie vio una fotografía-. Toma, míralo por ti misma.

La joven miró la imagen ensangrentada. Era la rubia de Cal. Sintió una punzada de ternura por su amiga.

– ¿Te la ha dado ése tal Jesse?

– Como si fuera un trofeo.

– Siento que hayas tenido que ver eso -Mackenzie volvió su atención a la herida, un corte a través de la carne del hombro que bajaba un poco por el cuello. Se quitó la chaqueta-. Aprieta con esto. Apriétalo todo lo que puedas, ¿vale?

– No quería matarme. Podía haberlo hecho, pero… -Bernadette se detuvo y apretó la chaqueta en la herida-. Puedo llamar a la policía.

– No puedo dejarte. Si vuelve…

– No se lo permitirás -Bernadette se levantó tambaleándose, apartó la mano de Mackenzie y miró el cobertizo-. Ese hombre, Jesse… tenía que haberlo reconocido.

Mackenzie se puso tensa.

– ¿Por qué?

Pero cuando Bernadette se volvió a mirarla, Mackenzie recordó la voz de su padre discutiendo con un hombre veinte años atrás.

– «Busque otro lugar para acampar, Jesse. Esto es allanamiento. Tiene que irse».

Ella estaba escondida entre los árboles jugando a los espías. Su padre y el hombre joven no sabían que estaba allí.

– Ahora te acuerdas, ¿verdad? -preguntó Bernadette-. Tu padre lo echó de la propiedad.

– Sí, me acuerdo -susurró Mackenzie-. Le preocupaba mi seguridad y la tuya.

– No fue culpa tuya -dijo Bernadette.

Mackenzie se obligó a salir del pasado.

– Eso no importa ahora. Andrew Rook está en camino. No creo que tarde mucho -vio que Bernadette tenía ya mejor color y parecía capaz de llamar a la policía-. Si llega antes de que yo vuelva, dile que venga al claro al que fuimos el sábado pasado.

– Mackenzie…

– Ahora no puedo explicártelo. Beanie, ¿seguro que puedes hacerlo?

– Sí -sonrió la jueza-. Sé que a los marshals no os gusta que acuchillen a jueces federales, pero, por favor, no te preocupes por mí. Vete. Haz lo que tengas que hacer. Y ten mucho cuidado.

Mackenzie esperó hasta asegurarse de que Bernadette no se iba a desmayar en los escalones del porche y se metió entre los arbustos con la pistola n la mano.

Una ardilla roja salió huyendo delante de ella.

– «Salga de aquí antes de mediodía o llamaré la policía».

No era una pesadilla, era un recuerdo. Pero sintió el tirón de la herida en el costado y se concentró en el presente. En buscar a Jesse Lambert, el hombre que las había atacado a ella, a la senderista y a Bernadette, que había intentado matar a su padre tantos años atrás y la semana anterior había conseguido matar a Harris Mayer.

Mackenzie sabía que tenía que encontrar a Cal porque, si le había robado algo a ese hombre, entonces Bernadette tenía razón.

Jesse lo mataría.

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