Rook oía el agua de la ducha mientras ponía el café. ¿Qué podía ser más normal que un sábado de verano? Pero ese día nada era normal. Mackenzie había salido temprano de la cama y se había metido en el ordenador de Brian a comprar un billete para New Hampshire. T.J. estaba en camino. Tenían trabajo. La muerte de Harris era una prioridad para ellos.
Su compañero llegó en ese momento con un paquete de donuts.
– He pensado que necesitarías una inyección de azúcar esta mañana -como siempre, parecía recién salido de un anuncio de reclutamiento para el FBI. Enarcó una ceja-. ¿Mackenzie?
– En la ducha.
– ¿Seguro que sabes lo que haces?
– Hoy se va a New Hampshire a ver a la jueza Peacham.
T.J. sacó un donut glaseado de la bolsa.
– Debería dejarnos la investigación a los demás y leer un buen libro -Stewart se sentó a la mesa-. Y tú también.
– Si te hubieran atacado en el lago donde creciste, ¿tú te dedicarías a leer un buen libro?
– Yo no habría llevado un bikini rosa, eso seguro. No critico, sólo digo lo que pienso.
– Entendido.
T.J. mordió su donut. Rook eligió uno normal. Si tomaba demasiada azúcar, se subiría por las paredes. Mackenzie no le había pedido que fuera a New Hampshire con ella.
La joven entró en la estancia vestida con vaqueros, una chaqueta de verano y una pistolera al hombro.
– Los dos parecéis preparados para escalar montañas altas y matar dragones -dijo animosa, con el pelo húmedo todavía de la ducha. Se le iluminaron los ojos al ver la bolsa de donuts-. ¡Ah! No habrás traído sólo dos, ¿verdad, T.J.?
– Soy un agente bien entrenado. Sabía que estarías aquí.
Ella sonrió.
– Bien pensado -tomó un donut glaseado-. Mi taxi está a punto de llegar. Le esperaré fuera. Gracias por permitirme dejar el coche aquí, Rook.
– De nada.
– Nos vemos mañana por la noche. Avísame si ocurre algo nuevo aquí.
– Te diremos lo que podamos -contestó T.J.
A ella claramente no le gustó eso, pero no discutió.
– Yo haré lo mismo.
Tomó su mochila, que había llevado esa mañana a la cocina, y salió. Rook oyó que llegaba el taxi.
– Podías haberla detenido -dijo T.J.
– Sí. Tengo más armas que ella. Y tú me habrías apoyado.
– De eso nada. Yo no me pienso meter entre vosotros. Cuando veo chispas, me aparto de la línea de fuego -T.J. terminó su donut y se lavó los dedos en el fregadero-. ¿Cuándo vas a ir tú a New Hampshire?
Rook pensó que su amigo podía leer el pensamiento mejor que nadie que conociera.
– Mi avión sale dos horas después que el de ella.
– Pues entonces vámonos.
Fueron directamente al edificio de la casa de Cal. Si no había vuelto todavía, quizá alguien de allí supiera dónde estaba.
En el vestíbulo los recibió un portero distinto, un joven con un libro de Matemáticas abierto sobre el mostrador.
– ¿Ustedes fueron los que dejaron ese dibujo? -preguntó.
– Fue una colega -contestó Rook.
– Creo que conozco a ese hombre.
Rook no mostró ninguna reacción.
– ¿De su trabajo aquí?
– Sí. Trabajo sobre todo noches y fines de semana -apartó su silla y sacó el dibujo de debajo del mostrador-. Sí, es él. Lo vi entrando en el ascensor hace dos o tres noches.
– ¿Venía a visitar a alguien?
– No, no. Tiene un piso aquí.
T.J. se enderezó y Rook no pudo ocultar su sorpresa.
– ¿Dónde?
– Sexto piso. Es un dúplex de empresa. Lo alquiló seis meses. No recuerdo el nombre de su empresa. Está basada en Virginia pero él no es de allí. Trabaja para ellos o es el dueño, no sé. No le pregunté.
– ¿Cómo se llama? -inquirió T.J.
El chico se encogió de hombros.
– Ni idea.
Rook señaló el dibujo.
– ¿Seguro que es él?
– Sí. Se parece a él. No sé si lo reconocería si hubiera visto el dibujo en la tele, pero supuse que había un motivo para que ustedes lo trajeran aquí.
– ¿Por qué no lo reconoció el portero de ayer?
– Ese hombre no para mucho por aquí.
– Llame a su piso -dijo Rook-. A ver si está en casa.
No hubo respuesta ni en ese piso ni en el de Benton. Rook y T.J. dieron las gracias al chico y salieron. T.J. soltó un silbido.
– Esta mañana vamos a estar ocupados.
Rook estaba de acuerdo. Tenían que pedir un par de órdenes de registro rápidamente.