Treinta y seis

Después de que los distintos investigadores se marcharan, T.J. se reunió con Rook y Mackenzie en el lago.

– Es un lugar hermoso -comentó; se sentó en uno de los sillones de mimbre delante de la chimenea de piedra-. Nunca he visto un somorgujo, ¿sabes?

Mackenzie sonrió.

– Puede que oigas uno esta noche.

– Si consigo soportar los bichos y el frío.

Rook había hecho fuego y acercó su sillón a las llamas. La noche era fría pero Bernadette tenía mantas viejas de lana para esos menesteres. Mackenzie tenía una en el regazo.

– Un día largo -comentó.

T.J. se encogió de hombros.

– Para mí no. Yo he venido en avión y hablado con algunas personas. Rook y tú os habéis encargado de la parte dura -no sonrió-. Siento no haber estado ahí para ayudaros.

– Si Jesse hubiera conseguido salir de aquí, tú habrías impedido que despegara su avión.

– Lo teníamos -comentó T.J. sin orgullo-. Pero no a tiempo de salvar a Harris Mayer o a Cal Benton.

Rook echó otro tronco al fuego.

– Ellos hicieron su pacto con el diablo.

T.J. asintió.

– ¿Y la jueza Peacham?

– Los doctores la tendrán esta noche en observación -repuso Mackenzie-. Por si hay infección, pues la herida ha tocado el músculo. Ha dicho que podíamos quedarnos todos aquí, tostar malvaviscos y escuchar a los somorgujos.

Pero llegó otro coche y Nate y Delvecchio se acercaron al fuego.

T.J. silbó por lo bajo.

– Creo que los malvaviscos y los somorgujos tendrán que esperar.

– Bienvenido a la vida de un agente federal, Mac -dijo Rook.

– A mí me parece bien -ella sonrió a los dos.


El domingo, cuando le dieron el alta en el hospital, Bernadette insistió en sentarse en el porche. Hacía una tarde cálida, sin viento. Mackenzie se reunió con ella.

– New Hampshire no querrá entregar a Jesse -dijo la jueza-. Querrán juzgarlo aquí por el asesinato de Cal -su voz vaciló-. Es muy probable que tengas que declarar.

– No me importa -repuso Mackenzie.

– No será fácil tener que verlo, pero al menos sabrás que ya no puede hacer más daño -Bernadette se recostó en el sillón de mimbre con la cara cenicienta-. Todos estos años y no sabía que lo de tu padre no había sido un accidente. Me siento muy tonta.

– Papá y tú intentasteis echarlo de aquí.

– Lo intentó tu padre. Yo no hice gran cosa.

– Pero tú no lo ayudaste. No te atormentes ahora, Beanie.

La mujer miró el lago.

– He dejado que la gente se aproveche de mí.

– ¿No lo hacemos todos en algún momento?

Bernadette hizo una mueca.

– Yo lo he hecho repetidamente.

Mackenzie casi sonrió.

– No tiene nada de malo ayudar a la gente. Muchas personas a las que has ayudado, yo incluida, te lo agradecemos.

– Yo nunca… -era evidente que la jueza combatía las lágrimas-. Nunca me he sentido tan sola.

– Eres una mujer brillante y generosa y tienes buenos amigos, personas que te quieren y que no quieren sacarte nada -sonrió Mackenzie-. Por ejemplo, Gus Winter.

– Él siempre ha estado ahí, ¿verdad? Para todos nosotros. Su hermano y él venían al lago de adolescentes. Jill y yo éramos amigas.

Bernadette guardó silencio. Mackenzie oyó el grito familiar de un somorgujo y se preguntó si lo oiría T.J. Rook y él habían salido al lago con kayaks y la habían dejado a solas con Bernadette.

– El peor día de mi vida fue el día en el que Harry y Jill murieron en Cold Ridge -dijo ésta-. ¿Cómo se supera una tragedia así? -no esperó a que Mackenzie contestara, sino que se levantó y miró el agua y los bosques que habían sido el hogar de los Peacham durante décadas-. Te lo diré yo. No se supera.

Mackenzie permaneció en su sillón de mimbre.

– Fue horrible -dijo-. Y dejaron a tres hijos huérfanos.

Bernadette apartó la vista del lago y la miró.

– Pero la amplitud de esa tragedia hizo que a todos nos resultara fácil minimizar otras cosas que pasaron aquí en el valle. Nos dio una perspectiva que no habríamos tenido de otro modo y nosotros intentamos dejar que nos convirtiera en personas más fuertes y mejores. Más inteligentes, incluso. Porque, ¿qué otra opción había?

– Beanie -Mackenzie creía saber adonde iba a parar aquello-. Por favor, no te juzgues.

– Todos fuimos muy lentos en reconocer el efecto que había tenido en ti lo que le pasó a tu padre. Kevin no había muerto, tú no eras huérfana -suspiró y volvió a sentarse-. Bien, el pasado es lo que es. Yo no puedo cambiar nada de lo que hice.

– No podemos ninguno.

Bernadette frunció el ceño.

– Tú eres joven, no puedes tener tanto que lamentar. ¿Qué querrías cambiar?

– Para empezar, habría reconocido a Jesse cuando me apuñaló.

– De eso hace sólo una semana.

– Está en el pasado. Cuenta.

Bernadette se echó a reír de pronto.

– Juro que, si cambiar algo del pasado te volviera diferente… -movió la cabeza-. Quiero que tengas un sitio propio en este lago.

– Lo tengo.

La jueza negó con la cabeza.

– No. Lo tienen tus padres y yo, pero los tres vamos a vivir hasta los cien años y tú deberías tener un sitio ahora, cuando eres joven. Dejar que tus hijos crezcan aquí, aunque sólo sea los veranos y las vacaciones.

Mackenzie la miró, sin entender lo que quería decir.

– No puedo pagarme un lugar en Washington y mucho menos dos lugares.

– Yo te doy el terreno -dijo Bernadette, exasperada-. Yo no tengo hijos y tú amas esto tanto como yo.

– Sí -Mackenzie conocía lo bastante bien a Bernadette para no dejarse vencer por la emoción-. Gracias.

La jueza sonrió, obviamente aliviada.

– De nada -señaló el lago con la cabeza-. Creo que a tu agente del FBI también le gusta esto.

– Beanie, no sé si lo mío con Rook saldrá bien.

Gus, que salía en ese momento de la cocina, lanzó un gruñido.

– Lo vuestro es de por vida.

– Es verdad -asintió Bernadette-. Cualquiera puede verlo.

Pero Mackenzie no tenía intención de hablar de Rook con ellos, así que se disculpó y corrió fuera, al muelle. Estaba descalza y llevaba pantalón corto y sintió tentaciones de lanzarse al agua con el mismo abandono de una semana atrás, antes de que Jesse la atacara con el cuchillo.

Esa noche tenía que subir a un avión para Washington y sólo le quedaba la tarde. Miró el porche, donde Gus y Bernadette discutían sobre algo y luego al lago, pero no vio ni rastro de los agentes del FBI en sus kayaks.

Bernadette tenía razón. Ella amaba aquello.

Tomó carrerilla, ignorando la herida del cuchillo en el costado, y se lanzó al agua fría y profunda.


Bernadette prendió una cerilla y acercó la llama al borde del periódico enrollado.

– Son las esquelas -dijo a Gus-. Creo que Harris lo aprobaría, pero no Cal. Él nunca supo apreciar la ironía.

Gus no dijo nada.

Ella se sentaba con las piernas cruzadas en la hierba mientras el fuego quemaba el periódico y prendía las astillas. Era temprano para hacer fuego, pues aún no había oscurecido. Pero ella había querido hacerlo.

Sintió una punzada en la cadera e hizo una mueca.

– Antes me resultaba más fácil sentarme con las piernas cruzadas.

– Te ayudaría salir más de Washington -contestó Gus-. Pasas demasiado tiempo sentada. Deberías hacer senderismo mientras estás aquí. Yo iré contigo -añadió con sencillez.

Con Gus Winter no había rincones profundos ni ocultos. Había visto la guerra, sufrido la pérdida trágica de su hermano y cuñada y criado a sus sobrinos, pero las complicaciones de su vida nunca le habían servido para buscar excusas ni racionalizar un mal comportamiento.

– Buena idea -comentó Bernadette-. Hay cosas que lamento, Gus.

– Háblame de ellas.

Ella enderezó las piernas para aliviar el tirón en la cadera. Le dolía también el hombro, pero no quería tomar más analgésicos.

– No sobreviviré al escándalo de lo que hicieron Harris y Cal ni de quién es Jesse. De que pasaran tantas cosas durante años delante de mis narices.

– Tú no has hecho nada malo.

– No importa. No sobreviviré a eso y quizá sea justo. Debí presionar a Harris para que me dijera la verdad hace cinco años. Y he sabido durante meses que a Cal le pasaba algo. Soy demasiado confiada. La gente no pensará que eso sea bueno en una jueza.

– Cal no se mezcló con Jesse por ti. Ni Harris tampoco. Tenían sus propias razones -Gus se levantó del sillón y se sentó en la hierba con ella. Estaba en forma, pero no tan ágil como en otro tiempo. Le hizo una mueca-. ¿Te acuerdas de que estábamos sentados juntos en primer curso cuando nos trajeron aquel payaso?

– Era malabarista.

– Da igual.

– Recuerdo que tú te portaste mal.

Gus se encogió de hombros.

– Yo siempre me portaba mal. Cuando empecé a escalar montañas, mejoré. Cuando volví de Vietnam, tenía muchas cosas en la cabeza. Me pasaba días enteros en la montaña. Hasta que Harry y Jill murieron allí.

– Eres un héroe para mucha gente.

– Sólo hice lo que tenía que hacer. Eso es lo que haces tú ahora, ¿no? -la miró con sus penetrantes ojos azules-. Beanie, ¿qué es lo que quieres?

– ¿Querer? -ella oyó que se le quebraba la voz y apartó la vista-. No lo sé. En este momento, me basta con estar sentada contigo delante del fuego.

– Estás pensando en dimitir, ¿verdad?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

– Dimitir no, retirarme. Nunca esperé morirme en el tribunal, siempre he sabido que un día volvería aquí. Gus, quiero estar aquí escuchando a los somorgujos y cultivando tomates.

– Echarías de menos encerrar a gente.

– Eso es simplificar mucho mi trabajo.

Él sonrió.

– Echarías de menos tu martillo.

– No lo echaré de menos.

– Un día, cuando vengas de vacaciones, puedes explicarme lo que haces.

– Tú sabes lo que hago.

– Sé quién eres. Hay una diferencia.

Él se echó hacia atrás, apoyado en los codos.

– Vamos a envejecer juntos, Beanie Peacham.

Ella le sonrió.

– Odio tener que decirte esto, Gus, pero ya hemos empezado.

Загрузка...